El chico de ninguna parte
Eureka agarró con fuerza la carta. Contuvo los sentimientos que casi estuvieron a punto de provocarle las palabras de su madre.
Al final de la hoja, la firma de su madre estaba emborronada. Al borde de «Mamá» había tres círculos diminutos en relieve. Eureka pasó los dedos por encima, como si fuera una lengua que tuviera que tocar para entender.
No podía explicar cómo lo sabía: eran lágrimas de Diana.
Pero su madre no lloraba. Si lo hacía, Eureka nunca lo había visto. ¿Qué más no sabía de ella?
Recordaba su viaje más reciente a Cypremort Point con mucha claridad: principios de mayo, las embarcaciones chocaban contra sus atracaderos y el sol brillaba bajo el cielo. ¿Estaba Eureka tan profundamente dormida que no había oído llorar a su madre? ¿Por qué se habría puesto a llorar Diana? ¿Por qué escribiría aquella carta? ¿Acaso sabía que iba a morir?
Por supuesto que no. La carta ya lo decía.
Eureka quiso gritar. Pero el impulso pasó, como una cara de miedo en la casa encantada de una feria del condado.
—Eureka.
Su padre estaba de pie delante de ella. Se hallaban en el aparcamiento, fuera del despacho de Fontenot. El cielo era azul claro, con una franja blanca de nubes. Había tanta humedad en el ambiente que notaba la camiseta mojada.
Eureka había permanecido absorta en la carta tanto tiempo como había podido, sin levantar la vista mientras salía de la sala con su padre, se metían en el ascensor, pasaban por el vestíbulo y llegaban al coche.
—¿Qué?
Agarró fuerte la carta por temor a que algo pudiera arrebatársela.
—La señora LeBlanc cuidará de los mellizos otra media hora. —Miró su reloj—. Podríamos ir a tomar un sorbete de plátano. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
Eureka se sorprendió al sentir que sí le apetecía un sorbete de plátano del Jo’s Snows, justo al doblar la esquina en la calle de su iglesia, la de St. John. Era su tradición antes de Rhoda y los mellizos, el instituto, el accidente y las reuniones con los abogados por las herencias desconcertantes tras la muerte de una madre.
Un sorbete de plátano significaba dos cucharas y la mesa en el rincón, junto a la ventana. Significaba Eureka en el borde de su asiento, riéndose de lo mismo que había oído contar cien veces a su padre sobre crecer en New Iberia, sobre ser el único chico que se apuntó al curso de pasteles de pacanas o que se había puesto tan nervioso la primera vez que había invitado a Diana a cenar que había incendiado la cocina con un flambeado. Por un momento, Eureka dejó que su mente viajara a aquella mesa en Jo’s Snows. Se vio a sí misma metiéndose el sorbete de plátano en la boca, una niña que aún consideraba a su padre un héroe.
Pero Eureka ya no sabía cómo hablarle a su padre. ¿Por qué iba a decirle lo hecha polvo que se sentía? Si su padre le decía una palabra a Rhoda, estaría otra vez bajo vigilancia por si intentaba suicidarse y no le permitirían ni cerrar la puerta de su cuarto. Además, ya tenía suficiente en la cabeza.
—No puedo —contestó—. Vienen a recogerme.
Su padre miró al aparcamiento, que estaba casi vacío, como si ella estuviera de broma.
Lo decía en serio. Se suponía que Cat iba a pasar a recogerla a las cuatro para estudiar. La lectura del testamento había terminado temprano. Probablemente su padre se quedaría esperando incómodamente con ella hasta que Cat se presentara.
Mientras Eureka buscaba en el aparcamiento a Cat, sus ojos se posaron en una camioneta blanca. Estaba aparcada de cara al edificio, debajo de un sicómoro de hojas doradas. Alguien estaba sentado en el asiento del conductor, mirando al frente. Algo plateado brillaba a través del parabrisas.
Eureka entrecerró los ojos, recordaba el cuadrado brillante —aquel inusual ambientador con olor a citronela— que colgaba del espejo retrovisor de Ander. No le hacía falta verla más de cerca para saber que se trataba de su camioneta. Él vio que lo había visto. No apartó la mirada.
El calor le recorrió el cuerpo. La camiseta la agobiaba y le sudaban las palmas de las manos. ¿Qué estaba haciendo allí?
El Honda gris casi la atropella. Cat frenó con un fuerte chirrido y bajó la ventanilla.
—¿Qué pasa, señor B? —saludó su amiga desde detrás de sus gafas con forma de corazón—. ¿Lista, Reka?
—¿Cómo estás, Cat? —El padre dio unas palmaditas en el capó del coche de Cat, al que llamaban Mildiu—. Me alegra ver que sigue funcionando.
—Espero que nunca se averíe —contestó Cat con tono quejumbroso—. Mis nietos me llevarán a mi funeral en este cacharro.
—Nos vamos a estudiar al Neptune’s —dijo Eureka a su padre, mientras daba la vuelta para subir al asiento del pasajero.
Su padre asintió. Parecía perdido al otro lado del coche y eso entristeció a Eureka.
—Lo dejamos entonces para otra —dijo—. ¡Eh, Reka!
—¿Sí?
—¿Lo llevas todo?
Ella asintió, dando unas palmadas en su mochila, que contenía el libro antiguo y el extraño cofre azul. Se llevó la mano al corazón, donde estaba el relicario. Levantó la carta de Diana manchada de lágrimas, como un gesto de despedida.
—Llegaré a casa para la hora de cenar.
Antes de meterse en el coche de Cat, Eureka miró por encima del hombro, hacia el sicómoro. Ander se había ido. Eureka no sabía qué era más raro: que el chico hubiera estado allí o que ella deseara que no se hubiera marchado.
—¿Y qué tal ha ido? —Cat apagó el programa de radio All Things Considered. Era la única adolescente que conocía que escuchara hablar en lugar de música. ¿Cómo se suponía que iba a ligar con universitarios si no sabía lo que pasaba en el mundo? Era lo que alegaba Cat en su defensa—. ¿Eres la heredera de una fortuna o al menos te ha dejado una casa en el sur de Francia en la que pueda quedarme a pasar unos días?
—No exactamente.
Eureka abrió la mochila para enseñarle a Cat su legado.
—El relicario de tu madre. —Cat tocó la cadena que Eureka llevaba colgada al cuello. Se la había visto siempre puesta a Diana—. Estupendo.
—Hay más —dijo Eureka—. Este libro antiguo y la piedra dentro de esta caja.
—¿Una piedra en una qué?
—También me escribió una carta.
Cat detuvo el coche en medio del aparcamiento. Se recostó en su asiento, apoyando las rodillas en el volante, y echó la barbilla hacia Eureka.
—¿Te apetece leérmela?
Así que Eureka leyó la carta de nuevo, esa vez en voz alta, intentando mantener su suave voz firme, intentando no mirar las lágrimas del final.
—Increíble —exclamó Cat cuando Eureka terminó. Enseguida se secó los ojos y luego señaló el dorso de la hoja—. Hay algo escrito en la otra cara.
Eureka le dio la vuelta a la hoja. No se había dado cuenta de la posdata.
P. D.: Sobre la piedra de rayo… Debajo de la capa de gasa encontrarás un artefacto de piedra con forma triangular. Algunas culturas las llaman «flechas de elfo»; se cree que repelen las tormentas. Las piedras de rayo se hallan entre los restos de las civilizaciones más antiguas de todo el mundo. ¿Recuerdas las puntas de flecha que desenterramos en la India? Considéralas primas lejanas. El origen de esta piedra de rayo en particular es desconocido, lo que la hace aún más especial para los que se permiten imaginar las posibilidades. Yo lo hice. ¿Y tú?
P. D. 2: No retires la gasa hasta que no lo necesites. Lo sabrás cuando llegue el momento.
P. D. 3: Ten siempre presente que te quiero.
—Bueno, eso explica lo de la piedra —dijo Cat de tal manera que daba a entender lo confundida que estaba—. ¿Y qué hay del libro?
Examinaron las frágiles páginas llenas de líneas y líneas escritas a mano en una lengua indescifrable.
—¿Qué es esto, marciano medieval? —Cat entrecerró los ojos y puso el libro del revés—. Es como si mi analfabeta tía abuela por fin hubiera escrito esa novela romántica de la que lleva tiempo parloteando.
Un golpe en la ventanilla de Eureka sobresaltó a las dos chicas.
El tío Beau estaba fuera con una mano metida en el bolsillo de los vaqueros. Eureka creía que ya se había marchado; no le gustaba quedarse en Lafayette. Eureka buscó a la tía Maureen, pero Beau estaba solo. Bajó la ventanilla.
Su tío se inclinó, acercando la cabeza, y apoyó los codos en el marco de la ventanilla. Señaló el libro.
—Tu madre… —Su voz más queda que de costumbre—. Sabía lo que decía el libro. Podía leerlo.
—¿Qué?
Eureka cogió el libro de las manos de Cat y pasó las páginas.
—No me preguntes cómo —dijo Beau—. Una vez la vi repasándolo y tomando notas.
—¿Sabes dónde aprendió…?
—No sé nada más que eso. Pero lo que ha dicho tu padre de que nadie podía leerlo… Quería aclararlo. Sí se puede.
Eureka se inclinó hacia delante para besar la curtida mejilla de su tío.
—Gracias, tío Beau.
Él asintió.
—Tengo que irme a casa para sacar a los perros. Ven a la granja algún día, ¿vale?
Se despidió de las chicas con un breve gesto mientras caminaba hacia su vieja furgoneta.
Eureka miró a Cat, sosteniendo el libro contra el pecho.
—Así que la pregunta es…
—¿Cómo conseguimos traducirlo? —Cat dio unos golpecitos en el salpicadero con las uñas—. La semana pasada salí con un estudiante de veterinaria que a la vez hace clásicas en la Universidad de Luisiana. Solo está en segundo, pero quizá sepa algo.
—¿Dónde conociste a ese Romeo? —preguntó Eureka.
No pudo evitar pensar en Ander, aunque nada de lo que hubiera hecho este en su presencia estuviera ni remotamente relacionado con una historia de amor.
—Tengo un método. —Cat sonrió—. Reviso las listas de alumnos de mi padre online, escojo a los que están más buenos y luego me coloco estratégicamente en el centro estudiantil del campus después de clase. —Sus ojos oscuros miraron a Eureka y revelaron una extraña timidez—. No le cuentes a nadie nada de esto, ¿vale? Rodney cree que nos conocimos por pura casualidad. —Sonrió abiertamente—. Tiene unas rastas hasta aquí. ¿Quieres ver una foto?
Mientras Cat sacaba su móvil y buscaba entre sus fotos, Eureka volvió a mirar hacia donde Ander había aparcado la camioneta. Se imaginó que seguía allí y que le había llevado a Magda, solo que entonces el Jeep tenía pintadas llamas, serpientes y esmeraldas asimétricas.
—Es mono, ¿eh? ¿Quieres que le llame? Habla como cincuenta y siete idiomas. Si tu tío dice la verdad, deberíamos traducirlo.
—Puede. —Eureka estaba distraída. Metió el libro, la piedra de rayo y la carta de su madre en la mochila—. No sé si hoy estoy de humor para esto.
—Claro. —Cat asintió—. Lo que tú quieras.
—Sí —musitó Eureka, jugueteando con el cinturón de seguridad, sin pensar en las lágrimas de su madre—. ¿Te importa si no hablamos de esto ahora?
—Por supuesto que no. —Cat puso el coche en marcha y se dirigió tranquilamente hacia la salida del aparcamiento—. ¿Puedo sugerir que vayamos a estudiar de verdad? El examen de Mody Dick y la posterior nota media tal vez te quiten esas cosas de la cabeza.
Eureka miró por la ventana y observó como el viento movía las hojas del sicómoro, de un tono dorado claro, por encima del aparcamiento de Ander, que estaba vacío.
—¿Y si no estudiamos…?
—No digas más. Soy tu chica. ¿Qué tienes en mente, hermana?
—Bueno… —¿Tenía algún sentido mentir? Con Cat probablemente no. Eureka levantó los hombros avergonzada—. Podríamos pasarnos por el entrenamiento de campo a través del Manor.
—¡Vaya, señorita Boudreaux! —Los ojos de Cat adquirieron el brillo cautivador que solía reservar para los chicos mayores—. ¿Por qué has tardado tanto en decirlo?
El instituto Manor era muchísimo más grande que el Evangeline, aunque tenía bastante menos financiación. Era el único otro instituto católico mixto en Lafayette y, desde hacía ya tiempo, el gran rival de su instituto. El alumnado era más diverso, más religioso y más competitivo. Los estudiantes del Manor a Eureka le parecían fríos y agresivos. Ganaban los campeonatos locales en la mayoría de los deportes casi todos los años, aunque el curso anterior el Evangeline ganó a nivel estatal en campo a través. Cat estaba decidida a conservar el título.
Así que fue como cruzar al territorio enemigo cuando Cat estacionó en el aparcamiento de los Manor Panthers, que daba al bayou.
Eureka abrió la puerta del coche y Cat miró con mala cara la falda de su uniforme azul marino, que le llegaba por la rodilla.
—No podemos salir ahí vestidas de esta guisa.
—¿A quién le importa? —Eureka salió del coche—. ¿Estás preocupada por que piensen que los del Evangeline han venido a sabotearles?
—No, pero puede que haya algunos machotes sudando, y con esta falda parezco una maruja. —Abrió el maletero, su armario móvil. Estaba lleno de estampados coloridos, un montón de licra y más zapatos que en unos grandes almacenes—. ¿Me tapas?
Eureka se puso delante de Cat, de cara a la pista. Recorrió el campo con la mirada para ver si localizaba a Ander. Pero el sol le daba en los ojos y todos los chicos de campo a través parecían igual de altos y desgarbados desde donde ella se encontraba.
—Así que has decidido enamorarte.
Cat hurgó en el maletero y masculló algo sobre un cinturón que se había dejado en casa.
—No sé si me ha dado tan fuerte —respondió Eureka. ¿O sí?—. Vino hace un par de noches…
—No me lo habías contado.
Eureka oyó una cremallera y vio que el cuerpo de Cat se contoneaba para salir de algo.
—No fue nada, en realidad. Me dejé algo en su coche y vino a devolvérmelo. Brooks estaba allí. —Hizo una pausa para pensar en el momento en que quedó atrapada entre los dos chicos a punto de pelearse—. La situación se puso bastante tensa.
—¿Ander estaba raro con Brooks o Brooks estaba raro con Ander?
Cat se echó perfume en el cuello. Olía a melón y jazmín. Cat era un microclima.
—¿A qué te refieres? —preguntó Eureka.
—Bueno… —Cat saltaba a la pata coja mientras se abrochaba unos zapatos de tacón alto—, ya sabes, a veces Brooks se pone bastante posesivo contigo.
—¿En serio? Si tú lo dices… —Eureka se calló, poniéndose rápidamente de puntillas cuando un chico rubio y alto pasó por la curva de la pista, delante de ellas—. Creo que ese es Ander… No.
Bajó los talones al suelo, desilusionada.
Cat silbó de asombro.
—¡Uau! Así que ¿no crees que te haya «dado tan fuerte»? ¿Estás de broma? Te has quedado hecha polvo porque ese chico no era él. Nunca te he visto así.
Eureka puso los ojos en blanco. Se apoyó en el coche y miró su reloj.
—¿Ya te has vestido? Son casi las cinco. Probablemente estén a punto de terminar.
No les quedaba mucho tiempo.
—¿No tienes ningún comentario sobre mi aspecto?
Cuando Eureka se volvió, Cat llevaba un vestido tubo ajustado con estampado de leopardo, unos zapatos de tacón de aguja negros y la pequeña boina de lince que se habían comprado juntas el verano anterior en Nueva Orleans. Dio una vuelta. Parecía la página central de una revista para taxidermistas.
—Lo llamo el Triple Cat. —Puso la mano en forma de garra y añadió—: Grrr.
—Cuidado. —Eureka señaló con la cabeza a los chicos del Manor en el campo—. Esos carnívoros podrían devorarte.
Cruzaron el aparcamiento, dejaron atrás la fila de autobuses amarillos que esperaban para llevar a los chavales a casa, el grupo de fuentes naranjas y a los novatos de piernas flacuchas que hacían flexiones en las gradas. Cat comenzó a recibir silbidos.
—Eh, guapo —le susurró a un chico negro que se fijó en ella al pasar haciendo footing.
Eureka no estaba acostumbrada a ver a Cat con negros. Se preguntaba si aquellos chicos veían a su mejor amiga como si fuera medio blanca, así como los del Evangeline la veían como si fuera medio negra.
—¡Me ha sonreído! —exclamó Cat—. ¿Debería ir tras él? No creo que pueda correr con este vestido.
—Cat, hemos venido aquí a buscar a Ander, ¿recuerdas?
—Cierto. Ander. Superalto. Delgado…, no demasiado delgado. Con unos preciosos rizos rubios. Ander.
Se detuvieron en el borde de la pista de atletismo. Aunque Eureka ya había corrido diez kilómetros aquella tarde, cuando la punta del zapato tocó la gravilla roja, le entraron ganas de echarse una carrera.
Observaron al equipo. Había chicos y chicas tambaleándose por la pista, corriendo a diferentes velocidades. Todos llevaban el mismo polo blanco con el cuello amarillo oscuro y los pantalones cortos, amarillos.
—Ese no es —dijo Cat, señalando con el índice a los corredores—. Ni ese tampoco. Es mono, pero no es él. Y ese chico seguro que no es él. —Frunció el entrecejo—. Qué raro. Puedo visualizar el aura que proyecta, pero me cuesta recordar con claridad su cara. A lo mejor es que no lo vi de cerca.
—Tiene un aspecto poco común —respondió Eureka—. No en el mal sentido. Es atractivo.
«Tiene los ojos como el mar —quería decir en realidad—. Los labios son de color coral. Su piel tiene la clase de poder que hace saltar la aguja de una brújula.»
No lo veía por ninguna parte.
—Ahí está Jack. —Cat señaló a un moreno larguirucho y musculoso que había parado a hacer estiramientos en un lado de la pista—. Es el capitán. ¿Recuerdas que el invierno pasado nos tocó estar siete minutos encerrados en el armario? ¿Quieres que le pregunte?
Eureka asintió y siguió a Cat, que comenzó a caminar con aire despreocupado hacia el chico.
—¡Oye, Jack! —Cat se colocó en la grada encima de la que Jack estaba usando para estirar la pierna—. Estamos buscando a un tío de tu equipo que se llama Ander. ¿Cuál era su apellido, Reka?
Eureka se encogió de hombros.
Y lo mismo hizo Jack.
—No hay ningún Ander en este equipo.
Cat sacudió las piernas y las cruzó por los tobillos.
—Mira, estaba en el encuentro de hace dos días, el que se canceló por la lluvia. Es un tipo alto, rubio… Ayúdame, Reka.
«Con ojos como el mar —estuvo a punto de soltar— y unas manos que podrían coger una estrella fugaz.»
—¿Como pálido? —logró decir.
—Pues como que no está en el equipo.
Jack se ató la zapatilla de correr y se puso derecho, indicando que ya había terminado.
—Menudo capitán de mierda, que no sabe cómo se llaman sus compañeros —dijo Cat mientras se alejaba.
—Por favor —le pidió Eureka, con tal seriedad que hizo que Jack se detuviera para darse la vuelta—, necesitamos encontrarle.
El chico suspiró. Volvió a acercarse a las chicas y cogió una bolsa en bandolera negra de debajo de las gradas. Sacó un iPad y buscó durante un momento. Cuando se lo pasó a Eureka, la pantalla mostró una imagen del equipo de campo a través, posando en las gradas.
—Las fotos del anuario se hicieron la semana pasada. Aquí están todos los del equipo. ¿Ves a Xander?
Eureka miró detenidamente la fotografía, buscando al chico al que acababa de ver en el aparcamiento, el que había chocado contra su coche, al que no podía quitarse de la cabeza. Treinta jóvenes prometedores la sonreían, pero ninguno de ellos era Ander.