6

Refugio

Para cuando Cat dejó a Eureka en casa, la lluvia había disminuido de diluvio a aguacero. Se oyó el silbido de los neumáticos de una camioneta en el pavimento de la carretera principal, que pasaba por detrás de su barrio. Las begonias del parterre de su padre estaban aplastadas. El aire era frío, húmedo y salobre por la cúpula de sal del sur de Lafayette, donde la planta de Tabasco obtenía su aderezo.

Desde la puerta de su casa, Eureka se despidió de Cat con la mano y esta le respondió con dos bocinazos. El viejo Lincoln Continental de su padre estaba estacionado en la entrada. Afortunadamente, no vio el Mazda rojo cereza de Rhoda.

Eureka giró la llave en la cerradura de bronce y empujó la puerta, que siempre se atascaba cuando había tormenta. No costaba abrirla desde dentro, donde se podía traquetear el picaporte de una manera determinada. Desde fuera, tenías que empujar como un linebacker.

En cuanto entró se quitó las zapatillas de correr y los calcetines empapados, y se dio cuenta de que el resto de su familia había tenido la misma idea. Las zapatillas de deporte con velcro, a juego, de sus hermanastros estaban tiradas por los rincones del vestíbulo. Sus calcetines diminutos estaban hechos una bola, como rosas pisoteadas. Los cordones desatados de las negras y pesadas botas de trabajo de su padre habían dejado pequeñas serpientes de barro en las baldosas de mármol hasta donde las había arrojado, a la entrada de la sala de estar. Los chubasqueros chorreaban colgados en el perchero de madera que había en la pared. El azul marino de William tenía un forro reversible de camuflaje; el de Claire era violeta claro con flores blancas superpuestas en la capucha. El impermeable negro y gastado del padre era de cuando su abuelo estaba en la Marina. Eureka añadió su chubasquero gris brezo al último colgador del perchero y dejó caer su bolsa en el banco antiguo que Rhoda tenía en la entrada. Advirtió en la sala de estar el resplandor del televisor, que estaba a un volumen bajo.

La casa olía a palomitas, el tentempié preferido de los mellizos después de clase. Pero el padre chef de Eureka no preparaba nada sencillo. Sus palomitas explotaban con aceite de trufa y parmesano laminado, o con galletas saladas picadas y trocitos de caramelo. La tanda de ese día olía a curry y almendras tostadas. Su padre se comunicaba mejor a través de la comida que con palabras. Crear algo majestuoso en la cocina era su manera de demostrar su amor.

Se lo encontró con los mellizos acurrucados en sus sitios habituales en el enorme sofá de gamuza. El padre, que se había quitado la ropa mojada para quedarse con unos bóxer grises y una camiseta blanca, estaba dormido en el lado largo del sofá en forma de L. Tenía las manos sobre el pecho y los pies, descalzos, apuntando hacia arriba como unas palas. Un suave zumbido salía de su nariz.

Las luces estaban apagadas y la tormenta hacía que todo estuviera más a oscuras que de costumbre, pero el fuego tenue y chisporroteante mantenía la habitación caliente. Emitían El precio justo en el canal Game Show Network, que desde luego no era uno de los tres programas de media hora recomendados por las revistas de padres a las que estaba suscrita Rhoda, pero ninguno de ellos se chivaría.

Claire estaba sentada junto a su padre, un triángulo de piernas regordetas en la esquina del sofá, con las rodillas fuera de su jersey naranja y los dedos y los labios dorados por el curry. Parecía un caramelo de maíz. Llevaba la mata de pelo rubio platino recogida en lo alto de la cabeza con un pasador amarillo. Tenía cuatro años y era excelente en el deporte de ver la televisión pero en ninguno más. Tenía la mandíbula de su madre y la apretaba del mismo modo que Rhoda cuando acababa de decir algo importante.

En la parte más cercana del sofá estaba William, con los pies colgando a unos centímetros del suelo. Aquel pelo castaño necesitaba un corte. No dejaba de resoplar por el lateral de la boca para quitarse el pelo de los ojos. Aparte de eso, estaba tranquilo, con las manos ahuecadas sobre su regazo. Era nueve minutos mayor que Claire, prudente y diplomático, siempre ocupando tan poco espacio como fuera posible. Había un montón de cartas desparramadas por la mesa de centro, al lado del cuenco de palomitas, y Eureka sabía que había estado practicando unos cuantos trucos de magia que había sacado de un libro de la biblioteca publicado en los años cincuenta.

—Eureka —canturreó en susurros, al tiempo que se levantaba del sofá para correr hacia ella.

Eureka cogió a su hermano en brazos y le dio una vuelta, sosteniéndole por la nuca, que aún tenía mojada.

Hay quien pensaría que a Eureka le molestaban aquellos niños porque fueron la razón de que su padre se casara con Rhoda. Cuando los mellizos no eran más que dos judías en el vientre de su madre, Eureka juró que nunca tendría nada que ver con ellos. Nacieron el primer día de primavera, cuando ella tenía trece años, y Eureka sorprendió a su padre, a Rhoda e incluso a ella misma al enamorarse de los pequeños en cuanto agarró cada una de sus diminutas manos.

—Tengo sed —dijo Claire, sin apartar la vista del televisor.

Por supuesto, eran insoportables, pero cuando Eureka se hallaba en la madriguera de su depresión, los mellizos conseguían recordarle que servía para algo.

—Te traeré un poco de leche.

Eureka bajó a William y los dos caminaron hacia la cocina. Sirvió tres tazas de leche que sacó de la organizada nevera de Rhoda, en la que nunca entraba un solo Tupperware sin etiqueta, y dejó pasar a su labradoodle, Squat, que estaba empapado en el patio trasero. El perro se sacudió, lanzando agua embarrada y hojas secas por todas las paredes de la cocina.

Eureka lo miró.

—No he visto eso.

De vuelta en la sala de estar, encendió la lamparita de madera que había sobre la chimenea y se apoyó en un brazo del sofá. Su padre parecía joven y guapo dormido, era más como el padre al que adoraba cuando era pequeña y no el hombre con el que se había esforzado por conectar durante cinco años desde que se casó con Rhoda.

Recordó como el tío Travis se la había llevado a un lado, de repente, en la boda de su padre para decirle:

—Puede que no te entusiasme compartir a tu padre con otra persona, pero un hombre necesita que le cuiden, y Trenton lleva solo mucho tiempo.

Eureka tenía doce años. No entendió lo que quería decir Travis. Ella siempre estaba con su padre, así que ¿cómo iba a estar solo? Ni siquiera era consciente aquel día de que no quería que se casara con Rhoda. Era consciente en ese preciso momento.

—Hola, papá.

Sus ojos azul oscuro se abrieron de pronto y Eureka detectó miedo en ellos al despertarse sobresaltado, como si le hubieran liberado de la misma pesadilla que ella había tenido los últimos cuatro meses. Pero no hablaban de esas cosas.

—Creo que me he quedado dormido —masculló.

Se incorporó y se restregó los ojos. Fue a coger el cuenco de palomitas y se lo ofreció como si fuera un saludo, como si fuera un abrazo.

—Ya me he dado cuenta —dijo y se echó un puñado a la boca.

La mayoría de los días su padre trabajaba turnos de diez horas en el restaurante, empezando a las seis de la mañana.

—Has llamado antes. Perdona por no contestar a tiempo —se disculpó—. He intentado localizarte en cuanto he salido del trabajo. —Parpadeó—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

—No es nada. Solo un arañazo.

Eureka evitó mirarle a los ojos y cruzó la sala de estar para sacar el teléfono de su bolso. Tenía dos llamadas perdidas de su padre, una de Brooks y cinco de Rhoda.

Estaba tan cansada como si hubiera corrido la carrera de aquella tarde. Lo último que quería era revivir el accidente de aquel día. Su padre siempre había sido muy protector, pero desde la muerte de Diana había cruzado la línea demasiado.

Contarle a su padre que había gente por ahí conduciendo como Ander le quitaría el privilegio de volver a usar un coche en su vida. Sabía que debía sacar el tema, pero tenía que hacerlo bien.

Su padre la siguió hasta el vestíbulo. Se quedó a unos pasos y barajó las cartas de William, apoyado en una de las columnas que sostenían aquel techo de falsos frescos que ninguno de los dos soportaba.

Se llamaba Trenton Michel Boudreaux Tercero. Tenía una delgadez característica que habían heredado sus tres hijos. Era alto, tenía el pelo hirsuto, rubio oscuro, y una sonrisa que podría encantar a una víbora. Había que estar ciego para no advertir como coqueteaban con él las mujeres. A lo mejor su padre se hacía el ciego, porque siempre cerraba los ojos cuando se reía de sus insinuaciones.

—¿Se ha suspendido la carrera por la lluvia?

Eureka asintió con la cabeza.

—Sé que deseabas participar. Lo siento.

Eureka puso los ojos en blanco, porque desde que su padre se había casado con Rhoda no sabía nada absolutamente de ella. «Desear participar» no era una expresión que Eureka usase ya para nada. Él nunca entendería por qué había tenido que dejar el equipo.

—¿Qué tal ha ido tu…? —Su padre miró por encima del hombro a los mellizos, que estaban absortos en la descripción de Bob Barker de la obsoleta lancha a motor que podía ganar el concursante—. La cita de hoy.

Eureka pensó en la mierda que se había tragado en la consulta de la doctora Landry, incluyendo el «difícil de tratar» de su padre. Era otra traición; ahora con su padre todo lo era. ¿Cómo podía haberse casado con esa mujer?

Pero Eureka también comprendía que Rhoda era completamente opuesta a Diana. Era estable, tenía los pies en la tierra y no se iba a ninguna parte. Diana le amaba, pero no le necesitaba. Rhoda le necesitaba tanto que tal vez era una especie de amor. Su padre parecía más despreocupado con Rhoda que sin ella. Eureka se preguntaba si alguna vez se había percatado de que aquello le había costado la confianza de su hija.

—Dime la verdad —dijo su padre.

—¿Por qué? Si me quejo, no voy a salir de esta. No en este rodeo.

—¿Tan mal ha ido?

—¿De repente te importa? —espetó.

—Nena, claro que me importa.

Hizo ademán de tocarla, pero ella se apartó.

—Diles «nenes» a ellos. —Eureka señaló a los mellizos—. Yo puedo cuidarme solita.

El le tendió las cartas. Era una manera de quitarse el estrés, y sabía que ella podía hacerlas volar en sus manos como pájaros. El mazo estaba flexible por los años de uso y se había calentado al barajar. Sin que la chica se diera cuenta, las cartas comenzaron a zumbar entre sus dedos.

—Tu cara.

Su padre examinó las abrasiones de los pómulos.

—No es nada.

Él le tocó la mejilla y su hija redujo el ritmo de las cartas.

—He tenido un accidente cuando volvía al instituto.

—Eureka. —La voz de su padre se alzó y la estrechó entre sus brazos. No parecía enfadado—. ¿Estás bien?

—Sí. —Estaba apretándola demasiado fuerte—. No ha sido culpa mía. Ese chico se me ha echado encima en la señal de stop. Magda está en el Sweet Pea. Está bien.

—¿Tienes el seguro de ese tipo?

Hasta el momento, Eureka se había sentido orgullosa de sí misma por haberse encargado del coche sin que su padre levantara un dedo para ayudarla. Tragó saliva.

—No exactamente.

—Eureka.

—Lo he intentado y no tenía. Aunque ha dicho que se encargaría de todo.

Al ver el rostro de su padre, tenso por la decepción, Eureka se dio cuenta de lo estúpida que había sido. Ni siquiera sabía cómo ponerse en contacto con Ander, no tenía ni idea de cuál era su apellido o si le había dado su nombre de pila real. No había manera de que él se encargara del coche.

Su padre hizo rechinar los dientes como cuando intentaba controlar su temperamento.

—¿Quién era el chico?

—Me ha dicho que se llamaba Ander.

Dejó las cartas en el banco de la entrada e intentó retirarse hacia el piso de arriba. Las solicitudes para entrar en la universidad la esperaban encima de su escritorio. Aunque Eureka había decidido tomarse un año sabático, Rhoda había insistido en que solicitara plaza en la UL, donde podía conseguir una ayuda económica por ser familiar de un profesor. Brooks también había rellenado la mayor parte de una solicitud online para Tulane (la universidad de sus sueños) en nombre de Eureka. Lo único que ella tenía que hacer era firmar la última página impresa, que llevaba semanas mirándola fijamente. No podía enfrentarse a la universidad. Apenas podía enfrentarse a su propio reflejo en el espejo.

Antes de subir el primer escalón, su padre la cogió del brazo.

—Ander, ¿qué más?

—Va al instituto Manor.

Su padre pareció quitarse un mal pensamiento de la cabeza.

—Lo más importante es que estás bien.

Eureka se encogió de hombros. Él no lo entendía. El accidente no la hacía estar mejor o peor que antes. Odiaba que el hecho de hablar con su padre le dejara la sensación de estar mintiendo. Antes se lo contaba todo.

—No te preocupes, Sepia.

Aquel viejo apodo sonaba forzado en los labios de su padre. Sugar se lo había inventado cuando Eureka era un bebé, pero él llevaba una década sin llamarla así. Ya nadie la llamaba Sepia, excepto Brooks.

Sonó el timbre y una alta figura apareció en la puerta de cristal esmerilado.

—Llamaré a la compañía de seguros —dijo su padre—. Tú ve a ver quién es.

Eureka suspiró y abrió la puerta principal, sacudiendo el picaporte. Alzó la vista para mirar al chico alto del porche.

—¡Eh, Sepia!

Noah Brooks —conocido por todos fuera de su familia simplemente como Brooks— se había deshecho de su marcado acento bayou cuando empezó noveno en Lafayette. Pero cuando llamaba a Eureka por su apodo, todavía sonaba como Sugar solía decirlo: suave, atropellado y relajado.

—¡Eh, Polvorín! —respondió automáticamente, usando el apodo que Brooks se ganó en su niñez por el berrinche que se cogió en la fiesta de su tercer cumpleaños.

Diana decía que Eureka y Brooks eran amigos desde que estaban en los vientres de sus madres. Los padres de Brooks vivían al lado de los de Diana, y cuando la madre de Eureka era joven y acababa de quedarse embarazada, pasó unas cuantas tardes sentada sobre un tronco en el porche, jugando a gin con la madre de Brooks, Aileen, que estaba de dos meses más.

El chico tenía la cara estrecha, estaba bronceado todo el año y empezaban a asomarle unos pelos en la barbilla. Sus ojos castaños tenían el mismo tono oscuro que su cabello, que rozaba el límite permitido por el Evangeline. Le cayó hasta las cejas al retirarse la capucha del impermeable amarillo.

Eureka advirtió un gran vendaje en la frente de Brooks, casi oculto por el flequillo.

—¿Qué te ha pasado?

—No mucho. —Vio los arañazos que lucía ella en la cara y arqueó las cejas por la coincidencia—. ¿Y a ti?

—Lo mismo. —Se encogió de hombros.

Los alumnos del Evangeline creían que Brooks era misterioso, lo que le había convertido en objeto de admiración de varias chicas en los últimos años. Caía bien a todos los que le conocían, pero Brooks evitaba a los populares, a quienes no les gustaba nada más que jugar al fútbol. Era amigo de los chicos del equipo de debate, pero sobre todo salía por ahí con Eureka.

Brooks era selectivo con su dulzura, y Eureka siempre había sido su principal destinataria. A veces le veía en el pasillo, bromeando con un grupo de chicos y casi ni le reconocía, hasta que él advertía su presencia y se abría camino hasta ella para contarle cómo le había ido el día.

—¡Eh! —Eureka levantó la mano derecha ligeramente—. Mira a quién le han quitado la escayola.

Bajo la luz de la araña del vestíbulo, Eureka de repente sintió vergüenza por su brazo raro y delgado. Parecía la cría de algún animal. Pero Brooks no parecía ver nada malo. No la miraba de manera distinta tras el accidente o después de haber salido del psiquiátrico. Cuando la encerraron en el Acadia Vermilion, Brooks iba a visitarla todos los días y le llevaba a escondidas pralinés de pacana que se metía en los bolsillos de los vaqueros. Lo único que llegó a decir sobre lo que había sucedido fue que era más divertido estar con ella fuera de una celda acolchada.

Era como si él pudiera ver más allá de los cambios de color en el pelo de Eureka, el maquillaje que había empezado a ponerse como una armadura o el entrecejo fruncido de forma permanente que mantenía a casi todos los demás alejados. Para Brooks, era bueno que se hubiera librado de la escayola, no un inconveniente. Su amigo sonrió.

—¿Echamos un pulso?

Eureka le dio un manotazo.

—Es broma. —Se quitó las zapatillas de deporte para dejarlas junto a las de ella y colgó el impermeable en el mismo colgador que Eureka había utilizado—. Venga, vamos a mirar la tormenta.

En cuanto ambos entraron en la sala de estar, los mellizos apartaron la vista del televisor y se levantaron de un salto del sofá. Si había una cosa que a Claire le gustaba más que la televisión, era Brooks.

—Buenas, Harrington-Boudreaux.

Brooks les hizo una reverencia a los niños al llamarlos por su ridículo apellido compuesto, que sonaba a restaurante caro.

—Brooks y yo vamos a ir a buscar caimanes por el agua —dijo Eureka, usando su frase en código.

Los mellizos les tenían pánico a los caimanes y aquel era el modo más fácil de impedir que les siguieran. Los ojos verdes de William se abrieron de par en par. Claire retrocedió y apoyó los codos en el sofá.

—¿Queréis venir, chavales? —Brooks le siguió la corriente—. Los grandes se arrastran hasta la orilla cuando el tiempo está así. —Extendió los brazos tanto como pudo para indicar el tamaño del caimán imaginario—. También pueden viajar. A cincuenta y seis kilómetros por hora.

Claire chilló, con la cara iluminada por la envidia.

William tiró de la manga de Eureka.

—¿Nos prometéis que nos avisaréis si veis alguno?

—Claro.

Eureka le revolvió el pelo y siguió a Brooks fuera del salón.

Pasaron por la cocina, donde su padre estaba al teléfono. Le lanzó a Brooks una mirada comedida, asintió y volvió a escuchar con más atención al agente de seguros. Su padre era amistoso con las amigas de Eureka, pero los chicos —hasta Brooks, que iba por allí desde siempre— sacaban su lado más cauteloso.

En el exterior la noche era tranquila, una lluvia constante acallaba todo lo demás. Eureka y Brooks fueron al columpio de color blanco, que estaba protegido por el piso de arriba. Crujió bajo su peso. Brooks dio una suave patada para comenzar a mecerse y observaron cómo las gotas de lluvia se posaban sobre el arriate de las begonias. Más allá había un pequeño patio con otro columpio muy básico que había construido su padre el verano anterior. Y, más allá, una puerta de hierro forjado se abría hacia el tortuoso bayou marrón.

—Siento no haber ido a la competición de hoy —dijo Brooks.

—¿Sabes quién lo ha sentido más? Maya Cayce. —Eureka apoyó la cabeza en el cojín raído que acolchaba el banco—. Estaba buscándote. Y echándome maldiciones a la vez. Tiene mucho talento esa chica.

—Venga ya. No es tan mala.

—¿Sabes cómo la llama el equipo de campo a través? —preguntó Eureka.

—No me interesan los nombres que le pone la gente que teme a cualquiera que tenga un aspecto distinto a ellos. —Brooks se dio la vuelta para estudiarla—. Creía que a ti tampoco.

Eureka se enfurruñó porque sabía que él tenía razón.

—Te tiene celos —añadió Brooks.

A Eureka nunca se le había pasado por la cabeza.

—¿Por qué iba Maya Cayce a estar celosa de mí?

Brooks no respondió. Los mosquitos pululaban alrededor de las luces por encima de sus cabezas. La lluvia hizo una pausa y luego continuó, acompañada de una generosa brisa que humedeció los pómulos de Eureka. Las hojas mojadas de las palmeras del patio se movieron para saludar al viento.

—Bueno, ¿y qué tal te ha ido hoy? —le preguntó Brooks—. Sin duda, habrás dado lo mejor de ti ahora que te han quitado la escayola.

Eureka supo por la manera de mirarla que esperaba la confirmación de que había vuelto al equipo.

—Cero con cero segundos.

—¿De verdad lo has dejado?

Sonaba triste.

—En realidad la carrera se ha suspendido por la lluvia. Estoy segura de que habrás notado el aguacero torrencial. El que ha sido cincuenta veces más fuerte que este. Pero sí —dio una patada en el porche para balancearse más alto—, también lo he dejado.

—Eureka.

—Por cierto, ¿cómo no te has enterado de esa tormenta?

Brooks se encogió de hombros.

—Tenía prácticas de debate y he salido tarde del instituto. Después, cuando bajaba las escaleras del ala de Arte, me he mareado. —Tragó saliva y casi pareció avergonzarle seguir hablando—. No sé qué ha ocurrido, pero me he despertado al final de las escaleras. Me ha encontrado un novato allí tirado.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Eureka—. ¿Es eso lo que te ha pasado en la frente?

Brooks se retiró el pelo de la frente para enseñar una gasa de doce centímetros cuadrados. Cuando despegó el vendaje, Eureka dio un grito ahogado.

No estaba preparada para ver una herida de ese tamaño. Era de un color rosa intenso, casi un círculo perfecto, tan grande como un dólar de plata. Los círculos de pus y sangre en el interior le otorgaban el aspecto de un tronco de secuoya desprotegido.

—¿Qué has hecho, tirarte sobre un yunque? ¿Te has caído de repente? ¡Qué miedo! —Le retiró el largo flequillo de la frente para examinar la herida—. Deberías ir a un médico.

—¡Eh, ya se me ha ocurrido a mí antes! Me he pasado dos horas en urgencias gracias al chaval aterrado que me había descubierto. Dicen que soy hipoglucémico o una mierda parecida.

—¿Es grave?

—No. —Brooks saltó del balancín y tiró de Eureka para sacarla del porche, hacia la lluvia—. Venga, vamos a atrapar un caimán.

Con el pelo mojado cayéndole por la espalda, Eureka gritó y se rió al bajar del porche con Brooks por el par de escalones que daban al patio cubierto de hierba. El césped estaba alto y le hacía cosquillas en los pies. El agua de los aspersores desaparecía entre la lluvia.

Cuatro robles enormes salpicaban el jardín. Los helechos anaranjados, que brillaban por las gotas de lluvia, rodeaban sus troncos. Eureka y Brooks se quedaron sin aliento cuando se detuvieron frente a la puerta de hierro forjado y alzaron la vista al cielo. Donde se estaba despejando, la noche rebosaba de estrellas, y Eureka pensó que ya no había nadie en el mundo que pudiera hacerla reír salvo Brooks. Imaginó una cúpula de cristal bajando del cielo, sellando el patio como un globo de nieve, capturándolos a ambos en aquel momento para siempre, con la lluvia cayendo eternamente, y sin tener que enfrentarse a nada más excepto a la luz de las estrellas y a la picardía en los ojos de Brooks.

La puerta trasera se abrió y Claire asomó su cabeza rubia.

—Reka —la llamó. La luz del porque iluminó sus mejillas redondeadas—, ¿está ahí el caimán?

Eureka y Brooks intercambiaron una sonrisa en la oscuridad.

—No, Claire. Puedes salir.

Con extrema cautela, la niña fue de puntillas hasta el felpudo. Se inclinó hacia delante y ahuecó las manos sobre la boca para proyectar la voz.

—Ha venido alguien. Un chico. Quiere verte.