La sombra
Martes significaba otra sesión con la doctora Landry. La consulta de la terapeuta de New Iberia no era precisamente el lugar al que quería ir Eureka con su Jeep recién reparado, pero en el frío enfrentamiento durante el desayuno de aquella mañana, Rhoda había terminado la discusión con su escalofriante frase habitual: «Mientras vivas en mi casa, seguirás mis normas».
Le había dado a Eureka los números de teléfono de sus tres ayudantes en la universidad, por si se metía en líos mientras Rhoda estaba en una reunión. No iban a volver a arriesgarse, le dijo Rhoda cuando le devolvió a Eureka las llaves del coche. La esposa de su padre podía llegar a hacer sonar amenazante un «te quiero», aunque Eureka no había recibido nunca tal amenaza por su parte.
Eureka estaba nerviosa por volver a ponerse detrás del volante. Se había transformado en una conductora a la defensiva: contaba tres segundos de espacio entre los coches o ponía el intermitente medio kilómetro antes de girar. Tenía los músculos de los hombros agarrotados cuando llegó a la consulta de la doctora Landry. Se quedó sentada en Magda, bajo un haya, intentando liberarse de la tensión a base de respiraciones.
A las 3.03 se desplomó en el sofá de la terapeuta. Llevaba su mala cara semanal.
La doctora Landry calzaba otro par de mocasines. Sin usar las manos, se quitó aquellos zapatos planos, naranjas y toscos, que nunca habían estado de moda.
—Ponme al día. —La doctora Landry se sentó sobre los talones en la silla—. ¿Qué ha pasado desde la última vez que hablamos?
El uniforme de Eureka picaba. Deseó haber hecho pis antes de comenzar la sesión. Al menos ese día no tenía que salir corriendo al instituto para participar en una carrera de campo a través. Hasta la entrenadora había perdido ya la esperanza en ella. Podía regresar a casa despacio, por otros caminos de tierra, senderos no frecuentados por chicos fantasmales.
No lo vería, así que no podría hacerla llorar. O rozarle la comisura del ojo con el dedo. Ni oler como un océano desconocido en el que ella quería nadar. Ni ser el único a su alrededor que no supiera nada de su catastrófica vida.
Eureka tenía las mejillas calientes. Landry inclinó la cabeza, como si hubiera advertido que le había ido cambiando el tono de piel al enrojecerse. Ni hablar. Eureka se iba a guardar la aparición —y la desaparición— de Ander para ella. Cogió uno de los caramelos de la mesa de centro y armó un escándalo con el envoltorio.
—Se supone que no era una pregunta trampa —dijo Landry.
Todo era una trampa. Eureka se planteó abrir su libro de cálculo para resolver un teorema y aprovechar la hora. Quizá debía estar allí, pero no tenía que cooperar. No obstante, las noticias le llegarían a Rhoda, cuyo orgullo la llevaría a hacer alguna estupidez, como quitarle el coche, castigarla o alguna otra oscura amenaza que no sonaría ridícula dentro de los muros de su casa, donde Eureka no tenía aliados. Al menos ninguno con poder.
—Bueno. —Chupó el caramelo—. Recibí la herencia de mi madre.
Aquello era carne de terapia fácil. Lo tenía todo: un profundo significado simbólico, historia familiar y la novedad chismosa a la que no podría resistirse ningún terapeuta.
—Supongo que tu padre se hará cargo del dinero hasta que seas mayor de edad.
—No es nada de eso. —Eureka suspiró, aburrida, pero no sorprendida por la suposición—. Dudo que mi herencia tenga algún valor económico. Mi madre nunca tuvo nada de valor económico. Solo cosas que le gustaban.
Tiró de la cadena alrededor de su cuello para levantar el relicario de lapislázuli sobre su blusa blanca.
—Qué bonito. —La doctora Landry se inclinó hacia delante, fingiendo apreciación de manera poco convincente ante la pieza desgastada—. ¿Hay una fotografía en el interior?
«Sí, hay una fotografía de un millón de horas facturables», pensó Eureka, imaginándose un reloj donde, en lugar de arena, se deslizaban diminutas doctoras Landry.
—No se abre —contestó Eureka—, pero ella lo llevaba siempre. Había un par de objetos arqueológicos más que encontraba interesantes, como una roca llamada «piedra de rayo».
La doctora Landry asintió con la mirada perdida.
—Debes de sentirte querida al saber que tu madre deseaba que tuvieras esas cosas.
—Puede. También es confuso. Me dejó un libro escrito en una lengua antigua. Al menos he encontrado a alguien que sabe traducirlo.
Eureka había leído varias veces el correo electrónico con la traducción de madame Blavatsky. La historia era interesante —tanto ella como Cat estaban de acuerdo—, pero Eureka la encontraba frustrante. Parecía demasiado lejana a la realidad y no entendía qué relación tenía con Diana.
Landry tenía el entrecejo fruncido y negaba con la cabeza.
—¿Qué?
Eureka oyó que levantaba la voz. Significaba que se había puesto a la defensiva. Había cometido un error al sacar el tema. Su intención era mantenerse a salvo, en territorio neutral.
—Nunca conocerás del todo las intenciones de tu madre, Eureka. Esa es la realidad de la muerte.
«No hay muerte… —Eureka oyó a madame Blavatsky ahogando la voz de la terapeuta—. Tan solo congregación y dispersión.»
—El deseo de traducir un libro antiguo parece inútil —dijo Landry—. Depositar tus esperanzas ahora en una nueva conexión con tu madre puede resultar muy doloroso.
«El sufrimiento es la sabiduría del maestro.»
Eureka ya estaba en el camino. Iba a conectar aquel libro con Diana, aunque todavía no sabía cómo. Cogió un puñado de caramelos asquerosos para mantener las manos ocupadas. Su terapeuta sonaba igual que Brooks, que seguía sin disculparse. Llevaban dos días evitándose tensamente en los pasillos del instituto.
—Deja descansar a los muertos —continuó Landry— y céntrate en tu mundo vivo.
Eureka miró por la ventana al cielo, cuyo color era el típico de los días tras el huracán, un azul sin remordimientos.
—Gracias por las palabras de consuelo.
Oyó a Brooks murmurándole algo desagradable sobre cómo se convencía a sí misma de que todos los terapeutas eran estúpidos. ¡Esta sí que lo era! Había tanteado la posibilidad de pedirle perdón para romper la tensión, pero cada vez que le veía, estaba rodeado de un muro de chicos, futbolistas con los que nunca le había visto ir antes de aquella semana, tipos cuyo machismo solía ser lo mejor de las bromas de Brooks. Él había alcanzado a verla, pero enseguida había hecho un gesto lascivo para que el círculo de chicos se partiera de risa.
Conseguía que Eureka también se partiera, solo que de un modo distinto.
—Antes de que te metas en una traducción costosa de ese libro —dijo Landry—, al menos piensa en los pros y los contras.
No había dudas en su mente. Eureka iba a continuar con la traducción de El libro del amor. Aunque resultara no ser más que una historia romántica, tal vez la ayudaría a comprender mejor a Diana. En una ocasión Eureka le había preguntado cómo fue cuando conoció a su padre, cómo había sabido que quería estar con él.
«Fue como si me salvaran», le había dicho Diana. Eso le recordó a Eureka lo que el príncipe de la historia le había dicho a Selene: «Aún puedes salvarme a mí».
—¿Has oído hablar alguna vez de la idea de la sombra de Carl Jung? —preguntó Landry.
Eureka negó con la cabeza.
—Algo me dice que estoy a punto de oírla.
—La idea es que todos tenemos una sombra, que comprende aspectos rechazados del ser. A mi juicio, tu extrema actitud distante, tu falta de disponibilidad emocional, la circunspección que debo decir que es evidente en ti, proceden de un lugar en el corazón.
—¿De qué otro sitio podrían venir?
Landry la ignoró.
—Tal vez tuviste una infancia en la que te dijeron que reprimieras tus sentimientos. Una persona que hace eso durante bastante tiempo puede que descubra que aquellos aspectos abandonados de su ser comienzan a borbotear por otra parte. Los sentimientos reprimidos podrían estar saboteando tu vida.
—Todo es posible —dijo Eureka—, aunque sugiero a mis sentimientos reprimidos que cojan número.
—Es muy común —apuntó Landry—. A menudo buscamos la compañía de otros que muestran aspectos que hemos contenido en lo más hondo de nuestra sombra. Piensa en la relación de tus padres; bueno, en la de tu padre y tu madrastra.
—Preferiría no hacerlo.
Landry suspiró.
—Si no te enfrentas a esa actitud distante, te llevará al narcisismo y al aislamiento.
—¿Es una amenaza? —inquirió Eureka.
Landry se encogió de hombros.
—Lo he visto antes. Es una clase de trastorno de la personalidad.
A eso llevaba inevitablemente la terapia: todo se reducía a la clasificación de los individuos. Eureka deseó estar fuera de aquellas cuatro paredes. Miró el reloj. Solo llevaba allí veinte minutos.
—¿Te hiere el orgullo oír que no eres única? —preguntó Landry—. Porque eso es un síntoma del narcisismo.
Tan solo había una persona que comprendía a Eureka, y estaba esparcida por el mar.
—Dime adónde ha ido tu mente en este momento —dijo Landry.
—A Santa Lucía.
—¿Quieres marcharte?
—Haré un trato con usted. No volveré a venir, usted seguirá pasándole facturas a Rhoda un tiempo y no hace falta que nadie se entere.
Landry endureció la voz.
—Te despertarás a los cuarenta sin marido, sin hijos y sin carrera si no aprendes a relacionarte con el mundo.
Eureka se puso de pie, deseando que alguien como madame Blavatsky estuviera sentada en la silla de delante en vez de la doctora Landry. Los intrigantes comentarios de la traductora parecían más perspicaces que cualquier cotorreo certificado por el colegio de médicos que pudiera salir de la boca de un terapeuta.
—Tus padres han pagado por media hora más. No salgas por esa puerta, Eureka.
—La mujer de mi padre ha pagado por media hora más —la corrigió—. Mi madre es la cena de los viernes para los peces.
Se atragantó con aquellas horribles palabras mientras pasaba al lado de Landry.
—Estás cometiendo un error.
—Esa es su opinión. —Eureka abrió la puerta—. Yo estoy convencida de que estoy tomando la decisión correcta.