13

Madame Blavatsky

El negocio de madame Blavatsky se encontraba en la parte más vieja de la ciudad, no muy lejos de St. John. Eureka había pasado diez mil veces por delante de la mano verde de neón del escaparate. Cat dejó el coche en el aparcamiento lleno de baches y se quedaron bajo la lluvia ante la insulsa puerta de cristal, después de llamar con una antigua aldaba de latón en forma de cabeza de león.

Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y unas campanillas sonaron en el interior. Una mujer corpulenta, con el pelo crespo y alocado, apareció en la entrada con los brazos en jarras. Un resplandor rojo procedente del interior la bañaba el rostro en sombras.

—¿Habéis venido a que os lea el futuro?

Su voz era áspera y rasposa. Eureka asintió mientras empujaba a Cat hacia el vestíbulo oscuro. Parecía la sala de espera de un dentista fuera de horas de trabajo. Una única lámpara con una bombilla roja iluminaba dos sillas plegables y un revistero casi vacío.

—Leo la mano, las cartas y los posos —informó madame Blavatsky—, pero el té se debe pagar por separado.

Tenía unos setenta y cinco años, los labios pintados de rojo, una constelación de lunares en la barbilla y unos brazos gruesos y musculosos.

—Gracias, pero tenemos una petición especial —dijo Eureka.

Madame Blavatsky le echó un vistazo al pesado libro que la chica llevaba metido debajo del brazo.

—Las peticiones no son especiales. Los regalos, sí. Unas vacaciones, eso sí sería especial. —La anciana suspiró—. Entrad en mi estudio.

El enorme vestido negro de Blavatsky despidió un hedor a mil cigarrillos cuando atravesó con las chicas una segunda puerta que conducía a la sala principal.

En su estudio había corriente. Tenía el techo bajo y las paredes estaban empapeladas de negro. Había un humificador en un rincón, una vieja olla eléctrica en una estantería peligrosamente llena de cosas y cientos de retratos hoscos colgando de la pared en marcos torcidos. Un amplio escritorio sostenía una avalancha paralizada de libros y papeles, un ordenador desfasado, un jarrón con fresias podridas y dos tortugas que o bien dormían o estaban muertas. Unas elegantes jaulas doradas colgaban de cada esquina de la habitación y contenían tantas aves que Eureka dejó de contar. Eran pájaros pequeños, del tamaño de una mano abierta, con cuerpos delgados de color lima y picos rojos. Gorjeaban de manera resonante, incesante y melodiosa.

—Inseparables abisinios —anunció madame Blavatsky—. Excepcionalmente inteligentes. —Deslizó un dedo cubierto de crema de cacahuete entre los barrotes de una de las jaulas y se rió como una niña cuando los pájaros acudieron para limpiarle la piel a picotazos. Una de las aves se posó en su dedo índice durante más rato que las demás. Ella se le acercó, frunciendo los labios rojos para lanzarle besos. Era más grande que el resto, tenía una coronilla de color rojo intenso y unas plumas doradas que formaban un rombo en su pecho—. Y este es el más listo de todos, mi dulce Polaris.

Por fin madame Blavatsky tomó asiento e hizo un gesto a las chicas para que se unieran a ella. Se sentaron en silencio, en un sofá de velvetón negro, tras hacerse sitio recolocando unos veinte cojines extraños, que desentonaban unos con otros.

Eureka miró a Cat.

—¿Sí, sí? —preguntó madame Blavatsky al tiempo que cogía un largo cigarrillo liado a mano—. Puedo suponer qué queréis, pero debéis preguntar, niñas. Hay un gran poder en las palabras. El universo fluye por ellas. Usadlas en este momento, por favor. El universo aguarda.

Cat levantó una ceja mirando a Eureka y ladeó la cabeza en dirección a la mujer.

—Será mejor que no cabreemos al universo.

—Mi madre me dejó este libro en herencia —dijo Eureka—. Está muerta.

Madame Blavatsky movió su mano huesuda.

—Lo dudo mucho. No hay muerte, ni vida tampoco. Tan solo congregación y dispersión. Pero eso es para otra conversación. ¿Qué quieres, niña?

—Quiero que me traduzca el libro.

La palma de Eureka apretó el círculo en relieve que aparecía en la cubierta verde.

—Bueno, dámelo. Soy vidente, pero no puedo leer un libro cerrado a un metro y medio.

Cuando Eureka se disponía a pasarle el libro, madame Blavatsky se lo arrancó de las manos como si estuviera recuperando un bolso robado. Lo hojeó, deteniéndose aquí y allá para murmurar algo, metiendo la nariz entre las páginas con los grabados, sin dar señales de si le encontraba o no sentido. No alzó la vista hasta que llegó a la amalgama de páginas cerca del final del libro.

Entonces dejó el cigarrillo y se metió un caramelo Tic Tac en la boca.

—¿Cuándo sucedió esto? —Mostró a Eureka las páginas pegadas—. ¿No intentarías secarlo después de derramar…? ¿Qué es esto? —Olisqueó el libro—. Huele al cóctel Muerte en la Tarde. Sois demasiado jóvenes para beber ajenjo, ¿sabéis?

Eureka no tenía ni idea de lo que estaba hablando madame Blavatsky.

—Está en un estado lamentable. Intentaré arreglarlo, pero necesitaré un horno de leña y productos químicos caros.

—Estaba así cuando me lo dieron —dijo Eureka.

Blavatsky se puso unas gafas de montura metálica y se las deslizó hasta la punta de la nariz. Examinó el lomo del libro, el interior de la portada y la contraportada.

—¿Durante cuánto tiempo fue tu madre la propietaria?

—No lo sé. Mi padre dice que lo encontró en un mercadillo de Francia.

—Cuántas mentiras.

—¿A qué se refiere? —preguntó Cat.

Blavatsky miró por encima de sus gafas.

—Esto es un libro familiar. Los libros familiares permanecen en la familia a menos que existan circunstancias extremadamente inusuales. Incluso bajo tales circunstancias, es casi imposible que un libro como este cayera en manos de alguien que lo vendiera en un mercadillo. —Dio unos golpecitos sobre la cubierta—. Esto no es material de trueque.

Madame Blavatsky cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia la jaula que tenía junto al hombro izquierdo, casi como si estuviera escuchando la melodía de los inseparables abisinios. Al abrir los ojos, miró a Eureka directamente.

—Dices que tu madre está muerta. Pero ¿qué hay de tu desesperado amor por ella? ¿Existe un modo más rápido de alcanzar la inmortalidad?

A Eureka le ardió la garganta.

—Si este libro hubiera estado en mi familia, lo habría sabido. Mis abuelos no guardaban secretos. La hermana y el hermano de mi madre estaban presentes cuando lo heredé. —Pensó en la historia del tío Beau sobre que Diana lo leía—. Apenas sabían nada de él.

—Tal vez no venga de los padres de tu madre —dijo madame Blavatsky—. A lo mejor el libro la encontró mediante un primo lejano o una tía favorita. Por casualidad, ¿tu madre se llamaba Diana?

—¿Cómo lo sabe?

Blavatsky cerró los ojos y ladeó la cabeza a la derecha, hacia la otra jaula de pájaros. En el interior, seis abisinios corretearon para colocarse en el lado más cercano a Blavatsky. Gorjearon fuerte, con intrincados staccatos. Ella se rió.

—Sí, sí —murmuró, no a las chicas.

Luego tosió y miró el libro, señalando la esquina inferior del interior de la contraportada. Eureka clavó la vista en los símbolos escritos en distintos tonos.

—Esta es una lista de nombres de los anteriores propietarios del libro. Como puedes ver, ha habido muchos. La más reciente fue Diana. —Madame Blavatsky miró con detenimiento los símbolos que precedían al nombre de la madre de Eureka—. Tu madre heredó este libro de alguien llamada Niobe, y Niobe recibió el libro de alguien llamada Byblis. ¿Conoces a estas mujeres?

Mientras Eureka negaba con la cabeza, Cat se irguió en el asiento.

—Usted sabe leerlo.

Blavatsky ignoró a Cat.

—Puedo inscribir tu nombre al final de la lista, puesto que el libro ahora es tuyo. Sin cargo adicional.

—Sí —dijo Eureka en voz baja—. Por favor. Me llamo…

—Eureka.

Madame Blavatsky sonrió, cogió un rotulador y escribió unos cuantos símbolos extraños en la página. Eureka se quedó mirando su nombre en aquel idioma desconcertante.

—¿Cómo ha…?

—Es similar a la antigua escritura de Magdalena —respondió Blavatsky—, aunque hay ciertas diferencias. No existen vocales. ¡La ortografía es bastante absurda!

—¿De Magdalena?

Cat miró a Eureka, que tampoco había oído nunca hablar de esa escritura.

—Es muy antigua —dijo Blavatsky—. Se encontró en unas cuevas prehistóricas del sur de Francia. Esta no es hermana de la escritura magdaleniana, pero tal vez sí prima segunda. Las lenguas tienen árboles genealógicos complicados, ya sabes, matrimonios interraciales e hijastros; hasta bastardos. Hay innumerables escándalos en la historia de las lenguas, muchos asesinatos, mucho incesto.

—La escucho —se interesó Cat.

—Es muy raro encontrar un texto como este. —Madame Blavatsky se rascó una de sus finas cejas, fingiendo un aire cansado—. No será fácil de traducir.

A Eureka le ardía la nuca por el calor. No sabía si estaba contenta o asustada, tan solo que aquella mujer era la clave de algo que necesitaba entender.

—Puede que sea peligroso —continuó Blavatsky—. El conocimiento es poder, el poder corrompe. La corrupción trae vergüenza y ruina. La ignorancia puede que no sea lo mejor, pero tal vez sea preferible a una vida sumida en la vergüenza. ¿Estás de acuerdo?

—No estoy segura. —A Eureka le dio la impresión de que a Diana le hubiera gustado madame Blavatsky. Habría confiado en aquella traductora—. Creo que prefiero saber la verdad, a pesar de las consecuencias.

—Tú eliges.

Blavatsky le dedicó una sonrisa misteriosa.

Cat se inclinó hacia delante en su silla y se agarró al borde del escritorio de la mujer.

—Queremos que nos haga un buen precio. Sin triquiñuelas.

—Veo que te has traído a tu agente comercial. —Blavatsky se rió socarronamente, después inhaló y contempló la petición de Cat—. Para algo de esta magnitud y complejidad… Va a ser muy agotador para una anciana.

Cat levantó la mano. Eureka esperó que no le pidiera a madame Blavatsky que hablara de ello.

—Vaya directa al grano, señora.

—Diez dólares la página.

—Le daremos cinco —contestó Eureka.

—Ocho.

Blavatsky se puso otro cigarrillo entre los labios pintados de rojo intenso. Se notaba que disfrutaba con aquel ritual.

—Siete con cincuenta. —Cat chasqueó los dedos—. Y usted añade los productos químicos para arreglar los daños del libro.

—No encontraréis a nadie más que sepa hacer lo que yo hago. ¡Podría pediros cien dólares la página! —Blavatsky se secó los ojos con un pañuelo desteñido y estudió a Eureka—. Pero pareces muy desanimada, aunque tienes más ayuda de la que crees. Que lo sepas. —Hizo una pausa—. Siete con cincuenta es un precio justo. Trato hecho.

—¿Y ahora qué? —preguntó Eureka.

Estaba pitándole el oído. Cuando se lo restregó, por un momento creyó oír perfectamente el cotorreo de los pájaros por su oído izquierdo. Imposible. Sacudió la cabeza y advirtió que madame Blavatsky la observaba.

La mujer asintió en dirección a los pájaros.

—Me dicen que lleva vigilándote mucho tiempo.

—¿Quién?

Cat miró alrededor de la habitación.

—Ella lo sabe.

Madame Blavatsky sonrió a Eureka.

Eureka susurró:

—¿Ander?

—Chissst —murmuró madame Blavatsky—. La canción de mis abisinios es magnífica y prometedora, Eureka. Que no te preocupen las cosas que no entiendes todavía. —De repente giró en la silla para ponerse delante del ordenador—. Te enviaré las páginas traducidas por tandas, vía correo electrónico, junto con un enlace a mi cuenta de Square para el pago.

—Gracias.

Eureka escribió su dirección de correo electrónico y le dio el papel a Cat para que añadiera la suya.

—Es curioso, ¿no? —Cat le pasó a madame Blavatsky el papel con su información—. Mandar por e-mail una traducción de algo tan antiguo.

Madame Blavatsky puso sus ojos llorosos en blanco.

—Lo que piensas que es avanzado avergonzaría a los señores de la antigüedad. Sus aptitudes superaban con creces las nuestras. Estamos mil años atrás de lo que ellos consiguieron. —Blavatsky abrió un cajón y sacó una bolsa de zanahorias baby. Partió una por la mitad para repartirla entre las dos tortugas, que se habían despertado de la siesta sobre el escritorio—. Toma, Gilda —canturreó—. Ahí tienes, Brunhilda. Mis niñas. —Se inclinó hacia las chicas—. Este libro hablará de innovaciones mucho más emocionantes que el ciberespacio. —Se subió las gafas e hizo un gesto hacia la puerta—. Vale, buenas noches. No dejéis que os muerdan las tortugas al salir.

Eureka se levantó temblorosamente del sofá mientras Cat recogía sus cosas. Eureka hizo una pausa, mirando el libro sobre el escritorio. Pensó en lo que habría hecho su madre. Diana había vivido la vida confiando en sus instintos. Si Eureka quería saber lo que significaba su herencia, debía confiar en madame Blavatsky. Tenía que dejar allí el libro. No era fácil.

—¿Eureka? —Madame Blavatsky levantó el dedo índice—. Por supuesto sabrás lo que le dijeron a Creonte, ¿no?

Eureka negó con la cabeza.

—¿A Creonte?

—«El sufrimiento es la sabiduría del maestro.» Piensa en ello. —Inspiró—. ¡Menudo camino te espera!

—¿Me espera un camino? —preguntó Eureka.

—Esperamos su traducción —dijo Cat con voz firme.

—Puede que empiece ahora mismo, puede que no; pero no me fastidiéis. Trabajo aquí. —Señaló su escritorio—. Y vivo arriba. —Llevó el pulgar hacia el techo—. Traducir requiere tiempo y vibraciones positivas. —Miró por la ventana—. Eso quedaría bien en Twitter. Debería tuitearlo.

—Madame Blavatsky —dijo Eureka antes de cruzar la puerta del estudio—, ¿tiene título mi libro?

Madame Blavatsky parecía encontrarse muy lejos. Sin mirar a Eureka, dijo en voz muy baja:

—Se llama El libro del amor.

De: savvyblavy@gmail.com

Para: reka96runs@gmail.com

Cc: catatoniaestes@gmail.com

Fecha: Domingo, 6 de octubre, 2013, 1.31 a. m.

Asunto: Primer bombardeo

Querida Eureka:

A fuerza de muchas horas de intensa concentración, he traducido lo siguiente. He intentado no tomarme libertades con la prosa, tan solo he dejado los contenidos tan claros como el agua para que los leas con facilidad. Espero que cumpla con tus expectativas…

En la isla desaparecida en la que nací, me llamaba Selene. Este es mi libro del amor.

La mía es una historia de pasión catastrófica. Tal vez te preguntes si es verdad, pero todas las verdades se cuestionan. Aquellos que se permiten imaginar —creer— puede que encuentren la salvación en mi historia.

Debemos comenzar por el principio, en un lugar que hace mucho dejó de existir. Donde terminaremos…, bueno, ¿quién sabe cómo terminaremos hasta que se haya escrito la última palabra? Todo puede cambiar con la última palabra.

Al principio la isla se hallaba más allá de las Columnas de Hércules, sola en el Atlántico. Me crié en las montañas, donde se aceptaba la magia. A diario contemplaba un hermoso palacio enclavado como un diamante en el lejano valle, moteado por el sol. Las leyendas hablaban de una ciudad con un diseño asombroso, cascadas rodeadas de unicornios y unos príncipes gemelos que crecían en el interior de los muros de marfil del castillo.

El príncipe mayor y futuro rey se llamaba Atlas. Era conocido por ser gallardo, partidario de la leche de hibisco y porque nunca rehuía una lucha cuerpo a cuerpo. El príncipe más joven era un misterio, rara vez se le veía o se oía nada de él. Se llamaba Leander y desde una edad temprana le apasionaba viajar por el mar a las muchas colonias que poseía el rey alrededor del mundo.

Yo había oído a las otras chicas de la montaña contar sueños vívidos en los que el príncipe Atlas se las llevaba en un caballo de plata y las convertía en su reina. Pero el príncipe dormía en las sombras de mi conciencia cuando era pequeña. Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, mi imaginación tal vez me habría dejado amarle antes de que nuestros mundos chocaran. Habría sido más fácil así.

De niña no ansiaba cruzar los límites encantados y boscosos de nuestra isla. Nada me interesaba más que mis parientes, que eran hechiceros, telépatas, feéricos y alquimistas. Entraba y salía de sus talleres, aprendiz de todos salvo de las brujas chismosas, cuyos poderes casi nunca iban más allá de las insignificantes envidias humanas, que jamás se cansaban de decir que era lo que en realidad movía el mundo. Me surtían de historias de mis antepasados espirituales. Mi favorita era la de un tío mío que podía proyectar su mente a través del océano y habitar en los cuerpos de los hombres y mujeres minoicos. Sus escapadas sonaban deliciosas. En aquella época me entusiasmaba el escándalo.

Tenía dieciséis años cuando los rumores llegaron del palacio a la montaña. Los pájaros cantaban que el rey había caído enfermo y le aquejaba un extraño mal. Cantaban sobre la gran recompensa que el príncipe Atlas había prometido a cualquiera que pudiese curar a su padre.

Nunca había soñado con cruzar el umbral del palacio, pero una vez había curado la fiebre de mi padre con una poderosa hierba de la zona. Así que, bajo una luna menguante, viajé cuarenta y dos kilómetros hasta el palacio, con una cataplasma de artemisia en una bolsa que colgaba de mi cinturón.

Los aspirantes a curanderos formaban una cola de cinco kilómetros alrededor del castillo. Tomé mi lugar al final. Uno a uno, los magos entraron; uno a uno, se marcharon, indignados o avergonzados. Cuando yo ya ocupaba el puesto número diez de la fila, las puertas del palacio se cerraron. Un humo negro salió de las chimeneas para indicar que el rey había muerto.

Los llantos se alzaron en la ciudad mientras yo regresaba triste a casa. Cuando estaba a medio camino, sola en una cañada boscosa, me topé con un joven de mi edad, arrodillado junto a un río destellante. Se hallaba metido hasta las rodillas en un terreno de narcisos blancos, tan inmerso en sus pensamientos que parecía estar en otro reino. Al ver que estaba llorando, le toqué el hombro.

—¿Estáis herido, señor?

Cuando se volvió hacia mí, vi una pena abrumadora en sus ojos. La entendí como conozco la lengua de las aves: había perdido lo más preciado que tenía.

Le mostré la cataplasma que llevaba en la mano.

—Ojalá hubiera podido salvar a tu padre.

Cayó sobre mí, llorando.

—Aún puedes salvarme a mí.

El resto está por llegar, Eureka. Prepárate.

Besos,

MADAME B., GILDA y BRUNHILDA