Prehistoria
Había llegado el momento.
Un atardecer ámbar oscuro. La humedad tirando del cielo apacible. Un coche solitario recorriendo el puente Seven Mile hacia el aeropuerto de Miami, hacia un vuelo que no se cogería. Una ola gigantesca elevándose en el agua, al este de los Cayos, convirtiéndose en un monstruo que desconcertaría a los oceanógrafos en las noticias de la noche. El tráfico detenido en la entrada del puente por unos hombres vestidos de obreros que cortaban de forma temporal la carretera.
Y él: el chico en el barco pesquero robado, a cien metros al oeste del puente. El ancla echada. Los ojos fijos en el último coche al que habían dejado cruzar. Llevaba allí una hora y se quedaría tan solo unos instantes más para observar; no, para supervisar la tragedia inminente, para asegurarse de que en esa ocasión todo iba a ir bien.
Los hombres que se hacían pasar por obreros se llamaban a sí mismos los Portadores de la Simiente. El muchacho del barco también era uno de ellos, el más joven de su estirpe. El coche del puente era un Chrysler K de 1988, color champán, con doscientos mil kilómetros y un espejo retrovisor pegado con cinta adhesiva. La conductora era arqueóloga, pelirroja, madre. La pasajera era su hija, una adolescente de diecisiete años procedente de New Iberia, Luisiana, y el objetivo de los Portadores de la Simiente. Madre e hija estarían muertas en cuestión de minutos… si el chico no lo estropeaba.
Se llamaba Ander. Estaba sudando.
Estaba enamorado de la joven del coche. Así que allí, en aquel momento, con el suave calor de Florida a finales de primavera, las garzas azules persiguiendo a las garcetas blancas por un cielo ópalo negro y el agua en calma a su alrededor, Ander debía elegir entre cumplir con las obligaciones de su familia o…
No.
La elección era más simple que eso: salvar al mundo o salvar a la chica.
El coche pasó el primero de los once kilómetros del largo puente hacia la ciudad de Marathon, en medio de los Cayos de Florida. La ola de los Portadores de la Simiente estaba destinada al kilómetro seis, justo pasado el centro del puente. Cualquier cosa, desde un ligero descenso de la temperatura hasta la velocidad del viento, pasando por la textura del fondo marino, podría alterar la dinámica de la ola. Los Portadores de la Simiente debían estar preparados para adaptarse. Podían hacer algo así: crear una ola en el océano usando un soplo antediluviano para después dejarla caer en un lugar determinado, como una aguja sobre un disco que desatara una música de mil demonios. Hasta podrían salir impunes. Nadie juzgaría un crimen que no supiera que se había cometido.
La creación de olas era un elemento del poder cultivado de los Portadores de la Simiente, el Céfiro. No se trataba de dominar el agua, sino más bien de la habilidad para manipular el viento, cuyas corrientes ejercían una fuerza poderosa sobre el océano. Habían criado a Ander para que venerara al Céfiro como una divinidad, aunque sus orígenes no estaban claros. Había nacido en un tiempo y un lugar que los ancianos Portadores de la Simiente ya no mencionaban.
Llevaban meses hablando únicamente de la certeza de que el viento adecuado bajo el agua adecuada sería lo bastante potente para matar a la chica adecuada.
El límite de velocidad era de sesenta kilómetros por hora y el Chrysler iba a cien. Ander se secó el sudor de la frente.
Una luz azul pálida brillaba dentro del coche. De pie en el barco, Ander no les veía la cara. Tan solo distinguía dos coronillas, unos orbes oscuros apoyados en los reposacabezas. Se imaginó a la chica escribiendo un mensaje a una amiga para contarle las vacaciones con su madre, haciendo planes para quedar con la vecina de las mejillas salpicadas de pecas o con aquel chaval con el que pasaba tiempo y al que Ander no soportaba.
Llevaba toda la semana viéndola leer en la playa el mismo libro de bolsillo descolorido, El viejo y el mar. La observaba pasar las páginas con la lenta agresividad de alguien que está sumamente aburrido. Aquel otoño ella cursaría el último año en el instituto y Ander sabía que se había matriculado en tres clases avanzadas; una vez estaba en uno de los pasillos del supermercado y, a través de las cajas de cereales, oyó como la muchacha hablaba con su padre de eso. Sabía lo mucho que ella odiaba el cálculo.
Ander no iba al colegio. Él estudiaba a la chica. Los Portadores de la Simiente le obligaban a hacerlo, a perseguirla. A aquellas alturas, ya era un experto.
A la chica le encantaban las pacanas y las noches despejadas en que podía ver las estrellas. Tenía muy mala postura en la mesa, pero cuando corría, parecía que volaba. Se depilaba las cejas con unas pinzas de brillantitos y en Halloween todos los años se disfrazaba con el viejo vestido de Cleopatra de su madre. Bañaba la comida en tabasco, corría un kilómetro y medio en menos de seis minutos y tocaba la guitarra Gibson de su abuelo, sin técnica pero con mucho sentimiento. Pintaba lunares en sus uñas y en las paredes de su habitación. Soñaba con dejar las aguas pantanosas del bayou por una gran ciudad como Dallas o Memphis, y tocar canciones a micrófono abierto en clubes nocturnos. Quería a su madre con locura, una pasión inquebrantable que Ander envidiaba y se esforzaba por comprender. Llevaba camisetas de tirantes en invierno, iba con sudaderas a la playa, le daban miedo las alturas y aun así adoraba las montañas rusas, y no pensaba casarse nunca. No lloraba. Al reír cerraba los ojos.
Lo sabía todo sobre ella. Bordaría cualquier examen sobre sus complejidades. Había estado observándola desde el 29 de febrero en el que había nacido. Al igual que todos los Portadores de la Simiente. Había estado observándola desde antes de que ninguno de ellos aprendiera a hablar. Nunca habían hablado.
Ella era su vida.
Y tenía que matarla.
La chica y su madre tenían las ventanillas bajadas. A los Portadores de la Simiente no les gustaría. Sabía perfectamente que a uno de sus tíos le habían encargado bloquear las ventanas mientras madre e hija jugaban a las cartas en una cafetería con el toldo azul.
Sin embargo, Ander había visto una vez a la madre de la chica meter un palo en el regulador de tensión de un coche con la batería descargada para arrancarlo de nuevo. Había visto a la joven cambiar un neumático a un lado de la carretera con un calor espantoso sin derramar una gota de sudor. Aquellas mujeres podían hacer ciertas cosas. «Más razón aún para matarla», decían sus tíos, llevándole siempre a defender el linaje de los Portadores de la Simiente. Pero a Ander no le asustaba nada de lo que veía en aquella chica; todo aumentaba su fascinación por ella.
Unos antebrazos bronceados asomaron por ambas ventanillas al pasar por el kilómetro tres. De tal palo tal astilla. Las dos giraban las muñecas al ritmo de la música que sonaba en la radio y que a Ander le hubiera gustado oír.
Se preguntaba cómo olería la sal en la piel de la chica. La idea de estar lo bastante cerca para olerla le bañaba como una ola de placer vertiginoso que se elevaba hasta la náusea.
Una cosa era cierta: jamás la tendría.
Cayó de rodillas en el banco. La embarcación se balanceó bajo su peso, destruyendo el reflejo de la luna naciente. Luego volvió a tambalearse, con más fuerza, lo que indicaba una alteración en alguna parte, en el agua.
Se estaba formando la ola.
Lo único que debía hacer era observar. Su familia se lo había dejado muy claro. La ola alcanzaría el coche y lo haría caer por encima del puente como una flor arrastrada por el desbordamiento de una fuente. El mar se las tragaría hasta sus profundidades. Eso era todo.
Cuando su familia había urdido el plan en el destartalado apartamento de vacaciones de Cayo Hueso con «vistas al jardín» (un callejón lleno de hierbajos), nadie había hablado de las olas subsiguientes que harían desaparecer tanto a la madre como a la hija. Nadie mencionó lo despacio que se descompone un cadáver en el agua fría. Pero Ander llevaba toda la semana teniendo pesadillas en las que imaginaba el cuerpo de la joven tras su muerte.
Su familia dijo que después de la ola se acabaría todo y Ander podría comenzar una nueva vida. ¿Acaso no era eso lo que había dicho que quería?
Simplemente tenía que asegurarse de que el coche se quedara bajo el mar el tiempo suficiente para que la chica muriera. Si por casualidad —aquí los tíos empezaron a discutir— la madre y la hija conseguían liberarse y salir a la superficie, entonces Ander tendría que…
«No», repuso su tía Cora con una voz lo bastante alta para silenciar una habitación llena de hombres. Cora era lo más parecido que Ander tenía a una madre. La quería, pero no le gustaba. «No ocurrirá», había dicho. La ola que Cora provocaría sería lo bastante fuerte. Ander no tendría que ahogar a la chica con sus propias manos. Los Portadores de la Simiente no eran asesinos. Eran los custodios de la humanidad, los que impedían la llegada del Apocalipsis. Estaban generando «un acto de Dios».
Pero sí era un asesinato. En aquel momento la chica estaba viva. Tenía amigos y una familia que la quería. Tenía una vida ante ella, varias posibilidades que se abrían en abanico, como las ramas de un roble hacia un cielo infinito. Poseía un don para hacer que las cosas a su alrededor parecieran espectaculares.
A Ander no le gustaba pensar en el hecho de que algún día la chica pudiera llegar a hacer lo que los Portadores de la Simiente temían que hiciera. La duda le consumía. Conforme la ola se acercaba, consideró dejar que se lo llevara a él también.
Si quería morir, tendría que salir del barco. Tendría que soltar los asideros del final de la cadena soldada al ancla. Daba igual lo fuerte que fuese la ola, porque la cadena de Ander no se rompería; no arrancaría el ancla del fondo del mar. Estaba hecha de oricalco, un antiguo metal considerado mitológico por los arqueólogos modernos. El ancla de aquella cadena era una de las cinco reliquias hechas con la sustancia que los Portadores de la Simiente preservaban. La madre de la chica, una científica poco común que creía en la existencia de cosas que no podía demostrar, habría arriesgado toda su carrera por descubrir tan solo una.
El ancla, la lanza y el átlatl, el vaso lacrimatorio y el pequeño cofre tallado que desprendía una luz verde antinatural era lo que quedaba de su estirpe, del mundo del que nadie hablaba, del pasado que los Portadores de la Simiente tenían como única misión contener.
La chica no sabía nada de los Portadores de la Simiente. Pero ¿acaso conocía sus propios orígenes? ¿Podía retroceder en su linaje familiar tan rápido como él podía recorrer el suyo, retroceder al mundo perdido en la inundación, al secreto al que ambos, ella y él, estaban inextricablemente vinculados?
Había llegado el momento. El coche se acercaba al kilómetro seis. Ander observó como la ola emergía contra un cielo que se iba oscureciendo hasta que su cresta blanca dejó de confundirse con una nube. Vio como se elevaba a cámara lenta, seis metros, diez metros; una pared de agua que avanzaba hacia ellas, negra como la noche.
Su rugido casi ahogó el grito que salió del vehículo. Un alarido que no parecía propio de ella, sino más bien de la madre. Ander se estremeció. El sonido indicaba que por fin habían visto la ola. Las luces de los frenos se encendieron. Después se aceleró el motor. Demasiado tarde.
La tía Cora había cumplido con su palabra: había levantado la ola perfectamente. Esta llevaba un tenue olor a citronela, el toque de Cora para ocultar el hedor a metal quemado que acompañaba a la hechicería del Céfiro. Compacta a lo ancho, la ola era más alta que un edificio de tres plantas, con un vórtice concentrado en sus entrañas y un borde espumoso que partiría el puente por la mitad, pero dejaría intacto el suelo a ambos lados. Cumpliría con su función limpiamente y, lo que era más importante, deprisa. Apenas daría tiempo a los turistas detenidos al principio del puente a sacar los móviles para grabarlo.
Cuando rompió la ola, el tubo se extendió por el puente y volvió hacia atrás para chocar contra la barrera divisoria de la carretera a tres metros delante del coche, justo como estaba planeado. El puente crujió. La carretera se combó. El coche giró hacia el centro del remolino. El chasis se llenó de agua. La ola lo levantó y el vehículo pasó por encima de la cresta para salir disparado hacia el puente por una rampa de mar agitado.
Ander vio como el Chrysler daba una vuelta en el aire hacia la pared de la ola. Mientras bajaba tambaleándose, el chico quedó consternado por lo que vio a través del parabrisas. Allí estaba ella, con su cabello rubio oscuro, extendido hacia fuera y hacia arriba. Un suave contorno, como el de una sombra proyectada por la luz de una vela. Los brazos estirados hacia su madre, cuya cabeza golpeaba el volante. Su grito atravesó a Ander como si fuera cristal.
Si aquello no hubiera sucedido, todo podría haber sido diferente. Pero ocurrió.
Por primera vez en su vida, le miró.
Las manos de Ander resbalaron de los asideros del ancla de oricalco. Sus pies se levantaron del suelo del barco pesquero. Para cuando el coche cayó al agua, el chico ya estaba nadando hacia la ventanilla abierta, luchando contra la ola, sacando las últimas fuerzas antiguas que fluían por su sangre.
Era la guerra entre Ander y la ola. Esta chocaba contra él, le empujaba hacia el banco de arena del golfo, aporreándole las costillas, amoratándole el cuerpo. Ander apretó los dientes y nadó a pesar del dolor, a pesar del arrecife de coral que le rasgaba la piel, a pesar de los fragmentos de cristal y los trozos del guardabarros, a pesar de las gruesas cortinas de algas. Sacó la cabeza a la superficie para coger aire y vio la retorcida silueta del coche, que desapareció bajo un mundo de espuma. Casi se echó a llorar ante la idea de no llegar a tiempo.
Todo se calmó. La ola se retiró, reuniendo los restos flotantes, y elevó el coche a su paso. Dejando a Ander atrás.
Tenía una oportunidad. Las ventanillas estaban por encima del nivel del agua. En cuanto regresara la ola, el coche quedaría aplastado en su depresión. Ander no habría podido explicar cómo su cuerpo se levantó del agua y se deslizó por el aire. Saltó hacia la ola y extendió las manos.
Esta muchacha y cuerpo tan rígido como un palo. Sus ojos oscuros estaban abiertos y el azul se agitaba en ellos. La sangre le resbalaba por el cuello cuando se volvió hacia él. ¿Qué vio? ¿Qué era él?
Esta pregunta y su mirada paralizaron a Ander. En aquel momento de confusión, la ola los envolvió y se perdió una oportunidad crucial: tan solo tendría tiempo de salvar a una de las dos. Sabía lo cruel que era. Pero, egoístamente, no podía dejar a la chica.
Justo antes de que la ola estallara encima de ellos, Ander la cogió de la mano.
«Eureka.»