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La interrupción

Como todos los chavales del Evangeline, Eureka había hecho un montón de excursiones con el instituto al Museo de Ciencias de Lafayette, en la calle Jefferson, en el centro. Cuando era pequeña, la encandilaba. No había ningún otro lugar que conociera donde pudieran verse rocas de la Luisiana prehistórica. Aunque había visto cientos de veces aquellas piedras, el jueves por la mañana subió al autobús del colegio para ir con su clase de ciencias naturales por enésima primera vez.

—Se supone que es una exposición guay —dijo su amigo Luke mientras bajaban las escaleras del autobús y se reunían antes de entrar al museo. Señaló el cartel que anunciaba MENSAJES DE LAS PROFUNDIDADES en unas temblorosas letras blancas que hacían parecer que las palabras se hallaban bajo el agua—. Es de Turquía.

—Estoy segura de que los conservadores de aquí encontrarán algún modo de arruinarla —soltó Eureka.

La conversación con Brooks del día anterior había sido tan frustrante que no podía evitar tomarla con todo el género humano.

Luke era pelirrojo y tenía la piel muy pálida. Habían jugado juntos al fútbol cuando eran más jóvenes. Era realmente una buena persona que pasaría su vida en Lafayette, feliz como una perdiz. Se quedó mirando a Eureka un momento, quizá recordando que ella había estado en Turquía con su madre y que su madre estaba muerta. Pero no dijo nada.

Eureka se ensimismó mirando el botón opalescente de la blusa de su instituto, como si fuera un artefacto de otro mundo. Sabía que se suponía que Mensajes de las profundidades iba a ser una gran exposición. Su padre había llevado a los mellizos a verla cuando la inauguraron dos semanas antes. Los niños todavía intentaban jugar con ella a «naufragio» en el cuarto de estar, usando cojines del sofá y palos de escoba.

Eureka no podía echarles la culpa a William y Claire por su insensibilidad. De hecho, lo agradecía. Había tantos murmullos prudentes alrededor de Eureka que le abofeteaban la cara que un juego llamado «naufragio» o hasta la diatriba de Brooks la otra noche resultaban reconfortantes. Eran cuerdas que lanzaban a una chica que se ahogaba, lo contrario que Rhoda al suspirar y buscar en Google «Trastorno por estrés postraumático en adolescentes».

Esperó fuera del museo con la clase, empapada debido a la humedad, a que el autobús de otro instituto llegara para que la guía del museo comenzara la visita. Los cuerpos de sus compañeros se agolpaban a su alrededor, formando un grupo asfixiante. Olió el champú de Jenn Indest con aroma a fresa y oyó la respiración dificultosa de Richard Carp por su alergia al polen, y deseó haber cumplido los dieciocho años para tener un trabajo de camarera en otra ciudad.

Nunca lo admitiría, pero a veces Eureka pensaba que le debían una vida nueva en alguna otra parte. Las catástrofes eran como los días de baja por enfermedad, que deberían dejarte pasar como quisieras. Eureka quería levantar la mano, anunciar que se encontraba muy mal y desaparecer para siempre.

La voz de Maya Cayce se coló en su cabeza: «Ahí estás, cielo».

Quería gritar. Quería echar a correr, llevarse por delante a cualquier compañero que se interpusiera entre ella y el bosque del New Iberia City Park.

El segundo autobús estacionó en el aparcamiento. Los chicos del instituto Ascension, con blazers azul marino y botones dorados de marinero, bajaron los escalones y se detuvieron junto a los chavales del Evangeline. No se mezclaron. El Ascension era un colegio rico y uno de los más duros del condado. Todos los años se publicaba un artículo en el periódico sobre la entrada de sus estudiantes en Vanderbilt o Emory o cualquier otro lugar elegante. Eran famosos por ser empollones y reservados. Eureka no había pensado nunca mucho en la reputación del Evangeline, puesto que todo lo relativo a su instituto le parecía demasiado normal. Pero mientras los ojos del Ascension los miraban a ella y a sus compañeros, se vio a sí misma reducida al estereotipo que aquellos chicos consideraban que era el de los evangelinos.

Reconoció a un par de alumnos del Ascension porque iban a su misma iglesia. Unos cuantos chavales de su clase saludaron a los del otro instituto. Si Cat hubiera estado allí, sin duda habría susurrado comentarios guarros sobre ellos, como lo «bien dotado» que estaba el Ascension.

—Bienvenidos, alumnos —dijo la joven guía del museo. Tenía el pelo castaño claro, con corte de tazón, y llevaba unos pantalones canela holgados, con una de las perneras recogida hasta el tobillo. El acento bayou otorgaba a su voz el timbre de un clarinete—. Soy Margaret, vuestra guía. Hoy viviréis una aventura sobrecogedora.

Siguieron a Margaret hasta el interior, les colocaron un sello en la mano de los LSU Tigers para demostrar que habían pagado y se reunieron en el vestíbulo. Una cinta de pintor marcaba sobre la alfombra las filas en las que debían colocarse. Eureka se puso lo más atrás posible del grupo.

Unos proyectos de arte hechos con cartulina se perdían por las paredes de cemento. La curva visible del planetario recordó a Eureka al espectáculo de Pink Floyd con láser que había visto acompañada de Brooks y Cat el último día del curso anterior. Ella había llevado una bolsa de las palomitas que hacía su padre con chocolate negro, Cat había cogido a hurtadillas una botella de vino malo de sus padres y Brooks había pintado unas máscaras para que se las pusieran. Se habían reído todo el espectáculo, mucho más fuerte que los universitarios colocados que tenían detrás. Era un recuerdo tan feliz que Eureka quiso morirse.

—Un poco de antecedentes. —La guía se volvió en dirección opuesta al planetario y les hizo una seña a los estudiantes para que la siguieran. Atravesaron un pasillo iluminado con luz tenue, que olía a pegamento y Lean Cuisine, y se detuvieron ante unas puertas de madera cerradas—. Los artefactos que estáis a punto de ver nos los trajeron de Bodrum, Turquía. ¿Alguien sabe dónde está?

Bodrum era una ciudad portuaria del sudoeste del país. Eureka no había estado nunca allí; era una de las paradas que Diana había hecho tras despedirse con un abrazo en el aeropuerto de Estambul cuando Eureka regresó a casa para empezar el colegio. Las postales que Diana le enviaba de aquellos viajes estaban teñidas de una melancolía que acercaba a Eureka más a su madre. No eran nunca igual de felices separadas que cuando estaban juntas.

Como nadie levantó la mano, la guía sacó un mapa laminado de su bolso y lo enseñó, colocándolo por encima de su cabeza. Bodrum aparecía señalado con una gran estrella roja.

—Hace treinta años —dijo Margaret—, unos submarinistas descubrieron el pecio de Uluburun, a diez kilómetros de la costa de Bodrum. Se cree que los restos que todos veréis hoy tienen cerca de cuatro mil años de antigüedad.

Margaret miró a los estudiantes con la esperanza de que alguien hubiera quedado impresionado.

Abrió las puertas de madera. Eureka sabía que la sala de exposiciones no era mayor que un aula, así que iban a tener que apretujarse. Cuando entraron en el silencio azul de la exposición, Belle Pogue se colocó en la fila detrás de Eureka.

—Dios creó la Tierra hace poco menos de seis mil años —masculló Belle.

Era la presidenta de las Santas Patinadoras, un club cristiano de patinaje sobre ruedas. Eureka se imaginó a Dios patinando por el olvido, pasando por naufragios de camino al jardín del Edén.

Las paredes de la sala de exposiciones se habían cubierto con una malla azul que sugería el océano. Alguien había pegado estrellas de mar de plástico para formar una cenefa cerca del suelo. Un equipo de música emitía sonidos marinos: agua burbujeante o el graznido esporádico de una gaviota.

En medio de la sala, un foco en el techo iluminaba lo más destacado de la exposición: un barco reconstruido. Se parecía a una de las balsas con las que la gente navegaba por Cypremort Point. Estaba hecho con tablas de cedro y su casco, ancho y curvado en el fondo, formaba una quilla con aspecto de aleta. Cerca del timón, la baja protuberancia de una despensa estaba rematada con un tejado plano de tablillas. Unos cables metálicos sostenían el barco a unos centímetros del suelo, de modo que la cubierta quedaba a la altura de la cabeza de Eureka.

Los estudiantes se amontonaban a derecha o izquierda para rodear el barco, y Eureka escogió la izquierda, pasando por delante de una vitrina de altos y estrechos jarrones de terracota y tres enormes anclas de piedra salpicadas de verdín.

Margaret agitó su mapa laminado, haciendo señas a los estudiantes para que se acercaran a la otra parte del barco, donde encontraron un corte transversal del timón. El interior estaba abierto, como una casa de muñecas. El museo lo había amueblado para mostrar el aspecto que tendría la embarcación antes de hundirse. Había tres niveles. El inferior era un almacén con lingotes de cobre, cajas con botellas de cristal azul y más jarrones de cuello largo de terracota colocados sobre una base de paja. En medio había una fila de camastros junto a tarros con grano, comida de plástico y recipientes para beber con dos asas. El piso superior era una cubierta abierta, limitada por una barandilla de cedro de pocos centímetros de altura.

Por alguna razón, el museo había vestido a unos espantapájaros con togas y los había situado en el timón con un telescopio de aspecto antiguo. Miraban como si los visitantes fueran ballenas entre las olas. Cuando uno de los compañeros de Eureka se burló de los espantapájaros marineros, la guía movió su mapa laminado para que le prestaran atención.

—Del naufragio se recuperaron más de dieciocho mil artefactos y no todos ellos son reconocidos por el ojo moderno. Por ejemplo, este. —Margaret levantó una fotocopia en color de una elegante talla con forma de cabeza de carnero que parecía haber sido cortada por el cuello—. Veo que os preguntáis dónde está el resto del cuerpo de ese tipo. —Se detuvo a mirar a los estudiantes—. De hecho, el hueco del cuello es deliberado. ¿Se imagina alguien cuál era su propósito?

—Servía como guante de boxeo —respondió la voz de un chico en el fondo, lo que provocó nuevas risas.

—Una especulación bastante pugilística. —Margaret agitó su ilustración—. En realidad esto es un cáliz ceremonial para el vino. Bueno, ¿no os hace preguntaros…?

—La verdad es que no —la interrumpió la misma voz del fondo.

Eureka miró a su profesora, la señora Kash, que se volvió rápidamente hacia aquella voz y luego resopló con aliviada indignación cuando se aseguró de que no pertenecía a ninguno de sus alumnos.

—Imaginaos que una civilización futura examinara algunos artefactos que hubiéramos dejado olvidados —continuó Margaret—. ¿Qué pensaría la gente de nosotros? ¿Qué les parecerían a las distantes generaciones nuestras mejores novedades, los iPads, las placas solares o las tarjetas de crédito?

—Las placas solares son de la Edad de Piedra si las comparamos con lo que se ha hecho antes —intervino de nuevo la voz del fondo.

Madame Blavatsky había dicho algo similar, aunque de manera menos ofensiva. Eureka puso los ojos en blanco y cambió de posición, pero no se dio la vuelta. El estudiante de ciencias naturales del Ascension sin duda intentaba impresionar a alguna chica.

Margaret se aclaró la garganta y fingió que no habían interrumpido sus preguntas retóricas.

—¿Qué harán con la sociedad nuestros lejanos descendientes? ¿Les pareceremos avanzados… o unos palurdos? Algunos de los que estáis mirando estos artilugios puede que los encontréis viejos o anticuados. Incluso, me atrevería a decir, aburridos.

Los chavales asintieron. Hubo más risitas. Eureka no pudo evitar que le gustaran las anclas antiguas y los jarrones de terracota, pero debían deshacerse de los espantapájaros.

La guía se puso un par de guantes blancos, como los que llevaba Diana para tocar ciertos objetos. Después cogió una caja a sus pies y sacó una escultura de marfil. Era un pato a tamaño natural, muy detallado. Inclinó el pato hacia la audiencia y usó los dedos para separarle las alas, mostrando un espacio vacío en el interior.

—¡Tachán! ¡Un estuche de cosméticos de la Edad del Bronce! Fijaos en la artesanía. ¿Alguien puede negar lo bien que está hecho? ¡Tiene miles de años!

—¿Qué hay de esos grilletes de ahí también de la Edad del Bronce? —se burló la misma voz al fondo de la sala.

Los estudiantes se daban empujones para ver quién estaba interrumpiendo constantemente. Eureka no malgastó energía.

—Al parecer ese buen artesano tenía esclavos —continuó.

La guía se puso de puntillas y entrecerró los ojos para alcanzar a ver en la oscuridad del fondo de la sala.

—Esto es una visita guiada, joven. Todo sigue un orden. ¿Alguien tiene alguna pregunta de verdad ahí atrás?

—Los tiranos modernos también son buenos artesanos —continuó el chico, que estaba divirtiéndose.

Su voz comenzaba a sonar familiar. Eureka se dio la vuelta y vio la parte superior de una cabeza rubia dirigida hacia delante mientras todos los demás miraban hacia atrás, así que se arrastró hasta el límite del grupo para verlo mejor.

—Basta ya —se quejó la señora Kash, mirando con desdén al profesorado del Ascension, como si le sorprendiera que ninguno de ellos hubiera mandado callar al estudiante.

—Sí, guarde silencio, señor, o márchese —dijo Margaret bruscamente.

Entonces Eureka vio al chico alto y pálido del rincón junto al borde del haz de luz, que le iluminaba las puntas del pelo, rubio y ondulado. Su tono de voz y su sonrisa eran informales, pero los ojos reflejaban algo más oscuro.

Ander llevaba la misma camisa blanca planchada y los vaqueros oscuros. Todos estaban mirándole a él y él miraba a Eureka.

—El silencio es lo que provoca la mayoría de los problemas humanos —declaró.

—Ha llegado el momento de que te marches —dijo Margaret.

—Ya he acabado.

Ander habló tan bajo que Eureka apenas lo oyó.

—Bien. Bueno, si no te importa, explicaré la intención de este temprano viaje por el mar —dijo Margaret—. Los antiguos egipcios establecieron una ruta comercial, quizá la primera…

Eureka no oyó el resto. Solo oía su corazón, que latía con fuerza. Esperó a que los otros estudiantes perdieran la esperanza de otro arrebato y a que giraran la cabeza hacia la guía; y entonces bordeó al grupo para dirigirse hacia Ander.

Tenía la boca cerrada y era difícil imaginar que habían salido de ella aquellos comentarios ofensivos que habían llevado a Eureka hasta allí. Él le sonrió ligeramente, lo último que ella esperaba. Al volver a estar cerca de él, Eureka tuvo la sensación de hallarse junto al océano, al margen de la cenefa de estrellas de mar, los espantapájaros marineros y el CD Brisa marina que chapoteaba desde los altavoces. El océano estaba en Ander, en su aura. Antes nunca se le había ocurrido usar una palabra como «aura». Hacía que impulsos inusitados fueran tan naturales para ella como respirar.

Estaba a su izquierda, ambos de cara a la guía y susurró por un lado de la boca:

—Tú no vas al Ascension.

—La guía cree que debería ir a Condescension.

Percibió una sonrisa en su voz.

—Tampoco estás en el equipo de atletismo del Manor.

—No se te pasa ni una.

Eureka quiso levantar la voz. Su compostura la ponía nerviosa. Donde estaban, a unos pasos del grupo y pasada la iluminación del foco, la luz era tenue, pero cualquiera que se diera la vuelta los vería. Los profesores y los estudiantes la oirían si no mantenía el mismo susurro bajo.

Le resultaba extraño que no hubiera más personas mirando a Ander. Era muy diferente. Destacaba. Pero apenas advertían su presencia. Al parecer todos suponían que Ander no iba a su instituto, sino al otro, y su comportamiento no les interesaba. Su interrupción era un artefacto olvidado que Margaret no tenía ningunas ganas de recuperar.

—Sé que no vas al Evangeline —dijo Eureka con los dientes apretados.

—No por la educación ni porque no me resulte entretenido.

—¿Y qué estás haciendo aquí?

Ander se volvió para mirarla.

—Estaba buscándote.

Eureka parpadeó.

—Una manera inquietante de hacerlo.

Ander se rascó la frente.

—Me he dejado llevar. —Sonaba arrepentido, pero no estaba segura—. ¿Podemos ir a hablar a alguna parte?

—No exactamente.

Señaló al grupo de visita. Ander y ella estaban a un metro y medio detrás de los demás estudiantes. No podían marcharse.

¿Qué quería de ella? Primero el accidente de coche, luego apareció en su casa, después la siguió al despacho del abogado, ¿y ahora eso? Cada vez que se encontraba con él era algún tipo de invasión de la intimidad.

—Por favor —dijo—, necesito hablar contigo.

—Sí, bueno, yo también tenía que hablar contigo cuando mi padre recibió el presupuesto de la reparación del coche. ¿Recuerdas? Pero cuando llamé al número que cortésmente me diste, lo cogió alguien que no te conocía de nada…

—Déjame explicarme. Van a interesarte las cosas que tengo que decirte.

Ella se tiró del cuello de la blusa, que era demasiado cerrado. Margaret estaba diciendo algo sobre la dote de una princesa ahogada. La masa de estudiantes comenzó a moverse hacia unas cajas de cristal a la derecha de la sala.

Ander la cogió de la mano. El firme contacto y la piel suave la hicieron estremecerse.

—Va en serio. Tu vida está…

Ella apartó la mano.

—Si le digo una palabra a cualquier profesor presente, te arrestarán por acosador.

—¿Usarán los grilletes de bronce? —bromeó.

Ella le fulminó con la mirada. Ander suspiró.

El resto del grupo se desplazó hacia una vitrina. Eureka no tenía prisa por unirse a los demás. Tenía ganas de estar con Ander, pero a la vez le daba miedo. El chico le puso las manos en los hombros.

—Sería un gran error deshacerte de mí. —Señaló por encima de su cabeza a una señal luminosa que indicaba la salida; estaba medio tapada por la gasa azul, de modo que solo se leía IDA. Le tendió la mano—. Vamos.