Oscuridad pálida
—Me siento una soplona —le dijo Eureka a Cat en la sala de espera de la comisaría de Lafayette aquella tarde.
—Es por precaución. —Cat le ofreció unas Pringles de un tubo pequeño que había sacado de la máquina expendedora, pero Eureka no tenía hambre—. Dejaremos caer una descripción de Ander, a ver si hay suerte. ¿No te gustaría saber si ya lo tienen fichado? —Sacudió la lata para sacar más patatas y masticó pensativamente—. ¡Te ha amenazado de muerte!
—No me ha amenazado de muerte.
—«Si te dejo sola, morirás.» No está aquí ahora y estás viva, ¿no?
Ambas miraron a la ventana de enfrente, como si se les hubiera ocurrido a la vez que Ander podía estar observándolas. Era jueves, a la hora de cenar. Tras dejar a Ander bajo el roble, Eureka había tardado menos de cinco minutos en contar a Cat por teléfono, jadeando, los detalles de su encuentro. En ese momento se arrepentía de haber abierto la boca.
En la comisaría hacía frío y olía a café viejo y espuma de poliestireno. Aparte de la fornida mujer negra con la mirada perdida en ellas, sentada al otro lado de una mesa con varios números de Entertainment Weekly de hacía tres Brad Pitts, Eureka y Cat eran las únicas civiles presentes. Más allá del pequeño vestíbulo cuadrado se oía el repiqueteo de los teclados dentro de los cubículos. Había manchas de humedad en el falso techo; Eureka encontró dinosaurios y pistas de atletismo olímpicas en los dibujos que se formaban sobre sus cabezas.
Fuera, el cielo era azul marino, salpicado de nubes grises. Si Eureka llegaba tarde esa noche, Rhoda la asaría a la parrilla como las arracheras que había preparado una noche que a su padre le había tocado trabajar en el Prejean’s. Eureka odiaba aquellas cenas, cuando Rhoda sacaba cualquier tema del que ella no quería hablar; es decir, todo.
Cat se pasó la lengua por los labios y tiró el tubo de Pringles a la basura.
—Conclusión, estás colada por un psicópata.
—¿Por eso me has traído a la policía?
Cat alzó un dedo como un abogado.
—Que quede constancia de que la acusada no refuta la imputación del psicópata.
—Si ser raro es un crimen, deberíamos entregarnos las dos, ya que estamos aquí.
No sabía por qué estaba defendiendo a Ander. Había mentido sobre Brooks, había reconocido que la había espiado y lanzaba advertencias confusas sobre que ella estaba en peligro. Puede que bastara para presentar cargos, pero no le parecía bien. Ander no le había dicho qué tenía él de peligroso. Y su peligrosidad se basaba en cómo le hacía sentir a ella… fuera de control emocionalmente.
—Por favor, no te acobardes ahora —dijo Cat—. Le he dicho a mi nuevo amigo Bill que haríamos una declaración. Nos conocimos anoche en mi taller de cerámica. Ya cree que soy una artista demasiado bohemia… No quiero largarme y demostrarle que tiene razón. Entonces no me pedirá nunca para salir.
—Debería haber sabido que era una estratagema para ligar. ¿Qué ha pasado con Rodney?
Cat se encogió de hombros.
—Eeeh…
—Cat…
—Mira, tú da una descripción sencilla y llevarán a cabo una búsqueda. Si no sale nada, nos largamos pitando.
—No estoy segura de si la policía de Lafayette posee la base de datos de delincuentes más fiable.
—No digas eso delante de Bill. —Cat se puso más seria—. Acaba de entrar en el cuerpo y es muy idealista. Quiere conseguir que el mundo sea un lugar mejor.
—¿Tirándole los tejos a una chica de diecisiete años?
—Somos amigos. —Cat sonrió abiertamente—. Además, ya sabes que es mi cumpleaños el mes que viene. Ah, mira, ahí está.
Se puso en pie de un salto y comenzó a saludarle con la mano, aplicando todo su coqueteo como quien pone mayonesa a un bocadillo po’boy.
Bill era un joven negro, alto y desgarbado, con la cabeza rapada, una fina perilla y cara de niño. Era mono, salvo por la pistola que llevaba a la cintura. Le guiñó el ojo a Cat y les hizo señas a las chicas para que fueran a su escritorio, en un rincón de la parte delantera. Todavía no tenía su propio cubículo. Eureka suspiró y siguió a Cat.
—Bueno, señoritas, ¿qué ha pasado? —Se sentó en una silla giratoria verde oscuro. Había un bote vacío de fideos precocinados sobre su mesa y tres más en la papelera detrás de él—. ¿Alguien os está molestando?
—No exactamente.
Eureka cambió de postura, evitando sentarse en una de las dos sillas plegables. No le gustaba estar allí. Estaban entrándole náuseas por el olor a café pasado. Los policías con los que había estado los días tras el accidente de Diana llevaban uniformes que olían así. Quería marcharse.
En la chapa de Bill se leía MONTROSE. Eureka conocía a los Montrose de New Iberia, pero el acento de Bill pertenecía más a Baton Rouge que al bayou. Eureka tampoco tenía ninguna duda de que Cat estaba practicando mentalmente su futura firma, «Catherine L. Montrose», como siempre hacía con todos. Eureka ni siquiera sabía cómo se apellidaba Ander.
Cat acercó enseguida una de las sillas al escritorio de Bill y se sentó, apoyó un codo cerca del sacapuntas eléctrico, y metió y sacó un lápiz de manera seductora. Bill se aclaró la garganta.
—Es muy modesta —dijo Cat por encima de la vibración de la máquina—. Tiene un acosador.
Bill lanzó una mirada de policía a Eureka.
—Cat dice que un amigo tuyo ha reconocido estar siguiéndote.
Eureka miró a Cat. No quería hacer aquello. Cat asintió para animarla. ¿Y si ella tenía razón? ¿Y si Eureka lo describía y aparecía algo horrible en la pantalla? Pero si no había nada, ¿se sentiría mejor?
—Se llama Ander.
Bill sacó una libreta de espiral del cajón. Empezó a escribir el nombre en tinta azul.
—¿Apellido?
—No lo sé.
—¿Es un chico del instituto?
Eureka se sonrojó a su pesar.
Sonó el timbre de la puerta de la comisaría. Una pareja de ancianos entró en el vestíbulo. Se sentaron donde hacía un momento estaban Eureka y Cat. El hombre vestía unos pantalones grises y un suéter gris; la mujer llevaba un vestido gris, con caída, y una pesada cadena de plata. Quizá eran hermanos, posiblemente mellizos. Pusieron las manos en el regazo al unísono y miraron al frente. Eureka tenía la sensación de que podían oírla, lo que le hizo sentirse todavía más cohibida.
—No sabemos su apellido. —Se acomodó más cerca de Bill, con los brazos desnudos extendidos sobre el escritorio—. Pero tiene el pelo rubio, un poco ondulado. —Acompañó la descripción del cabello de Ander con un gesto de la mano—. ¿Verdad, Reka?
Bill dijo «un poco ondulado» y lo anotó, por lo que Eureka se avergonzó aún más. Nunca había sido tan consciente de estar perdiendo el tiempo.
—Conduce una furgoneta blanca —añadió Cat.
La mitad del condado conducía una furgoneta blanca.
—¿Ford o Chevy? —preguntó Bill.
Eureka recordó la primera cosa que le había dicho Ander, y que ella le había contado a Cat.
—Es una Chevy —respondió Cat—. Y tiene uno de esos ambientadores colgando del espejo retrovisor. Plateado. ¿Verdad, Reka?
Eureka les echó un vistazo a las personas que esperaban en el vestíbulo. La mujer negra tenía los ojos cerrados, y sus pies hinchados, con sandalias, descansaban sobre la mesa de café, mientras en una mano sostenía una lata de Fanta. La anciana de gris miró hacia Eureka. Tenía los ojos azul claro, esa extraña tonalidad intensa que podía verse desde lejos. Le recordó a los ojos de Ander.
—Con una Chevy blanca ya tenemos algo para empezar. —Bill sonrió a Cat cariñosamente—. ¿Algún otro detalle que podáis recordar?
—Es un genio lanzando piedras —dijo Cat—. Quizá vive en el bayou, donde puede practicar cuando quiera.
Bill se rió para sus adentros.
—Me está poniendo celoso ese chico. Casi espero no encontrarle nunca.
«Ya somos tres», pensó Eureka.
Cuando Cat dijo: «Es muy blanco de piel y tiene los ojos azules», Eureka tuvo suficiente.
—Hemos terminado —le dijo a Cat—. Vamos.
Bill cerró la libreta.
—Dudo que tenga aquí bastante información para llevar a cabo una búsqueda. La próxima vez que veáis a ese chaval, llamadme. Hacedle una fotografía con el móvil o preguntadle su apellido.
—¿Te hemos hecho perder el tiempo?
Cat hizo un pequeño puchero.
—Eso nunca. Estoy aquí para servir y proteger —contestó Bill, como si acabara de echarles el guante a un montón de talibanes.
—Vamos a tomar un sorbete de plátano. —Cat se levantó, estirándose, de modo que la camiseta se le salió de la falda y mostró un trozo de piel, suave y morena—. ¿Quieres venir?
—Gracias, pero estoy de servicio. Me queda un rato todavía.
Bill esbozó una sonrisa, y Eureka pilló que iba dirigida a Cat.
Se despidieron con la mano y se dirigieron a la puerta en busca del coche de Eureka para ir a casa, donde la esperaba algo conocido como Rhoda. Al pasar, la pareja de ancianos se levantó de sus asientos. Eureka contuvo el instinto de dar un salto hacia atrás. «Relájate.» Solo estaban acercándose al escritorio de Bill.
—¿Puedo ayudarles? —oyó que Bill preguntaba a sus espaldas.
Eureka miró por última vez a la pareja, pero no vio más que sus nucas canosas.
Cat la cogió del brazo.
—Bill… —dijo en voz alta con añoranza mientras apretaba la barra metálica de la puerta principal.
El aire era frío y olía a basura quemada. Eureka deseó estar acurrucada en su cama con la puerta cerrada.
—Bill es majo —añadió Cat mientras cruzaban el aparcamiento—. ¿A que sí?
Eureka abrió a Magda.
—Es majo.
Lo bastante majo como para seguirles la corriente. ¿Por qué iba a tomarlas en serio? No deberían haber ido a la policía. Ander no era un caso claro de acoso. No sabía lo que era.
Estaba en medio de la calle, observándola.
Eureka se quedó paralizada cuando iba a sentarse y le miró a través de la ventana. Se encontraba apoyado en el tronco de un cinamomo, con los brazos cruzados. Cat no se había dado cuenta. Estaba cardándose el flequillo frente al espejo de la visera antideslumbrante.
A diez metros de distancia, Ander parecía furioso. Su postura era rígida. Tenía la mirada tan fría como cuando cogió a Brooks por el cuello de la camiseta. ¿Debía darse la vuelta y correr hacia la comisaría para contárselo a Bill? No, Ander desaparecería en cuanto atravesara la puerta. Además, tenía demasiado miedo para moverse. Él sabía que había ido a la poli. ¿Qué haría al respecto?
Se quedó mirándola un momento y luego dejó caer los brazos a los lados. Echó a correr entre la maleza que bordeaba el aparcamiento del Roi de Donuts al otro lado de la calle.
—Cuando quieras puedes arrancar el coche, pero que sea este año —le dijo Cat después de juntar los labios para extenderse bien el brillo.
En cuanto Eureka se volvió hacia Cat, Ander desapareció. Al mirar otra vez hacia el aparcamiento, estaba vacío salvo por dos polis que salían de la tienda de donuts con unas bolsas de comida para llevar. Eureka exhaló, arrancó a Magda y encendió la calefacción para deshacerse del aire frío y húmedo que se había asentado como una nube en el interior del coche. Ya no le apetecía un sorbete de plátano.
—Tengo que irme a casa —le dijo a Cat—. Esta noche le toca cocinar a Rhoda.
—Así que hoy sufrís todos.
Cat lo comprendía, o eso pensaba. Eureka no quería hablar de que Ander sabía que acababan de intentar entregarlo.
En el espejo de la visera antideslumbrante, Cat ponía sus mejores ojos de corderito, las expresiones que acababa de dedicarle a Bill.
—No te desanimes —agregó mientras Eureka salía del aparcamiento y regresaba al Evangeline, donde Cat había dejado el coche—. Solo espero estar contigo la próxima vez que lo veas. Le sonsacaré la verdad. Se la arrancaré en el acto.
—A Ander se le da bien cambiar de tema cuando él es el tema —repuso Eureka, pensando que aún se le daba mejor desaparecer.
—¿Qué adolescente no quiere hablar de sí mismo? No podrá conmigo. —Cat encendió la radio, pero luego cambió de opinión y la apagó—. No puedo creer que te dijera que estás en peligro. Es como: «Hummm, ¿debería probar con el infalible “¿Sabe el cielo que le falta un ángel?”. No, mejor le doy un susto de muerte».
Pasaron unas cuantas manzanas de ruinosas casas adosadas y el puesto de daiquiris para llevar, donde una chica sacaba sus grandes pechos por la ventanilla para dar unos vasos de cuatro litros a los chicos que conducían coches trucados. Eso era coquetear. Lo que Ander había hecho aquella mañana, y justo al otro lado de la calle, era distinto.
—No está tirándome los tejos, Cat.
—Oh, vamos —farfulló Cat—. Siempre, como desde los doce años, has tenido ese aire de chica sexy delicada que los tíos encuentran irresistible. Eres la típica loca con la que los chicos quieren arruinarse la vida.
Ya estaban fuera de la ciudad, accediendo a la ventosa carretera que llevaba al Evangeline. Eureka bajó las ventanillas. Le gustaba cómo olía aquella carretera por la noche, como cuando caía la lluvia sobre el jazmín de floración nocturna. Las langostas cantaban viejas canciones en la oscuridad. Le gustaba la combinación del aire frío que le rozaba los brazos y las ráfagas de calor en los pies.
—Y hablando de eso —dijo Cat—, Brooks me ha interrogado sobre tu «estado emocional» actual.
—Brooks es como un hermano para mí —respondió Eureka—. Siempre ha sido protector. Tal vez sea un poco más apasionado desde lo que le pasó a Diana y… todo lo demás.
Cat apoyó los pies en el salpicadero.
—Sí, ha preguntado por Diana, pero… —Hizo una pausa—. Ha sido extraño.
Pasaron por caminos de tierra, antiguas vías ferroviarias y cabañas de madera, barro y musgo. Unas garcetas blancas se movieron por los árboles negros.
—¿Qué? —dijo Eureka.
—Lo ha llamado, me acuerdo porque lo ha repetido dos veces, «el asesinato de Diana».
—¿Estás segura?
Eureka y Brooks habían hablado de lo ocurrido un millón de veces, y él nunca había utilizado esa expresión.
—Le he recordado la ola gigantesca —dijo Cat, y Eureka reconoció el gusto amargo que notaba cada vez que oía aquellas palabras—. Entonces se ha puesto en plan: «Bueno, eso es lo que fue: la ola la mató». —Cat se encogió de hombros mientras Eureka estacionaba en el aparcamiento del instituto, junto a su coche—. Me da el mismo yuyu que cuando se disfrazó tres años seguidos de Freddy Krueger para Halloween.
Cat salió del coche y miró a Eureka, esperando que se riera. Pero lo que antes era divertido se había oscurecido y lo que solía ser triste en sus momentos resultaba absurdo, así que Eureka ya no sabía muy bien cómo reaccionar.
De vuelta a la carretera principal en dirección a casa, unos faros iluminaron el espejo retrovisor de Eureka. Oyó el débil claxon de Cat cuando el coche viró bruscamente hacia el carril de la izquierda para pasarla de largo. Cat nunca criticaba la prudencia que Eureka mostraba al volante últimamente, pero no se iba a quedar detrás de ella. Aceleró y las luces traseras de Cat desaparecieron en una curva.
Por un momento, Eureka olvidó dónde se encontraba. Pensó en Ander lanzando piedras y deseó que Diana siguiera viva para poder hablarle de aquel chico.
Pero ya no estaba. Brooks lo había dejado muy claro: una ola la había matado.
Eureka vio la curva con mala visibilidad por la que había pasado miles de veces. Pero mientras divagaba había aumentado la velocidad y la tomó demasiado rápido. Los neumáticos sobrepasaron la mediana un instante antes de que pudiera enderezar el coche. Parpadeó deprisa, como si acabara de salir de un sueño. La carretera estaba a oscuras; no había farolas a las afueras de Lafayette. Pero ¿qué era…?
Entrecerró los ojos para ver qué tenía delante. Había algo que bloqueaba la carretera. ¿Estaba Cat gastándole una broma? No, los faros de Eureka revelaron un sedán gris, Suzuki, aparcado en medio de la vía.
Eureka pisó el freno a fondo. No iba a ser suficiente. Giró el volante hacia la derecha y los frenos chirriaron. Viró bruscamente hacia el arcén, a una cuneta poco profunda. Magda paró de golpe, con el capó metido metro y medio en las cañas de azúcar.
Le costaba respirar. Le entraron náuseas por el olor a goma quemada y gasolina. Había algo más en el ambiente, un aroma a citronela que le resultaba familiar. Eureka intentó respirar. Casi había chocado con el coche. Había estado a punto de tener el que habría sido su tercer accidente en cuatro meses. Había pisado el freno a tres metros y probablemente había destrozado la dirección. Pero ella estaba bien. No le había dado a nadie. Aún podía llegar a casa a tiempo para cenar.
Cuatro personas aparecieron entre las sombras al otro extremo de la carretera. Pasaron junto al Suzuki. Estaban acercándose a Magda. Poco a poco Eureka reconoció a la pareja gris de la comisaría. Había otros dos con ellos, también vestidos de gris, como si la primera pareja se hubiera multiplicado. Podía verlos claramente en la oscuridad: el corte del vestido de la mujer de la comisaría, el nacimiento del pelo del hombre nuevo del grupo, los ojos clarísimos de la mujer a la que Eureka no había visto antes.
¿O sí? Le sonaban, como los parientes que ves por primera vez en una reunión familiar. Había algo tangible en el aire que envolvía a los desconocidos.
Entonces se dio cuenta: no es que fueran pálidos, sino que resplandecían. La luz describía el contorno de sus cuerpos, brillaba en sus ojos. Tenían los brazos entrelazados como los eslabones de una cadena. Estaban acercándose y, mientras lo hacían, parecía que todo el mundo se le viniera encima a Eureka. Las estrellas en el cielo, las ramas de los árboles, su propia tráquea. No recordaba haber parado el coche, pero allí estaba. No lograba acordarse de cómo ponerlo otra vez en marcha. La mano le tembló sobre la palanca de cambios. Lo mínimo que podía hacer era subir las ventanillas.
Entonces, en la oscuridad detrás de Eureka, una furgoneta dobló la curva con gran estruendo. Tenía los faros apagados, pero cuando el conductor pisó el acelerador, las luces se encendieron. Era una Chevy blanca, que iba directa hacia ellos, aunque en el último instante viró para no chocar contra Magda…
Y se estrelló contra el Suzuki.
El coche gris se metió en el guardabarros de la camioneta y luego se deslizó hacia atrás, como si rodara sobre el hielo. Dio una vuelta de campana, acercándose a Magda, a Eureka y al cuarteto de personas resplandecientes.
Eureka se agachó entre los dos asientos delanteros y le tembló todo el cuerpo. Oyó el golpazo cuando el coche cayó del revés, el estruendo del parabrisas. Oyó el chirrido de la camioneta al frenar y después el silencio. El motor de la furgoneta estaba apagado. Hubo un portazo. Unos pasos sobre la gravilla del arcén de la carretera. Alguien aporreaba la ventanilla de Eureka.
Era Ander.
Eureka bajó la ventanilla con la mano temblorosa.
Él uso los dedos para ayudarla a bajarla más rápido.
—Vete.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Acabas de llevarte por delante el coche de esa gente!
—Tienes que marcharte de aquí. No estaba mintiéndote antes.
Miró por encima del hombro a la carretera a oscuras. La gente gris estaba discutiendo cerca del coche. Observaban a Ander con ojos brillantes.
—¡Déjanos! —gritó la mujer de la comisaría.
—¡Dejadla! —respondió Ander fríamente.
Y cuando la mujer se rió socarronamente, Ander se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros. Eureka vio un destello plateado en su muslo. Al principio creyó que era una pistola, pero entonces Ander sacó un estuche plateado del tamaño de un joyero y lo llevó hacia la gente vestida de gris. —Retroceded.
—¿Qué tiene en la mano? —preguntó el mayor de los dos hombres, acercándose más al coche.
Detrás de él, el otro dijo:
—Estoy seguro de que no es…
—Vais a dejarla en paz —les advirtió Ander.
Eureka oyó que a Ander se le aceleraba la respiración y la tensión dominaba su voz. Mientras abría torpemente el cierre de la caja, el grupo de cuatro personas de la carretera emitió un grito ahogado. Eureka se dio cuenta de que sabían exactamente qué contenía la caja y les aterrorizaba.
—Hijo —le advirtió uno de los hombres con malevolencia—, no abuses de lo que no entiendes.
—A lo mejor sí lo entiendo.
Despacio, Ander abrió la tapa. Un resplandor verde ácido emanó del interior del estuche, iluminando su rostro y el espacio oscuro a su alrededor. Eureka trató de distinguir el contenido de la caja, pero la luz verde del interior resultaba casi cegadora. Un fuerte olor ilocalizable inundó sus orificios nasales y la disuadió de seguir mirándola.
Las cuatro personas, que habían ido avanzando, empezaron a retroceder varios pasos. Se quedaron mirando el estuche y la luz verde y brillante con un temor enfermizo.
—No podrás tenerla si morimos —dijo una voz de mujer—. Ya lo sabes.
—¿Quiénes son estas personas? —le preguntó Eureka a Ander—. ¿Qué hay en esa caja?
Con la mano libre, él la agarró del brazo.
—Te lo suplico. Vete de aquí. Tienes que sobrevivir. —Extendió el brazo hacia el interior del coche, donde la mano de Eureka permanecía fría y rígida sobre el cambio de marchas. Le apretó los dedos y puso la marcha atrás—. Pisa el acelerador.
Ella asintió, aterrada, luego dio marcha atrás, y volvió por donde había venido. Condujo en la oscuridad y no se atrevió a volverse hacia la luz verde que vibraba en el espejo retrovisor.
De: savvyblavy@gmail.com
Para: reka96runs@gmail.com
Cc: catatoniaestes@gmail.com
Fecha: Viernes, 11 de octubre, 2013, 12.40 a. m.
Asunto: Segundo bombardeo
Querida Eureka:
Voilà! Esto va viento en popa y podré enviarte más páginas mañana. Estoy empezando a preguntarme si se trata de una novelucha rosa antigua. ¿Tú qué opinas?
El príncipe se convirtió en rey. Con lágrimas en los ojos, empujó la pira funeraria al mar. Después sus lágrimas se secaron y me pidió que me quedara.
Con una reverencia, rechacé su invitación.
—Debo regresar a las montañas, continuar en mi lugar con mi familia. Allí es donde debo estar.
—No —se limitó a decir Atlas—. Ahora eres de aquí y te quedarás.
A pesar de mi descontento, tuve que aceptar las exigencias de mi rey. En cuanto el humo de las hogueras del duelo expiatorio se aclaró, las noticias se propagaron por el reino: el joven rey Atlas iba a casarse.
Y así fue: me enteré de que iba a convertirme en reina por un rumor y entonces se me pasó por la cabeza que las brujas chismosas tal vez habían dicho la verdad.
Si el amor verdadero hubiera entrado en la historia, con mucho gusto habría cambiado mi vida en la montaña por estar allí. O, si hubiera soñado alguna vez con el poder, podría haber pasado por alto la ausencia del amor. Tenía unos aposentos magníficos en el palacio, donde se cumplían todos mis deseos. El rey Atlas era apuesto; distante, pero no antipático. Pero al convertirse en rey, comenzó a hablarme menos, y la posibilidad de llegar a amarle algún día fue desvaneciéndose como un espejismo.
La fecha de la boda ya se había fijado; sin embargo, Atlas no se había declarado. Yo estaba recluida en mis aposentos, una espléndida prisión cuyos barrotes de hierro estaban cubiertos de terciopelo. Sola un día en mi vestidor, al anochecer, me puse el vestido de boda y la brillante corona de oricalco que llevaría cuando me presentaran al reino. Dos lágrimas idénticas brotaron de mis ojos.
—Las lágrimas te pegan menos incluso que una vulgar corona —dijo una voz detrás de mí.
Me di la vuelta para encontrar una figura sentada en las sombras.
—Creía que no podía entrar nadie.
—Te acostumbrarás a estar equivocada —repuso la figura ensombrecida—. ¿Le amas?
—¿Quién eres? —pregunté—. Ponte a la luz, donde pueda verte.
La figura se levantó de la silla y la luz de las velas acarició sus facciones. Me resultaba familiar, como si fuera el fragmento de un sueño.
—¿Le amas? —repitió.
Era como si alguien me hubiese robado la respiración de los pulmones. Los ojos del desconocido me embelesaban. Eran del color de la cala donde nadaba por las mañanas cuando era niña. No podía evitar querer zambullirme en ellos.
—¿Amor? —susurré.
—Sí. Amor. Lo que hace que la vida merezca la pena. Lo que llega para llevarnos a donde necesitamos ir.
Negué con la cabeza, aunque sabía que era traición al rey y se castigaba con la muerte. Comencé a arrepentirme de todo. Él sonrió.
—Entonces hay esperanza.
En cuanto crucé el límite azul de sus ojos, no quise encontrar el camino de vuelta. Pero pronto me percaté de que estaba entrando en un reino peligroso.
—Eres el príncipe Leander —susurré al identificar sus rasgos finos.
Él asintió fríamente.
—De nuevo en casa tras cinco años de viaje en nombre de la Corona, aunque mi propio hermano haya hecho pensar al reino que me perdí en el mar. —Me dedicó una sonrisa que estuve segura de haber visto antes—. Entonces, tú, Selene, tuviste que descubrirme.
—Bienvenido a casa.
Salió de las sombras, me llevó hacia él y me besó con un desenfreno incomparable. Hasta aquel instante, no conocía la felicidad. Me habría quedado besándole para siempre, pero me vino un recuerdo a la memoria. Me aparté al acordarme de una parte del trillado parloteo de las brujas chismosas.
—Creía que amabas…
—Nunca antes había amado hasta que te encontré —dijo con sinceridad desde un alma de la que sabía que jamás dudaría.
Desde aquel momento hasta el infinito, nada tendría más importancia que lo que sentíamos el uno por el otro.
Tan solo una cosa se interponía entre nosotros y un universo de amor…
Besos,
MADAME B., GILDA y BRUNHILDA.