9
El último mensaje de Drone

Giogi se quedó conmocionado, pálido, sin reaccionar ante las noticias de Frefford, con la mirada perdida en la laguna distante. El viento le agitaba el pelo y se lo echaba a la cara, pero él no parecía darse cuenta.

—Giogi, ¿te encuentras bien? —preguntó al cabo Frefford, apretándole el hombro con afecto.

—No es posible. Tiene que haber un error. No puede estar muerto —musitó el joven.

—Me temo que no hay error. Lo siento, Giogi. Todos lo queríamos mucho. Vamos, salgamos de este cerro —sugirió Frefford, tirando del brazo de su aturdido primo y conduciéndolo colina abajo.

Olive y Cat fueron en pos de ellos, con el disco que transportaba a Steele siguiéndolas. El viento que barría el cerro agitaba las capas de los dos primos. Olive miró de soslayo a la hechicera y se sorprendió al advertir que no temblaba pese a contar sólo con la fina túnica de satén para protegerse del frío. Se notaba que Cat estaba absorta en hondas reflexiones.

«Apuesto a que está sopesando sus posibilidades con Giogi ahora que no tiene a tío Drone para que la proteja de su maestro —razonó Olive. A continuación se hizo un planteamiento—. ¿Qué posibilidades existen de que Drone asesinara a Jade y recibiera el justo castigo de su crimen a la mañana siguiente? —La halfling sacudió la cabeza—. No parece probable que un anciano encantador y afable como Giogi lo describió fuera un asesino. Y ahora no me será posible identificarlo con seguridad, ya que todo cuanto queda de él es un montón de cenizas», concluyó con desánimo.

«Un montón de cenizas… ¡Igual que Jade! —comprendió súbitamente—. ¿Acaso Drone halló la muerte a manos de la misma persona? ¿Es que el malvado Wyvernspur se propone asesinar a todos sus parientes?». Olive sé acercó trotando a Giogi y estiró las orejas para escuchar a hurtadillas la conversación de los dos jóvenes.

—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —preguntaba Giogi, limpiándose las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—Creemos que abrió un acceso mágico para invocar algo maligno y peligroso, pero después perdió el control, y esa cosa, fuera lo que fuese, lo mató.

—Pero él detestaba invocar cosas a través de accesos mágicos —protestó Giogi—. Esa clase de hechizos lo avejentaba una barbaridad. ¿Por qué iba a hacer algo semejante?

—Para que lo ayudara a encontrar el espolón —explicó Frefford—. Verás, después de que nació el bebé, Gaylyn y tía Dorath querían que me sumara a la expedición en la cripta. Gaylyn estaba preocupada por ti, y tía Dorath, naturalmente, estaba ansiosa por recuperar el espolón. Tío Drone dijo que no tenía sentido que yo perdiera el tiempo, pues, una vez que hubieseis rebasado al guardián, no tendríais problemas, y que, además, ni el ladrón ni el espolón se encontraban en las catacumbas.

—Ya —musitó indiferente Giogi. Pensaba que, si no hubiera estado perdiendo el tiempo salvando el miserable pellejo de Steele, tal vez habría podido ayudar a su tío.

—¿Ya? ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —inquirió Frefford—. Giogi, ¿acaso estabas enterado de esa circunstancia? —preguntó receloso.

—Tío Drone me lo contó anoche —admitió el joven noble—. Pero no me reveló por qué había urdido esa mentira. Todo cuanto me dijo fue que bajara a las catacumbas para mantener la farsa y después le informara de todo cuanto hubiese ocurrido.

—Bien, pues cuando nos lo confesó esta mañana, dijo que se trataba de una estratagema para ver qué hacía Steele. Tía Dorath estaba que se subía por las paredes y le exigió que devolviera el espolón a su sitio. Tío Drone juró que no lo tenía y que ignoraba dónde se encontraba. Tía Dorath replicó que más le valía descubrir su paradero. Entonces él se dirigió al laboratorio dando instrucciones de que no se lo molestara…, pues sería peligroso interrumpirlo.

Frefford respiró hondo, exhaló con lentitud y reanudó su relato.

—Cuando no bajó a tomar el té de media mañana, tía Dorath me envió a buscarlo, pero encontré las dos puertas del laboratorio cerradas con llave. Tía Dorath insistió en que forzara una de ellas y, cuando entré, parecía que había habido una lucha. Los papeles aparecían esparcidos por todos lados y los muebles estaban caídos. Después encontramos las cenizas debajo de la túnica y el sombrero.

Las palabras de Frefford quedaron suspendidas en el aire, al igual que el tenue vapor de su aliento. Luego se volvió hacia su primo.

—Giogi, ¿hablaste con el guardián? ¿Te dijo algo?

—Preferiría no hablar de eso en este momento, Freffie —contestó el joven. Frefford puso de nuevo la mano sobre el hombro de su primo.

—Quizá sea importante, Giogi —insistió, mientras le apretaba con suavidad el hombro—. Sabes que eres el único con el que se comunica.

Giogi dio una patada a una piedra del camino. El guardián hablaba sólo con un miembro de cada generación de Wyvernspur; ojalá hubiera elegido a otro… Alguien como Steele, por ejemplo. Steele no creía en el guardián y desde que eran niños se había burlado de Giogi cuando éste admitió por vez primera que había oído su voz. Sin embargo, Frefford sí creía en el guardián. Además, tenía razón: quizá fuera importante lo que le había dicho.

—Le pregunté por qué no había detenido al ladrón y me contestó que su misión era permitir el paso de cualquier Wyvernspur sin causarle daño. Le pregunté quién se había llevado el espolón y me dijo que no lo sabía porque todos los Wyvernspur le parecen iguales… excepto yo.

—¿No hizo alusión alguna a la maldición?

—Freffie, eso no es más que una superstición.

—Tía Dorath no piensa lo mismo —apuntó con suavidad Frefford—. Y tal vez esté en lo cierto. Tío Drone y Steele pusieron sus vidas en peligro por causa del espolón, y tío Drone… —Frefford no finalizó la frase. No era preciso repetir lo ocurrido.

Llegaron al pie del cerro y salieron a la calzada donde aguardaba el carruaje de Frefford, que había sido el regalo de boda del padre de Gaylyn. A pesar de la grisácea luz, la superficie dorada del carruaje relucía. Frefford y Giogi cogieron a Steele del disco mágico de Cat y lo acomodaron en el asiento trasero de la carroza.

—A Steele tiene que verlo enseguida un clérigo —comentó Frefford—. Pero antes puedo dejarte en la ciudad.

Giogi se excusó poniendo de pretexto a Pajarita, y Cat adujo que tenía negocios que tratar con Giogi.

—Pásate por casa más tarde para ver a la niña —invitó Frefford mientras subía al carruaje y se sentaba junto a su primo herido. Steele gimió entre sueños.

—Gracias, así lo haré —prometió Giogioni.

Frefford hizo un ademán al conductor, quien azuzó a los caballos. Al alejarse el carruaje calle adelante, Giogi sintió un cierto alivio. No quería estar cerca cuando Steele recobrara el sentido y descubriera que tío Drone los había engañado. Frefford sabía cómo manejar al encolerizado Steele mucho mejor que él.

—Tal vez sería mejor que me marchara, ahora que no cuentas con la ayuda de tu tío —sugirió Cat.

«Buena idea», pensó Olive, subiendo y bajando su cabeza de burro en señal de asentimiento.

—No —se opuso Giogi—. La muerte de tío Drone no cambia la situación. Sigues estando en peligro y debes quedarte conmigo. Después de todo, si el guardián te dejó pasar es que debes de ser una Wyvernspur, y nosotros, los Wyvernspur, cuidamos unos de los otros.

Cat inclinó la cabeza.

—De acuerdo, acepto tu generosa oferta, maese Giogioni.

—Estupendo. —Giogi sonrió a la joven, sintiéndose en extremo complacido consigo mismo—. ¡Misericordiosa Tymora! No me había dado cuenta de que no llevas capa. Toma, ponte la mía. Insisto —dijo el noble y, sin hacer caso de las protestas de la hechicera, le echó la prenda sobre los hombros.

«Qué estúpidos son los humanos —se dijo Olive—. Sobre todo, los varones. Toda esta simpleza de la caballerosidad y el deber familiar puede conducirlos a la muerte, como ocurrió con tío Drone».

—Vamos, Pajarita. Deja de soñar despierta —la reprendió Giogi, dando un tirón del ronzal—. Queremos llegar a casa antes de que el tiempo se estropee. Es decir, más de lo que está ya.

Olive alzó la vista. El manto de nubes grises se había vuelto negro. La halfling sintió los primeros aguijonazos de la cellisca que traspasaban la espesa capa de pelo que ahora la cubría. Inició un trote vivo junto a los dos humanos, que caminaban presurosos calle adelante en dirección a la casa de Giogi.

La afluencia de carretas y transeúntes era menor que a primera hora de la mañana. Unos cuantos golfillos se perseguían por las calles, pero los leñadores habían regresado a los bosques, los jornaleros a los campos, los pescadores a sus lechos, y los sirvientes estaban muy ocupados en engullir el almuerzo.

Cuando el grupo llegó ante la cancela de la casa de Giogi, la ligera agua nieve se había convertido en una lluvia gélida que ocultaba el edificio tras la densa cortina de agua. El noble, la hechicera y la burra cruzaron velozmente el jardín y entraron en la cochera. Durante un minuto, todos ellos se dedicaron a sacudirse el agua y el hielo del cabello, las ropas y el pelaje.

—Tan pronto como atienda a Pajarita comeremos nosotros —prometió Giogi a Cat, mientras encendía la linterna colgada cerca de la puerta.

—¿No tienes un criado que se ocupe de esas cosas? —preguntó Cat.

—Sí —respondió Giogi con un cabeceo—. Thomas se encarga de hacerlo, pero me gusta ocuparme de los animales. Me gustan —explicó.

Cat subió al calesín y, con un suspiro de satisfacción, se acomodó en el mullido asiento.

Giogi descargó los bultos que transportaba la burra y condujo al animal al establo. Desabrochó las riendas, pero le dejó puesto el cabestro. A continuación la secó con una manta vieja, le cepilló el polvo y las telarañas de las catacumbas, y le quitó el barro adherido a las pequeñas pezuñas. Olive se sometió a sus cuidados con actitud filosófica. Al fin y al cabo, pensó, ¿cuántos halflings conseguían que un noble cormyta les limpiara los pies?

—Ahora un balde de agua fresca, grano y heno. —Giogi señaló las provisiones que había traído para la burra—. Deberías comer un poco de heno, Pajarita, igual que hace Margarita Primorosa. Está muy bueno.

«Pues que Margarita Primorosa se coma también mi ración», pensó Olive.

Tras cerrar la puerta del establo, Giogi empleó unos cuantos minutos en atender a la yegua castaña. Por fin recogió la cesta de provisiones y se volvió hacia Cat.

—¿Vamos?

Cat le tendió la mano. Giogi se cambió la cesta de mano de forma atropellada para ayudar a Cat a descender del calesín. La hechicera se apoyó en él mientras desmontaba y se paró muy cerca del joven, de manera que su frente rozó la mejilla del noble.

—Perdona —susurró Cat—. Pero es que estoy muy cansada. Tenía miedo de quedarme dormida en aquel sitio tan espantoso.

Giogi se quedó paralizado, momentáneamente aturdido. Lo asaltó una sensación aún más extraña que la que le había producido ofrecer a Cat la petaca de licor. Nunca había estado tan próximo a una mujer, ni siquiera de Minda. Le costó unos segundos recobrar el dominio de sí mismo lo suficiente para retroceder un paso y ser capaz de articular unas frases.

—Pobrecilla. Creo que nada más comer lo mejor será que te metas en la cama del cuarto de invitados para echar una siesta. —Se ruborizó violentamente al darse cuenta de que sus palabras podían interpretarse de manera errónea.

A la mortecina luz de la lámpara, Cat no dio muestras de advertir su turbación, y tampoco rehusó su oferta.

—Qué amable eres. Gracias —musitó.

—No tienes por qué dármelas —contestó Giogi.

El joven ofreció el brazo a Cat y la condujo hacia la puerta, donde apagó la linterna de un soplido.

—Si quieres, podemos compartir la capa —sugirió la hechicera antes de que él abriera la puerta.

A través de una grieta en la pared del establo, Olive vio a Giogi pasar un brazo sobre los hombros de Cat, por debajo de la prenda. Los dos humanos salieron presurosos de la cochera y cerraron la puerta a sus espaldas.

Olive entrecerró sus ojos de burro en un gesto receloso.

«Esa mujer lleva malas intenciones —se dijo—. Giogi es un buen muchacho, pero no tiene nada que hacer frente a las maquinaciones de una hechicera. ¿Qué puede hacer una burra para evitarlo? Para empezar, conservar las fuerzas y mantenerme en forma», decidió la halfling, olisqueando desdeñosa la avena endulzada del balde.

—¿Por qué no te pones cómoda frente al fuego mientras yo voy a ver qué hay de comer? —sugirió Giogi mientras hacía pasar a Cat a la sala de estar.

La hechicera tomó asiento en una silla tapizada con satén, cuidando de no rozar con el embarrado borde de la túnica el costoso tejido. Después se quitó las sucias zapatillas y dobló las piernas haciéndose un ovillo a la vez que entrecerraba los párpados. Giogi salió con la cesta de provisiones en la mano y se dirigió al «territorio de la servidumbre».

Thomas levantó la vista de su almuerzo con expresión desconcertada. Giogi, empapado como una rata de río, se encontraba en la puerta con aire de disculpa.

—Siento molestarte, Thomas —dijo, mientras dejaba la cesta de provisiones sobre la mesa—. La expedición a las catacumbas no resultó como se esperaba. ¿Podrías preparar algo de comida para mí y para un invitado? Un tentempié sería suficiente, aunque no nos vendría mal algo caliente.

—Por supuesto, señor —contestó el mayordomo, levantándose de la mesa—. Eh…, señor. ¿Sabéis lo ocurrido a vuestro tío Drone?

—Sí. Maese Frefford me lo comunicó.

—Mis condolencias, señor.

—Gracias, Thomas. —La voz Giogi se quebró por la emoción. Se dio media vuelta para salir de la cocina, pero se detuvo al recordar de repente que la estancia de su invitada iba a prolongarse una temporada; se giró de nuevo hacia el mayordomo—. Otra cosa, Thomas. Cuando hayas comido, quisiera que te ocuparas de acondicionar el cuarto lila. Enciende la chimenea y prepara la cama, por favor.

—¿El cuarto lila, señor? —repitió desconcertado el mayordomo.

—Sí. La persona a la que he invitado nos hará compañía durante un tiempo y necesita descansar después del almuerzo.

—¿Estáis seguro de querer instalar a alguien en el cuarto lila, señor? —insistió Thomas. El mayordomo parecía alarmado, advirtió Giogi, aunque no entendía la razón. Daba la impresión de que Thomas no mantenía en condiciones óptimas aquella habitación—. El cuarto rojo es mucho mejor, ¿no os parece?

—Bueno, consideré que el lila era el más adecuado para…, ejem…, para una dama, ¿no crees?

—¿Para una dama, señor? —inquirió Thomas, con las cejas tan arqueadas que desaparecieron bajo el flequillo.

—Eh…, sí. Una dama. —A Giogi se le quebró ligeramente la voz y se sintió algo alarmado al recordar lo provincianos que eran los habitantes de Immersea, y en especial los sirvientes—. Sé que esto puede parecer algo irregular, pero estamos ante una situación poco corriente… que, huelga el comentario, es preferible no mencionarla ante tía Dorath.

—Imagino que no, señor —se mostró de acuerdo Thomas—. Aun así, la ropa blanca del cuarto rojo está en condiciones mucho mejores. Vuestra invitada se encontrará más cómoda en ella.

—Muy bien —aceptó Giogi, descontento pero reacio a discutir con el hombre de cuya discreción dependía—. El cuarto rojo. Por cierto, el nombre de la dama es Cat. Es una hechicera y quizá me ayude a encontrar el espolón del wyvern.

—Oh, comprendo. —Thomas asintió con un gesto de la cabeza—. Ah, una cosa, señor. Hace unas dos horas, un criado de Piedra Roja os trajo un paquete. Os lo dejé en el escritorio de la sala.

—¿Un paquete? Mmmm… —Giogi se preguntó qué clase de paquete podrían enviarle de Piedra Roja—. Está bien. Gracias, Thomas. Estaremos en la sala hasta que nos anuncies el almuerzo.

—Muy bien, señor.

Giogi giró sobre sus talones y estuvo a punto de tropezar con un inmenso gato negro que lanzó un maullido y lo miró enojado.

—¿Éste es Tizón, Thomas? —preguntó Giogi.

—Sí, señor. Apareció en la puerta hace menos de una hora y no tuve valor para echarlo.

—No, hiciste bien —dijo Giogi—. Nos ocuparemos de él ahora que tío Drone ha muerto. Tía Dorath amenazó siempre con hacerse un manguito con su piel. No lo consentiremos, ¿verdad, muchacho? —Giogi se agachó y cogió al pesado felino.

Con Tizón en los brazos, Giogi regresó a la sala y se reunió con su invitada. Tizón saltó de los brazos del noble, se sentó frente a la chimenea y empezó a acicalarse el pelo.

Giogi volvió la vista hacia Cat. La muchacha tenía los ojos cerrados, con la cabeza recostada en la mullida orejera del sillón. Tenía el semblante relajado, ahora que el temor y el orgullo habían sido desplazados por el sueño. «A decir verdad —pensó el joven—, es mucho más hermosa que Alias de Westgate».

Giogi se dirigió hacia el escritorio sin hacer ruido para no molestar a la mujer. Sobre el papel secante había un envoltorio de terciopelo rojo atado con bramante. El noble tomó asiento y cogió el paquete. El paño envolvía algo duro, de unos sesenta centímetros de largo y unos veinte de circunferencia, y muy pesado.

Giogi desató el nudo del bramante y retiró con cuidado el terciopelo, dejando al descubierto la estatuilla negra de una mujer bellísima. Su figura mimbreña, someramente vestida, se arqueaba levemente, y sus brazos torneados se alzaban sobre la cabeza para formar un círculo. Su rostro era un óvalo de líneas suaves y armoniosas. Tenía los labios entreabiertos y los párpados entornados, como una mujer que aguarda una sorpresa. Sus otros atributos físicos los había descrito tío Drone en una ocasión como exuberantes, aunque tía Dorath había argumentado que eran escandalosos.

—Dulce Selune —susurró Giogi, al reconocer de inmediato la estatuilla.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cat con voz soñolienta.

El joven dio un respingo y se giró en la silla.

—Lo siento. No quería despertarte.

—No importa —respondió la hechicera, levantándose de su asiento—. Sólo daba una cabezada. ¡Oh! ¡Qué estatuilla tan hermosa! —exclamó, acercándose a Giogi—. ¿De dónde la has sacado?

—Es de tío Drone… Bueno, era de tío Drone. Thomas me dijo que un criado la trajo esta mañana. Es una talla de Selune, obra de Cledwyll.

—¿De veras? Nunca había visto un trabajo de Cledwyll. Debe de valer una fortuna.

—Supongo que sí. Aunque jamás la venderíamos. El artista se la regaló a Paton Wyvernspur, el fundador del clan. —Giogi dejó la figura sobre el escritorio y acarició con gesto ausente la negra cascada de pelo que caía sobre la espalda.

«¿Por qué me la envió tío Drone? —se preguntó el noble—. Jamás imaginé que quisiera desprenderse de ella. A menos que tuviera una premonición de su muerte y temiera que tía Dorath la guardara bajo llave, en algún oscuro rincón de un armario». Giogi apartó la mano de la estatua para examinar el lienzo de terciopelo en busca de alguna nota aclaratoria.

—Abajo, Tizón. ¡Chico malo! —amonestó de repente una voz fatigosa.

Giogi se adelantó en la silla y contempló con fijeza a la estatua. Los hermosos labios de la talla de Selune se habían movido y de ellos había salido la voz de un anciano… La voz de tío Drone. De nuevo se la oyó decir:

—Giogi, escúchame. El espolón del wyvern es tu destino. Steele no debe apoderarse de él. Tienes que encontrarlo antes. Busca al ladrón.

Los labios de la estatuilla se inmovilizaron, asumieron otra vez su forma seductora y enmudecieron. Reinó un silencio profundo en la sala, roto únicamente por el rumor de la lluvia al golpear las ventanas. Tizón saltó al escritorio y olisqueó la estatua.

Cat frunció el entrecejo en un gesto de desconcierto. Había algo inusual en el mensaje mágico. Realizó unos rápidos cálculos mentales. «Sí —comprendió—. Falta algo».

—¿De quién era esa voz? —preguntó.

—De tío Drone —contestó Giogi, sintiendo un profundo dolor al reparar en que aquélla sería la última vez que la oiría.

—¿Y quién es Tizón? —inquirió la hechicera.

—Su gato. Este animal —explicó el joven, alargando la mano para acariciar el peludo lomo de Tizón, que empujó la plumilla de Giogi y la tiró al suelo, para saltar tras ella acto seguido.

—¿A qué se refería tu tío cuando dijo que el espolón del wyvern era tu destino? —preguntó Cat.

—No estoy seguro. Supongo que está relacionado con mi padre. Él lo utilizó de algún modo, e imagino que tío Drone esperaba que yo hiciera otro tanto.

—¿Y cómo se usa el espolón? —inquirió Cat con gran curiosidad.

—Lo ignoro —respondió Giogi, encogiéndose de hombros.

Cat se sentó con las piernas cruzadas sobre la gruesa alfombra de Calimshan, junto al escritorio.

—¿Crees que tu tío era sincero cuando le dijo a tu tía que no tenía el espolón ni sabía dónde estaba?

—Oh, tío Drone no mentía nunca —afirmó Giogi.

—Pero le dijo a la familia que el ladrón seguía en las catacumbas —señaló la hechicera, sonriendo con escepticismo.

—De hecho, lo que dijo es que el que intentaba robar el espolón estaba atrapado en las catacumbas. Y estaba en lo cierto, ¿o no? —preguntó el joven.

Su intención era que su pregunta llevara un tono de reproche, pero sonrió a la hechicera sin poder remediarlo. La turbación hizo enrojecer a Cat, quien bajó la vista a su regazo.

—Es posible que tío Drone supiera algo más sobre el verdadero ladrón —admitió Giogi—. Sin embargo, no entiendo cómo esperaba que encontrara el espolón sin darme más datos del culpable —agregó irritado.

—Es posible que tuviera intención de incluir alguna otra información sobre el ladrón en su mensaje, pero se cortó antes de que lo hiciera —conjeturó la hechicera.

—¿Se cortó? ¿Qué quieres decir?

Cat repitió el mensaje, levantando un dedo por cada palabra.

—«Giogi, escúchame. El espolón del wyvern es tu destino. Steele no debe apoderarse de él. Tienes que encontrarlo antes. Busca al ladrón». Son veintidós palabras y el hechizo que utilizó para enviar el mensaje tenía una fuerza mágica suficiente para enviar veintiséis palabras, lo que significa que faltan cuatro.

—Cuatro palabras —musitó Giogi—. Podría haberme revelado el nombre del ladrón y la ciudad, por lo menos. ¿Por qué no lo hizo?

—Probablemente lo dijo, pero recuerda que pronunció cuatro palabras al inicio del mensaje, quizá por accidente. ¿Recuerdas?

—«Abajo, Tizón. ¡Chico malo!» —repitió Giogi con un suspiro. Miró al gato que se entretenía en mordisquear la plumilla—. Sí que eres un chico malo —dijo el noble mientras le quitaba la pluma y la volvía a poner sobre el escritorio—. Bueno, ya no tiene remedio.

—Tal vez un clérigo fuera capaz de comunicarse con su espíritu —sugirió Cat.

—Tía Dorath no lo permitiría. Ni siquiera para encontrar el espolón. Nuestra familia no turba el reposo de sus muertos.

—En tal caso, te encuentras de nuevo en el punto de partida, a menos que se te ocurra algo que dé una pista sobre lo que mencionaba tu tío en el mensaje. ¿Tienes alguna idea? —inquirió la hechicera.

—Me advirtió que tuviera cuidado, que cabía la posibilidad de que mi vida corriera peligro —recordó Giogi.

—¿Amenazada por quién? —preguntó Cat.

Giogi sacudió la cabeza con incertidumbre. Reflexionó sobre el intento de Julia de drogarlo, inducida por su hermano. «Pero Steele no me habría asesinado —pensó—. Ni el guardián habría causado daño alguno a un Wyvernspur, a pesar de que siempre habla de machacar huesos. Tío Drone no se habría molestado en alertarme contra los repulsivos estirges o los kobolds o los trasgos gigantes… Sabía que yo estaba enterado de su existencia. La única persona que estaba allí abajo, era Cat».

Giogi miró a la encantadora hechicera. Su semblante seguía pálido y con señales de agotamiento, pero sus verdes ojos centelleaban vivaces. «Me salvó la vida en las catacumbas —pensó—. Por consiguiente, tío Drone no podía referirse a ella. La pobre tiene que haber pasado mucho frío allí», se dijo, al reparar en lo fina que era la tela de su túnica. El resplandor de la lumbre traspasaba el tejido y dejaba entrever la esbelta figura de la mujer. Su cabello cobrizo, largo y espeso, debía de haberla abrigado más que ese estúpido hábito que llevaba, concluyó para sí.

—¿Maese Giogioni? ¿De quién sospechas? ¿Quién querría matarte? —inquirió Cat, al advertir la mirada remota del joven noble.

Giogi salió con brusquedad de sus reflexiones.

—Nadie. No tengo enemigos.

—¿Conoce el guardián tu destino? ¿Era a eso a lo que se refería cuando dijo: «Ya falta poco»?

—Lo ignoro.

—En la cripta dijiste que no querías saberlo. Si fuera mi destino, yo querría enterarme. ¿Por qué no deseas descubrirlo?

Un escalofrío sacudió a Giogi de pies a cabeza.

—Porque está relacionado con un sueño en el que se escucha el grito de muerte de una presa, y el sabor de la sangre caliente, y el chasquido de huesos al quebrarse. —Las palabras salieron atropelladas de su boca sin que pudiera evitarlo.

—¿Sueñas esas cosas? —susurró Cat sobrecogida, con los ojos desorbitados por el asombro.

—No —replicó Giogi, aunque enseguida rectificó—. Sólo muy de vez en cuando.

—Qué interesante —musitó la hechicera—. ¿Qué clase de presa es?

Giogi tembló otra vez, conmocionado por la reacción de Cat. En ese momento sonó una llamada en la puerta de la sala y el joven sintió gran alivio ante la providencial interrupción que ponía fin a la conversación.

—Adelante —dijo.

Thomas entró en la habitación.

—El almuerzo está servido, señor —anunció. Después retrocedió con premura. La escena de una bella mujer sentada a los pies de su amo lo había puesto muy nervioso, y abandonó la estancia a toda prisa.

Giogi se puso en pie y se inclinó para ayudar a Cat a incorporarse. La mujer posó su mano en la de él para equilibrarse mientras se levantaba del suelo. Su sonrisa agradecida produjo una cálida sensación en el joven noble, quien, sin soltarla, la condujo fuera de la sala en dirección al comedor.

Thomas había improvisado un sencillo refrigerio: fondue de queso, sopa de venado con pasta, pescado escalfado al vino, y crêpes con mermelada de frambuesa. Cat se mostró encantada con cada plato, lo que satisfizo mucho a Giogi, si bien él no tenía mucha hambre.

«Cuando era más joven no tenía el menor problema para engullir toda esta cantidad de comida y aguardar impaciente a que llegara la hora del té —se dijo—. ¿Por qué habré perdido el apetito?».

Interrumpieron la conversación mientras comían, pero, cuando bebían el té con limón, Cat volvió sobre el tema.

—Si yo tengo que ser una Wyvernspur puesto que el guardián me dejó pasar, entonces el ladrón del espolón tuvo que ser también alguien de la familia, ¿verdad?

Giogi asintió en silencio.

—¿Cuántos sois? —preguntó la hechicera.

—Bueno, están tía Dorath y tío Drone; y Frefford, Steele, Julia, y yo. ¡Ah!, y también la esposa de Frefford y el bebé recién nacido, una niña. Eso es todo cuanto queda de la rama de Gerrin Wyvernspur, un nieto del viejo Paton. Pero tiene que haber otras ramas de la familia. Gerrin tenía un hermano. No recuerdo su nombre, pero, en cualquier caso, ninguno de sus descendientes se ha puesto en contacto con la rama de Immersea. Ni siquiera sabíamos que hubiera alguno, pero el ladrón tiene que ser uno de ellos. Al igual que tú —explicó Giogi.

—Lo ignoro —dijo Cat, encogiéndose de hombros con actitud indiferente—. Soy huérfana.

—Lo siento —musitó Giogi, a la vez que le dedicaba una mirada comprensiva.

—No veo por qué tienes que sentirlo —replicó con sequedad la mujer, molesta ante lo que entendía una muestra de piedad.

—Bueno, creo que es espantoso ser huérfano —contestó con sinceridad el joven—. Lo sé, porque también es mi caso. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años. Y mi madre un año después, de tristeza, según dicen. Los echo mucho de menos.

La sensibilidad a flor de piel del joven noble incomodó a la hechicera.

—Yo no recuerdo a mis padres —aseguró precipitadamente. Luego simuló contener un bostezo.

—Estoy retrasando tu merecido descanso… —dijo Giogi—. Te conduciré a tu cuarto.

—¿Qué harás esta tarde? —inquirió la hechicera.

—Me gustaría conocer a la hija de Frefford. Después… —Giogi vaciló, intentando decidir qué podría hacer—. Es preciso que hable con alguien que sepa más cosas acerca del espolón.

—¿De quién se trata? —preguntó Cat, reprimiendo otro bostezo.

—No lo sé. Pero alguien tiene que haber.