Naufragio
No pretendía asustarte.
Brooks estaba sentado en un lado de la cama de Eureka, con los pies descalzos apoyados en el alféizar de la ventana. Por fin se hallaban solos, recuperados en parte del susto de aquella tarde.
Los mellizos se habían acostado ya, después de que Rhoda hubiera pasado horas examinándolos rigurosamente. Se puso histérica en cuanto Eureka pronunció la primera frase para contar su aventura y echó la culpa a Eureka y Brooks de que sus hijos hubieran estado tan cerca del peligro. Su padre había intentado calmar la situación con su chocolate caliente con canela, pero en vez de unirlos, cada uno había cogido una taza y se había retirado a su rincón de la casa.
Eureka se tomó el suyo en la vieja mecedora que había junto a la ventana de su habitación. Contempló el reflejo de Brooks en su antiguo armoire à glace, un armario de madera con una única puerta frontal en la que había un espejo, que había pertenecido a la madre de Sugar. Los labios del chico se movieron, pero ella tenía la cabeza apoyada sobre la mano derecha, tapando el oído bueno. Levantó la cabeza y oyó la letra de la canción «Sara» de Fleetwood Mac, que había puesto Brooks en su iPod.
… en el mar del amor, donde a todo el mundo le gustaría ahogarse.
Pero ahora no está; dicen que ya no importa…
—¿Has dicho algo? —le preguntó.
—Pareces enfadada —dijo Brooks, un poco más alto. La puerta de la habitación de Eureka estaba abierta (era la norma de su padre cuando tenía visitas) y Brooks sabía tan bien como ella a qué volumen podían hablar para evitar que les oyeran abajo—. Como si pensaras que la ola ha sido culpa mía.
Brooks se recostó contra el dosel de madera de la cama de los abuelos de Eureka. Tenía los ojos del mismo color castaño que la manta doblada encima del cubrecama blanco. Parecía que tuviera ánimos para cualquier cosa: una fiesta con celebridades, una carrera campo a través o un chapuzón en la fría oscuridad de los confines del universo.
Eureka estaba agotada, como si fuese a ella a la que hubiese devorado y escupido una ola.
—Por supuesto que no ha sido culpa tuya.
Se quedó mirando su taza. No tenía claro si estaba enfadada con Brooks. Y en caso de estarlo, no sabía por qué. Había un espacio entre ellos que normalmente no existía.
—Entonces ¿qué te pasa? —preguntó.
Ella se encogió de hombros. Echaba de menos a su madre.
—Diana. —Brooks pronunció el nombre como si relacionara los dos acontecimientos por primera vez. Hasta los mejores chicos a veces no se enteraban de nada—. Claro, debería haberme dado cuenta. Eres muy valiente, Eureka. ¿Cómo has podido soportarlo?
—No soportándolo.
—Ven aquí.
Eureka alzó la vista y vio que estaba dando palmaditas sobre la cama. Brooks trataba de entender, pero no lo conseguía, no de verdad. La entristeció ver que lo intentaba. Negó con la cabeza.
La lluvia caía a mares contra las ventanas y las dejaba a rayas. El meteorólogo favorito de Rhoda, Cokie Faucheux, había pronosticado sol para todo el fin de semana. Eso era lo único que parecía estar saliendo bien: Eureka se sentía satisfecha por no estar de acuerdo con su madrastra.
Con el rabillo del ojo, vio a Brooks levantarse de la cama y caminar hacia ella. Extendió los brazos para abrazarla.
—Sé que te cuesta abrirte. Creías que la ola de hoy iba a…
—No lo digas.
—Sigo aquí, Eureka. No me voy a ninguna parte.
Brooks la cogió de las manos y la acercó a él. Ella dejó que la abrazara. Tenía la piel caliente, y el cuerpo terso y fuerte. Eureka apoyó la cabeza en su clavícula y cerró los ojos. Hacía mucho tiempo que no le daban un abrazo. Era una sensación maravillosa, pero había algo que la inquietaba. Tenía que preguntar.
Cuando se apartó, Brooks la cogió de la mano un momento antes de soltarla.
—El modo en que has reaccionado al levantarte después de la ola… —dijo—. Te has reído. Me ha sorprendido.
Brooks se rascó la barbilla.
—Imagínate volver en ti, casi sacar un pulmón al toser y ver a un montón de desconocidos mirándote… entre los que hay un tipo que está dispuesto a hacerte el boca a boca. ¿Qué otra opción me quedaba salvo hacer como si no me hubiera pasado nada?
—Estábamos preocupados por ti.
—Yo sabía que estaba bien —contestó Brooks—, pero debía de ser el único que estaba seguro. He visto lo asustados que estabais. No quería que pensaras que era…
—¿Qué?
—Débil.
Eureka negó con la cabeza.
—Imposible. Eres Polvorín.
Él sonrió abiertamente y le alborotó el pelo, lo que llevó a unos instantes de lucha libre. Ella se metió por debajo de su brazo para huir y le agarró de la camiseta cuando Brooks se dio la vuelta para alcanzarla. No tardó en hacerle una llave de cabeza y retrocedió contra la cómoda, pero entonces, con un rápido movimiento, él la tiró hacia atrás, hacia la cama. Eureka cayó sobre la almohada, riéndose, como al final de otras miles de luchas cuerpo a cuerpo con Brooks. Pero él no estaba riéndose. Tenía la cara colorada y estaba de pie, tenso, a los pies de la cama, mirándola.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Nada. —Brooks apartó la mirada y el fuego de sus ojos pareció reducirse—. ¿Qué tal si me enseñas lo que te dio Diana? El libro, esa… ¿piedra milagrosa?
—La piedra de rayo.
Eureka se apartó de la cama y se sentó ante el escritorio que tenía desde que era pequeña. Los cajones estaban tan llenos de recuerdos que no había sitio para los deberes, los libros o las solicitudes de la universidad, así que amontonaba todo eso, aunque había prometido a Rhoda que ordenaría su cuarto. Pero lo que molestaba a Rhoda deleitaba a Eureka, así que los montones habían crecido hasta alturas peligrosas.
Del cajón superior, sacó el libro que Diana le había dejado y luego el pequeño cofre azul. Colocó ambos objetos sobre la colcha. Con la herencia entre los dos, Brooks y ella quedaron uno frente al otro, con las piernas cruzadas encima de la cama.
Brooks fue primero a por la piedra de rayo. Abrió el descolorido cierre del cofre y cogió la gasa que envolvía la roca. La examinó por todos los lados.
Eureka observó como sus dedos rondaban la gasa blanca.
—No lo desenvuelvas.
—Claro que no. Aún no.
Eureka lo miró con los ojos entrecerrados y agarró la piedra, sorprendida otra vez por lo que pesaba. Quería saber cómo era por dentro y, evidentemente, Brooks también.
—¿Qué quieres decir con «aún no»?
Brooks parpadeó.
—Me refiero a la carta de tu madre. ¿No decía que sabrías cuándo llegaría el momento adecuado de destaparla?
—Ah. Sí. —Debía de habérselo contado. Apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las palmas—. ¿Quién sabe cuándo será ese momento? Mientras tanto podría servir para jugar al skee-ball.
Brooks se la quedó mirando, luego agachó la cabeza y tragó saliva, como cuando estaba avergonzado.
—Debe de ser muy valioso si te lo ha dejado tu madre.
—Estaba bromeando.
Volvió a colocar la piedra de rayo en el cofre.
Brooks cogió el libro de aspecto antiguo con una veneración inesperada. Pasó las páginas con más delicadeza de la que ella había tenido, lo que le hizo preguntarse si se merecía su herencia.
—No sé leerlo —susurró.
—Lo sé —dijo Eureka—. Parece como si perteneciera a un futuro lejano.
—O a un pasado que nunca llegó a producirse.
Brooks parecía estar citando uno de esos libros de bolsillo de ciencia ficción que su padre solía leer.
Brooks siguió pasando las páginas, despacio al principio y luego más rápido, hasta detenerse en un apartado que Eureka no había descubierto. A mitad del libro, el texto, denso y extraño, estaba interrumpido por una parte de intrincadas ilustraciones.
—¿Son grabados?
Eureka reconoció el método por la clase de xilografía a la que una vez había asistido con Diana, aunque aquellas ilustraciones eran muchísimo más complejas que cualquiera de las que Eureka hubiera podido tallar en un rebelde taco de haya.
Brooks y ella estudiaron una imagen de dos hombres luchando. Iban vestidos con túnicas de felpa forradas de piel. Unos grandes collares enjoyados les cubrían el pecho. Uno de ellos llevaba una pesada corona. Tras una multitud de espectadores se extendía un paisaje urbano y los chapiteles de unos edificios poco corrientes enmarcaban el cielo.
En la página contigua se veía la imagen de una mujer ataviada con una túnica igual de lujosa. Estaba apoyada sobre las manos y las rodillas en la ribera de un río salpicado de altos junquillos en flor. Las sombras de unas nubes rodeaban su pelo mientras estudiaba su reflejo en el agua. Tenía la cabeza agachada, de modo que Eureka no podía verle el rostro, pero había algo en su lenguaje corporal que le resultaba conocido. Eureka sabía que estaba llorando.
—Está todo ahí —susurró Brooks.
—¿Le encuentras algún sentido?
Pasó la página de pergamino para buscar más ilustraciones, pero en su lugar halló los restos irregulares de varias hojas arrancadas. Entonces volvió a aparecer el texto incomprensible. Tocó los trozos rugosos que quedaban junto al lomo.
—Mira, faltan unas cuantas páginas.
Brooks sostuvo el libro cerca de su cara, observando con detenimiento el lugar donde deberían estar las páginas que faltaban. Eureka advirtió que había una ilustración más en el dorso de la página donde se encontraba la mujer arrodillada. Aquella era más simple que el resto: tres círculos concéntricos en el centro de la hoja. Parecía un símbolo de algo.
Por instinto extendió la mano hacia la frente de Brooks y le retiró el pelo. La herida era circular, lo que no era nada extraordinario. Pero la costra había quedado tan irritada por la ola encrespada de aquella tarde que Eureka veía… círculos dentro. Mostraban un asombroso parecido con la ilustración del libro.
—¿Qué estás haciendo?
Le apartó la mano y se alisó el cabello.
—Nada.
El chico cerró el libro y apretó la mano sobre la cubierta.
—Dudo que consigas traducirlo. El intento solo te llevará a un viaje doloroso. ¿De verdad crees que va a haber alguien en Podunk, Luisiana, que sepa traducir un texto de esta magnitud?
Su risa parecía malvada.
—Creía que te gustaba Podunk, Luisiana. —Los ojos de Eureka se entrecerraron. Brooks siempre era el que defendía su ciudad natal cuando Eureka despotricaba en contra—. El tío Beau dijo que Diana sabía leerlo, lo que significa que debe de haber alguien que pueda traducirlo. Solo tengo que averiguar quién.
—Déjame intentarlo. Me llevaré el libro esta noche y te ahorraré el ataque al corazón. No estás preparada para enfrentarte a la muerte de Diana y yo te ayudaré con gusto.
—No. No voy a dejar ese libro fuera de mi vista.
Fue a coger el libro, que Brooks aún tenía agarrado. Tuvo que arrancárselo de las manos. La encuadernación crujió al tirar de él.
—¡Uau!
Brooks lo soltó, levantó las manos y le lanzó una mirada que pretendía transmitir que estaba siendo melodramática.
Ella apartó la vista.
—Todavía no he decidido qué voy a hacer con él.
—Vale. —Su tono se suavizó y rozó los dedos de Eureka, que cubrían el libro—. Pero si consigues que lo traduzcan —añadió—, llévame contigo, ¿de acuerdo? Puede que sea difícil digerirlo. Querrás tener a alguien allí en quien confiar.
El teléfono de Eureka vibró en la mesilla de noche. No reconoció el número. Le enseñó a Brooks el móvil encogiéndose de hombros.
Él se estremeció.
—Puede que sea Maya.
—¿Por qué iba a llamarme Maya Cayce a mí? ¿De dónde sacaría mi número?
Entonces se acordó del teléfono roto de Brooks. Lo encontraron partido por la mitad en la playa después de que la ola le cayera encima como un piano. Eureka había estado lo bastante ausente para dejarse el móvil en casa aquella mañana, así que se hallaba intacto.
Maya Cayce probablemente había llamado a casa de Brooks y Aileen le había dado el número de Eureka; debía de haberse olvidado de lo desagradables que podían llegar a ser las chicas de instituto.
—¿Y bien? —Eureka le pasó el teléfono a Brooks—. Habla con ella.
—No quiero hablar con ella. Quiero estar contigo. Bueno… —Brooks se frotó la mandíbula. El teléfono dejó de vibrar, pero no su efecto—. Bueno, ahora estamos juntos y no quiero que me distraigan cuando por fin hablamos de…
Se calló y luego masculló para sus adentros lo que Eureka creyó que era una maldición. Dirigió el oído bueno hacia él, pero se había quedado en silencio. Cuando la miró, volvía a estar colorado.
—¿Pasa algo? —le preguntó.
Él negó con la cabeza y se acercó más a ella. Los muelles debajo de ellos chirriaron. Eureka dejó caer el teléfono y el libro, porque los ojos de su amigo parecían distintos, lisos en las comisuras, de un castaño infinito; y supo lo que iba a suceder.
Brooks iba a besarla.
No se movió. No sabía qué hacer. No apartaron la vista el uno del otro mientras él se inclinaba hacia sus labios. Notó su peso sobre las piernas. Se le escapó un suspiro silencioso. Los labios eran dulces, pero sus manos firmes la apretaban, luchando de una manera nueva. Rodaron el uno hacia el otro mientras la boca de Brooks se cerraba alrededor de la suya. Los dedos de Eureka se deslizaron por la camiseta de él, tocaron su piel, tan lisa como una piedra. La lengua del chico recorrió la punta de la suya. Era sedosa. Eureka arqueó la espalda, deseando estar incluso más cerca.
—Esto está… —dijo él.
Ella asintió.
—Tan bien…
Cogieron aire y luego volvieron a por otro beso. El historial de besos de Eureka se limitaba a los picos del juego de la botella, alguna apuesta, manoseos un tanto pobres y algún lapsus a la salida de un baile del instituto. Aquello estaba a galaxias de distancia.
¿Era Brooks? Parecía estar besando a alguien con el que había tenido una apasionante aventura, de las que Eureka nunca se había permitido desear. Las manos de él recorrían su piel como si se tratara de una diosa voluptuosa y no la chica que conocía de toda la vida. ¿Cuándo se había vuelto Brooks tan musculoso, tan sexy? ¿Llevaba años siendo así y se lo había perdido? ¿O acaso un beso, bien dado, podía metabolizar el cuerpo para que diera un estirón al instante y convertirlos a ambos en adultos de repente?
Se apartó para mirarle. Estudió su rostro, las pecas y los remolinos de cabello castaño, y entonces vio que se trataba de alguien totalmente distinto. Estaba asustada y emocionada, puesto que no había vuelta atrás, sobre todo después de algo como aquello.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo en un susurro ronco.
—¿En hacer qué?
—En besarme.
—Yo…, bueno…
Brooks frunció el entrecejo y se apartó.
—Espera. —Eureka intentó acercarse de nuevo. Le acarició con los dedos la nuca, que de repente se había puesto rígida—. No pretendía estropear el momento.
—Existen razones por las que he esperado tanto tiempo para besarte.
—¿Como por ejemplo?
Quería sonar alegre, pero ya estaba preguntándose: ¿era por Diana? ¿Estaba Eureka tan mal que había espantado a Brooks?
Aquel instante de duda fue lo que necesitó Eureka para convencerse a sí misma de que Brooks la veía como el resto de los chicos de su instituto, un bicho raro con mala suerte, la última chica tras la que querría ir un chaval normal. Así que soltó:
—Supongo que has estado ocupado con Maya Cayce.
Brooks puso cara de pocos amigos. Se levantó y se quedó a los pies de la cama, con los brazos cruzados encima del pecho. Su lenguaje corporal era tan distante como el recuerdo del beso.
—Típico —dijo mirando al techo.
—¿Qué?
—No podía ser nada que tuviera que ver contigo. Tenía que ser culpa de otra persona.
Pero Eureka sabía perfectamente que tenía que ver con ella. Aquel hecho le resultaba tan doloroso que trataba de encubrirlo con cualquier otra cosa. «Desplazamiento —le diría cualquiera de los cinco últimos loqueros que había tenido—, una costumbre peligrosa.»
—Tienes razón… —dijo ella.
—No actúes con condescendencia. —Brooks no parecía su mejor amigo ni el chico al que había besado. Parecía alguien a quien le molestara todo de ella—. No quiero que me apacigüe nadie que se crea mejor que los demás.
—¿Qué?
—Tienes razón. El resto del mundo está equivocado. ¿No es así como es?
—No.
—Rechazas cualquier cosa inmediatamente…
—¡Yo no hago eso! —gritó Eureka, y enseguida se dio cuenta de que estaba rechazando su afirmación. Bajó la voz y cerró la puerta de su habitación, sin importarle las consecuencias si su padre pasaba por delante. No podía permitir que Brooks pensara esas mentiras—. Yo no te rechazo.
—¿Estás segura? —preguntó con frialdad—. Has rechazado hasta lo que tu madre te ha dejado en herencia.
—Eso no es cierto.
Eureka estaba obsesionada día y noche con el legado de su madre, pero Brooks ni siquiera la escuchaba. Comenzó a caminar de un lado al otro del cuarto, tan enfadado que parecía poseído.
—Sigues yendo con Cat porque no se entera cuando dejas de escucharla. No soportas a nadie de tu familia. —Hizo un gesto con la mano hacia la sala de estar, en la planta baja, donde Rhoda y su padre estaban mirando las noticias, aunque seguramente ya habían aguzado el oído para saber de qué iba la discusión—. Estás segurísima de que todos los terapeutas a los que vas son unos idiotas. Rechazas todo lo del Evangeline porque no hay manera de que nadie entienda por lo que estás pasando. —Dejó de caminar y la miró directamente—. Y luego estoy yo.
A Eureka le dolía el pecho como si Brooks le hubiera apuñalado el corazón.
—¿Qué pasa contigo?
—Me utilizas.
—No.
—No soy tu amigo. Soy una caja de resonancia para tu ansiedad y depresión.
—Tú… tú eres mi mejor amigo —tartamudeó—. Eres el motivo por el que sigo aquí…
—¿Aquí? —repitió él con amargura—. ¿El último lugar en la Tierra donde quieres estar? Soy tan solo el preludio de tu futuro, de tu vida real. Tu madre te educó para que siguieras tus sueños y eso es de lo único que te has preocupado. No tienes ni idea de lo mucho que se preocupa la gente por ti, porque estás demasiado centrada en ti misma. ¿Quién sabe? Tal vez ni siquiera seas suicida. A lo mejor te tomaste aquellas pastillas para llamar la atención.
La respiración de Eureka escapó de su pecho como si se hubiera caído de un avión.
—Confiaba en ti. Creía que eras el único que no me juzgaba.
—Cierto. —Brooks negó con la cabeza, indignado—. Dices que todos a los que conoces te critican, pero ¿alguna vez te has planteado lo arpía que eres con Maya?
—Por supuesto, no nos olvidemos de Maya.
—Al menos ella se preocupa por los demás.
A Eureka le tembló el labio y un trueno estalló en su interior. ¿Tan mal besaba?
—¡Bueno, pues si has cambiado de opinión —gritó—, llámala! Vete con ella. ¿A qué estás esperando? Coge mi teléfono y queda con ella.
Le tiró el móvil. Este rebotó en el pectoral en el que le costaba creer que acabara de apoyar la cabeza.
Brooks echó un vistazo al teléfono como si estuviera considerando la oferta.
—Quizá lo haga —dijo despacio, para sus adentros—. Quizá no te necesite tanto como yo creía.
—¿De qué estás hablando? ¿Me estás vacilando o qué?
—La verdad duele, ¿eh?
Brooks la golpeó en el hombro al pasar. Abrió la puerta y luego volvió a mirar la cama, el libro y la piedra de rayo en su cofre.
—Deberías marcharte —dijo Eureka.
—Dile eso a un par de personas más —respondió Brooks— y estarás totalmente sola.
Eureka le oyó bajar las escaleras con gran estruendo y supo el aspecto que tendría mientras cogía las llaves y los zapatos del banco de la entrada. Cuando se cerró la puerta de golpe, se lo imaginó dirigiéndose hacia su coche bajo la lluvia. Sabía cómo se le separaría el pelo, cómo olería su coche.
¿Podía él imaginársela? ¿Querría siquiera verla en la ventana, contemplando la tormenta, tragando saliva por la emoción y conteniendo las lágrimas?