La nota azul
—¿Crees que estoy gorda? —preguntó Cat en la cola del comedor el miércoles.
Eureka seguía sin hablar con Brooks.
Era el día de las chuletas de cerdo, la comida más interesante de la semana de Cat. Pero en su bandeja había un montículo pardusco de lechuga iceberg cortada a tiras, una cucharada de judías negras gomosas y un chorrito saludable de salsa picante.
—Otra que muerde el polvo. —Eureka señaló la comida de Cat—. Literalmente.
Pasó la tarjeta por la caja registradora para pagar por su chuleta y el batido de chocolate. Eureka estaba aburrida de las conversaciones sobre dietas. Le habría encantado llenar un bañador tan bien como Cat.
—Sé que no estoy gorda —dijo Cat mientras atravesaban el vertiginoso laberinto de mesas—. Y por lo visto tú también lo sabes. Pero ¿y Rodney?
—Más le vale. —Eureka evitó mirar a los ojos de las chicas de campo a través de segundo, a las que Cat les lanzó un beso con aire superior—. ¿Ha dicho algo? Y en tal caso, ¿te importa?
Eureka deseó no haber pronunciado aquellas palabras. No quería estar celosa de Cat. Quería ser la mejor amiga embelesada por las conversaciones sobre dietas, ligues y los trapos sucios de los de su clase. Pero, en lugar de eso, era una amargada y una aburrida. Y estaba herida porque Rhoda prácticamente la había despellejado la noche anterior por haberse marchado pronto de la consulta de Landry. Rhoda se había enfadado tanto que no pudo pensar en un castigo lo bastante fuerte, por lo que había quedado pendiente, dejando a Eureka en ascuas.
—No, no es nada de eso.
Cat miró hacia la mesa de las chicas del equipo de campo a través que iban al último curso. Estaba apartada del resto de la cafetería, en el hueco junto a la ventana. Theresa Leigh y Mary Monteau tenían dos sitios vacíos a su lado en el banco metálico negro. Saludaron a Cat y sonrieron tímidamente a Eureka.
Desde que había vuelto al instituto aquel año, Eureka había almorzado fuera con Cat, bajo la enorme pacana del patio. La algarabía de tantos estudiantes comiendo, haciendo bromas, discutiendo y vendiendo chorradas para conseguir dinero para cualquier viaje de estudios religiosos era demasiado para Eureka, que acababa de salir del hospital. Cat no había dicho ni pío sobre la acción que estaba perdiéndose dentro, pero ese día hizo una mueca cuando Eureka se dirigió hacia la puerta trasera. Hacía frío y viento, y Cat llevaba la falda escocesa del uniforme del Evageline sin medias.
—¿Podrías soportar que hoy nos quedáramos dentro? —Cat señaló con la cabeza los dos sitios vacíos en la mesa de las chicas de campo a través—. Ahí fuera me voy a quedar hecha un catámbano.
—No pasa nada.
Aunque sonó a sentencia de muerte cuando Eureka se sentó en el banco delante de Cat, saludó a Theresa y Mary, e intentó fingir que la mesa entera no estaba mirándola fijamente.
—Rodney no ha dicho nada en concreto sobre mi peso. —Cat mojó un trozo de lechuga en la salsa picante—. Pero él está como un palo y me pone nerviosa que pueda llegar a pesar más que mi chico. Ya sabes cómo es. Cuesta no pensar en las futuras críticas de alguien que te gusta mucho. Sé que al final va a haber algo de mí que le fastidie, la pregunta es…
—¿Cómo de larga será la lista?
Eureka se quedó con la mirada clavada en su bandeja. Cruzó y descruzó las piernas, pensando en Brooks.
—Fíjate en tu chico misterioso —dijo Cat.
Eureka tiró de la goma elástica de su pelo y se lo recogió en un moño idéntico al que ya llevaba antes. Sabía que se había sonrojado.
—Ander.
—Te has puesto roja.
—No es verdad. —Eureka echó tabasco bruscamente sobre la comida, que ya no le apetecía, pero necesitaba ahogar algo—. No voy a volver a verle.
—Volverá. Es lo que hacen los chicos. —Cat masticó despacio un bocado de lechuga y luego alargó la mano para robarle un trozo de chuleta a Eureka. Sus dietas eran experimentos, y ese, por suerte, había terminado—. Vale, pues entonces fíjate en Brooks. Cuando salías con él…
Eureka le hizo una señal a Cat para que se callara.
—Hay un motivo por el que dejé a mi terapeuta. No estoy dispuesta a hablar de nuevo sobre mi historia de amor en quinto con Brooks.
—¿Todavía no os habéis besado y para hacer las paces?
Eureka por poco se atraganta con el batido de chocolate. No le había contado a Cat nada sobre el beso que parecía haber acabado con la relación entre ella y su amigo de toda la vida. Eureka y Brooks apenas podían mirarse a la cara desde entonces.
—Seguimos peleados, si te refieres a eso.
Brooks y ella habían permanecido sentados durante toda la clase de latín, con las sillas pegadas la una a la otra en la estrecha sala de idiomas, sin mirarse a los ojos. Eso requería concentración. Brooks normalmente se burlaba al menos tres veces de la selva de pelo plateado que tenía el señor Piscidia en el pecho.
—¿Qué le pasa? —preguntó Cat—. El cambio de imbécil a arrepentido suele ser más rápido. Ya han pasado tres días enteros.
—Casi cuatro —dijo Eureka automáticamente. Notó que las demás chicas se volvían para escuchar, así que bajó la voz—. Quizá él no tenga ningún problema. A lo mejor soy yo. —Apoyó la cabeza en el interior del codo sobre la mesa y empujó el arroz sucio con el tenedor—. Egoísta, altiva, criticona, manipuladora, inconsiderada…
—Eureka.
Se puso derecha al oír la voz grave que pronunciaba su nombre, como si tiraran de unos hilos de marioneta. Brooks estaba en la cabecera de la mesa, observándola. El pelo le caía por la frente, ocultándole los ojos. La camiseta le quedaba demasiado pequeña de hombros, lo que le hacía puñeteramente sexy. Había pasado pronto por la pubertad y era más alto que los demás chicos de su edad, pero había dejado de crecer en primero. ¿Estaba dando un segundo estirón? Parecía diferente, y no solo por la altura o los músculos. No parecía darle vergüenza acercarse a su mesa, aunque las doce féminas que la ocupaban hubieran dejado de hablar para mirarle.
No era su hora de comer. Se suponía que era ayudante de oficina a cuarta hora y Eureka no vio notas azules de citaciones en sus manos. ¿Qué estaba haciendo allí?
—Lo siento —se disculpó—. Necesitaba un aguacate.
Cat se dio con la palma en la frente.
—¡Qué narices, Brooks! ¿Esa es tu disculpa?
Eureka notó que las comisuras de su boca formaban una sonrisa. En una ocasión, el año anterior, mientras Eureka y Brooks estaban mirando la televisión después de clase, oyeron a su padre al teléfono pidiendo disculpas por haber necesitado un rescate. Los mellizos le entendieron mal y Claire fue corriendo a Eureka para preguntarle por qué su padre se preocupaba por un aguacate.
—Debe de referirse al hueso —había supuesto Brooks, dando lugar a una leyenda.
En ese momento le tocaba a Eureka decidir si completaba la broma y terminaba el silencio. Todas las chicas de la mesa estaban mirándola. Ella sabía que había dos que estaban locas por Brooks. Iba a ser embarazoso, pero el poder de compartir una historia la convenció.
Respiró profundamente.
—Estos últimos días han sido un hueso.
Brooks sonrió abiertamente y se agachó, plantando la barbilla en el borde de la mesa.
—El almuerzo solo dura treinta y cinco minutos, Brooks —dijo Cat—. Necesitarás más tiempo para disculparte por todas las tonterías que dijiste. Me pregunto si la raza humana vivirá lo suficiente para oír tus disculpas por todas las chorradas…
—Cat —dijo Eureka—, lo hemos pillado.
—¿Quieres que vayamos a hablar a otro sitio? —preguntó Brooks.
Eureka asintió. Se levantó de la silla, cogió su bolsa y le pasó la bandeja a Cat.
—Termínate mi chuleta, esquelética.
Siguió a Brooks por el laberinto de mesas, preguntándose si le habría contado a alguien lo de la pelea, y el beso. En cuanto se ensanchó el camino lo suficiente para ir el uno al lado del otro, Brooks se colocó junto a ella. Le puso la mano en la espalda. Eureka no estaba segura de lo que quería de su amigo, pero le resultaba agradable que apoyara la mano en ella. No sabía a qué hora le tocaba comer a Maya Cayce, pero deseó que fuese en aquel instante para que la chica les viera marcharse juntos de la cafetería.
Empujaron la puerta doble de color naranja y caminaron por el pasillo vacío. Sus pies retumbaban al unísono sobre el suelo de linóleo del colegio. Compartían el modo de andar desde que eran pequeños.
Hacia el final del pasillo, Brooks se detuvo y la miró a la cara. Probablemente no se había parado aposta delante de la estantería de trofeos, pero Eureka no pudo evitar mirar su reflejo. Entonces, al otro lado del cristal, vio el pesado trofeo de campo a través que su equipo había ganado el año anterior, y al lado, un trofeo más pequeño, de cuando hacía dos años habían quedado en segundo lugar frente al Manor, que había ganado. Eureka no quería pensar en el equipo que había dejado ni en sus rivales, o en el chico que había mentido al decirle que era uno de ellos.
—Vayamos fuera. —Hizo un gesto con la cabeza para que Brooks la siguiera—. Allí hay más intimidad.
El patio pavimentado separaba las aulas del centro de administración, cuyas paredes eran de cristal. Estaba rodeado de edificios por tres lados, todos ellos construidos alrededor de una enorme pacana cubierta de musgo. Las cáscaras podridas de los frutos acolchaban el césped y emanaban un olor fecundo que le recordaba a Eureka cuando de niña trepaba con Brooks por las ramas de la pacana en la granja de sus abuelos. Las hojas de los jacintos subían por los muros de la sala de música, detrás de ellos. Los colibrís revoloteaban de flor en flor, degustando el néctar.
Se acercaba un frente frío. El aire era más fresco que por la mañana, cuando había salido para ir a clase. Eureka se abrigó con su chaqueta de punto verde. Brooks y ella apoyaron la espalda en la áspera corteza del árbol y se quedaron mirando el aparcamiento como si fuera una vasta extensión de algo bonito.
Brooks no dijo nada. La escrutó a la difusa luz del sol bajo la fronda de musgo. Su mirada era tan intensa como la de Ander en su camioneta, o cuando había ido a su casa; incluso fuera del despacho del señor Fontenot. Esa había sido la última vez que lo había visto. Y Brooks parecía estar imitando al chico que él odiaba.
—Me porté como un capullo la otra noche —dijo Brooks.
—Sí, es cierto. —Al oír eso, el chico se rió—. Fuiste un capullo al decir aquellas cosas, aunque tuvieras razón.
Se acercó a él, con el hombro apoyado en el tronco del árbol. Sus ojos se encontraron con el labio inferior de Brooks y no pudo moverse. No podía creer que lo hubiera besado. No una vez, sino varias veces. Al pensar en ello se estremeció.
Quería besarle en aquel momento, pero ese había sido el motivo por el que se habían enfadado, así que bajó la vista a los pies y se quedó mirando las cáscaras de pacana esparcidas por el césped irregular.
—Lo que dije la otra noche no fue justo —admitió Brooks—. Era por mí, no por ti. Mi enfado era una tapadera.
Eureka sabía que debía poner los ojos en blanco cuando un chico decía que era por él y no por ella, pero también sabía que aquella afirmación era cierta, aunque los chicos no lo supieran. Así que dejó a Brooks continuar.
—Siento algo por ti desde hace mucho tiempo.
No titubeó al decirlo, no dijo «eeeh», «hummm» o «es queee». En cuanto las palabras salieron de su boca, no pareció querer volver a tragárselas. Mantuvo la mirada y esperó su respuesta.
Una brisa cruzó el patio y Eureka creyó caerse. Pensó en el Himalaya. Diana decía que era tan ventoso que no sabía cómo la montaña no había salido volando. Eureka quería ser así de fuerte.
Se sorprendió por la facilidad con la que le habían salido a Brooks las palabras. Normalmente eran sinceros el uno con el otro, pero nunca habían hablado de esas cosas. Atracción. Sentimientos. Mutuos. ¿Cómo podía estar tan tranquilo cuando estaba diciendo lo más intenso que alguien podía decir?
Eureka se imaginó a sí misma pronunciando aquellas palabras y lo nerviosa que estaría. Solo que, cuando se imaginó diciéndolas, ocurrió algo extraño: el chico que estaba sentado enfrente de ella no era Brooks. Era Ander. Era en él en quien pensaba cuando estaba tumbada en la cama por la noche, el chico cuyos ojos turquesa le daban la sensación de estar cayendo por la cascada más serena e impresionante.
Brooks y ella no eran así. La habían fastidiado el otro día por intentar fingir lo contrario. Quizá Brooks creía que después de haberla besado tenía que decir que le gustaba, que ella se enfadaría si daba a entender que no significaba nada.
Eureka visualizó el Himalaya y se dijo a sí misma que no se caería.
—No tienes que decir eso para hacer las paces. Podemos volver a ser amigos.
—No me crees. —Exhaló y bajó la vista, mascullando algo que Eureka no entendió—. Tienes razón. Tal vez sea mejor esperar. Ya he esperado mucho, ¿qué más da otra eternidad?
—¿Por qué has esperado? —Negó con la cabeza—. Brooks, ese beso…
—Fue una nota azul —dijo, y ella supo casi exactamente a lo que se refería.
Técnicamente, cierto sonido puede estar mal, fuera de tono. Pero cuando encuentras la nota azul… —Eureka lo sabía por los vídeos de YouTube que había visto al intentar aprender ella sola a tocar la guitarra—, todo suena sorprendentemente bien.
—¿En serio vas a intentar librarte con esa mala metáfora? —bromeó Eureka, porque, de verdad, aquel beso no había estado nada mal.
Se podía haber usado la palabra «milagroso» para describirlo. Los que estaban mal eran los que se habían besado. Estaba mal la línea que habían cruzado.
—Estoy acostumbrado a que no sientas lo mismo que yo siento por ti —dijo Brooks—. El sábado no pude creer que tú…
«Basta», quería decir Eureka. Si continuaba hablando, empezaría a creerle, decidiría que deberían volver a besarse, quizá con frecuencia, definitivamente pronto. Parecía incapaz de hablar.
—Entonces hiciste la broma de por qué había tardado tanto, cuando yo llevaba toda la vida esperando besarte, y te hablé mal.
—La cagué.
—No debería haber cargado contra ti de esa manera —se arrepintió Brooks. Las notas de un saxofón de la sala de música flotaron hacia el patio—. ¿Te hice daño?
—Me recuperaré. Los dos lo haremos, ¿no?
—Espero que no te hiciera llorar.
Eureka le miró con los ojos entrecerrados. La verdad era que habían estado a punto de saltársele las lágrimas al ver cómo se marchaba, al imaginar que iba a casa de Maya Cayce en busca de consuelo.
—¿Y bien? ¿Lloraste? —volvió a preguntar.
—No te creas tan imprescindible —contestó, intentando decirlo suavemente.
—Me preocupaba haber ido demasiado lejos. —Hizo una pausa—. Sin lágrimas. Me alegro.
Ella se encogió de hombros.
—Eureka. —Brooks la envolvió en un abrazo inesperado. Ella encontró su cuerpo caliente en contraste con el viento, pero no podía respirar—. No pasaría nada si te vinieras abajo. Lo sabes, ¿no?
—Sí.
—Todos los miembros de mi familia lloran con los anuncios patrióticos, pero tú ni siquiera lloraste cuando murió tu madre.
Le apartó de un empujón con las palmas en su pecho.
—¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
—La vulnerabilidad no es lo peor del mundo. Tienes un sistema de apoyo. Puedes confiar en mí. Estoy aquí si necesitas un hombro en el que apoyarte, alguien que te pase los pañuelos.
—No estoy hecha de piedra. —Volvió a ponerse a la defensiva—. Sí que lloro.
—No es cierto.
—Lloré la semana pasada.
Brooks parecía sorprendido.
—¿Por qué?
—¿Quieres que llore?
Los ojos de Brooks albergaban frialdad.
—¿Fue cuando te golpearon el coche? Sabía que no llorarías por mí.
Clavó los ojos en ella y le hizo sentir claustrofobia. Las ganas de besarle se desvanecieron. Miró el reloj.
—Está a punto de sonar el timbre.
—Faltan diez minutos. —Hizo una pausa—. ¿Somos… amigos?
Ella se rió.
—Claro que somos amigos.
—Me refiero a que si somos solo amigos.
Eureka se frotó la oreja mala. Le costaba mirarle.
—No lo sé. Mira, tengo una presentación sobre el soneto sesenta y cuatro en la próxima clase. Debería repasar mis apuntes. «Vendrá el tiempo y se llevará mi amor» —dijo con acento británico para hacerle reír, pero no lo consiguió—. Volvemos a estar bien —confirmó—. Eso es lo único que importa.
—Sí —dijo Brooks con frialdad.
No sabía lo que quería que dijera. No podían pasar tan fácilmente de besarse a discutir para luego volver a besarse. Estaban muy bien como amigos. Eureka pretendía que siguieran así.
—Entonces ¿te veo luego?
Caminó hacia atrás, de cara a él, mientras se dirigía a la puerta.
—Espera, Eureka… —Brooks la llamó justo cuando las puertas se abrieron y alguien chocó contra su espalda.
—¿No sabes andar? —preguntó Maya Cayce, que chilló al ver a Brooks.
Era la única persona a la que Eureka conocía que caminara de forma intimidante. También era la única persona a la que los pantalones de deporte del Evageline le quedaban como un guante obsceno.
—Ahí estás, cielo —le susurró Maya a Brooks, pero le lanzó una mirada socarrona a Eureka.
Eureka intentó ignorarla.
—¿Ibas a decir algo más, Brooks?
Ya sabía la respuesta.
El chico atrapó a Maya cuando ella se lanzó sobre él para darle un abrazo que podría considerarse X. Los ojos del chico apenas resultaban visibles por encima de su corona de pelo negro.
—Da igual.