5

Tormenta

Cat Estes tenía un modo muy particular de arquear la ceja izquierda y llevarse una mano a la cadera, lo que Eureka sabía que significaba «chismorreo». Su mejor amiga tenía la nariz salpicada de pecas oscuras, un hueco encantador entre las dos paletas, curvas en todos los sitios donde Eureka no tenía y un pelo con mechas, recogido en gruesas trenzas.

Cat y Eureka vivían en el mismo vecindario, cerca del campus. El padre de Cat era profesor de estudios afroamericanos en la universidad. Cat y su hermano pequeño, Barney, eran los únicos jóvenes negros en el Evangeline.

Cuando Cat vio a Eureka —con la cabeza agachada, corriendo al salir de la camioneta de Ander en un intento de que la entrenadora no advirtiera su presencia—, terminó la diatriba que estaba dirigiendo a las profanadoras de uniforme de segundo. Eureka oyó que ordenaba a las chicas que hicieran cincuenta flexiones con los nudillos antes de pasar por su lado.

—¡Paso, por favor! —gritó Cat mientras se abría camino a través de un grupo de novatos que representaba un combate de espada láser con unos vasos de papel triangulares.

Cat era velocista y cogió a Eureka del brazo antes de que esta se metiera en los vestuarios. Ni siquiera le faltaba el aliento.

—¿Vas a volver al equipo?

—Le dije a la entrenadora que correría hoy —contestó Eureka—. No quiero que le deis importancia.

—Sí —asintió Cat—, tenemos otras cosas de las que hablar de todos modos.

La ceja izquierda se elevó hasta una altura sorprendente y la mano se deslizó hasta la cadera.

—Quieres saber quién es el chico de la camioneta —supuso Eureka mientras abría la pesada puerta gris y tiraba de su amiga para meterla dentro.

El vestuario estaba vacío, pero el calor y las hormonas producidas por tantas adolescentes aún resultaban palpables. Por las puertas medio abiertas de las taquillas asomaban secadores de pelo y estuches manchados de maquillaje, y había desodorantes en barra por el suelo de cerámica. Varias prendas del indulgente atuendo del Evangeline estaban repartidas al azar por todas partes. Pese a que Eureka no había ido por allí todavía ese año, podía imaginarse con facilidad cómo tiraban esa falda hacia la taquilla en medio de una conversación sobre un horrible examen de religión o cómo habían desatado los cordones de esos zapatos mientras alguien le contaba a una amiga entre susurros que había jugado a la botella el sábado anterior.

A Eureka le encantaban los cotilleos de los vestuarios; en el equipo eran tan primordiales como correr. Pero ese día se sentía aliviada por estar en un vestuario vacío, aunque eso significase que debía darse prisa. Dejó caer la bolsa y se quitó los zapatos enseguida.

—Hummm, sí, quiero saber quién es el chico de la camioneta. —Cat sacó los pantalones cortos de correr y el polo de Eureka de su bolsa para ayudarla—. ¿Y qué te ha pasado en la cara? —Señaló los arañazos que el airbag le había hecho en la mejilla y la nariz—. Será mejor que se lo cuentes a la entrenadora.

Eureka inclinó la cabeza hacia abajo para recogerse el pelo en una cola de caballo.

—Ya le dije que tenía cita con una doctora y que quizá llegaba un poco tarde…

—Muy tarde. —Cat estiró sus largas piernas por el banco y se tocó los dedos de los pies para estirarse bien—. Da igual. ¿De qué conoces a Monsieur Semental?

—Es un imbécil —mintió Eureka. Ander no era un imbécil. Era poco corriente, costaba saber de qué iba, pero no era un imbécil—. Me ha dado en una señal de stop. Estoy bien —añadió al instante—, solo me he hecho estos arañazos. —Se pasó un dedo por la mejilla, sensible—. Pero Magda ha quedado totalmente destrozada. Ha tenido que llevársela la grúa.

—Aj, no. —Cat arrugó la cara—. ¿Tino Libertino?

Cat no era de New Iberia, había vivido en la misma bonita casa de Lafayette toda su vida, pero había pasado tiempo suficiente en la ciudad natal de Eureka como para conocer el elenco de la zona.

Eureka asintió.

—Se ha ofrecido a llevarme, pero no iba a…

—Ni de coña. —Cat comprendía la imposibilidad de montarse en la furgoneta de Tino. Se estremeció y sacudió la cabeza de modo que las trenzas le dieron en la cara—. Al menos Zas…, ¿podemos llamarle Zas?, al menos te ha traído hasta aquí.

Eureka se sacó la falda por la cabeza y se puso los pantalones cortos.

—Se llama Ander. Y no ha pasado nada.

—Zas suena mejor.

Cat se echó un chorro de protección solar en la palma de la mano y lo extendió suavemente por la cara de Eureka, teniendo cuidado con los arañazos.

—Va al Manor, por eso me ha traído al instituto. Competiré con él en unos minutos y probablemente lo haré de pena porque no he calentado.

—Oooh, qué carrera más picante. —De repente Cat estaba en su mundo, haciendo grandes gestos con las manos—. Veo la adrenalina que sube mientras corremos transformándose en una ardiente pasión en la línea de meta. Veo sudor. Veo vapor. El amor dura todo el recorrido…

—Cat —dijo Eureka—. Basta. ¿Qué le pasa a la gente hoy que no deja de intentar liarme con alguien?

Cat siguió a Eureka hasta la puerta.

—Yo lo intento todos los días. ¿De qué sirven los calendarios sin citas?

Para ser una chica fuerte e inteligente —Cat era cinturón azul en kárate, hablaba francés no cajún con un acento envidiable y el verano anterior consiguió una beca para un campamento de biología molecular en la LSU—, la mejor amiga de Eureka también era una romántica cachonda. La mayoría de los chicos del Evangeline no sabía lo lista que era porque su locura por los chicos tendía a ocultarlo. Conocía a tipos de camino al baño en el cine, no tenía un solo sujetador que no fuera todo de encaje y se pasaba el tiempo tratando de hacer de celestina. Una vez, en Nueva Orleans, había intentado juntar a dos sintecho en la plaza Jackson.

—Espera. —Cat se detuvo y miró a Eureka con la cabeza ladeada—. ¿Quién más ha querido liarte con alguien? Esa es mi especialidad.

Eureka empujó la barra de metal para abrir la puerta y salió a la tarde húmeda. Unas nubes bajas de color verde grisáceo tapaban el cielo. El olor del aire insinuaba tormenta. Hacia el oeste había una atractiva zona despejada donde Eureka vio el sol bajando sigilosamente, tiñendo la esquirla de cielo sin nubes de violeta oscuro.

—Mi nueva loquera maravillosa cree que estoy colada por Brooks —respondió Eureka.

En el otro extremo del campo, el silbido de la entrenadora reunió al resto del equipo bajo el poste oxidado de fútbol. El equipo visitante del Manor estaba preparándose en la otra punta. Eureka y Cat tendrían que pasar por allí, lo que ponía nerviosa a Eureka, aunque todavía no había visto a Ander. Las chicas se acercaron trotando a su equipo, con el propósito de pasar inadvertidas al final del grupo.

—¿Tú con Brooks? —Cat fingió asombro—. Estoy impresionada. Bueno, es que… bueno, es toda una sorpresa.

—Cat. —Eureka se puso seria y su amiga dejó de trotar—. Mi madre.

—Lo sé.

Cat abrazó a Eureka con fuerza. Tenía los brazos delgaduchos, pero sus abrazos eran potentes.

Se detuvieron en las gradas, dos largas filas de bancos oxidados a cada lado de la pista. Eureka podía oír a la entrenadora hablar sobre el ritmo de la carrera, la competición regional del mes siguiente, de encontrar la posición adecuada en la línea de salida. Si Eureka fuera la capitana, estaría explicando al equipo esos temas en detalle. Sabía que el entrenamiento previo a la carrera le quitaba el sueño, pero ya no se imaginaba ahí delante, hablando con seguridad.

—Todavía no estás preparada para pensar en chicos —dijo Cat a la coleta de Eureka—. ¡Qué estúpida soy!

—No empieces a llorar.

Eureka la apretó con más fuerza.

—Vale, vale. —Cat se sorbió la nariz y se apartó—. Ya sé que no soportas que me ponga a llorar.

Eureka se encogió.

—No es que no soporte que…

Dejó de hablar. Vio a Ander cuando salía del vestuario visitante al otro lado de la pista. Su uniforme no pegaba demasiado con el de los otros: el cuello amarillo parecía desteñido y los pantalones eran más cortos que los que llevaba el resto del equipo. El uniforme parecía anticuado, como los de las fotografías descoloridas de los equipos de campo a través de antaño que había colgadas en las paredes del gimnasio. Tal vez era una prenda heredada de un hermano mayor, pero parecía lo típico que se encuentra en el Ejército de Salvación después de que algún chaval se haya graduado y su madre haya limpiado el armario con el fin de tener más espacio para los zapatos.

Ander observaba a Eureka, ajeno a lo que le rodeaba: su equipo al final del campo, nubes infladas en el cielo que se acercaban cada vez más; era tan extraño que mirase de aquella manera… No parecía darse cuenta de lo raro que era. O tal vez no le importaba.

A Eureka sí. Bajó la vista y se sonrojó. Empezó a correr de nuevo. Recordó la sensación de aquella lágrima que se le había formado en la comisura del ojo, la increíble caricia de su dedo en un lado de la nariz. ¿Por qué había llorado en la carretera aquella tarde cuando no estuvo tentada ni en el funeral de su madre? No había llorado cuando la encerraron en aquel psiquiátrico durante dos semanas. No había llorado desde… la noche en que Diana la había abofeteado y se había marchado de casa.

—Oh, oh —dijo Cat.

—No te quedes mirándolo —masculló Eureka, segura de que Cat se refería a Ander.

—¿A quién? —susurró Cat—. Yo lo decía por la bruja esa de ahí. No te fijes y puede que no nos vea. No mires, Eureka, no…

No se puede no mirar cuando alguien está diciéndote que no lo hagas, pero aquel vistazo rápido hizo que se arrepintiera.

—Demasiado tarde —farfulló Cat.

—¡Boudreaux!

El apellido de Eureka pareció vibrar como un movimiento sísmico por el campo.

Maya Cayce tenía la voz tan grave como la de un chico, te confundía hasta que veías su cara. Algunos nunca se recuperaban totalmente de esa primera visión. Maya Cayce era extraordinaria, con un pelo espeso y oscuro que le caía en ondas sueltas hasta la cintura. Era conocida por ir a gran velocidad por los pasillos del instituto, un sorprendente garbo gracias a unas piernas interminables. Su piel suave y brillante lucía diez de los tatuajes más intrincadamente hermosos que hubiera visto Eureka nunca —incluyendo una trenza de tres plumas diferentes que le recorría el antebrazo; un pequeño retrato de su madre, estilo camafeo, en el hombro; y un pavo real dentro de la pluma de un pavo real, debajo de su clavícula—, todos ellos diseñados por ella misma y que se los había hecho en un sitio de Nueva Orleans llamado Electric Ladyland. Era estudiante del último curso, patinadora, se rumoreaba que wiccana, estaba por encima de todas las camarillas, contralto en el coro, campeona amazona estatal, y odiaba a Eureka Boudreaux.

—Maya.

Eureka la saludó con la cabeza, pero no aminoró el paso.

En su visión periférica, Eureka percibió que Maya Cayce se levantaba del borde de las gradas. Vio la masa oscura de la chica dando grandes zancadas para detenerse delante de ella.

Eureka derrapó para evitar el choque.

—¿Sí?

—¿Dónde está?

Maya llevaba un vestido negro, suelto y supercorto, con unas mangas extralargas y extraacampanadas; iba sin maquillaje, salvo por una capa negra de rímel. Pestañeó.

Estaba buscando a Brooks. Siempre estaba buscando a Brooks. Por qué seguía obsesionada con su amigo después de no haber salido más que dos veces con él el año anterior era uno de los misterios más inescrutables de la galaxia. Brooks era un chico dulce, pero normalito. Maya Cayce, en cambio, era fascinante y aun así, por alguna razón, estaba loca por él.

—No le he visto —respondió Eureka—. Quizá hayas notado que estoy en el equipo de campo a través y que está a punto de empezar la carrera.

—Tal vez más tarde podamos ayudarte a acecharlo. —Cat intentó pasar a Maya, que era bastante más alta que ella subida en aquellas cuñas de quince centímetros—. Oh, espera, no, estoy ocupada esta noche. Me he apuntado a un seminario web. Lo siento, Maya, tendrás que hacerlo sola.

Maya levantó la barbilla, parecía estar considerando si se lo tomaba como un insulto. Cuando estudiabas sus pequeños rasgos encantadores de manera individual, aparentaba menos de diecisiete años.

—Prefiero trabajar sola. —Maya bajó la vista para mirar a Cat. Su perfume olía a pachuli—. Mencionó que quizá se pasaba y pensé que el bicho raro este —dijo señalando a Eureka— podría haberle…

—No le he visto.

Eureka recordó en aquel momento que Brooks era la única persona a la que le había confiado el acuerdo con la entrenadora. No le había dicho que fuera a asistir a la carrera, pero sería un dulce gesto que su amigo se pasara. Dulce hasta que el plan añadía a Maya Cayce; entonces las cosas se agriaban.

Cuando Eureka pasaba por su lado, algo le golpeó la nuca, justo encima de la coleta. Se dio la vuelta lentamente para ver retirarse la palma de Maya Cayce. Las mejillas de Eureka se encendieron. Sintió una punzada en la cabeza, pero lo que la hirió fue el orgullo.

—¿Hay algo que quieras decirme, Maya, tal vez a la cara?

—Oh. —La voz ronca de Maya se suavizó, se endulzó—. Es que tenías un mosquito en la cabeza. Ya sabes que transmiten enfermedades, acuden al agua estancada.

Cat resopló, cogió a Eureka de la mano para llevarla hacia el campo y espetó por encima del hombro:

—¡Tú sí que eres malá-rica, Maya! Llámanos cuando des tu primer espectáculo como cómica.

Lo triste era que Maya y Eureka antes eran amigas, antes de empezar en el Evangeline, antes de que Maya entrara en la pubertad como un ángel de cabello oscuro y se convirtiera en una inabordable diosa gótica. Eran dos niñas de siete años que iban a teatro en el campamento de verano de la universidad. Intercambiaban la comida todos los días. Eureka le daba en un santiamén los elaborados bocadillos de pavo que preparaba su padre a cambio de unos sándwiches de pan blanco con crema de cacahuete y mermelada. Pero dudaba de que Maya Cayce se acordara de eso.

—¡Estes!

Era el agudo chillido de la entrenadora Spence, Eureka lo conocía bien.

—A por ellos, entrenadora —respondió Cat con entusiasmo.

—¡Me ha encantado tu discurso! —gritó la entrenadora a Cat—. La próxima vez intenta estar un poco más presente. —Antes de que la entrenadora pudiera continuar recriminándoselo, vio a Eureka al lado de Cat. La mueca no se le suavizó, pero sí la voz—. Me alegra que estés aquí, Boudreaux —dijo al pasar entre las demás alumnas, que giraron la cabeza—. Justo a tiempo para una rápida foto de anuario antes de la carrera.

Todos los ojos estaban clavados en Eureka. Seguía roja por su interacción con Maya, y el peso de tantas miradas le hacía sentir claustrofobia. Unas cuantas compañeras de equipo susurraron como si Eureka diera mala suerte. Los que antes eran sus amigos le tenían miedo. Quizá no querían que volviera.

Eureka se sentía engañada. Una foto de anuario no era parte de su acuerdo con la entrenadora. Vio al fotógrafo, un hombre de unos cincuenta años con una coleta corta y oscura, que estaba montando un enorme flash. Se imaginó metiéndose en una de las filas junto a las otras chicas mientras la luz brillante le iluminaba el rostro. Se imaginó la foto impresa en trescientos anuarios, se imaginó a futuras generaciones pasando las páginas. Antes del accidente Eureka nunca se pensaba dos veces posar ante una cámara; su cara se contraía para formar sonrisas y lanzar besos al aire dedicados a todos los amigos de Facebook e Instagram. Pero ¿y ahora?

La permanencia de esa única foto haría que se sintiese una impostora. Le daban ganas de salir corriendo. Tenía que dejar el equipo ya mismo, antes de que quedara constancia de que había tenido la intención de correr aquel año. Se imaginó la mentira de su historial académico: Club de Latín, equipo de campo a través y una lista de clases avanzadas. La culpa de la superviviente, la única actividad extraescolar en la que Eureka invertía su tiempo, no estaba en aquel expediente. Se puso tensa para ocultar que estaba temblando.

La mano de Cat apareció en su hombro.

—¿Qué pasa?

—No puedo salir en esa foto.

—¿Cuál es el problema?

Eureka retrocedió unos pasos.

—No puedo.

—No es más que una foto.

Los ojos de Eureka y Cat se alzaron hacia el cielo cuando un trueno fortísimo sacudió el campo. Un muro de nubes estalló sobre la pista. Comenzó a llover a cántaros.

—¡Perfecto! —gritó la entrenadora al cielo.

El fotógrafo se apresuró a tapar su equipo con un fino blazer de lana. Las compañeras alrededor de Eureka se dispersaron como hormigas. A través de la lluvia, Eureka se topó con la dura mirada de la entrenadora, y negó con la cabeza, despacio.

«Lo siento —quería decir—, lo siento, esta vez lo dejo de verdad.»

En mitad de aquel chaparrón, algunas chicas se echaron a reír. Otras gritaban. En cuestión de segundos, Eureka quedó empapada. Al principio sintió el agua fría sobre la piel, pero tras quedar calada, el cuerpo se le calentó como cuando nadaba.

Apenas veía nada en el campo. La cortina de lluvia parecía una cota de malla. Se oyó un triple silbido, proveniente del grupo del instituto Manor. La entrenadora Spence respondió con el mismo triple silbido. Era oficial: la tormenta había ganado el encuentro.

—¡Todas adentro! —gritó la entrenadora, pese a que el equipo ya estaba corriendo hacia los vestuarios.

Eureka chapoteó por el lodo. Había perdido a Cat. A mitad de camino, al otro lado del campo, captó un brillo con el rabillo del ojo. Se dio la vuelta y vio a un chico allí de pie, solo, mirando fijamente el torrente.

Era Ander. No entendía cómo podía verle con claridad cuando el mundo a su alrededor se había convertido en las cataratas del Niágara.

Ander no estaba mojado. La lluvia caía en cascada a su alrededor, aporreando el fango a sus pies. Pero su pelo, su ropa, sus manos y su cara estaban tan secos como cuando se encontraba en la carretera de tierra y extendió la mano para coger su lágrima.