10

Agua y poder

Eureka se puso un poco de protector solar de coco en la palma de la mano y untó la segunda capa en los hombros blancos de William. Era una mañana cálida y soleada de sábado, así que Brooks había llevado a Eureka y los mellizos a la casa familiar de Cypremort Point, a orillas de Vermilion Bay.

Todos los que vivían en el tramo meridional del Bayou Teche querían una parcela en el Point. Si tu familia no tenía un lugar donde acampar en los tres kilómetros de la península cerca del puerto deportivo, te hacías amigo de la familia que sí lo tuviera. Los campamentos eran las casas de fin de semana, la mayoría una excusa para tener una embarcación, e iban de poco más que un remolque aparcado en un terreno cubierto de hierba hasta mansiones de un millón de dólares, construidas sobre pilotes de cedro y con embarcaderos privados para los barcos. En la zona se conmemoraban los huracanes con unas marcas pintadas en negro en las puertas delanteras de las casas, que señalaban hasta dónde había subido el agua: «Katrina 2005», «Rita 2005» e «Ike 2008».

La de los Brooks era una casa de madera con cuatro habitaciones, un tejado ondulado de aluminio y petunias plantadas en descoloridas latas de café Folgers en los alféizares de las ventanas. Tenía un muelle de cedro que parecía infinito bajo el sol de la tarde. Eureka había pasado cientos de horas agradables allí fuera, comiendo pralinés de pacana con Brooks o sujetando una caña de pescar hecha con caña de azúcar, cuyo sedal estaba teñido de verde por las algas.

El plan de aquel día era pescar para almorzar y luego comprar unas ostras en el Bay View, el único restaurante de la zona. Sin embargo, los mellizos se aburrieron pescando en cuanto los gusanos desaparecieron bajo el agua turbia, así que todos dejaron las cañas y se fueron al estrecho tramo de playa que daba a la ensenada. Algunas personas decían que aquella playa artificial era fea, pero cuando la luz del sol destellaba sobre el agua, el viento mecía el espartillo dorado y las gaviotas graznaban mientras descendían para comer, Eureka no entendía por qué. Espantó un mosquito que se había posado en su pierna y contempló la calma oscura de la bahía al borde del horizonte.

Era la primera vez que se encontraba cerca de una gran masa de agua desde la muerte de Diana. Pero, Eureka se recordó a sí misma, aquello representaba su infancia; no había motivo para estar nerviosa.

William estaba levantando una macrocasa de arena, con los labios fruncidos por la concentración, mientras que Claire derribaba sus avances ala por ala. Eureka se cernía sobre ellos con el bote de Hawaiian Tropic, examinando sus hombros por si aparecía el más mínimo tono rosáceo.

—Te toca, Claire.

Frotó los dedos con loción por el borde de los manguitos naranjas de William.

—No, no. —Claire se puso de pie, con las rodillas cubiertas de arena. Le echó un vistazo al protector solar y salió corriendo, pero tropezó con la piscina de la macromansión de arena.

—El huracán Claire ataca de nuevo. —Brooks saltó para perseguirla.

Regresó con Claire en los brazos y Eureka se acercó a ella con la crema. La niña se retorció y chilló cuando Brooks le hizo cosquillas.

—Ya está. —Eureka tapó el bote—. Estás protegida una hora más.

Los niños echaron a correr, abandonando la arquitectura de arena, para buscar conchas inexistentes en la orilla. Eureka y Brooks se dejaron caer de nuevo sobre la manta y empujaron la arena fría con los pies. Brooks era una de las pocas personas que se acordaba siempre de sentarse a su derecha para que pudiera oírle cuando hablara.

No había mucha gente en la playa para ser sábado. Una familia con cuatro niños estaba sentada a su izquierda y todos buscaban la sombra bajo una lona azul montada sobre dos postes. Unos pescadores desperdigados recorrían la orilla, donde sus sedales cortaban la arena antes de que el agua los limpiara. Más abajo, un grupo de estudiantes de secundaria, que Eureka reconoció de la iglesia, se arrojaban cuerdas hechas con algas marinas los unos a los otros. Observó como chocaba el agua contra los tobillos de los mellizos y se recordó a sí misma que a seis kilómetros la isla de Marsh mantenía a raya las grandes olas del golfo.

Brooks le pasó una lata de Coca-Cola cubierta de rocío que había sacado de la cesta de picnic. Para ser chico, a Brooks se le daba curiosamente bien preparar los picnics. Había siempre una gran variedad de comida, tanto basura como saludable: patatas fritas, galletas y manzanas, sándwiches de pavo y bebidas frías. A Eureka se le hizo la boca agua al ver un Tupperware con sobras de étouffée de gambas picante que Aileen, la madre de Brooks, le había puesto sobre arroz sucio. Tomó un sorbo del refresco, se recostó sobre los codos y apoyó la lata fría entre sus piernas desnudas. Un velero navegaba hacia el este a lo lejos y sus velas se confundían con las nubes bajas por encima del agua.

—Debería llevarte a dar un paseo en barco un día de estos —dijo Brooks—, antes de que el tiempo cambie.

A Brooks se le daba muy bien navegar, a diferencia de Eureka, que nunca conseguía recordar hacia qué lado había que girar las palancas. Aquel era el primer verano que le permitían ir solo con amigos en el barco. Ella había salido a navegar con él una vez en mayo y habían planeado repetir todos los fines de semana, pero entonces tuvo lugar el accidente. Eureka estaba intentando que no le afectara volver a estar cerca del agua. Tenía pesadillas en las que se hundía en medio del océano más oscuro y embravecido, a miles de millas de tierra firme.

—¿Tal vez la semana que viene? —propuso Brooks.

No podía evitar el océano toda su vida. Era tan parte de ella como correr.

—La próxima vez podemos dejar en casa a los mellizos —dijo Eureka.

Se sentía mal por haberlos llevado. Brooks ya había tenido que desviarse treinta kilómetros al norte para ir a buscar a Eureka a Lafayette, puesto que su coche seguía en el taller. Cuando el chico llegó a su casa, los pequeños suplicaron y se agarraron una rabieta para acompañarlos. Brooks no pudo decirles que no. Su padre les dio permiso y Rhoda estaba en una reunión. Así que Eureka pasó la siguiente media hora moviendo los asientos de los niños del Continental de su padre a la parte trasera del sedán de Brooks, peleándose con veinte hebillas diferentes y correas exasperantes. Luego estaban las bolsas de la playa, los manguitos, que debían hincharse, y el equipo de buceo, que William insistió en recuperar de uno de los rincones más apartados del desván. Eureka se imaginó que Brooks no tenía esos obstáculos cuando pasaba el tiempo con Maya Cayce. Se imaginaba la Torre Eiffel y una mesa a la luz de las velas, con fuentes de langosta cocida brotando de campos de rosas rojas sin espinas cada vez que Brooks salía con Maya Cayce.

—¿Por qué iban a quedarse en casa? —Brooks se rió al ver que Claire le ponía a William un bigote de algas—. A ellos les encanta y tengo salvavidas para niños.

—Porque son agotadores.

Brooks buscó en la cesta el étouffée. Pinchó un poco con el tenedor y le pasó la fiambrera a Eureka.

—Estarías más agotada por la culpabilidad de no haberlos traído.

Eureka se recostó en la arena y se puso el sombrero de paja en la cara. Aunque le diera rabia, tenía razón. Si Eureka se permitiera hacer la cuenta del agotamiento que llevaba acumulado por la culpa, probablemente estaría postrada en la cama. Se sentía culpable por lo mucho que se había distanciado de su padre, por la interminable oleada de pánico que había desatado en casa al tragarse aquellas pastillas, por el Jeep destrozado, cuya reparación Rhoda se había empeñado en costear para chantajearla después por lo caro que le había salido.

Pensó en Ander y se sintió todavía más culpable por haber sido tan crédula como para tragarse que él que se ocuparía del coche. El día anterior por la tarde, Eureka por fin había reunido valor suficiente para marcar el número que había metido en su cartera. Una mujer con voz pastosa, llamada Destiny, cogió el teléfono y le dijo a Eureka que tenía la línea dada de alta desde hacía un día.

¿Por qué fue hasta su casa para darle un número falso? ¿Por qué mintió y le dijo que estaba en el equipo de campo a través del Manor? ¿Cómo la había localizado en el despacho del abogado? ¿Y por qué se había marchado tan de repente?

¿Por qué le aterraba a Eureka la posibilidad de no volver a verlo nunca?

Una persona en su sano juicio se hubiera dado cuenta de que Ander era un bicho raro. Aquella había sido la conclusión de Cat. A pesar de todas las tonterías que Cat aguantaba de los chicos y hombres con los que salía, no toleraba a un mentiroso.

Vale, había mentido. Sí. Pero Eureka quería saber por qué.

Brooks levantó un lado del sombrero de paja para verle la cara y se echó boca abajo a su lado. Tenía arena en la mejilla bronceada. Podía oler el sol en su piel.

—¿Qué piensa mi mente favorita? —preguntó.

Pensó en lo atrapada que se sintió cuando Ander agarró a Brooks por el cuello de la camiseta. Pensó en lo rápido que se había reído Brooks de Ander después.

—No quieres saberlo.

—Por eso he preguntado —dijo Brooks—, porque no quiero saberlo.

No quería hablar con Brooks de Ander, y no solo por la hostilidad entre ambos. El secretismo de Eureka tenía mucho que ver con ella, con lo que le hacía sentir aquel extraño. Brooks era uno de sus mejores amigos, pero no conocía esa parte de ella. Ni siquiera ella la conocía. Y no desaparecería.

—Eureka —Brooks le dio unos golpecitos con el pulgar en el labio inferior—, ¿qué pasa?

La chica se llevó la mano al pecho, donde se hallaba el relicario triangular de lapislázuli de su madre. En dos días se había acostumbrado a su peso alrededor del cuello. Brooks cogió el relicario a su vez, y pasó el pulgar por el cierre.

—No se abre —dijo Eureka, quitándoselo enseguida; no quería que lo rompiera.

—Perdona. —Se encogió y rodó para colocarse boca arriba.

Eureka observó la línea de músculos en su estómago.

—No, perdona tú. —Se humedeció los labios. Los tenía salados—. Es que es delicado.

—Aún no me has contado cómo fue con el abogado —dijo Brooks, pero sin mirarla. Tenía la vista clavada en el cielo, donde una nube gris filtraba el sol.

—¿Quieres saber si soy multimillonaria? —preguntó Eureka. Su herencia la había dejado triste y desconcertada, pero era un tema más fácil que Ander—. Sinceramente, no estoy muy segura de lo que me ha dejado Diana.

Brooks tiró de unas briznas de hierba de la playa y las arrancó de la arena.

—¿A qué te refieres? Parece un relicario roto.

—También he heredado un libro en un idioma que nadie sabe leer. Me dejó una cosa llamada «piedra de rayo», una especie de bola arqueológica metida entre gasa que se supone que no debo desenvolver. Escribió una carta donde dice que son cosas importantes. Pero yo no soy arqueóloga; solo su hija. No tengo ni idea de qué hacer con ellas y eso me hace sentirme estúpida.

Brooks se dio la vuelta sobre la manta y sus rodillas rozaron el costado de Eureka.

—Se trata de Diana. Ella te quería mucho. Si las reliquias familiares tienen un propósito, desde luego no es hacerte sentir mal.

William y Claire habían decidido visitar el toldo de lona junto a la orilla, donde habían encontrado a unos niños con los que chapotear en el agua. Eureka agradecía unos instantes a solas con Brooks. No se había dado cuenta del agobio que le había provocado su herencia y el alivio que sentía al poder compartirlo con alguien. Miró hacia la bahía y se imaginó sus reliquias alejándose en el aire como pelícanos, porque ya no la necesitaban.

—Ojalá me hubiera hablado de estas cosas cuando estaba viva —dijo—. No creía que tuviéramos secretos.

—Tu madre era una de las personas más inteligentes que jamás haya existido. Si te dejó una bola de gasa, tal vez merezca la pena investigar. Considéralo una aventura. Eso es lo que ella habría hecho. —Lanzó la lata de refresco vacía en la cesta de picnic y se quitó el sombrero de paja—. Voy a darme un chapuzón.

—¿Brooks? —Se sentó y extendió el brazo para cogerle de la mano. Cuando él se volvió hacia ella, el pelo le cayó sobre los ojos. Eureka se lo retiró. La herida de la frente se le estaba curando; solo quedaba una fina costra redonda por encima de los ojos—. Gracias.

El muchacho sonrió, se levantó y se recolocó el bañador azul, que le quedaba bien en contraste con la piel bronceada.

—Ningún problema, Sepia.

Mientras Brooks caminaba hacia el agua, Eureka echó un vistazo a los mellizos y sus nuevos amigos.

—Sacudiré los brazos cuando llegues al rompeolas —le dijo a Brooks, como siempre se despedía de él.

Había una leyenda sobre un chico del bayou que se había ahogado en Vermilion Bay una tarde de verano, justo antes de la puesta de sol. Estaba corriendo con sus hermanos, chapoteando por donde no cubría, cuando un momento después —quizá porque le habían retado—, pasó nadando el rompeolas y se lo tragó el mar. Como consecuencia, Eureka de niña no se había atrevido nunca a nadar cerca de la barrera de boyas rojas y blancas. Ahora sabía que la historia era una mentira que contaban los padres para asustar a sus hijos y mantenerlos a salvo.

Las olas de Vermilion Bay apenas podían considerarse olas. La isla de Marsh se deshacía de todas, como un superhéroe que vigilaba la metrópolis donde vivía.

—¡Tenemos hambre! —gritó Claire, sacudiendo la arena de su coletita rubia.

—Felicidades —contestó Eureka—. Has ganado un picnic.

Abrió la tapa de la cesta y sacó lo que había llevado para los niños, que se acercaron corriendo para ver qué contenía.

Metió las pajitas en los briks de zumo, abrió varias bolsas de patatas fritas y quitó cualquier indicio de tomate del sándwich de pavo que iba a comer William. Llevaba unos cinco minutos sin pensar en Ander.

—¿Cómo está el papeo? —les preguntó.

Partió una patata frita.

Los mellizos asintieron con la cabeza porque tenían la boca llena.

—¿Dónde está Brooks? —preguntó Claire entre los bocados que estaba dándole al sándwich de William, aunque ella tuviera el suyo.

—Nadando.

Eureka echó un vistazo al agua. Tenía la vista nublada por el sol. Le había dicho que le avisaría; él debía de estar ya por el rompeolas. Las boyas se encontraban a solo cien metros de la orilla.

No había muchas personas nadando, tan solo los chicos de secundaria, a su derecha, que se reían ante la inutilidad de sus tablas de boogie. Había visto aparecer sobre el agua los rizos oscuros de Brooks y el largo movimiento de su brazo bronceado a medio camino del rompeolas, pero eso había sido hacía un rato. Se hizo visera con una mano para protegerse los ojos del sol y contempló la línea que separaba el agua del cielo. ¿Dónde estaba?

Eureka se puso de pie para ver mejor el horizonte. No había socorristas en esa playa, nadie vigilaba a los nadadores que se alejaban. Se imaginó que la vista le alcanzaba hasta el infinito: pasaba Vermilion, hacia el sur de Weeks Bay, hasta la isla de Marsh y más allá, hacia el golfo, a Veracruz, México, hasta los casquetes glaciares del Polo Sur. Cuanto más lejos miraba, más parecía oscurecerse el mundo. Todos los barcos estaban destrozados y abandonados. Los tiburones, las serpientes y los caimanes cruzaban las olas. Y Brooks estaba ahí fuera, nadando estilo libre, muy lejos.

No había motivo para alarmarse. Era un nadador fuerte. Aunque ella estaba dejándose dominar por el pánico. Tragó saliva con fuerza mientras el pecho se le encogía y cerraba.

—Eureka —William la cogió de la mano—, ¿qué pasa?

—Nada.

Le temblaba la voz. Tenía que calmarse. Los nervios estaban distorsionando su percepción. El mar parecía más picado que antes. Una ráfaga de viento arreció junto a ella, acompañada de un fuerte olor a humus turbio y esturiones varados. La ráfaga aplanó el caftán negro de Eureka contra su cuerpo y esparció las patatas fritas de los mellizos por la arena. El cielo tronó. Una nube verdosa salió de la nada y se rió disimuladamente tras unas plataneras en la curva occidental de la bahía. La sensación de mareo porque algo malo se avecinaba se extendió por su estómago.

Entonces vio la ola espumosa, que pasó rozando la superficie del agua, creándose a un kilómetro más allá del rompeolas. La ola rodó hacia ellos en espirales matizadas. A Eureka le empezaron a sudar las manos. No podía moverse. La ola se acercaba a la orilla como si se viese atraída por una poderosa fuerza magnética. Era desagradable, recortada y alta; y después se hizo más alta aún. Creció hasta seis metros, llegando a la altura de los pilotes de cedro que sostenían la fila de casas al sur de la bahía. Como una cuerda descontrolada, azotó las casas de la península y luego pareció cambiar el curso. En el punto más alto de la ola, la parte espumosa señaló hacia el centro de la playa, hacia Eureka y los mellizos.

La pared de agua avanzaba, con miles de tonos azules que relucían como diamantes bajo la luz del sol. Pequeñas islas de desechos flotaban en la superficie. Unos inmensos remolinos giraban como si la ola tratase de devorarse a sí misma. Apestaba a pescado podrido y, al inhalar, ¿velas de citronela?

No, no olía a velas de citronela. Eureka volvió a inhalar, pero el olor se hallaba en su mente por alguna razón, como si lo hubiera conjurado con el recuerdo de otra ola, y no sabía qué significaba.

Encarada a la ola, Eureka advirtió que se parecía a la que destrozó el puente Seven Mile de Florida y todo el mundo de Eureka. No había recordado cómo era hasta entonces. Desde las profundidades del rugido de la ola, Eureka creyó oír la última palabra de su madre:

—¡No!

Se tapó los oídos, pero era su propia voz la que gritaba. Al darse cuenta, se armó de determinación. Notó el zumbido en sus pies, que significaba que estaba corriendo.

Ya había perdido a su madre y no iba a perder a su mejor amigo.

—¡Brooks! —Corrió hacia el agua—. ¡Brooks!

Se metió hasta las rodillas y después se detuvo.

El suelo tembló por la fuerza del agua de la bahía al retirarse. El mar golpeó con fuerza sus pantorrillas, y se preparó para la resaca. Mientras la ola se retiraba hacia el golfo, se llevó la arena bajo sus pies y dejó barro fétido, sedimentos rocosos y desechos irreconocibles.

Alrededor de Eureka había una franja enlodada de algas, abandonadas por las olas. Los peces yacían sobre la tierra expuesta. Los cangrejos correteaban para intentar alcanzar el agua en vano. En cuestión de segundos, el mar se había retirado hasta el rompeolas y a Brooks no se le veía por ninguna parte.

La bahía estaba seca, el agua se había acumulado en la ola que sabía que estaba a punto de volver. Los chicos habían dejado sus tablas de boogie y trotaban hacia la orilla, donde alguien había abandonado unas cañas de pescar. Los padres cogían a sus hijos, lo que recordó a Eureka que debía hacer lo mismo y corrió hacia Claire y William para agarrar a un mellizo con cada brazo. Huyó del agua, por la hierba espesa cubierta de hormigas rojas, pasó el pequeño pabellón y llegó al pavimento caliente del aparcamiento. Tenía a los niños agarrados bien fuerte. Se pararon y formaron una fila con los otros visitantes de la playa, que contemplaban la bahía.

Claire se quejó por cómo la cogía Eureka de la cintura y su hermana la apretó aún más al ver la ola alcanzar su nivel más alto a lo lejos. La cresta era espumosa, de un horrible color amarillento.

La ola describió una curva y creó más espuma. Justo antes de romper, su rugido ahogó el espantoso silbido de la cresta. Silenció los pájaros. Nada emitía ningún sonido. Todo permaneció expectante mientras la ola se lanzaba hacia delante y golpeaba el suelo enlodado de la bahía, atravesando la arena. Eureka rezó porque aquello fuese lo peor.

El agua avanzaba a toda velocidad, inundando la playa. Arrancó las sombrillas, que se llevó como lanzas. Las toallas giraban en violentos remolinos y quedaban cortadas al chocar contra piedras arsenicales. Eureka vio que su cesta de picnic flotaba por la superficie de la ola hacia la hierba. La gente gritaba y corría por el aparcamiento. Eureka iba a darse la vuelta para echar a correr cuando vio que el agua cruzaba el límite del aparcamiento. Fluyó por encima de sus pies, salpicándole las piernas, y entonces supo que no podría escapar…

De repente, la ola se retiró, salió del aparcamiento y pasó por el césped, arrastrando casi todo lo que había en la orilla hacia la bahía.

Eureka dejó a los niños en el pavimento mojado. La playa estaba destrozada. Las tumbonas flotaban en el mar. Las sombrillas iban a la deriva, del revés. Había basura y ropa por todas partes. Y en medio de la basura y el pescado muerto…

—¡Brooks!

Echó a correr hacia su amigo. Yacía boca abajo en la arena. En sus ganas por llegar hasta él, tropezó y cayó de bruces contra su cuerpo empapado. Lo colocó de lado.

Estaba frío. Tenía los labios azules. Un torrente de emociones se agolpó en el pecho de Eureka al acercarse para dejar escapar un sollozo…

Pero entonces el chico se puso boca arriba y, con los ojos cerrados, sonrió.

—¿Necesita reanimación? —preguntó un hombre, que se abría camino entre la muchedumbre que se había reunido alrededor de Brooks en la playa.

Brooks tosió y rechazó con la mano el ofrecimiento del hombre. Dirigió la mirada hacia la multitud. Se quedó contemplando a cada persona como si nunca hubiera visto nada que se le pareciera. Después clavó los ojos en Eureka, que le rodeó con los brazos y enterró la cara en su hombro.

—Estaba tan asustada…

Él le dio unas palmaditas débiles en la espalda. Al cabo de un momento, se deshizo de su abrazo para ponerse en pie. Eureka también se levantó, sin estar segura de qué hacer a continuación, mareada por el alivio al ver que parecía estar bien.

—Estás bien —dijo.

—¿Lo dices en serio? —Le dio unas palmaditas en la mejilla y le dedicó una sonrisa encantadoramente inadecuada. Quizá se sentía incómodo con tanta gente a su alrededor—. ¿Me has visto sobre esa mierda?

Tenía sangre en el pecho, en la parte derecha del torso.

—¡Estás herido!

Le miró por detrás y vio cuatro cortes paralelos en la espalda, a lo largo de la curva de su caja torácica, de los que brotaba la sangre roja diluida por el agua marina.

Brooks se estremeció al sentir el roce de sus dedos en el costado. Se quitó el agua del oído y le echó un vistazo a lo que podía ver de su espalda ensangrentada.

—Me ha rozado una roca. No te preocupes.

Se rió, pero no sonó como él. Se retiró el pelo mojado de la cara y Eureka advirtió que la herida de la frente estaba al rojo vivo. La ola debía de haberla empeorado.

Los curiosos parecían estar seguros de que Brooks se pondría bien. El círculo a su alrededor se rompió cuando la gente fue a buscar sus cosas por la playa. Los susurros de desconcierto por la ola recorrían la costa.

Brooks chocó los cinco con los mellizos, que parecían estar temblando.

—Deberíais haber estado ahí conmigo, chavales. ¡Esa ola ha sido una pasada!

Eureka le empujó.

—¿Estás loco? Eso no ha sido una pasada. ¿Intentabas suicidarte? Creía que solo ibas hasta el rompeolas.

Brooks levantó las manos.

—Eso es lo que he hecho. Miré a ver si me saludabas, ¡ja!, pero parecías preocupada.

¿No le había visto porque pensaba en Ander?

—Has estado todo el rato bajo el agua.

Claire no se decidía entre estar asustada o impresionada.

—¿Todo el rato? ¿Quién crees que soy? ¿Aquaman?

Se lanzó sobre ella de manera exagerada, cogió unas cadenas largas de algas en la orilla y se las envolvió por el cuerpo para perseguir a los mellizos por la playa.

—¡Aquaman! —chillaban, corriendo y gritando.

—¡Nadie escapa de Aquaman! ¡Os llevaré a mi guarida submarina! Lucharemos contra los tritones con nuestros dedos palmeados y comeremos sushi en platos de coral; en el océano no es más que comida.

Mientras Brooks hacía girar a uno de los mellizos por el aire y luego al otro, Eureka vio el sol reflejado en su piel. Vio como disminuía la sangre en los músculos de su espalda. Vio como él se daba la vuelta, le guiñaba el ojo y decía articulando para que le leyera los labios: «¡Tranquila, estoy perfectamente!».

Eureka se giró hacia la bahía y recorrió con la vista el recuerdo de la ola. El suelo arenoso bajo sus pies se deshizo en otro chapaleteo y ella tembló a pesar del sol.

Todo parecía endeble, como si todo lo que ella amara pudiese quedar arrasado.