17

Rozando la superficie

Cruzaron la puerta que había bajo la señal de salida, siguieron por un corto y oscuro pasillo, y Ander condujo a Eureka hacia otra puerta. No hablaron. Sus cuerpos estaban muy pegados. Fue más fácil de lo que ella esperaba seguir cogidos de la mano; encajaban perfectamente. Algunas manos no encajaban en según qué manos. Aquello le hizo pensar en su madre.

Cuando Ander fue a abrir la segunda puerta, Eureka le detuvo.

Señaló una cinta roja que les impedía el paso.

—Harás sonar la alarma.

—¿Cómo crees que he entrado? —Ander empujó la puerta, y no sonó ninguna alarma—. Nadie va a pillarnos.

—Estás muy seguro de ti mismo.

La mandíbula de Ander se tensó.

—No me conoces bien.

La puerta se abrió a un jardín que Eureka no había visto nunca. Enfrente había un estanque circular. Al otro lado del estanque estaba situado el planetario, un círculo con ventanas de cristal tintado justo bajo la cúpula. Era un día gris, sin viento, y se notaba algo de frío. El aire olía a leña. Eureka se paró al borde de una pequeña plataforma de cemento, justo a la salida, y arrastró la punta de su zapato de cordones por la hierba.

—¿No querías hablar? —dijo.

Ander miró hacia el estanque cubierto de moho, rodeado de robles de hoja perenne. Las ramas se retorcían hacia abajo como dedos nudosos de brujas que querían alcanzar el suelo. El musgo naranja colgaba como arañas que pendían de telarañas verdes. Como la mayoría del agua estancada en esa parte de Luisiana, apenas se veía el estanque debido a los flottants del pantano tembloroso, el musgo, las azucenas y la capa de flores violáceas que cubría la superficie. Sabía perfectamente cómo olería: fuerte, fétido, a muerto.

Ander se acercó al agua. No le hizo señas para que le siguiera, pero ella fue tras él. Al llegar al borde del estanque, se detuvo.

—¿Qué están haciendo estos aquí?

Ander se agachó ante un grupo de narcisos color crema en el borde del agua. Las flores hicieron que Eureka se acordase de la variedad dorada que crecía bajo el buzón de su antigua casa de New Iberia todos los años por su cumpleaños.

—Los junquillos son típicos de la zona —aclaró, aunque era tarde para que sus flores en forma de trompeta estuvieran tan fuertes y frescas.

—No son junquillos —la corrigió Ander—, sino narcisos.

Pasó los dedos por el fino tallo de una de las flores. La arrancó de la tierra y se puso de pie para que la flor quedara a la altura de Eureka, que advirtió la campana de color amarillo mantequilla en el centro. La diferencia con el color crema del exterior era tan nimia que había que observar de cerca para apreciarla. Dentro de la campana, un estambre con la punta negra tembló por una brisa repentina. Ander sostenía la flor como si fuera a dársela a Eureka. Ella levantó la mano para cogerla, recordando otro junquillo —otro narciso— que había visto recientemente: en el grabado de la mujer que lloraba en el libro de Diana. Pensó en una frase del pasaje que madame Blavatsky había traducido, cuando Selene encontró al príncipe arrodillado cerca del río, junto a un grupo de narcisos.

En vez de darle la flor, Ander destrozó los pétalos en su puño tembloroso. Tiró del tallo y lo arrojó al suelo.

—Lo ha hecho ella.

Eureka retrocedió un paso.

—¿Quién?

La miró como si se hubiera olvidado de que estaba allí. La tensión de su mandíbula se relajó. Alzó los hombros y los bajó con resignada melancolía.

—Nadie. Vamos a sentarnos.

Señaló un banco cercano entre dos robles, probablemente donde los empleados del museo iban a almorzar los días en los que no había demasiada humedad. Unos pelícanos pardos nidificantes vagaban por el sendero que llevaba al estanque. Sus plumas brillaban por el agua musgosa. Sus cuellos largos se curvaban como los mangos de los paraguas. Se dispersaron en cuanto vieron a Ander y Eureka acercarse.

¿De quién estaba hablando Ander? ¿Qué les pasaba a las flores que bordeaban el estanque?

Ander pasó de largo junto al banco y Eureka le preguntó:

—¿No querías sentarte?

—Hay un sitio mejor.

Señaló un árbol que ella no había advertido antes. Los robles de hoja perenne de Luisiana eran famosos por sus ramas retorcidas. El árbol que había enfrente de la iglesia de St. John era el más fotografiado del sur. Pero aquel roble de hoja perenne en el jardín desierto del museo era excepcional. Se trataba de un enorme nudo con ramas combadas que parecía una de las estructuras de juegos para niños más enrevesada del mundo.

Ander se arrastró por la maraña de ramas anchas y torcidas, pasando por encima de unas, agachándose por debajo de otras, hasta que pareció esfumarse. Eureka se dio cuenta de que bajo la capa de ramas enredadas había un segundo banco, secreto. Tenía una vista parcial de Ander mientras él llegaba hasta allí ágilmente y se sentaba con los codos hacia atrás.

Eureka intentó seguir el camino. Comenzó bien, pero tras unos cuantos pasos, se paró. Era más difícil de lo que parecía. El pelo se le enredó en una rama y otras más pequeñas y afiladas le pincharon los brazos. Siguió adelante, apartando el musgo que se le ponía en la cara. Le faltaba poco para alcanzar el claro cuando llegó a un punto muerto. No veía cómo ir hacia delante… ni hacia atrás.

El sudor empezó a brotarle del nacimiento del pelo. «Encuentra cómo salir de la madriguera, niña.» ¿Qué estaba haciendo en la madriguera, para empezar?

—Por aquí. —Ander extendió el brazo entre las ramas enredadas—. Es por aquí.

Ella le cogió de la mano por segunda vez en cinco minutos. La agarró con fuerza y calidez, y todavía encajaba bien en la de ella.

—Pon el pie ahí. —Señaló un hueco en el suelo cubierto con mantillo entre dos ramas curvas. El zapato se le hundió en la tierra blanda y húmeda—. Luego desliza el cuerpo por aquí.

—¿Vale la pena?

—Sí.

Enfadada, Eureka estiró el cuello hacia un lado. Giró los hombros, luego las caderas, dio unos pasos más, con cuidado, se agachó por debajo de una rama baja y quedó libre.

Se puso derecha, una vez estuvo dentro de aquella laguna de roble. Oscura y aislada, tenía el tamaño de una glorieta pequeña. Era sorprendentemente hermosa. Un par de libélulas aparecieron entre Eureka y Ander. Sus alas azul pizarra se volvieron borrosas y los insectos fueron a posarse, iridiscentes, sobre el banco.

—¿Ves?

Ander se recostó.

Eureka se quedó mirando las ramas, que formaban un denso laberinto a su alrededor. Apenas veía el estanque al otro lado. Desde abajo, el árbol era mágico, de otro mundo. Se preguntó si alguien más conocería aquel lugar o si el banco llevaba generaciones pasando inadvertido, desde que el árbol lo había engullido.

Antes de sentarse, buscó la manera más rápida de salir. No podía ser por donde había entrado.

Ander señaló un hueco entre las ramas.

—Esa puede que sea la mejor salida.

—¿Cómo sabías que estaba…?

—Pareces nerviosa. ¿Tienes claustrofobia? A mí me gusta estar resguardado, aislado. —Tragó saliva y bajó la voz—. Invisible.

—A mí me gustan los espacios abiertos.

Apenas conocía a Ander y nadie sabía dónde estaba.

Entonces ¿por qué había ido hasta allí? Cualquiera diría que era estúpida. Cat le daría un puñetazo en la cara por aquello. Eureka volvió mentalmente sobre sus pasos. No sabía por qué le había cogido de la mano.

Le gustaba mucho mirarle. Le gustaba el tacto de su mano y cómo sonaba su voz. Le gustaba cómo caminaba, unas veces con prudencia y otras seguro de sí mismo. Eureka no era una chica que hiciera las cosas porque un tío bueno se lo pidiera. Pero allí estaba.

En la dirección en la que Ander había señalado parecía encontrarse el hueco más grande entre las ramas. Se imaginó a sí misma atravesándolo de un salto, corriendo por los bosques más allá del estanque, corriendo hasta la isla de Avery.

Ander se dio la vuelta en el banco. Su rodilla chocó con el muslo de ella y enseguida la retiró.

—Lo siento.

Eureka bajó la vista al muslo, a su rodilla.

—Dios santo —bromeó.

—No, siento haberte abordado aquí de esta manera.

No se lo esperaba. Las sorpresas la confundían. Había antecedentes de que la confusión la volvía cruel.

—¿Quieres añadir el aparcamiento en el despacho del abogado? ¿Y tu sutil acercamiento en la señal de stop?

—Sí, eso también. Tienes razón. Completemos la lista. El número desconectado. El hecho de no pertenecer al equipo de atletismo.

—¿De dónde sacaste ese ridículo uniforme? Ese fue tal vez mi detalle favorito.

Quería dejar de ser sarcástica. Ander parecía sincero. Pero estaba nerviosa por estar allí y estaba actuando de manera desagradable.

—De un mercadillo. —Ander se agachó y rozó la hierba con los dedos—. Tengo una explicación para todo, en serio. —Cogió una piedra plana y redondeada, y le quitó la suciedad de la superficie—. Hay algo que debo decirte, pero no dejo de echarme atrás.

Eureka observó como sus manos limpiaban la piedra. ¿Qué tenía miedo de decirle? ¿A Ander le… gustaba? ¿Acaso podía ver el mosaico de la chica rota más allá del sarcasmo? ¿Había estado pensando en ella como ella había estado pensando en él?

—Eureka, estás en peligro.

El modo de decirlo, de forma apresurada y a regañadientes, hizo que Eureka vacilara. Su mirada era de preocupación. Él creía lo que acababa de decir.

La chica se llevó las rodillas al pecho.

—¿A qué te refieres?

Con un movimiento suave, Ander se puso en pie y tiró la piedra, que salió disparada admirablemente por los huecos entre las ramas. Eureka vio pasar la piedra por el estanque esquivando las azucenas, los helechos y la superficie de musgo verde. De alguna manera, por todos los sitios por los que pasaba rozando la superficie, el agua estaba limpia. Era asombroso. La piedra saltó cien metros por el estanque y aterrizó en la orilla cubierta de lodo al otro lado.

—¿Cómo has hecho eso?

—Es tu amigo Brooks.

—No podría hacer saltar una piedra aunque le fuese la vida en ello.

Sabía que Ander no se refería a eso.

El chico se acercó más a ella. Su aliento le hizo cosquillas en el cuello.

—Es peligroso.

—¿Qué os pasa a los tíos? —Comprendía por qué Brooks no se fiaba de Ander. Era su amigo de toda la vida, se preocupaba por ella, y Ander era un desconocido extraño que había aparecido de repente en su puerta. Pero no había motivos por los que Ander no tuviera que fiarse de Brooks. A todos les gustaba Brooks—. Brooks es amigo mío desde que nací. Creo que puedo encargarme de él.

—Ya no.

—Bueno, nos peleamos el otro día, pero ya hemos hecho las paces. —Hizo una pausa—. Aunque eso no es asunto tuyo.

—Sé que crees que es tu amigo…

—Lo creo porque es verdad.

Su voz sonaba distinta bajo el follaje. Parecía tan mayor como los mellizos.

Ander bajó la mano para elegir otra piedra. Encontró una buena, la limpió y se la pasó.

—¿Quieres probar?

Eureka cogió la piedra de su mano. Sabía cómo hacerla rebotar en el agua. Su padre le había enseñado. Pero a él se le daba bien, mucho mejor que a ella. Hacer rebotar las piedras en el agua era un pasatiempo en el sur, un modo de marcar la ausencia del tiempo. Para ser bueno, debías practicar, pero también era necesario desarrollar la técnica de identificar las mejores piedras que se encontraban en la orilla. Tenías que ser fuerte para hacerlo bien, pero también hacía falta gracia, lanzarla con delicadeza. Nunca había visto a nadie con tanta chiripa como Ander había tenido. Le fastidiaba. Tiró la piedra hacia el agua sin molestarse a apuntar.

La piedra no pasó de la rama más cercana del roble. Rebotó y rodó de lado describiendo un arco, hasta detenerse junto a su pie. Ander se levantó y cogió la piedra, rozando con los dedos el zapato de Eureka.

Volvió a hacer bailar la piedra por el estanque, donde cogió velocidad, recorriendo longitudes ridículas en cada salto. Cayó junto a la primera, al otro lado del estanque.

A Eureka se le ocurrió algo:

—¿Es que Maya Cayce te ha contratado para convencerme de que me aleje de Brooks?

—¿Quién es Maya Cayce? —preguntó Ander—. Me suena su nombre.

—A lo mejor os presento. Podéis hablar de técnicas de acoso…

—No estoy acosándote —la interrumpió Ander, pero su tono no era convincente—. Estoy observándote. Hay una diferencia.

—¿Acabas de oírte?

—Necesitas ayuda, Eureka.

Se le enrojecieron las mejillas. A pesar de lo que sugería el montón de terapeutas que la habían visitado, Eureka no había necesitado ayuda de nadie desde que sus padres se habían divorciado hacía años.

—¿Quién te crees que eres?

—Brooks ha cambiado —dijo Ander—. Ya no es tu amigo.

—¿Y cuándo ocurrió esa metamorfosis, si puede saberse?

Los ojos de Ander brillaron de emoción. Parecía reacio a pronunciar las palabras.

—El sábado pasado, cuando fuisteis a la playa.

Eureka abrió la boca, pero se había quedado muda. Aquel tipo la había estado espiando más de lo que ella había imaginado. Se le puso la carne de gallina en los brazos. Vio a un caimán que alzaba la cabeza plana y verde en el agua. Estaba acostumbrada a esos reptiles, claro, pero nunca sabías cuándo podría saltar el que parecía más relajado.

—¿Por qué crees que os peleasteis aquella tarde? ¿Por qué crees que estalló después del beso? El Brooks que conocías, tu mejor amigo, ¿habría hecho eso?

Las palabras de Ander salían a toda prisa, como si supiera que si hacía una pausa ella le diría que se callara.

—Basta ya, tarado.

Eureka se levantó. Tenía que salir de allí, como fuera.

—¿Por qué no se disculpó Brooks hasta días después de la pelea? ¿Por qué tardó tanto tiempo? ¿Es así como se comporta un amigo?

En el límite del manto de ramas, Eureka cerró los puños. No le gustaba nada imaginarse lo que Ander habría tenido que hacer para conseguir esa información. Atrancaría las ventanas o conseguiría una orden de alejamiento. Deseó poder empujarle por aquellas ramas hacia las fauces del caimán.

Y aun así…

¿Por qué había tardado tanto Brooks en disculparse? ¿Por qué seguía actuando de manera extraña después de hacer las paces?

Se dio la vuelta, todavía con ganas de darle al caimán a Ander para comer. Pero al mirarlo en ese momento, su mente no estuvo de acuerdo con su cuerpo. No podía negarlo. Quería echar a correr y correr hacia él. Quería tirarle al suelo y caer encima de él. Quería llamar a la policía y que Ander supiera más cosas de ella. No quería volver a verlo jamás. Si no volvía a verlo, no podría hacerle daño y su deseo desaparecería.

—Eureka —la llamó Ander en voz baja. A regañadientes, la chica acercó su oído bueno hacia él—, Brooks te hará daño. Y él no es el único.

—Ah, ¿sí? ¿Quién más anda metido en esto? ¿Su madre, Aileen?

Aileen era la mujer más dulce de New Iberia y la única mujer que Eureka conocía cuya dulzura no resultaba empalagosa. Llevaba tacones para fregar los platos, pero no se teñía las canas, que le habían salido temprano al criar a dos chicos ella sola.

—No, Aileen no está implicada —contestó Ander, como si fuese incapaz de reconocer el sarcasmo—. Pero está preocupada por Brooks. Anoche registró su habitación en busca de drogas.

Eureka puso los ojos en blanco.

—Brooks no toma drogas, y su madre y él tienen una relación estupenda. ¿Por qué estás inventándote esto?

—En realidad, los dos se pelearon a gritos anoche. Todos los vecinos lo oyeron; podrías ir a preguntarle a uno de ellos si no me crees. O hazte esta pregunta a ti misma: ¿por qué habría pasado su madre toda la noche en vela horneando galletas?

Eureka tragó saliva. Aileen horneaba cuando estaba disgustada. Eureka se había comido la prueba cientos de veces cuando el hermano mayor de Brooks llegó a la adolescencia. Ese instinto debía de proceder del mismo sitio que la necesidad de su padre de nutrir la tristeza con su gastronomía.

Y justo aquella mañana, antes del primer timbre, Brooks le había pasado en el pasillo un Tupperware con galletas de mantequilla de cacahuete y se había reído al oír que lo llamaban «niño de mamá».

—No sabes de qué estás hablando. —En realidad quería decir: «¿Cómo sabes todo eso?»—. ¿Por qué haces esto?

—Porque puedo detener a Brooks. Puedo ayudarte si me dejas.

Eureka negó con la cabeza. Ya era suficiente. Hizo un gesto de dolor al agacharse bajo las ramas y se abrió camino, rompiendo ramitas, partiendo el musgo. Ander no intentó detenerla. Con el rabillo del ojo, lo vio recoger otra piedra para lanzarla.

—¡Eras más mono antes de que empezaras a hablarme —le gritó—, cuando no eras más que un chico que le había dado a mi coche!

—¿Crees que soy mono?

—¡Ya no!

Estaba enredada en las ramas y golpeaba con odio todo lo que se interponía en su camino. Se tropezó, se hizo un corte en la rodilla y continuó.

—¿Necesitas ayuda?

—¡Déjame en paz! ¡Ahora mismo! Y sigue con tu vida.

Por fin se liberó de la última capa de ramas y se paró de repente. El aire fresco le rozó las mejillas.

Una piedra pasó zumbando por el hueco de las ramas que su cuerpo había creado. Rozó el agua tres veces, como el viento ondeando la seda; luego rebotó hacia arriba, al aire. Y subió alto y más alto… hasta chocar contra una ventana del planetario, donde hizo un agujero enorme e irregular. Eureka se imaginó las estrellas artificiales del interior saliendo en remolino hacia el auténtico cielo gris.

En el silencio que se produjo a continuación, Ander dijo:

—Si te dejo sola, morirás.