8

El legado

Eureka se mordió la uña del pulgar, con la vista clavada en las rodillas, que meneaba bajo la mesa lacada de roble de aquella sala de juntas iluminada por fluorescentes. Había estado temiendo aquella tarde de jueves desde que habían llamado a su padre para que fuese al despacho del señor J. Paul Fontenot, en el sudeste de Lafayette.

Diana no había mencionado nunca que hubiera hecho testamento. Eureka no se imaginaba a su madre respirando el mismo aire que unos abogados. Pero allí estaban. En el despacho del abogado de Diana, reunidos para escuchar la lectura, junto con los otros parientes vivos de Diana, el tío Beau y la tía Maureen, a los que Eureka no había visto desde el funeral.

El funeral no fue un funeral. Su familia lo llamaba «servicio de recuerdo», porque todavía no habían encontrado el cuerpo de su madre, pero todo el mundo en New Iberia consideró aquella hora en St. Peter un funeral, ya fuera por respeto o ignorancia. El límite no estaba bien definido.

Entonces Eureka tenía la cara llena de cortes, las muñecas escayoladas y el tímpano le estallaba por el accidente. No oyó una palabra de lo que dijo el sacerdote ni se movió de su banco hasta que todos los demás pasaron por delante de la fotografía ampliada de Diana, apoyada en el ataúd cerrado. Iban a enterrar el féretro sin cuerpo en el terreno que Sugar había pagado hacía décadas. Qué desperdicio.

Sola en el presbiterio de tono esmeralda, Eureka se arrastró hacia la fotografía, estudiando las arrugas que formaba la sonrisa de Diana alrededor de sus ojos verdes, la cual estaba apoyada en un balcón de Grecia. Eureka había tomado aquella foto el verano anterior. Diana se reía por una cabra que lamía su ropa, tendida en el patio de abajo para que se secara.

«Él no se cree que se haya acabado», había dicho.

Los dedos atrofiados por la escayola de pronto se habían agarrado al borde del marco. Eureka deseaba tener ganas de llorar, pero no pudo sentir nada de Diana a través de la superficie llana y brillante de la fotografía. El alma de su madre se había marchado volando. Su cuerpo seguía en el océano, hinchado, azul, mordisqueado por los peces, persiguiendo a Eureka cada noche.

Eureka se quedó allí, sola, con la mejilla caliente contra el cristal, hasta que su padre entró y le arrancó el marco de las manos. Cogió a su hija afectuosamente y la acompañó al coche.

—¿Tienes hambre? —inquirió, porque su padre arreglaba las cosas con comida. A Eureka le había asqueado aquella pregunta.

No había habido fiesta, como la que se celebró tras el funeral de Sugar, la otra única persona con la que Eureka se llevaba bien y había muerto. Cuando Sugar falleció cinco años antes, celebraron un funeral típico de Nueva Orleans con música de jazz: una música lúgubre sonó de camino al cementerio y después eligieron una más alegre en la celebración de su vida con cócteles Sazerac. Eureka recordaba que Diana había sido el centro de atención en el funeral de Sugar, orquestando brindis tras brindis. Y recordaba haber pensado que ella no podría llevar la muerte de Diana con tanta gracia, a pesar de lo mayor que pudiera ser o lo tranquilas que hubieran sido las circunstancias de su final.

Resultó que eso no importaba. Nadie quería una fiesta tras el homenaje a Diana. Eureka pasó el resto del día sola en su habitación, con la vista clavada en el techo, preguntándose cuándo encontraría la energía para volver a moverse, teniendo auténticos pensamientos suicidas por primera vez. Era como si un gran peso la aplastara, como si no pudiera coger aire suficiente.

Cuatro meses más tarde, allí estaba, en la lectura del testamento de Diana, sin más energía. La sala era grande y soleada. Unas ventanas de gruesos cristales ofrecían vistas a unos insulsos lofts. Eureka, su padre, Maureen y Beau estaban sentados en una esquina de la enorme mesa. Había veinte sillas giratorias vacías al otro lado de la habitación. No esperaban a nadie más que al abogado de Diana, que estaba «al teléfono» cuando llegaron, según su secretaria. La chica les había dejado unos vasos de poliestireno con café aguado delante.

—¡Oh, cielo, tus raíces!

La tía Maureen hizo un gesto de dolor mirando a Eureka desde el otro lado de la mesa. Sopló hacia su vaso de café y tomó un sorbo.

Por un instante, Eureka pensó que Maureen se refería a sus raíces familiares, las únicas que le importaban a ella aquel día. Imaginó que las dos estaban conectadas: las raíces dañadas por la muerte de Diana habían causado las desagradables que le iban creciendo en el pelo.

Maureen era la mayor de los De Linge, tenía ocho años más que su madre. Las hermanas compartían la misma piel iluminada, el pelo rojo e hirsuto, hoyuelos en los hombros y unos ojos verdes veteados tras las gafas. No obstante, Diana había heredado mucha más clase. A Maureen le había tocado la delantera de Sugar y llevaba unas blusas con escote muy pronunciado para mostrar sus reliquias. Eureka estudió a su tía desde el otro lado de la mesa y se dio cuenta de que la principal diferencia entre las hermanas era que su madre había sido preciosa. Si se contemplaba a Maureen, se veía a una Diana desmejorada. Era una parodia cruel.

El pelo de Eureka estaba mojado de la ducha que se había dado después de correr aquella tarde. El equipo hacía diez kilómetros por el bosque del Evangeline los jueves, pero Eureka recorría su propio circuito por el campus arbolado de la universidad.

—Casi no puedo mirarte.

Maureen rechinó los dientes, mirando el pelo ombré, que Eureka se echó hacia la derecha para que a su tía le costara más verle la cara.

—Lo mismo digo —masculló Eureka.

—Nena, eso no es normal. —Maureen negó con la cabeza—. Por favor. Pasa por American Hairlines. Te lo arreglarán. Pago yo. Somos familia, ¿no?

Eureka miró a su padre en busca de ayuda. El hombre se había terminado el vaso de café y tenía la vista clavada en él como si pudiera leer los posos como hojas de té. Por su expresión, no parecía que los posos predijeran nada agradable. No había oído ni una palabra de lo que había dicho Maureen, y Eureka lo envidiaba.

—¡Basta ya, Mo! —intervino el tío Beau a su hermana mayor—. Hay cosas más importantes que el pelo. Hemos venido aquí por Diana.

Eureka no pudo evitar imaginarse el pelo de Diana ondulando suavemente bajo el agua, como el de una sirena, como el de Ofelia. Cerró los ojos. Quería cerrar su imaginación, pero no podía.

Beau era el hermano mediano. Había sido elegante en su juventud. Tenía el pelo oscuro y una amplia sonrisa, el vivo retrato de su padre, que, cuando se casó con Sugar, obtuvo el apodo de Papi Sugar.

Papi Sugar había muerto antes de que Eureka fuera lo bastante mayor como para acordarse de él, pero le encantaba mirar las fotos en blanco y negro que Sugar tenía sobre la chimenea mientras se imaginaba cómo sonaría su voz y qué historias le habría contado de haber seguido con vida.

Beau parecía agotado y estaba muy delgado. Estaba perdiendo pelo por atrás. Como Diana, no tenía un trabajo estable. Viajaba mucho, haciendo dedo para llegar a la mayoría de los sitios, y una vez había visirado a Eureka y a Diana en una excavación arqueológica en Egipto. Había heredado la pequeña granja de Sugar y Papi Sugar situada en las afueras de New Iberia, junto a la casa de Brooks. Era donde se alojaba Diana cada vez que se encontraba en la ciudad entre excavación y excavación, así que Eureka también pasaba mucho tiempo allí.

—¿Qué tal te va el colegio, Reka? —preguntó.

—Bien.

Estaba bastante segura de que había suspendido la prueba de cálculo aquella mañana, pero le había salido bien el examen de ciencias naturales.

—¿Sigues corriendo?

—Soy la capitana este año —mintió cuando su padre levantó la cabeza.

No era el momento de revelar que había dejado el equipo.

—Me alegro. Tu madre también corre mucho.

A Beau se le quebró la voz y apartó la mirada, como si estuviera intentando decidir si disculparse por haber usado el presente al describir a su hermana.

La puerta se abrió y el abogado, el señor Fontenot, entró y pasó junto al aparador para situarse frente a la familia, a la cabeza de la mesa. Era un hombre de hombros caídos, vestido con un traje aceituna. A Eureka le parecía imposible que su madre hubiera conocido, y mucho menos contratado, a aquel hombre. ¿Lo había elegido al azar en la guía telefónica? No los miró a los ojos, se limitó a coger una carpeta manila de la mesa y se puso a pasar las hojas.

—No conocía bien a Diana. —Su voz era suave y lenta, y había un ligero silbido en sus ces—. Se puso en contacto conmigo dos semanas antes de morir para entregarme una copia de su última voluntad y testamento.

¿Dos semanas antes de morir? Eureka cayó en la cuenta de que debió de ser el día antes de que Diana y ella volaran a Florida. ¿Estaba su madre preparando el testamento mientras Eureka creía que estaba haciendo las maletas?

—No hay mucho —dijo Fontenot—. Había una caja de seguridad en la Sociedad de Ahorro y Préstamos de New Iberia. —Alzó la vista, con sus espesas cejas arqueadas y miró alrededor de la mesa—. No sé si todos esperaban más.

Hubo quien sacudió ligeramente la cabeza y murmuró. Nadie esperaba una caja de seguridad.

—Vamos allá —dijo Fontenot—. Al señor Walter Beau de Ligne…

—Presente.

El tío Beau levantó la mano como un estudiante que llevara cuarenta años en el colegio.

Fontenot miró al tío Beau y luego marcó una casilla en el formulario que tenía en la mano.

—Su hermana Diana le lega el contenido de su cuenta bancaria. —Tomó una nota breve—. Menos los gastos del funeral, queda la suma total de seis mil cuatrocientos trece dólares. Así como esta carta.

Sacó un pequeño sobre blanco con el nombre de Beau escrito con la letra de Diana.

Eureka estuvo a punto de emitir un grito ahogado al ver las letras con grandes curvas de la caligrafía de su madre. Ansiaba coger el sobre de los dedos de Beau para tener en las manos algo que Diana había tocado recientemente. Su tío parecía asombrado. Se metió el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta de piel gris y bajó la vista a su regazo.

—A la señorita Maureen Toney, de soltera De Linge…

—Esa soy yo, aquí. —La tía Maureen se puso derecha en su asiento—. Maureen de Linge. Mi ex marido… —Tragó saliva y se ajustó el sostén—. Da igual.

—Bien. —El acento nasal bayou de Fontenot hizo que la palabra se alargara—. Diana quería que usted tomara posesión de las joyas de su madre…

—La mayoría era bisutería. —Maureen arrugó los labios mientras alargaba la mano para coger la bolsa de velvetón que sostenía Fontenot con las joyas. Entonces pareció oírse a sí misma, lo absurda que era. Le dio unas palmaditas a la bolsa como si fuera una pequeña mascota—. Aunque, por supuesto, tiene valor sentimental.

—Diana también le legó su coche, pero por desgracia el vehículo no se puede… —miró brevemente a Eureka y luego pareció desear no haberlo hecho— recuperar.

—Por los pelos —respondió Maureen en voz baja—, aunque tengo un coche alquilado con derecho a compra.

—También hay una carta para usted escrita por Diana —añadió Fontenot.

Eureka observó como el abogado sacaba un sobre idéntico al que le había dado a Beau. Maureen tendió la mano para cogerlo y se lo metió en aquel bolso sin fondo, donde ponía las cosas que estaba impaciente por perder.

Eureka odiaba a aquel abogado. Odiaba aquella reunión. Odiaba a su estúpida tía quejica. Se agarró a la áspera tela de la fea butaca que tenía debajo. Los músculos de las escápulas se le tensaron hasta formarle un nudo en el centro de la espalda.

—Bien. Señorita Eureka Boudreaux.

—¡Sí!

Saltó, estirando el cuerpo, de modo que el oído bueno quedara más dirigido hacia Fontenot, que lanzó una sonrisa de lástima en su dirección.

—Su padre está aquí como tutor.

—Sí —afirmó su padre con voz quebrada.

Y de repente Eureka se alegró de que Rhoda siguiera en el trabajo y de que los mellizos se hubieran quedado bajo el cuidado de su vecina, la señora LeBlanc. Durante media hora su padre no tenía que fingir que no lamentaba la pérdida de Diana. Tenía la cara pálida y los dedos entrelazados con fuerza sobre el regazo. Eureka había estado tan abstraída en sí misma que no se había planteado cómo podía estar tomándose su padre la muerte de Diana. Deslizó la mano hacia la de su padre y la apretó.

Fontenot se aclaró la garganta.

—Su madre le lega estas tres cosas.

Eureka se inclinó hacia delante en su asiento. Ella quería estas tres cosas: los ojos de su madre, el corazón de su madre y los brazos de su madre abrazándola con fuerza en aquel momento. Su propio corazón latía muy rápido y se le hizo un nudo en el estómago.

—Este joyero contiene un relicario.

Fontenot sacó de su maletín una bolsa de cuero azul, que le pasó con cuidado a Eureka por encima de la mesa.

Ella tiró del cordón de seda que mantenía la bolsa cerrada y metió la mano dentro. Sabía cómo era el colgante antes siquiera de sacarlo. Su madre llevaba siempre aquel relicario con una esfera de lapislázuli liso y con reflejos dorados. El colgante era un gran triángulo cuyos lados medían cinco centímetros. El cobre que engarzaba el lapislázuli estaba cubierto de verdín por la oxidación. El relicario estaba tan viejo y mugriento que el cierre no se abría, pero la brillante esfera azul era lo bastante bonita para que a Eureka no le importara. El cobre de la parte trasera estaba marcado con seis círculos solapados, algunos grabados y otros en relieve, que Eureka siempre había creído que parecían un mapa de una galaxia lejana.

De repente recordó que su madre no lo llevaba en Florida y Eureka no había preguntado por qué. ¿Qué había inducido a Diana a guardar el relicario en la caja de seguridad antes del viaje? Eureka nunca lo sabría. Cerró la mano que sujetaba el relicario y se pasó la larga cadena de cobre por encima de la cabeza. Sostuvo el relicario apoyado en su corazón.

—También indicó que recibiera este libro.

Dejó un libro gordo, de tapa dura, sobre la mesa, delante de Eureka. Estaba enfundado en lo que parecía una bolsa de plástico, pero más gruesa que cualquier ziploc que hubiera visto. Sacó el libro de su funda protectora. No lo había visto nunca.

Era muy antiguo, estaba encuadernado en cuero verde y agrietado, con aristas en el lomo. Había un círculo en relieve en el centro de la cubierta, pero estaba tan desgastado que Eureka no sabía si había sido parte del diseño o una marca de agua que había dejado un vaso histórico.

El libro no tenía título, así que Eureka supuso que se trataba de un diario hasta que lo abrió. Las páginas estaban escritas en una lengua que no reconocía, y eran finas y amarillas; no estaban hechas de papel, sino de algún tipo de pergamino. La letra pequeña y compacta que tenían le resultaba tan poco familiar que forzó la vista para mirarla. Parecía un cruce entre jeroglíficos y algún dibujo de los mellizos.

—Me acuerdo de ese libro. —Su padre se inclinó hacia delante—. A tu madre le encantaba y nunca supe por qué. Lo guardaba en su lado de la cama, aunque no supiera leerlo.

—¿De dónde salió?

Eureka tocó el filo rugoso de las páginas. Hacia el final había una parte que estaba pegada tan fuerte que parecía unida. Le recordó a lo que le había pasado a su libro de biología cuando derramó sobre él una botella de Coca Cola. Eureka no se arriesgó a rasgar las hojas al intentar abrirlo para curiosear.

—Lo consiguió en un mercadillo de trueque en París —respondió su padre—. No sabía nada más de él. Una vez, por su cumpleaños, pagué a uno de sus amigos arqueólogos cincuenta pavos para que determinara su edad a través de la prueba del carbono 14. Esa cosa ni siquiera salía registrada en su escala.

—Probablemente sea una falsificación —dijo Maureen—. Marcie Dodson, una chica del salón de belleza, fue a Nueva York el verano pasado. Compró un bolso Goyard en Times Square y ni siquiera era auténtico.

—Hay una cosa más para Eureka —dijo Fontenot—. Algo que tu madre llama «piedra de rayo».

Le pasó un cofre de madera, del tamaño de una cajita de música. Al parecer lo habían pintado con un intrincado diseño azul, pero la pintura había perdido color y estaba desconchada. En la parte superior de la caja había un sobre de color crema con «Eureka» escrito de la mano de su madre.

—También tiene una carta.

Eureka saltó a por la carta. Pero antes de leerla se tomó un segundo para mirar la caja. Al abrir la tapa encontró un montón de gasa de un blanco nuclear, enrollada alrededor de algo que tenía el tamaño de una pelota de béisbol. Lo cogió. Pesaba.

¿Una piedra de rayo? No había mencionado lo que era. Su madre nunca le había hablado de eso. Tal vez la carta lo explicaba. Mientras Eureka sacaba la carta del sobre, reconoció el papel especial que solía utilizar su madre.

En la cabecera se leía en letras lilas: «Fluctuat nec mergitur».

Era latín. Eureka lo había memorizado de la camiseta de la Sorbona con la que dormía casi todas las noches. Diana le había comprado aquella camiseta en París. Tenía escrito el lema de la ciudad y también el de su madre. «Batida por las olas, pero no hundida.» A Eureka le dio un vuelco el corazón ante la cruel ironía.

Maureen, que había estado probándose su herencia, se quitó del lóbulo uno de los pendientes de clip de Sugar. Entonces el abogado dijo algo, la suave voz de Beau se alzó para discutir y su padre retiró la silla en la que estaba sentado, pero nada de todo aquello importó. Eureka había abandonado la sala de juntas.

Se encontraba ya con Diana, en el mundo de la carta escrita a mano:

Mi queridísima Eureka:

¡Sonríe!

Si estás leyendo esto, me imagino que debe de ser difícil hacerlo. Pero espero que lo hagas, si no hoy, pronto. Tienes una hermosa sonrisa, natural y rebosante de vitalidad.

Mientras escribo estas líneas, estás dormida a mi lado en mi antigua habitación en la casa de Sugar (uy, la de Beau). Hoy hemos ido en coche a Cypremort Point y has nadado como una foca con tu bikini de lunares. El sol brillaba y esta noche hemos descubierto que se nos ha quedado la misma marca en los hombros, mientras comíamos marisco hervido en el muelle. Te he dado una mazorca de maíz más, como siempre.

¡Pareces tan tranquila y joven cuando duermes, Eureka! Me cuesta creer que tienes diecisiete años.

Estás haciéndote mayor. Prometo no intentar detenerte.

No sé cuándo leerás esto. La mayoría desconocemos cuándo nos encontrará la muerte. Pero si esta carta te llega antes que después, por favor…, no dejes que mi muerte determine el curso de tu vida.

He intentado criarte para que no hubiera que dar muchas explicaciones en una carta como esta. Creo que nos conocemos mejor que cualesquiera otras dos personas pudieran hacerlo. Claro, habrá cosas que aún tengas que descubrir por ti misma. La sabiduría está a la altura de la experiencia, pero deberás continuar el camino tú sola.

No llores. Lleva contigo lo que más te guste de mí y deja el dolor atrás.

Sostén la piedra de rayo. Es enigmática, pero poderosa.

Lleva mi relicario cuando desees tenerme cerca; tal vez ayude a guiarte.

Y disfruta del libro. Sé que lo harás.

Con gran amor y admiración,

MAMÁ