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Impulso

Eureka se llevó la mano a la mejilla mientras abría los ojos y volvía a la escena con su coche destrozado y el chico extraño.

No había pensado nunca en aquella noche. Pero entonces, en aquella abrasadora carretera desierta, pudo sentir el ardor que su madre le había dejado en la piel con la palma de la mano. Aquella había sido la única vez que Diana le había pegado. Era la única vez que había asustado a Eureka. Nunca volvieron a hablar del asunto y Eureka no volvió a derramar una sola lágrima… hasta ese momento.

«No ha sido lo mismo», se dijo a sí misma. Aquellas lágrimas habían sido torrenciales, vertidas por la ruptura de sus padres. Las repentinas ganas de llorar por el Jeep machacado ya se habían replegado en su interior, como si nunca hubieran salido a la superficie.

Unas nubes rápidas taparon el cielo y lo tiñeron de un gris desagradable. Eureka miró hacia la intersección vacía, al mar de altas cañas de azúcar de tono trigueño que bordeaba la carretera y al claro abierto y verde más allá de los cultivos; todo estaba en calma, expectante. Tenía escalofríos, temblaba, igual que después de correr un largo trecho sin agua en un día caluroso.

—¿Qué acaba de pasar?

Se refería al cielo, a la lágrima, al accidente… a todo lo que había sucedido desde que se lo había encontrado.

—Una especie de eclipse, quizá —respondió él.

Eureka giró la cabeza para que la oreja derecha estuviera más cerca de él y así poder oírle con claridad. No soportaba el audífono que le habían puesto después del accidente. Nunca lo llevaba. Había metido el estuche en alguna parte del fondo de su armario y le había dicho a Rhoda que le daba dolor de cabeza. Se había acostumbrado a volver la cara tan sutilmente que la mayoría de la gente ni se daba cuenta. Pero ese chico parecía que sí y se acercó más a su oído bueno.

—Parece que ya ha terminado.

Su piel pálida brillaba en la peculiar oscuridad. Eran solo las cuatro, pero el cielo estaba tan poco iluminado como en las horas antes del amanecer.

Eureka señaló su ojo y luego el del chico, el destino de su lágrima.

—¿Por qué has…?

No sabía cómo formular la pregunta; era muy extraño. Se le quedó mirando. Llevaba unos bonitos vaqueros oscuros y el tipo de camisa blanca, planchada, que no se veía en los jóvenes del bayou. Sus zapatos marrones, acordonados, estaban pulidos. No parecía de por allí. Pero la gente siempre decía eso mismo de Eureka, y ella había nacido y se había criado en New Iberia.

Estudió su rostro, la forma de su nariz, la manera en que sus pupilas se dilataban bajo su escrutinio. Por un momento, los rasgos del chico parecieron nublarse, como si Eureka le estuviera mirando bajo el agua. Se le ocurrió que si le pidieran que lo describiera al día siguiente, era muy probable que no recordara su cara. Se restregó los ojos. Estúpidas lágrimas.

Cuando volvió a mirarle, vio sus rasgos definidos, nítidos. Eran unos bonitos rasgos. No había nada raro en ellos. Sin embargo… la lágrima. Ella no lloraba. ¿Qué le había ocurrido?

—Me llamo Ander.

Le tendió la mano educadamente, como si hiciera un momento no le hubiera secado el ojo con toda confianza, como si no acabara de hacer la cosa más extraña y sexy que nadie hubiera hecho jamás.

—Eureka.

Le estrechó la mano. ¿Le sudaba la palma o era la de él?

—¿De dónde sale un nombre como ese?

La gente de por allí suponía que la habían llamado Eureka por un pueblecito del norte de Luisiana. Probablemente creían que sus padres habían hecho una escapada de fin de semana en verano, con el viejo Continental de su padre, y que pasaron allí la noche cuando se quedaron sin gasolina. Nunca le había contado a nadie la historia real, salvo a Brooks y a Cat. Costaba convencer a la gente de que pasaban cosas más allá de lo que ellos conocían.

La verdad era que cuando la madre adolescente de Eureka supo que estaba preñada, salió enseguida de Luisiana. Condujo hacia el oeste en mitad de la noche, saltándose de mala manera todas las estrictas normas de sus padres y terminó en una cooperativa hippy cerca del lago Shasta, en California, que el padre de Eureka seguía llamando «el vórtice».

«Pero volví, ¿no? —Se había reído Diana cuando era joven y todavía estaba enamorada de su padre—. Yo siempre vuelvo.»

El día que Eureka cumplió ocho años, Diana se la llevó allí. Pasaron unos días con los viejos amigos de su madre en la cooperativa, jugaron a las cartas y bebieron sidra turbia, sin filtrar. Entonces, cuando ambas se sintieron lejos del mar —lo que les ocurre enseguida a los cajunes—, se acercaron a la costa a comer ostras, saladas y frías, con trozos de hielo pegados a las conchas, las mismas con las que crecían los niños del bayou. De camino a casa, Diana tomó la carretera de Oceanside hasta la ciudad de Eureka, donde señaló una clínica junto a la que pasaron; allí había nacido Eureka hacía ocho años, un 29 de febrero.

Pero Eureka no hablaba sobre Diana con cualquiera, porque la mayoría no comprendía el complejo milagro que era su madre, y esforzarse por defenderla resultaba doloroso. Así que Eureka se lo quedaba todo dentro y levantaba un muro a su alrededor que la mantuviera apartada de otros mundos y personas como aquel chico.

—Ander no es un nombre que se oiga todos los días.

El muchacho bajó la vista y oyeron un tren que se dirigía hacia el oeste.

—Es un nombre de la familia.

—¿Y quiénes son los tuyos?

Sabía que había sonado como los otros cajunes que pensaban que el sol salía y se ponía en su bayou. Eureka no creía eso, nunca lo había creído, pero había algo en aquel chaval que le hacía parecer que hubiera salido espontáneamente junto a las cañas de azúcar. Una parte de Eureka lo encontraba emocionante. La otra parte, la que quería que el coche se arreglara, estaba inquieta.

Unas ruedas sobre la carretera de grava hicieron que Eureka volviera la cabeza. Al ver que una grúa oxidada paraba justo detrás de ella, gruñó. A través del parabrisas salpicado de bichos, apenas veía al conductor, pero todos en New Iberia conocían la camioneta de Tino Libertino.

Nadie le llamaba así, salvo las mujeres de entre trece y cincuenta y cinco años, la mayoría de las cuales había tenido que enfrentarse a sus manos o mirada lascivas. Cuando no estaba remolcando coches o tratando de ligarse a menores y casadas, Tino Marais estaba en las marismas: pescando, tirando latas de cerveza y absorbiendo la podredumbre de los reptiles del pantano a través de su áspera piel tostada. No era muy mayor, pero parecía viejo, lo que hacía que sus insinuaciones fueran aún más repulsivas.

—¿Necesitáis que os remolque?

Sacó el codo por la ventana de su camioneta gris nube. Una buena bola de tabaco de mascar le hinchaba la mejilla.

Eureka no había pensado en llamar a una grúa, probablemente porque la de Tino era la única de la ciudad. No entendía cómo los había encontrado. Estaban en una carretera secundaria por la que apenas pasaba nadie.

—¿Eres clarividente o algo parecido?

—Eureka Boudreaux y sus palabras finas. —Tino miró a Ander como buscando un aliado ante la rareza de Eureka. Pero entonces lo observó con más detenimiento, entrecerró los ojos y su alianza cambió—. ¿Eres de fuera? —le preguntó a Ander—. ¿Te ha dado este chaval, Reka?

—Ha sido un accidente.

Eureka se encontró defendiendo a Ander. Le molestaba cuando los de la zona creían que primero estaban los cajunes y luego el resto del mundo.

—Eso no es lo que me ha dicho el viejo Big Jean. Me ha avisado él de que necesitabas una grúa.

Eureka asintió, su pregunta quedaba respondida. Big Jean era un dulce viudo que vivía en una cabaña a medio kilómetro de aquella carretera. Antes tenía una esposa infernal llamada Rita, pero había muerto hacía una década y Big Jean no se movía mucho por ahí él solo. Cuando el huracán Rita destrozó el bayou, la casa de Big Jean quedó muy mal. Eureka le había oído decir una veintena de veces con su voz ronca: «Lo único peor que la primera Rita fue la segunda Rita. Una se quedó en mi casa y la otra la echó abajo».

La ciudad le ayudó a reconstruir su cabaña y, aunque estaba a kilómetros de la costa, insistía en apoyarla sobre pilotes de seis metros al tiempo que mascullaba: «He aprendido la lección, he aprendido la lección».

Diana solía llevar a Big Jean pasteles sin azúcar. Eureka la acompañaba y escuchaban en su equipo de música los viejos discos de 78 rpm que el hombre tenía de Dixieland. Siempre se habían gustado mutuamente.

La última vez que le había visto estaba muy mal de su diabetes, y sabía que no bajaba a menudo las escaleras de su casa. Tenía un hijo adulto que le hacía la compra, pero Big Jean pasaba la mayor parte del tiempo en su porche, en la silla de ruedas, observando los pájaros del pantano con sus prismáticos. Debía de haber visto el accidente y llamado a la grúa. Eureka miró hacia su cabaña elevada y vio que la saludaba con el brazo cubierto por la bata.

—¡Gracias, Big Jean! —gritó.

Tino había salido de la camioneta y estaba enganchando a Magda a la grúa. Llevaba unos Wranglers anchos y oscuros, y una camiseta de baloncesto del equipo de la LSU. Tenía unos brazos enormes, llenos de pecas. Eureka observó como conectaba los cables al chasis. Le molestó el silbido que emitió cuando examinó los daños de la parte trasera de Magda.

Tino lo hacía todo despacio excepto enganchar sus remolques, aunque por una vez Eureka le agradecía que estuviera por allí. Todavía tenía esperanzas de llegar a tiempo al instituto para el encuentro deportivo. Quedaban veinte minutos y aún no había decidido si iba a participar en la carrera o a dejarlo del todo.

El viento hacía susurrar las cañas de azúcar. Era casi fauchaison, tiempo de cosecha. Miró a Ander, que estaba observándola con tal atención que la hacía sentirse desnuda, y se preguntó si conocía aquella zona rural como ella, si sabía que en dos semanas los agricultores aparecerían con sus tractores para cortar las cañas por la base y dejarlas crecer otros tres años hasta que se convirtieran en los laberintos por los que correteaban los niños. Se preguntó si Ander habría corrido por aquellos campos como ella y como cualquier niño del bayou. ¿Había pasado las mismas horas que Eureka escuchando el susurro seco de sus tallos dorados, pensando que no había un sonido más bonito en el mundo que el de las cañas de azúcar antes de la cosecha? ¿O Ander solo estaba de paso?

En cuanto hubo asegurado el coche de Eureka, Tino miró la camioneta de Ander.

—¿Necesitas algo, chaval?

—No, señor, gracias.

Ander no tenía acento cajún y era demasiado educado y formal para ser del campo. Eureka se preguntó si a Tino alguna vez le habrían llamado «señor».

—Pues vale. —Tino sonó ofendido, como si Ander en general fuera insultante—. Vamos, Reka. ¿Necesitas que te lleve a alguna parte? ¿Como a un salón de belleza?

Se rió socarronamente, señalando el pelo teñido, que le había crecido.

—Cállate, Tino.

«Belleza» sonaba como «fealdad» en su boca.

—Es una broma. —Alargó la mano para tirarle del pelo, pero Eureka se apartó encogiéndose—. ¿Así es como se arreglan el pelo las chicas ahora? Muy… muy interesante. —Se desternilló de risa y luego señaló con el pulgar hacia la puerta del asiento del copiloto en su camioneta—. Okay, hermana, tira para dentro. Los cajunes debemos permaneces unidos.

Tino tenía una manera de hablar asquerosa. Su camioneta era asquerosa. Con tan solo echarle un vistazo al interior por la ventanilla, Eureka supo que no quería subirse a eso. Había revistas guarras por todas partes y bolsas grasientas de cortezas de cerdo en el salpicadero. Un ambientador verde de menta colgaba del espejo retrovisor, apoyado en un icono de madera de santa Teresa. Las manos de Tino estaban manchadas de la grasa de los engranajes. Todo él necesitaba el tipo de limpieza a presión reservado a los edificios medievales manchados de hollín.

—Eureka —dijo Ander—, yo puedo llevarte.

Se sorprendió pensando en Rhoda, preguntándose qué diría si estuviera sentada sobre el hombro de Eureka, vestida con su habitual traje de chaqueta con hombreras. Ninguna de las opciones constituía lo que la esposa de su padre llamaría «una solución sensata», pero al menos Tino era un fenómeno conocido. Y los buenos reflejos de Eureka podían mantener las manos de aquel asqueroso en el volante.

Pero ahí estaba Ander…

¿Por qué pensaba Eureka en lo que le aconsejaría Rhoda en lugar de Diana? No quería parecerse a aquella mujer. Quería ser como su madre, que nunca hablaba de seguridad ni juzgaba. Diana hablaba de pasión y sueños.

Y ya no estaba.

Y no iba más que al instituto, no era una decisión que fuese a cambiarle la vida.

Su teléfono estaba vibrando. Era Cat: «Deséanos suerte para que ganemos a los del Manor. Todo el equipo te echa de menos.»

Faltaban dieciocho minutos para la carrera. Eureka tenía la intención de desearle suerte a Cat en persona, tanto si participaba ella misma como si no. Hizo un gesto rápido de «Vale» con la cabeza mirando a Ander y caminó hasta su furgoneta.

—Lleva el coche al Sweet Pea, Tino —dijo ya desde el asiento del pasajero—. Mi padre y yo lo recogeremos más tarde.

—Tú misma. —Tino se subió a su camioneta, enfadado, y señaló a Ander con la cabeza—. Ten cuidado con ese tío. Tiene una cara que me gustaría olvidar.

—Estoy seguro de que así será —masculló Ander mientras abría la puerta del conductor.

El interior de su camioneta estaba inmaculado. Debía de tener treinta años, pero el salpicadero brillaba como si lo acabaran de pulir a mano. En la radio sonaba una vieja canción de Bunk Johnson. Eureka se acomodó en el asiento de cuero y se abrochó el cinturón de seguridad.

—Se suponía que ya debería estar en el instituto —dijo cuando Ander arrancó la furgoneta—. ¿Podrías pisarle? Irás más rápido si vas por…

—Las carreteras secundarias, lo sé.

Ander giró hacia la izquierda por un camino de tierra sombreado, que Eureka creía que era su atajo. Lo observó acelerar; conducía con confianza por aquella carretera bordeada de maíz por la que rara vez pasaba nadie.

—Voy al instituto Evangeline. Está en…

—Woodvale con Hampton —completó Ander—. Lo sé.

Eureka se rascó la frente, preguntándose de pronto si aquel chico iría a su instituto, si se habría sentado detrás de ella en clase de lengua durante tres años seguidos o algo parecido. Pero Eureka conocía a las doscientas setenta y seis personas que asistían a su pequeño instituto católico. Al menos los conocía a todos de vista. Si alguien como Ander fuera al Evangeline, se habría más que enterado de su presencia. Cat estaría coladísima por él y, según las normas de las mejores amigas, Eureka se habría aprendido de memoria la fecha de su cumpleaños, cuál era su lugar preferido para salir el fin de semana y el número de su matrícula.

Entonces ¿a qué instituto iba? En vez de tener el coche empapelado con pegatinas o el salpicadero lleno de muñecos y demás parafernalia, como la mayoría de los chicos que iban a institutos públicos, la furgoneta de Ander no llevaba nada. Una simple etiqueta cuadrada, de unos centímetros de ancho, colgaba del espejo retrovisor. Tenía el fondo plateado y un monigote azul que sujetaba una lanza apuntando hacia el suelo. Se inclinó hacia delante para examinarla y advirtió que la misma imagen aparecía en ambos lados. Olía como a citronela.

—Es un ambientador —dijo Ander cuando Eureka inspiró su aroma—. Los daban gratis en el lavadero de coches.

Eureka se recostó en el asiento. Ander ni siquiera tenía mochila. De hecho, el enorme bolso lleno hasta reventar de Eureka estropeaba el orden de la camioneta.

—Nunca había visto a un chico con un coche tan impecable. ¿No tienes que hacer deberes? —Se rió—. ¿Libros?

—Leo libros —contestó Ander de manera cortante.

—Vale, eres culto. Perdona.

Ander frunció el entrecejo y subió el volumen de la música. Parecía distante, hasta que Eureka advirtió que le temblaba la mano mientras movía el dial. Él percibió que se había dado cuenta y volvió a sujetar con fuerza el volante, aunque entonces ella ya sabía que el accidente también le había afectado.

—¿Te gusta este tipo de música? —preguntó ella mientras un gavilán colirrojo sobrevolaba el cielo gris frente a ellos buscando comida.

—Me gustan las cosas antiguas —respondió Ander en voz baja, vacilante, al girar rápidamente por otra carretera de grava.

Eureka miró su reloj y se alegró al ver que tal vez conseguiría llegar a tiempo. Su cuerpo deseaba participar en aquella carrera; la ayudaría a calmarse antes de enfrentarse a su padre y Rhoda, antes de tener que dar la noticia de que Magda había quedado abollada. También haría muy feliz a la entrenadora si Eureka corría aquel día. Quizá podría volver…

Su cuerpo salió disparado hacia delante cuando Ander pisó el freno. El brazo del chico salió disparado dentro de la camioneta para hacer retroceder el cuerpo de Eureka, del modo en que solía hacerlo Diana, y le sobresaltó la mano de él sobre ella.

El coche chirrió antes de parar bruscamente y Eureka vio el porqué. Ander había frenado para evitar atropellar una de las abundantes ardillas zorro que pasaban por los árboles de Luisiana como la luz del sol. El chico pareció darse cuenta de que aún la sujetaba contra el asiento con el brazo. Las yemas de los dedos le apretaron la piel por debajo del hombro.

Dejó caer la mano y contuvo el aliento.

Los hermanos mellizos de Eureka, que tenían cuatro años, se habían pasado todo el verano intentando coger una de aquellas ardillas en el patio trasero. Eureka sabía lo rápidos que eran esos animales. Esquivaban los coches veinte veces al día. Nunca había visto a nadie que diera un frenazo para evitar golpear a uno.

El animal también pareció sorprenderse. Se quedó inmóvil, miró hacia el parabrisas un instante, como para dar las gracias, luego subió a toda velocidad por el tronco gris de un roble y desapareció.

—¡Vaya, pues sí que te funcionan los frenos! —Eureka no pudo contenerse—. Me alegro de que la ardilla haya podido escapar con la cola intacta.

Ander tragó saliva y volvió a pisar el acelerador. Le dirigió largas miradas, sin ningún reparo, a diferencia de lo que hacían los chicos del instituto, que eran más disimulados. Parecía estar buscando qué decirle.

—Eureka…, lo siento.

—Gira a la izquierda —ordenó ella.

Él ya se disponía a girar a la izquierda por la estrecha carretera.

—No, en serio, ojalá pudiera…

—No es más que un coche —le interrumpió. Ambos estaban nerviosos. Ella no debería haber bromeado sobre la ardilla. Él trataba de ser más prudente—. Lo arreglarán en el Sweet Pea. De todas formas, tampoco me importa tanto ese coche. —Ander escuchaba con atención sus palabras y ella se dio cuenta de que sonaba como una niñata de instituto privado, aunque aquel no era para nada su estilo—. Créeme, doy gracias por tener uno propio, pero es que…, ya sabes, es un coche, nada más.

—No.

Ander bajó la música al entrar en la ciudad y pasar por el Neptune’s, la horrible cafetería a la que iban las alumnas del Evangeline después de clase. Vio a algunas chicas de su clase de latín, bebiendo refrescos en vasos rojos y apoyadas en la barandilla mientras hablaban con unos musculosos chicos mayores que llevaban Ray-Bans. Eureka apartó la vista para concentrarse en la carretera. Estaban a dos manzanas del instituto. No tardaría en bajarse de aquella furgoneta y correría hacia el vestuario; después hacia el bosque. Supuso que aquello significaba que ya se había decidido.

—Eureka.

Oyó la voz de Ander, que interrumpió su planificación sobre cómo ponerse el uniforme tan rápido como fuese posible. No se cambiaría los calcetines, sino que se pondría los pantalones cortos para luego quitarse la falda…

—Me refiero a que lo siento por todo.

¿Todo? Se había parado en la entrada trasera del instituto. Fuera, pasado el aparcamiento, había una pista de atletismo en mal estado. Un círculo de tierra desnivelado rodeaba un triste campo de fútbol marrón y abandonado. El equipo de campo a través calentaba allí, pero las carreras tenían lugar en el bosque. Eureka no podía imaginarse algo más aburrido que correr alrededor de una pista una y otra vez. La entrenadora siempre intentaba que se uniera en la temporada de primavera al equipo de carrera de relevos, pero ¿qué sentido tenía correr en círculos, para no llegar nunca a ninguna parte?

El resto del equipo ya se había cambiado y estaba haciendo estiramientos o calentando en la pista. La entrenadora miró su sujetapapeles y se preguntó por qué no había tachado aún el nombre de Eureka de la lista. Cat gritaba a dos estudiantes de segundo que se habían pintado algo con rotulador indeleble negro en la espalda del uniforme, algo por lo que les habían gritado a Cat y Eureka cuando ellas mismas estaban en segundo.

Se desabrochó el cinturón de seguridad. ¿Ander lo sentía por todo? Se refería a haberle dado al coche, por supuesto. Nada más que a eso. Porque ¿cómo iba a saber lo de Diana?

—Tengo que irme —dijo ella—. Llego tarde a mi…

—Tu carrera de campo a través, lo sé.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes todas esas…?

Ander señaló el emblema de campo a través bordado en un lado de su bolsa.

—Oh.

—Y además —Ander apagó el motor—, estoy en el equipo del Manor.

Rodeó la parte delantera de la furgoneta y abrió la puerta del copiloto. Ella salió, sin habla, y él le pasó la bolsa.

—Gracias.

Ander sonrió y salió trotando hacia el lado del campo donde el equipo del instituto Manor se había reunido. El chico miró por encima del hombro con un brillo malicioso en los ojos.

—Vais a perder.