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Objetos en movimiento

Mientras trotaba esquivando los baches del aparcamiento, Eureka apretó el mando del llavero para abrir a Magda, su coche, y se sentó en el asiento del conductor. Unas currucas amarillas cantaban en un haya, sobre su cabeza; Eureka conocía su canción de memoria. Hacía un día caluroso y soplaba el viento, pero al aparcar debajo de los largos brazos del árbol, el interior de Magda se había mantenido fresco.

Magda era un Jeep Cherokee rojo, heredado de Rhoda. Era demasiado nuevo y demasiado rojo para que pegara con Eureka. Con las ventanillas subidas, no se oía nada de fuera, y se imaginaba que estaba conduciendo una tumba. Cat había insistido en llamar al coche Magda, para que como mínimo el Jeep sirviera para reírse. No era ni con mucho tan guay como el Lincoln Continental azul claro de su padre, con el que Eureka había aprendido a conducir, pero al menos tenía un estéreo de muerte.

Conectó su teléfono y puso la KBEU, la emisora de radio online del instituto. Todos los días, después de clase, pinchaban las mejores canciones de los mejores grupos indie locales. El año anterior, Eureka había colaborado en la emisora; tenía un programa que se llamaba Aburrida en el bayou, los martes por la tarde. Le habían guardado el espacio para el nuevo curso, pero ya no lo quería. La chica que solía pinchar el viejo zydeco improvisado y el más reciente mash-up era alguien a quien apenas recordaba, mucho menos intentar volver a ser como ella.

Bajó las cuatro ventanillas, abrió el techo y salió del aparcamiento con el tema «It’s Not Fair», de los Faith Healers, un grupo formado por unos chicos del instituto. Se había aprendido de memoria todas las letras. El ritmo alocado le impulsaba las piernas, haciéndola ir más rápido en sus carreras, y había sido el motivo por el que había desenterrado la vieja guitarra de su abuelo. Había aprendido ella sola unos cuantos acordes, pero no había vuelto a tocarla desde primavera. No podía imaginarse la música que haría ahora que Diana estaba muerta. La guitarra estaba acumulando polvo en un rincón de su habitación bajo el pequeño cuadro de santa Caterina de Siena, que Eureka había birlado de la casa de su abuela Sugar después de que falleciera. Nadie sabía de dónde había sacado Sugar el icono. Desde que Eureka tenía memoria, el cuadro de la santa patrona, protectora contra el fuego, había colgado sobre la chimenea de su abuela.

Sus dedos se aferraron al volante. Landry no sabía de lo que estaba hablando. Eureka sentía cosas, cosas como… enfado por haber perdido otra hora en otra monótona consulta terapéutica.

Y había más. Escalofríos de miedo cada vez que cruzaba un puente, aunque fuera cortísimo. Una tristeza debilitante cuando pasaba las noches en blanco en su cama. Una pesadez en los huesos cuyo origen tenía que localizar de nuevo cada mañana cuando sonaba la alarma del teléfono. Pena por haber sobrevivido y que Diana no lo hiciera. Ira porque algo tan absurdo le hubiera arrebatado a su madre.

La inutilidad de buscar venganza contra una ola.

Inevitablemente, cuando se permitía seguir los tristes desvaríos de su mente, Eureka acababa llegando a la inutilidad. Lo inútil la enfadaba. Así que cambiaba de dirección y se centraba en cosas que sí podía controlar, como volver al campus y la decisión que la esperaba.

Ni siquiera Cat sabía que Eureka podía aparecer aquel día. La 12K solía ser el acontecimiento más importante para Eureka. Sus compañeras de equipo se quejaban, pero para Eureka, sumirse en la zona hipnótica de una larga carrera era rejuvenecedor. Una parte de ella quería competir con los chavales del Manor y a la otra no le hubiera gustado nada más que dormir durante meses.

No le daría a Landry nunca la satisfacción de reconocerlo, pero Eureka sí se sentía completamente incomprendida. La gente no sabía qué hacer con una madre muerta, y mucho menos con su hija suicida viva. Las palmaditas automáticas en la espalda y los apretones en los hombros la ponían nerviosa. No comprendía la falta de sensibilidad necesaria para decirle a alguien: «Dios debía de echar de menos a tu madre en el cielo» o «Esto te hará mejor persona».

La camarilla de chicas del instituto que nunca le había hecho ni caso pasó por su buzón tras la muerte de Diana para dejar una pulsera de punto de cruz con pequeñas cruces. Al principio, cuando Eureka se topaba con ellas en la ciudad sin nada en la muñeca, evitaba mirarlas a los ojos. Pero después de intentar suicidarse eso ya no resultaba un problema. Las chicas eran las primeras en apartar la vista. La compasión tenía unos límites.

Incluso a Cat hasta hacía poco se le habían llenado los ojos de lágrimas cada vez que veía a Eureka. Se sonaba la nariz, se reía y decía: «A mí ni siquiera me gusta mi madre, pero me volvería loca si la perdiera».

Eureka se había vuelto loca, pero porque no se derrumbara ni llorase, no se lanzara a los brazos de cualquiera que intentase abrazarla o se cubriera de pulseras, ¿acaso la gente creía que no estaba triste por la muerte de su madre?

Sentía un profundo dolor cada día, todo el tiempo, en cada átomo del cuerpo.

«Sabrías cómo salir hasta de una madriguera en Siberia, niña.» La voz de Diana le llegó al pasar por la encalada tienda de pesca de Herbert y girar a la izquierda hacia la carretera de gravilla bordeada de altos tallos de caña de azúcar. El paisaje a ambos lados del recorrido de cinco kilómetros entre New Iberia y Lafayette era uno de los más bonitos de los tres condados: enormes robles esculpidos hacia un cielo azul, campos exuberantes salpicados de hierba doncella en primavera, y una caravana solitaria, sobre unos pilotes, a medio kilómetro de la carretera. A Diana le encantaba aquel tramo. Lo llamaba «la última boqueada del campo antes de la civilización».

Eureka no había pasado por aquella carretera desde la muerte de su madre. Había tomado ese camino con mucha tranquilidad, sin pensar que podría hacerle daño, pero de repente no pudo respirar. Cada día un dolor nuevo la encontraba y la apuñalaba, como si aquella profunda pena fuera la madriguera de la que no saldría hasta que muriera.

Estuvo a punto de detener el coche para echar a correr. Cuando corría, no pensaba. Se le aclaraba la mente, las ramas de los robles la abrazaban con sus brazos peludos de musgo negro y los pies comenzaban a moverse, las piernas a arder, el corazón a latir, los brazos a subir y bajar, a perderse por los senderos hasta que estaba muy lejos.

Pensó en la competición. Quizá podría canalizar la desesperación hacia algo útil. Si pudiera llegar al instituto a tiempo…

La semana anterior, por fin le habían quitado el último de los pesados yesos que debía llevar en las muñecas rotas (se había destrozado la derecha de tal manera que se la tuvieron que recolocar tres veces). No soportaba llevar aquella cosa y tenía unas ganas tremendas de que se la cortaran. Pero cuando el traumatólogo arrojó la escayola a la basura una semana antes y declaró que se había curado, le pareció una broma.

Cuando Eureka se paró en la señal de stop del cruce de la carretera vacía, las hojas de un laurel se inclinaron en arco sobre el techo corredizo. Se subió la manga de la rebeca verde del colegio y giró la muñeca derecha unas cuantas veces, estudiando su antebrazo. La piel estaba tan pálida como un pétalo de magnolia. El diámetro del brazo parecía haberse reducido a la mitad del izquierdo. Era raro y Eureka se sentía avergonzada. Después comenzó a avergonzarse de tener vergüenza. Estaba viva; su madre no…

Unos neumáticos chirriaron detrás de ella. Una fuerte sacudida le hizo separar los labios en un grito de sorpresa cuando Magda daba un bandazo hacia delante. Eureka pisó el freno y el airbag se abrió como una medusa. La fuerza de la áspera tela le irritó las mejillas y la nariz. Su cabeza chocó contra el reposacabezas. Emitió un grito ahogado cuando la respiración se le cortó y cada músculo de su cuerpo se contrajo. El estruendo del metal aplastado hizo que la música del estéreo sonara inquietantemente nueva. Eureka la escuchó unos instantes y oyó que la letra decía «no siempre es justo» antes de darse cuenta de que habían chocado contra ella.

Abrió los ojos de repente y empujó la puerta, olvidándose de que tenía puesto el cinturón. Cuando levantó el pie del freno, el coche avanzó de un tirón. Apagó el motor de Magda. Agitó las manos debajo del airbag, que se desinflaba. Estaba desesperada por liberarse.

Una sombra cayó sobre su cuerpo y le produjo una extraña sensación de déjà vu. Alguien estaba fuera del coche, mirando hacia dentro.

Ella alzó la vista…

—Tú. —Suspiró involuntariamente.

No había visto antes a ese chico. Tenía la piel tan pálida como su brazo desenyesado, pero sus ojos eran turquesa, como el océano de Miami, lo que le recordó a Diana. Percibió la tristeza en lo más profundo de su ser, como sombras en el mar. Tenía el pelo rubio, no demasiado corto, y un poco ondulado en la parte superior. Se adivinaban bastantes músculos debajo de su camisa blanca. Nariz recta, mandíbula cuadrada, labios carnosos… el chaval se parecía a Paul Newman en la película preferida de Diana, Hud, el más salvaje entre mil, salvo por la palidez.

—¡Podrías ayudarme! —se oyó gritar al desconocido.

Era el tío más bueno al que había gritado. Podría haber sido el tío más bueno que había visto en su vida. Su exclamación lo sobresaltó, se acercó a la puerta abierta y finalmente alcanzó con los dedos el cinturón de seguridad. La muchacha salió de forma poco elegante del coche y aterrizó a cuatro patas en medio de la carretera polvorienta. Gruñó. Le escocían las mejillas y la nariz por la quemadura del airbag, y notó un dolor punzante en la muñeca derecha.

El chico se agachó para ayudarla. Tenía unos ojos asombrosamente azules.

—No te preocupes. —Ella se levantó y se sacudió el polvo de la falda. Giró el cuello, que le dolía, aunque no era nada en comparación con su estado tras el otro accidente. Miró la camioneta blanca que le había dado y luego, al chico—. ¿A tí que te pasa? —gritó—. ¿No has visto la señal de stop?

—Lo siento. —Su voz era dulce y suave, pero Eureka no estaba segura de si lo sentía de verdad.

—¿Acaso has intentado parar?

—No he visto…

—¿No has visto el enorme coche rojo que tenías delante?

Se dio la vuelta para examinar a Magda. Al ver los daños, maldijo de tal forma que la oyeron en todo el condado.

La parte trasera parecía un acordeón zydeco, hundida hasta el asiento de atrás, donde la matrícula ahora estaba incrustada. La luna trasera había quedado hecha añicos y algunos fragmentos colgaban de su perímetro como amenazantes carámbanos. Los neumáticos traseros estaban torcidos hacia los lados.

Respiró hondo y recordó que, de todas formas, el coche era el símbolo de estatus de Rhoda, no algo que a ella le gustara. Magda estaba hecha polvo, no cabía duda. Pero ¿qué haría Eureka entonces?

Quedaban treinta minutos para la carrera y dieciséis kilómetros todavía hasta el colegio. Si no se presentaba, la entrenadora pensaría que estaba pasando de ella.

—Necesito la información de tu seguro —dijo, recordando la frase con la que su padre la había estado machacando meses antes de que se sacara el carnet de conducir.

—¿Mi seguro?

El chico negó con la cabeza y se encogió de hombros.

Ella le dio una patada a una rueda de su camioneta. Era vieja, probablemente de principios de los ochenta, y le habría parecido guay si no le hubiera aplastado el coche. Se le había abierto el capó, pero no tenía ni un rasguño.

—Increíble. —Fulminó con la mirada al tipo—. Tu coche está intacto.

—¿Qué esperabas? Es una Chevy —respondió el chico con un acento del bayou fingido, citando un insufrible anuncio de aquellas camionetas que emitían cuando Eureka era pequeña. Era otra de esas cosas que la gente decía y no significaban nada.

Él forzó una carcajada y examinó su cara. Eureka sabía que se ponía colorada cuando estaba enfadada. Brooks la llamaba «el Fuego del Bayou».

—¿Que qué espero? —Se acercó al chico—. Espero poder meterme en un coche sin que mi vida se vea amenazada. Espero que la gente que me rodea en la carretera tenga una base sobre las normas de tráfico. Espero que el tío que tengo pegado al culo no actúe de manera tan engreída.

Se dio cuenta de que había llevado el estallido demasiado cerca. Sus cuerpos estaban a solo unos centímetros y tuvo que echar el cuello atrás, lo que le dolió, para mirar aquellos ojos azules. Era poco más alto que Eureka y ella medía un metro setenta y cinco.

—Pero supongo que espero demasiado. Ni siquiera tienes seguro, imbécil.

Todavía estaban muy pegados, únicamente porque Eureka había creído que el chico retrocedería. No lo hizo. Su aliento le hacía cosquillas en la frente. Él ladeo la cabeza, para observarla con más detenimiento, estudiándola con más concentración de la que ponía ella cuando se preparaba para un examen. Parpadeó unas cuantas veces y después, muy despacio, sonrió.

A medida que la sonrisa se extendía por su cara, algo se iba agitando en el interior de Eureka. Contra su voluntad, ansiaba devolverle el gesto. No tenía sentido. El chico le sonreía como si fueran viejos amigos, como se habrían reído Brooks y ella si uno de ellos le hubiera dado al coche del otro. Pero Eureka y aquel chaval no se conocían de nada. Y aun así, para cuando su amplia sonrisa dio paso a una suave risita íntima, las comisuras de los labios de Eureka también se arquearon hacia arriba.

—¿Por qué sonríes? —Su intención era reprenderle, pero le salió como una risa, lo que la sorprendió y luego la enfureció. Se dio la vuelta—. Da igual. No hables. Mi monstruastra va a matarme.

—No ha sido culpa tuya. —El chico sonrió como si hubiera ganado el Premio Nobel de los paletos—. No lo has provocado tú.

—Nadie provoca algo así —masculló.

—Tú te has parado en la señal de stop. Soy yo el que te ha dado. Tu monstrua lo comprenderá.

—Es evidente que no has tenido el placer de conocer a Rhoda.

—Dile que yo me encargaré de tu coche.

Le ignoró, caminó de vuelta al Jeep para coger su mochila y sacó el teléfono de su soporte en el salpicadero. Llamaría a su padre primero. Apretó el número dos de la memoria. En el número uno aún tenía el móvil de Diana. Eureka no podía cambiarlo.

Menuda sorpresa: el teléfono de su padre no dejaba de sonar. Después de su largo turno a mediodía, tenía que preparar como tres millones de kilos de marisco hervido antes de salir del restaurante, así que seguramente tenía las manos llenas de antenas de gambas.

—Te lo prometo —estaba diciendo el chico de fondo—, todo va a salir bien. Te lo compensaré. Mira, me llamo…

—Chisss. —Levantó una mano, le dio la espalda y avanzó hasta quedar al borde del campo de caña de azúcar—. Me he despistado con tu «Es una Chevy».

—Lo siento. —La siguió y sus zapatos aplastaron los gruesos tallos de caña cerca de la carretera—. Deja que te explique…

Eureka buscó entre sus contactos el número de Rhoda. Rara vez llamaba a la esposa de su padre, pero en esa situación no le quedaba más remedio. El teléfono dio seis tonos antes de que se oyera el mensaje interminable del buzón de voz de Rhoda.

—¡Para una vez que de verdad quiero que lo coja!

Marcó el número de su padre una y otra vez. Probó con el de Rhoda dos veces más antes de meterse el móvil en el bolsillo. Contempló como el sol se escondía tras las copas de los árboles. Sus compañeras de equipo ya estarían vestidas para la carrera. La entrenadora echaría un vistazo al aparcamiento para ver si estaba el coche de Eureka. La muñeca derecha seguía dándole punzadas. Apretó los ojos por el dolor mientras se la llevaba al pecho. Se había quedado tirada. Comenzó a temblar.

«Encuentra cómo salir de la madriguera, niña.»

La voz de Diana sonó tan cerca que Eureka se mareó. Se le puso la carne de gallina en los brazos y algo le abrasó la garganta. Al abrir los ojos, el chico estaba justo delante de ella. La miraba con una preocupación cándida, del modo en que ella miraba a los mellizos cuando uno de ellos estaba muy enfermo.

—No —dijo el chico.

—¿No qué?

Le tembló la voz justo cuando unas lágrimas inesperadas se acumularon en sus ojos. Eran muy extrañas y nublaban su visión perfecta.

El cielo estalló y retumbó en el interior de Eureka de la manera en que lo hacían las más grandes tormentas eléctricas. Unas nubes oscuras pasaron por detrás de los árboles y sellaron el cielo con una tormenta verde grisácea. Eureka se preparó para un aguacero.

Una única lágrima se derramó por la comisura del ojo izquierdo y estaba a punto de deslizarse por la mejilla. Pero antes de que lo hiciera…

El chico levantó el dedo índice hacia ella y cogió la lágrima con la yema. Muy despacio, como si sostuviera algo valioso, apartó la gota salada de la joven y la llevó hacia su propia cara. La introdujo por la comisura de su ojo derecho, luego parpadeó y desapareció.

—Ya está —susurró—. Se acabaron las lágrimas.