Reunión
Tú.
Eureka estaba mojando las baldosas de mármol de la puerta mientras miraba al chico que había chocado contra su coche. Ander se había vuelto a poner la camisa blanca y los vaqueros oscuros. Debía de haber colgado aquella camisa sin arrugas en el vestuario; nadie hacía eso en su equipo.
De pie en el porche emparrado al anochecer, Ander parecía procedente de otro mundo, un lugar donde el aspecto no estaba sometido al clima. Era como si fuese independiente de la atmósfera que lo rodeaba. Eureka se sintió cohibida por llevar el pelo enredado y los pies descalzos y salpicados de lodo.
La manera en que él unía las manos a su espalda acentuaba la envergadura del pecho y los hombros. Su expresión era inescrutable. Daba la impresión de que estaba conteniendo el aliento. Ponía a Eureka nerviosa.
Quizá fuese el turquesa de sus ojos. Quizá fuese la absurda responsabilidad con la que había evitado el destino de aquella ardilla. Quizá fuese su modo de mirarla, como si viera algo que ella no sabía que ansiaba ver en sí misma. Ese chico la había encontrado inmediatamente. La hacía sentirse especial.
¿Cómo había pasado de estar enfadada a reírse con él antes siquiera de saber su nombre? No era propio de Eureka.
Los ojos de Ander se iluminaron al encontrarse con los suyos. Ella sintió un cosquilleo por el cuerpo. El pomo al que se sujetaba parecía calentarse desde dentro.
—¿Cómo has sabido dónde vivo?
Ander abrió la boca para responder, pero entonces Eureka percibió a Brooks justo detrás de ella, en la entrada. Él le rozó con el pecho el omóplato cuando apoyó la mano izquierda en el marco de la puerta. Su cuerpo se extendió sobre el de ella. Estaba tan mojado como Eureka por la tormenta y se asomó por encima de su cabeza para mirar a Ander.
—¿Quién es este?
Ander se quedó sin sangre en el rostro, lo que dio un aspecto fantasmal a su piel ya pálida. Aunque su cuerpo apenas se movió, cambió totalmente de porte. Levantó ligeramente la barbilla, echando los hombros un centímetro hacia atrás, y flexionó las rodillas como si fuera a saltar.
Algo frío y pernicioso se había apoderado de él. La mirada que le lanzó a Brooks le hizo preguntarse a Eureka si alguna vez ella había visto furia antes de aquel momento.
Nadie se peleaba con a Brooks. La gente se peleaba con sus amigos paletos en Wade’s Hole los fines de semana. Se peleaban con su hermano, Seth, que tenía la misma lengua mordaz que había metido en problemas a Brooks, pero no el cerebro que le había librado de ellos. En los diecisiete años que hacía que Eureka conocía a Brooks, este nunca había dado ni recibido un puñetazo. Se acercó más a ella, poniéndose derecho, como si todo eso estuviera a punto de cambiar.
Ander echó un vistazo por encima de los ojos de Brooks. Eureka miró por encima de su hombro y vio que la herida abierta de Brooks estaba a la vista. El pelo, que por lo general le caía sobre la frente, estaba mojado y hacia un lado. El vendaje, que se había despegado, debió desprenderse cuando corrían bajo la lluvia.
—¿Hay algún problema? —preguntó Brooks, y apoyó una mano sobre el hombro de Eureka con más posesión que la que había mostrado en su única cita para ver Charlie y la fábrica de chocolate en el teatro de New Iberia cuando iban a quinto curso.
Ander torció el gesto. Soltó las manos, que tenía a la espalda, y por un momento a Eureka le dio la impresión de que iba a propinarle un puñetazo a Brooks. ¿Se agacharía o intentaría bloquearlo?
No obstante, Ander sacó una cartera.
—Te has dejado esto en mi camioneta.
Era un billetero de piel marrón descolorido que Diana le había comprado en un viaje a Machu Picchu. Eureka perdía y encontraba la cartera —las llaves, las gafas de sol y el teléfono— con una regularidad que desconcertaba a Rhoda, así que no le sorprendió mucho habérsela dejado en la camioneta de Ander.
—Gracias.
Alargó la mano para coger la cartera y, cuando las yemas de sus dedos se rozaron, Eureka se estremeció. Había una electricidad entre ellos que esperaba que Brooks no hubiera advertido. No sabía de dónde procedía, pero no quería apagarla.
—En el carnet de conducir aparece tu dirección, así que he pensado en pasarme y devolvértela —dijo—. También he anotado mi número de teléfono y lo he metido ahí dentro.
Detrás de ella, Brooks tosió en su puño.
—Por el coche —explicó Ander—. Cuando tengas un presupuesto, llámame.
Sonrió tan afectuosamente que Eureka le devolvió la sonrisa como una pueblerina.
—¿Quién es este tío, Eureka? —La voz de Brooks sonaba más alta de lo habitual. Parecía estar buscando la manera de burlarse de Ander—. ¿De qué está hablando?
—Eeeh… me ha dado un golpe por detrás —masculló Eureka, tan avergonzada delante de Ander como si Brooks fuera Rhoda o su padre, no su amigo de toda la vida.
Le estaba dando claustrofobia tenerlo pegado de aquel modo.
—La he llevado al instituto —le dijo Ander a Brooks—. Pero no sé qué tiene eso que ver contigo. A menos que hubieras preferido que fuese andando.
Cogió desprevenido a Brooks, de cuyos labios escapó una risa exasperada.
Entonces Ander se echó hacia delante y el brazo salió disparado por encima de la cabeza de Eureka para coger a Brooks por el cuello de la camiseta.
—¿Cuánto tiempo llevas con ella? ¿Cuánto tiempo?
Eureka se encogió entre los dos, asustada por el arrebato. ¿De qué estaba hablando Ander? Debía hacer algo para distender la situación. Pero ¿qué? No se había dado cuenta de que instintivamente se había apoyado en la segura familiaridad del pecho de Brooks hasta que sintió su mano en el codo.
Ni pestañeó cuando Ander fue a por él.
—Lo suficiente para saber que los gilipollas no son su tipo —farfulló.
Los tres estaban prácticamente los unos encima de los otros. Eureka sentía el aliento de ambos. Brooks olía a lluvia y a toda la infancia de Eureka; Ander olía como un mar que nunca había visto. Los dos estaban demasiado cerca. Necesitaba aire.
Alzó la vista hacia el extraño chico pálido. Sus ojos conectaron y ella negó ligeramente con la cabeza, preguntándole por qué.
Oyó el roce de sus dedos al soltar la camiseta de Brooks. Ander retrocedió unos cuantos pasos forzados hasta que llegó al borde del porche y Eureka respiró por primera vez en lo que parecía una hora.
—Lo siento —dijo Ander—. No he venido aquí a pelear. Solo quería devolverte tus cosas y decirte cómo puedes localizarme.
Eureka observó como se daba la vuelta y volvía a la gris llovizna. Cuando la puerta de su furgoneta se cerró de golpe, ella cerró los ojos y se imaginó a sí misma dentro. Casi podía sentir aquel cuero cálido y suave debajo de ella, oír en la radio la trompeta legendaria del lugareño Bunk Johnson. Se imaginó la vista a través del parabrisas mientras Ander conducía bajo el follaje de los robles de Lafayette hacia donde fuera que estuviese su casa. Quería saber cómo era, de qué color eran las sábanas de su cama o si su madre estaría cocinando la cena. Incluso después del modo en que había tratado a Brooks, Eureka anhelaba volver a aquella camioneta.
—Adiós, psicópata —masculló Brooks.
Ella vio desaparecer las luces traseras de la furgoneta de Ander más allá de su calle.
Brooks le masajeó los hombros.
—¿Cuándo volveremos a verle?
Eureka sopesó en las manos la cartera atiborrada. Se imaginó a Ander revisándola, mirando su carnet de la biblioteca, la horrorosa foto de su carnet estudiantil, los recibos de la gasolinera donde había comprado montañas de Mentos, las entradas de alguna película romanticona que Cat la había llevado a ver a rastras al cine, un sinfín de centavos en el bolsillo para las monedas, un par de pavos si tenía suerte y las cuatro fotos de fotomatón en blanco y negro que su madre y ella se habían sacado en una feria ambulante de Nueva Orleans un año antes de que Diana muriera.
—¿Eureka? —dijo Brooks.
—¿Qué?
Él parpadeó, sorprendido por la brusquedad de su voz.
—¿Estás bien?
Eureka caminó hasta el borde del porche y se apoyó en la balaustrada de madera blanca. Olió el romero y pasó la palma de la mano por entre las ramas, esparciendo las gotas de lluvia que se pegaban a ellas. Brooks cerró la puerta mosquitera detrás de él. Se acercó a ella y ambos se quedaron mirando la carretera mojada.
Había dejado de llover. Estaba atardeciendo en Lafayette. Una media luna dorada buscaba su lugar en el cielo.
El barrio de Eureka tenía una única carretera —Shady Circle— que formaba una curva oblonga y pasaba por unas cuantas calles sin salida. Todo el mundo conocía a todo el mundo, todos se saludaban, pero no se sabían la vida del vecino, como ocurría en el barrio de Brooks, en New Iberia. La casa de Eureka estaba en el lado oeste de Shady Circle, de espaldas a una estrecha bajada del pantano. El jardín delantero daba a otro jardín delantero al otro lado de la calle, y a través de la ventana de la cocina de sus vecinos, Eureka veía a la señora LeBlanc, con su pintalabios y el delantal ceñido y floreado, removiendo algo sobre el hornillo.
La señora LeBlanc daba clases de catecismo en St. Edmond. Tenía una hija unos años mayor que los mellizos, que vestía con elegantes conjuntos a juego con los de su madre. Las LeBlanc no eran para nada como Eureka y Diana —aparte, tal vez, de la clara adoración mutua— y aun así, desde el accidente, Eureka encontraba fascinantes a sus vecinas. Miraba por la ventana de su dormitorio y las veía irse a la iglesia. Sus coletas altas, rubias, brillaban exactamente de la misma manera.
—¿Te pasa algo?
Brooks le dio con la rodilla. Eureka se volvió para mirarle a los ojos.
—¿Por qué has sido tan hostil con él?
—¿Yo? —Brooks se llevó la mano al pecho—. ¿Va en serio? Él… yo…
—Te me has echado encima como un hermano mayor posesivo. Podrías haberte presentado.
—¿Estamos en la misma dimensión? El tío me ha agarrado como si fuese a darme una paliza contra la pared. ¡Sin ningún motivo! —Negó con la cabeza—. ¿A ti qué te pasa? ¿Estás colada por él o algo así?
—No.
Sabía que estaba poniéndose colorada.
—Bien, porque su casa podría ser una celda de aislamiento.
—Vale, ya lo pillo.
Eureka le dio un empujoncito.
Brooks fingió retroceder a trompicones, como si le hubiera empujado fuerte.
—Hablando de criminales violentos…
Entonces se acercó a ella, la cogió por la cintura y la levantó del suelo. Se la echó al hombro del mismo modo que llevaba haciéndolo desde que su estirón en quinto curso le proporcionó quince centímetros más que al resto de su clase. Dio vueltas a Eureka en el porche hasta que ella gritó para que parara.
—Venga. —Estaba boca abajo y dando patadas—. No es tan malo.
Brooks la dejó en el suelo, se apartó y la sonrisa desapareció de su rostro.
—Estás pilladísima por ese chiflado.
—No. —Se metió la cartera en el bolsillo de la rebeca. Se moría por mirar el número de teléfono—. Tienes razón. No sé qué problema tenía.
Brooks apoyó la espalda en la balaustrada, dando golpecitos con el talón de un pie sobre los dedos del otro. Se apartó el pelo mojado de los ojos. Su herida lucía naranja, amarillo y rojo, como el fuego. Se quedaron en silencio hasta que Eureka oyó una música amortiguada. ¿Era aquella la voz ronca de Maya Cayce cantando la canción «I’m So Lonesome I Could Cry» de Hank Williams?
Brooks sacó el teléfono vibrante del bolsillo. Eureka alcanzó a ver unos ojos seductores en la foto de la pantalla. Él silenció la llamada y alzó la vista hacia Eureka.
—No me mires así. Solo somos amigos.
—¿Todos tus amigos te graban su propio tono de llamada?
Deseó haber evitado el sarcasmo de su voz, pero se le coló.
—¿Crees que estoy mintiendo? ¿Que estoy saliendo con ella en secreto?
—Tengo ojos, Brooks. Si fuera un tío, también me gustaría. No tienes que fingir que no es sumamente atractiva.
—¿Hay algo ligeramente más directo que quieras decir?
Sí, pero no sabía qué.
—Tengo deberes —fue lo que dijo, con más frialdad de la que pretendía.
—Sí. Yo también.
Empujó con fuerza la puerta principal para abrirla, cogió su chubasquero y sus zapatos. Se detuvo en el borde del porche, como si fuera a decir algo más, pero entonces vio que el coche rojo de Rhoda subía a toda velocidad por la calle.
—Creo que mejor me largo —dijo él.
—Nos vemos —se despidió Eureka con un gesto de la mano.
Mientras Brooks se alejaba del porche, le dijo por encima del hombro:
—Por si sirve de algo, me encantaría tener un tono de llamada de ti cantando.
—¡Pero si odias mi voz! —exclamó.
Él negó con la cabeza.
—Tu voz desafina de un modo encantador. No hay nada en ti que pueda odiar.
Rhoda giró hacia el camino de entrada; llevaba unas grandes gafas de sol pese a que la luna ya había salido. Brooks le dedicó una sonrisa exagerada y la saludó con la mano para luego correr hacia su coche, el Cadillac esmeralda y dorado de principios de los noventa de su abuela, que todo el mundo llamaba la Duquesa.
Eureka comenzó a subir los escalones, con la esperanza de llegar arriba y cerrar la puerta de su habitación antes de que Rhoda saliera del coche. Pero la esposa de su padre era demasiado eficiente. Eureka apenas había cerrado la puerta con mosquitera cuando la voz de Rhoda retumbó en la noche.
—¿Eureka? Necesito una mano.
Eureka se volvió despacio, saltó como si jugara a la rayuela por los ladrillos blancos que flanqueaban el jardín y se paró a unos pasos del coche de Rhoda. Oyó otra vez el tono de Maya Cayce. Estaba claro que a alguien no le preocupaba parecer demasiado impaciente.
Eureka observó como Brooks se acercaba a la puerta de la Duquesa. Ya no oía la canción ni tampoco veía si había contestado al teléfono.
Seguía las luces traseras con la mirada cuando un montón de ropa de la tintorería enfundada en plástico le cayó en los brazos. Olía a productos químicos y a aquellas pastillas de menta que tenían en la caja del bufet chino. Rhoda colgó unas bolsas de la tienda de comestibles en sus propios brazos y echó sobre el hombro de Eureka la pesada funda de su portátil.
—¿Estabas intentando esconderte de mí?
Rhoda arqueó una ceja.
—Si lo prefieres, paso de hacer los deberes y me quedo aquí toda la noche.
—Hummm.
Rhoda llevaba el traje de color salmón del Atlántico y unos zapatos de tacón negros que parecían tan incómodos como pasados de moda. El pelo lo llevaba recogido en un moño que a Eureka le recordaba a cuando a alguien le retuercen el antebrazo en direcciones opuestas. Era muy guapa y Eureka a veces hasta se daba cuenta, por ejemplo cuando Rhoda dormía o se hallaba en trance observando a sus hijos, en aquellos raros instantes en los que su rostro se relajaba. Pero la mayor parte del tiempo, parecía que Rhoda llegaba tarde a algún sitio. Se había puesto ese pintalabios anaranjado, que había desaparecido mientras impartía sus clases nocturnas de administración de empresas en la universidad. Unas pequeñas líneas de color naranja apagado recorrían las arrugas de sus labios.
—Te he llamado cinco veces —dijo Rhoda, al tiempo que cerraba la puerta del coche con la cadera—. No me has cogido el teléfono.
—Tenía una carrera.
Rhoda apretó el botón del mando a distancia para cerrar el coche.
—A mí me parecía que estabas holgazaneando con Brooks. Ya sabes que tenía clase nocturna. ¿Qué ha pasado con la terapeuta? Espero que no hicieras nada para avergonzarme.
Eureka miró las arrugas en los labios de Rhoda y se imaginó que eran minúsculos arroyos envenenados que surgían de una tierra que algún mal había contaminado.
Podía explicarle todo a Rhoda, recordarle el tiempo que había hecho aquella tarde, decirle que Brooks solo se había pasado por allí unos minutos, ensalzar los clichés de la doctora Landry…, pero sabía que muy pronto también iba a tener que hablar sobre el accidente de coche y necesitaba reservar energía para eso.
Mientras los tacones de Rhoda repiqueteaban sobre el sendero de ladrillos hacia el porche, Eureka la siguió, mascullando:
—Muy bien, gracias, ¿qué tal te ha ido a ti el día?
Una vez en el porche, Rhoda se detuvo. Eureka vio como su nuca se giraba hacia la derecha para examinar el camino de entrada en el que acababa de aparcar. Luego se dio la vuelta y la fulminó con la mirada.
—Eureka, ¿dónde está mi Jeep?
Eureka señaló su oído malo al tiempo que se detenía.
—Perdona. ¿Qué has dicho?
No podía volver a contar la historia, no en ese momento, no a Rhoda, no después de un día como aquel. Estaba tan vacía y agotada como si le hubieran hecho otro lavado de estómago. Se dio por vencida.
—El Jeep, Eureka.
Rhoda dio unos golpecitos con la punta del pie sobre el porche.
Eureka hizo una marca con el pie descalzo en el césped.
—Pregúntale a papá. Está dentro.
Hasta la nuca de Rhoda puso mala cara cuando se volvió hacia la puerta y tiró de ella para abrirla.
—¿Trenton?
Sola por fin en la húmeda noche, Eureka metió la mano en su rebeca y sacó la cartera que Ander le había devuelto. Miró en el interior y vio un papel cuadrado de cuaderno a rayas entre los siete billetes de dólar. Con una cuidada caligrafía había escrito en tinta negra: «Ander», un número de teléfono local y las palabras «Lo siento».