12

El Neptune’s

Eureka cogió la piedra de rayo y la lanzó contra la pared. Quería acabar con todo lo que había pasado desde que Brooks y ella habían dejado de besarse. La piedra dejó una marca en la pared que había pintado a lunares azules durante un período feliz de su vida. Luego cayó al suelo con un fuerte golpe, cerca de la puerta del armario.

Se arrodilló para evaluar los daños en la alfombra persa de mercadillo, suave bajo sus manos. No era una marca tan profunda como la de hacía dos años, cuando le dio un puñetazo a la pared junto a la cocina, mientras discutía con su padre sobre si podía faltar una semana al instituto para ir a Perú con Diana. No había sido tan horrible como la haltera que su padre había roto cuando ella tenía dieciséis años, mientras le gritaba por renunciar al trabajo de verano que le había conseguido en la tintorería de Ruthie. Pero la marca era tan grave como para escandalizar a Rhoda, que al parecer creía que un panel de yeso no podía repararse.

—¿Eureka? —gritó Rhoda desde la sala de estar—. ¿Qué has hecho?

—¡Un ejercicio que me enseñó la doctora Landry! —vociferó, poniendo una cara que deseó que Rhoda pudiera haber visto.

Estaba furiosa. Si hubiese sido una ola, habría desmenuzado continentes como si fueran pan duro.

Quería dañar algo como Brooks la había dañado a ella. Cogió el libro que tanto le había interesado, lo sujetó fuerte por las páginas y se planteó partirlo en dos.

«Encuentra cómo salir de la madriguera, niña.» La voz de Diana volvió a ella.

Las madrigueras eran pequeñas, estrechas y estaban camufladas. No sabías que te hallabas en una hasta que no podías respirar y debías liberarte. Eran iguales a la claustrofobia, que, para Eureka, siempre había sido una enemiga. Pero los zorros vivían en madrigueras; criaban allí a sus familias. Los soldados disparaban desde su interior, se protegían allí de sus enemigos. Quizá Eureka no quería encontrar la salida de esta. Quizá era un soldado zorro. Quizá la madriguera de su furia era el lugar donde tenía que estar.

Exhaló y relajó la mano sobre el libro. Lo dejó con cuidado, como si fuera uno de los proyectos de plástica de los mellizos. Caminó hacia la ventana y asomó la cabeza para buscar las estrellas, que le hacían poner los pies en la tierra. Su distancia le ofrecía perspectiva cuando no podía ver más allá de su propio dolor. Pero no se veían estrellas en el cielo de Eureka esa noche. Estaban ocultas tras una densa capa de nubes grises.

Los relámpagos dividían la oscuridad. Volvió a resonar un trueno. La lluvia caía con más intensidad, sacudiendo los árboles del exterior. Un coche en la calle pasó por un charco tan grande como un estanque. Eureka pensó en Brooks conduciendo hacia su casa, en New Iberia. Las carreteras eran oscuras y resbaladizas, y se había marchado a toda prisa…

No. Estaba enfadada con Brooks. Se estremeció, después cerró la ventana y apoyó la cabeza contra el frío cristal.

¿Y si lo que había dicho era verdad?

No creía que fuera mejor que nadie, pero ¿parecía que sí? Con un puñado de comentarios mordaces, Brooks le había metido en la cabeza la idea de que todo el planeta estaba en su contra. Y esa noche ni siquiera había estrellas, por lo que todo resultaba aún más turbio.

Cogió el móvil, bloqueó el número de Maya Cayce presionando tres botones con mala cara, y le mandó un mensaje a Cat.

«Eh.»

«Vaya mierda de tiempo», le contestó su amiga al instante.

«Sí, ¿y yo?», escribió Eureka despacio.

«No que yo sepa. ¿Por qué? ¿Está Rhoda siendo Rhoda?»

Eureka podía imaginarse a Cat riéndose con un resoplido, en su habitación iluminada por la luz de las velas y con los pies apoyados en su escritorio mientras buscaba futuros novios en el portátil. La velocidad de la respuesta de Cat consoló a Eureka. Volvió a coger el libro, lo abrió en su regazo y pasó un dedo por los círculos al final de la última ilustración, la que había creído ver reflejada en la herida de Brooks.

«Brooks no está actuando como Brooks. Fuerte pelea», contestó.

Un instante más tarde, sonó el teléfono.

—Habéis discutido como un viejo matrimonio —dijo Cat en cuanto Eureka cogió la llamada.

Eureka miró la marca en la pared de lunares. Se imaginó un morado de tamaño similar en el pecho de Brooks, donde le había dado con el teléfono.

—Esta ha sido grave, Cat. Me ha dicho que me creía mejor que nadie.

Cat suspiró.

—Eso es porque quiere montárselo contigo.

—Para ti todo tiene que ver con el sexo. —Eureka no quería admitir que se habían besado. No quería pensar en eso después de lo que Brooks le había dicho. Significara lo que significase aquel beso, estaba tan alejado en el tiempo como una lengua muerta que ya nadie hablaba, más inaccesible que la que aparecía en el libro de Diana—. Esto ha sido más importante.

—Mira —dijo Cat, masticando algo crujiente, probablemente Cheetos—, ya conocemos a Brooks. Se disculpará. Le doy hasta el lunes, a primera hora. Mientras tanto, tengo buenas noticias.

—Dime —dijo Eureka, aunque habría preferido meter la cabeza bajo las sábanas hasta el día del Juicio Final, o hasta la universidad.

—Rodney quiere conocerte.

—¿Quién es Rodney? —gruñó.

—Mi ligue de clásicas, ¿recuerdas? Quiere ver tu libro. He sugerido quedar en el Neptune’s. Sé que no te va mucho, pero ¿a qué otro sitio podríamos ir?

Eureka pensó en que Brooks quería estar con ella cuando llevara el libro a traducir. Eso había sido antes de que estallara como un dique en una inundación.

—Por favor, no te sientas culpable por lo de Brooks. —Cat, sorprendentemente, era telépata—. Ponte algo mono. Puede que Rodney traiga a un amigo. Te veo en el Tune’s en media hora.

El Neptune’s era una cafetería en la segunda planta de un centro comercial, encima de la tintorería de Ruthie y una tienda de videojuegos que poco a poco se iba a la quiebra. Eureka se puso unas zapatillas deportivas y el chubasquero, y corrió tres kilómetros bajo la lluvia para evitar pedirle prestado el coche a su padre o a Rhoda.

Si subías la escalera de madera y atravesabas la puerta de cristal tintado, sabías que te encontrarías al menos con una docena de evangelinos repanchingados con sus portátiles y una montaña de libros de texto. La decoración era color manzana roja acaramelada y desgastada, como un viejo apartamento de solteros. Un aroma a sumidero flotaba sobre la inclinada mesa de billar y el pinball sin palancas de La mujer y el monstruo. El Neptune’s servía comida que nadie pedía dos veces, cerveza a los universitarios y bastante café, refrescos y un ambiente para mantener a los chavales de instituto allí toda la noche.

Eureka había sido una asidua. El año anterior incluso había ganado el torneo de billar; la suerte del principiante. Pero no había regresado desde el accidente. No tenía sentido que un sitio tan ridículo como el Neptune’s siguiera existiendo y que Diana hubiera desaparecido del mapa.

Eureka no se dio cuenta de que estaba chorreando hasta que entró y las miradas se posaron sobre ella. Se escurrió la coleta. Localizó las trenzas de Cat y fue hacia la mesa del rincón donde solían sentarse. En la Wurlitzer sonaba «Hurdy Gurdy Man», de Donovan, mientras en la televisión se veían carreras de coches. El Neptune’s estaba igual que siempre, pero Eureka había cambiado tanto que podría haber estado en el McDonald’s o el Gallatoire’s de Nueva Orleans.

Pasó al lado de una mesa con unas animadoras penosamente idénticas, saludó a su amigo Luke, de ciencias naturales, que parecía tener la impresión de que el Neptune’s era un buen sitio para tener una cita, y sonrió lánguidamente a una mesa de novatas del equipo de campo a través, lo bastante valientes para estar allí. Oyó que alguien murmuraba: «Creía que no la dejaban salir sola», pero Eureka había ido allí por negocios y no le importaba lo que opinara de ella un niñato.

Cat llevaba un suéter corto de color púrpura, unos vaqueros rotos y maquillaje claro para impresionar a los universitarios. Su última víctima estaba sentada a su lado, en un banco de vinilo rojo. Tenía unas rastas largas y rubias, y al tomar un sorbo de cerveza Jax dejó ver un perfil angular. Olía a sirope de arce; al falso, ese dulce que su padre nunca utilizaba. Tenía la mano apoyada en la rodilla de Cat.

—Eh. —Eureka se sentó en el banco de enfrente—. ¿Rodney?

Solo era un poco mayor que ellas, pero parecía tan universitario, con aquel aro en la nariz y la sudadera desteñida de la UL, que hacía que Eureka se sintiera una niña pequeña. Tenía las pestañas rubias, las mejillas hundidas y los orificios nasales como alubias rojas de diferentes tamaños.

Él sonrió.

—Veamos esa locura de libro.

Eureka sacó el tomo de la mochila. Limpió la mesa con una servilleta antes de pasárselo a Rodney, cuyo entrecejo se frunció hasta darle un aire intrigado y académico.

Cat se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en el hombro de Rodney mientras él pasaba las páginas.

—Estuvimos mirándolo una eternidad, intentando encontrarle algún sentido. Quizá sea del espacio exterior.

—Más bien del espacio interior —dijo Rodney.

Eureka observó la manera en que él miró a Cat y se rió; parecía disfrutar de cada comentario absurdo que ella hacía. Eureka no creía que el chico fuera especialmente atractivo, así que le sorprendió la punzada de celos que se coló en su pecho.

Su flirteo con Cat hacía que lo que había pasado entre Brooks y ella pareciera una falta de comunicación a escala Torre de Babel. Miró los coches en la tele, dando vueltas en la pista, y se imaginó que conducía uno de ellos, pero en vez de llevar el coche lleno de publicidad, estaba cubierto por el inescrutable idioma del libro que Rodney fingía leer al otro lado de la mesa.

No debería haber besado a Brooks. Había sido un gran error. Se conocían demasiado bien para intentar conocerse mejor. Y ya habían roto una vez. Si Eureka iba a implicarse sentimentalmente con alguien —lo cual, desde el accidente, no se lo deseaba ni a su peor enemigo—, debía ser alguien que no supiera nada de ella, alguien que entrara en la relación ignorando sus complejidades y defectos. No debía estar con un crítico dispuesto a apartarse de su primer beso para soltarle una lista de todo lo que hacía mal. Eureka sabía mejor que nadie que aquella lista era interminable.

Echaba de menos a Brooks.

Pero Cat tenía razón. Había actuado como un capullo. Debería disculparse. Eureka comprobó el móvil discretamente. No le había enviado ningún mensaje.

—¿Qué opinas? —preguntó Cat—. ¿Deberíamos hacerlo?

A Eureka le pitó el oído izquierdo. ¿Qué se había perdido?

—Perdona, es que…

Llevó su oído bueno hacia la conversación.

—Sé lo que estás pensando —dijo Rodney—. Crees que estoy enviándote a alguna loca new age. Pero yo sé latín clásico y vulgar, tres dialectos de griego antiguo y un poco de arameo. Y esta escritura —dio unos golpecitos sobre la página de texto denso— no se parece a nada que haya visto.

—¿No es un genio? —gritó Cat.

Eureka se apresuró a ponerse al día.

—Así que piensas que deberíamos llevarle el libro a…

—Es un poco excéntrica, una autodidacta, experta en lenguas muertas —dijo Rodney—. Se gana la vida como adivina. Tú solo pregúntale por el texto y no dejes que te estafe. Te respetará más. Te pida lo que te pida, ofrece la mitad y confórmate con una cuarta parte menos del precio original.

—Llevaré la calculadora —repuso Eureka.

Rodney extendió la mano para coger una servilleta del dispensador y escribió:

Madame Yuki Blavatsky, Greer Circle, 321

—Gracias. Iremos a visitarla.

Eureka volvió a meter el libro en su bolsa y la cerró. Le hizo una seña a Cat, que se despegó de Rodney y dijo articulando los labios: «¿Ahora?».

Eureka se levantó de la mesa.

—Vamos a hacer un trato.