8
Al rescate de Steele

Olive no tardó más que un par de segundos en tomar una decisión. Por un lado, no le apetecía correr hacia lo que había hecho gritar de ese modo a Steele. Por el otro, si aquello, fuera lo que fuese, se tragaba a los dos primos, ella quedaría atrapada en las catacumbas —transformada en burra y en compañía de Cat—, posiblemente el resto de su vida, cosa que, además, no tenía visos de ser por mucho tiempo.

«Una perspectiva nada halagüeña —pensó Olive—. Tengo que asegurarme de que el muchacho no actúe de un modo temerario». Acto seguido trotó corredor adelante en pos del resplandor de la piedra de orientación.

Se oyó otro grito y Giogi apresuró la carrera por un estrecho pasaje lateral, siguiendo el sonido. Allí el techo era más bajo y tuvo que inclinarse mientras corría. Resonaron ecos de carcajadas y gritos iracundos. El joven noble refrenó la carrera. Ya no se oían los alaridos de su primo y las risas tenían un tono siniestro que le helaba hasta la médula. Se detuvo.

Olive chocó contra Giogi. El joven dio un respingo y se volvió.

Pajarita, chica mala. Tenías que quedarte con la señorita Cat.

Ésta apareció enseguida, detrás de la burra.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Debiste quedarte con la burra. Puede ser muy peligroso —la reprendió Giogi.

—Y con ella estoy —señaló la hechicera—. Si es peligroso, ¿por qué no nos vamos?

—Era Steele quien gritaba. Es mi primo y tengo que ayudarlo.

—Pero, si te ocurre algo a ti, jamás saldré de aquí. Moriré en las catacumbas —razonó Cat, a quien le temblaban los labios.

«Lo mismo digo, aunque sin ese timbre dramático», pensó Olive.

—Si nos ocurre algo a Steele y a mí, Freffie bajará a buscarnos. Si lo esperas en la cripta, te dejará salir.

Cat frunció el entrecejo con desagrado. Olive comprendió que no le gustaba la idea de probar fortuna con Freffie, quien tal vez no se tragara su historia con la misma facilidad que Giogi.

—No pienso alejarme de ti —insistió Cat.

Giogi suspiró dándose por vencido.

—En ese caso, quédate detrás de mí —ordenó, alzando el índice frente a su nariz con gesto autoritario. Cat obedeció y se puso a su espalda, atisbando por encima del hombro del joven.

Tres metros más adelante, el pasaje desembocaba en una amplia cámara. En el interior se veía el tablero de una enorme mesa de caoba sobre el que brincaban unas criaturas más pequeñas que un halfling, de cuerpos cubiertos con escamas negras y unos cuernos blancos. Los monstruos no llevaban encima más que unos andrajos colorados sujetos con ceñidores de esparto de los que colgaban fundas de dagas.

La mesa se balanceaba sobre los restos astillados de lo que antes eran patas, y también sobre el cuerpo tendido de un hombre. La cabeza y los hombros de Steele sobresalían por debajo del tablero; el resto del cuerpo estaba atrapado bajo el peso de la mesa y el de las criaturas que brincaban encima. Un quejido escapó de los labios de Steele y su cabeza se movió a un lado y a otro. Sin embargo, a juzgar por la inmovilidad y los ojos cerrados de Steele, Giogi supuso que, por fortuna, su primo se hallaba inconsciente.

—Kobolds —susurró Cat con desprecio—. Sólo son unos pocos kobolds estúpidos.

Giogi contó por lo menos veinte, lo que, en su opinión, superaba ligeramente la estimación de «unos pocos», pero procuró disimular su creciente inquietud al comprender que no resultaría muy convincente su afirmación de que protegería a Cat de su maestro si se acobardaba ante un enfrentamiento con los kobolds.

—Bien. Quédate aquí —ordenó—. Y eso quiere decir que no te muevas ni un centímetro, ¿está claro?

Formulada la orden, Giogi se lanzó dentro de la cámara, con el florete enarbolado en la mano derecha y la piedra de orientación en la izquierda, al tiempo que emitía un grito de guerra ininteligible.

—¿Adónde cree que va? —murmuró Cat.

«A demostrarse a sí mismo su valía», pensó Olive.

—Idiota —rezongó la hechicera, sacando algo de uno de los bolsillos de su túnica. Al sacarlo, Olive le echó una ojeada: era el hueso de un dedo. Cat inició una susurrante salmodia y acto seguido unos puntitos luminosos empezaron a brillar en torno al hueso.

La burra retrocedió con premura, decidida a alejarse de cualquier conjuro en el que estaba involucrado el hueso de un dedo de alguien.

Ajeno al hechizo que se realizaba a sus espaldas, Giogi corrió al lado de su primo. Los kobolds, alarmados por la ruidosa y súbita intrusión y el resplandor de la piedra de orientación, se dispersaron.

No obstante, su sobresalto se tornó en cólera cuando descubrieron que los amenazaba un único oponente armado con un simple pincho largo. Sus hocicos esbozaron una mueca cruel mientras desenvainaban las afiladas dagas que reflejaron la luz de la gema. Las bestias avanzaron poco a poco hacia Giogi en grupos de tres y cuatro, gruñendo como perros que acosan a un toro.

El joven adoptó la posición de combate y giró sobre el pie izquierdo arremetiendo con el florete contra cualquier kobold que se ponía a su alcance.

Atrás, en el corredor, Cat finalizó su salmodia y el hueso que sostenía se deshizo en polvo. De repente, los kobolds que rodeaban a Giogi retrocedieron despavoridos. Impresionado por el sorprendente efecto que su firmeza ejercía sobre las criaturas, Giogi asestó varias estocadas en su dirección a fin de poner a prueba la reacción de sus enemigos. Los kobolds se encogieron de miedo como perros azotados con un látigo.

Al verlos tan indefensos, el joven noble no tuvo valor de ensartar con su arma a ninguno. Sin perderlos de vista, Giogi se inclinó sobre su primo para examinarlo. Steele estaba muy pálido y apenas respiraba.

Cat entró en la cámara, sonriendo satisfecha por el efecto que su conjuro amedrentador producía en los kobolds, que temblaban bajo su mirada. Olive observaba la escena desde las sombras, cerca de la entrada. Conforme al saber tradicional de los aventureros, las bestias de carga estaban consideradas un bocado exquisito entre los kobolds y otras razas que moraban bajo tierra. No quería correr el riesgo de que los monstruos recobraran el coraje a la vista de una cena apetitosa.

—Creí haberte dicho que te mantuvieras al margen —susurró Giogi a la hechicera.

—No me harán daño alguno mientras tú me protejas —insistió Cat. La joven contuvo el aliento al mirar a Steele—. ¿Es éste tu primo? —preguntó.

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada —repuso Cat, sacudiendo la cabeza.

—Bueno, ya que estás aquí, podrás echarme una mano —dijo Giogi con un suspiro—. Coge esto —le indicó, tendiéndole el florete y la piedra de orientación, a fin de tener las dos manos libres para sacar a Steele de debajo del tablero. Se esforzó por levantarlo, pero sin éxito, pues la sólida plancha de madera era muy pesada.

—¿Cómo demonios le echaron esto encima? —jadeó Giogi, cuya frente estaba empapada de sudor.

—Mira arriba —sugirió Cat, levantando la piedra de orientación para que pudiera ver mejor. Una cuerda larga se extendía desde el tablero hasta una polea montada en el techo, a unos seis metros de altura; se prolongaba hacia otra polea instalada en el extremo de la cámara, y llegaba por último a un carrete controlado por un torno.

—Vigílalos —ordenó Giogi a Cat, y cruzó la estancia para examinar el torno. Los kobolds retrocedieron a su paso, en medio de gemidos quejumbrosos. Le llevó un minuto descubrir y hacer funcionar la palanca acodillada que conectaba los engranajes del carrete. Tensó la cuerda y después empezó a izar el enorme tablero del suelo. Incluso con el ingenioso mecanismo, fue un trabajo pesado. El sudor le corría por las sienes cuando Giogi logró por fin levantar la mesa varios centímetros.

—Ya es suficiente —anunció Cat, que se asomaba bajo el tablero para ver el cuerpo de Steele.

Giogi volvió a su lado y sacó a su primo de debajo del aplastante peso.

—Me pregunto cómo se las han arreglado estos pequeños monstruos para traer hasta aquí la mesa —comentó Giogi en voz alta—. Creo recordar que estaba en la antesala que hay bajo la cripta.

—Sin duda sobornaron a alguna criatura más grande para que lo hiciera por ellos —opinó Cat—. Así que, a menos que quieras saber quién o qué ha sido su forzudo colaborador, sugiero que nos marchemos cuanto antes.

—Buena idea —se mostró de acuerdo Giogi—. Nos pondremos en marcha tan pronto como se recobre Steele. Voy a coger una poción que llevo en uno de los paquetes de carga.

Cat detuvo al joven sujetándolo por una manga.

—Si vuelve ahora en sí, me verá aquí abajo —dijo en un susurro apresurado—. ¿No comentaste que me tomaría por el ladrón?

Giogi asintió en silencio.

—Tienes razón. Y además montará un gran escándalo. Steele actúa con malignidad cuando quiere conseguir algo, como es en este caso el espolón. Tendré que llevarlo a cuestas.

—Pero así nos retrasaremos mucho —argumentó Cat—. ¿Por qué no lo cargas sobre la burra y esperas a que hayamos salido del cementerio para administrarle la pócima?

«Oh, no. Ni hablar de eso», pensó Olive desde su escondrijo en las sombras.

Pajarita transporta ya bastante peso y, aun cuando le quitara la carga, Steele sería demasiado para ella.

Cat resopló con enojo.

—Está bien. Quizá yo pueda realizar un conjuro para transportarlo —ofreció.

Devolvió a Giogi el florete y la piedra de orientación, sacó una redoma que contenía un líquido plateado y la destapó. Entonó un cántico susurrante y volcó la redoma de manera que cayó una gota del líquido. Antes de llegar al suelo, la gota se expandió y creó un disco reluciente que flotó en el aire y se quedó suspendido a casi un metro del suelo.

—Lo tumbaremos sobre eso —explicó Cat.

—¿Estás segura de que aguantará su peso? —preguntó Giogi.

—Apresúrate, antes de que los kobolds pierdan el temor que les inspiras —lo urgió Cat con un susurro, mientras guardaba la redoma.

Aun antes de que Giogi echara una rápida ojeada sobre el hombro hacia los pequeños monstruos, algunos de ellos empezaron a emitir unos gruñidos de descontento. El joven alzó a Steele y lo tumbó sobre el disco, que sostuvo al noble herido sin hundirse ni un centímetro. Cat se encaminó con lentitud hacia la salida, seguida por el disco y su carga.

Giogi cerró la marcha, retrocediendo de espaldas y con el arma presta. Si los kobolds atacaban en masa, temía ser incapaz de contenerlos.

De repente, una de las repulsivas criaturas salió de detrás de la mesa y empezó a gruñir enfurecida. Todavía tenía su daga enfundada, pero el tono del gruñido era completamente hostil. Cat se detuvo en la salida y dio media vuelta. El disco flotaba a su lado. La hechicera escuchó atenta lo que decía la criatura. Giogi se reunió con la joven.

—¿Entiendes ese chapurreo? —musitó.

—Sí. Es una hembra. Dice que no es justo —explicó Cat—. Tu primo la capturó y la torturó, y ella no ha tenido oportunidad de devolverle los malos tratos.

—¿Por qué hizo Steele algo así? —preguntó Giogi, pasmado.

—Para encontrar al ladrón y el espolón —aclaró la hechicera—. La kobold lo convenció para que la siguiera hasta esta trampa.

—¿Puedes decirles que me llevaré a mi primo de aquí para que no vuelva a hacerles daño a ninguno de ellos?

Cat habló en la jerigonza de los kobolds. La cabecilla articuló otro gruñido y parloteó algo, a lo que Cat replicó con otra parrafada similar. Ambas, la mujer humana y la hembra kobold, se observaron con una mirada amenazadora.

Tras un minuto tenso, la pugna cesó y la kobold apartó los ojos, escupió en el suelo y echó a correr en la oscuridad, seguida por la manada.

—La kobold hubiera preferido que dejaras a tu primo. Creo que les has estropeado la diversión —comentó la hechicera con una mueca maliciosa.

Giogi sintió un escalofrío.

—Salgamos de aquí —se apresuró a decir.

Cuando se reunieron con Olive, el joven sacó una manta de los paquetes y cubrió el cuerpo inconsciente de Steele. Luego, el grupo volvió sobre sus pasos valiéndose del mapa de Giogi y de los números que había pintado en las paredes.

Olive trotaba detrás del disco mágico de Cat y aprovechó la oportunidad para examinar con detenimiento al inconsciente Steele. Tenía las facciones de los Wyvernspur, no cabía duda. Habida cuenta del carácter sádico del noble, que acababan de descubrir gracias a Cat, era el principal sospechoso de la muerte de Jade. Por desgracia, a pesar de que el asesino parecía ser mucho más joven que Innominado, también era mayor que Steele, quien debía de tener más o menos la misma edad que Giogi. Además, Steele lucía un lunar en el lado derecho de la boca que Olive estaba segura de no haber visto en el asesino.

Claro que cabía la posibilidad de que Steele hubiera estado disfrazado. No obstante, costaba imaginar que un engreído jovenzuelo lo bastante estúpido para meterse en la trampa de un kobold fuera un mago poderoso. Descartado Steele, los sospechosos de la halfling se reducían a Freffie y Drone, o cualquier otro familiar varón que tuviera Giogi al que aún no se hubiera referido.

Sumida en tales reflexiones, Olive no había prestado atención al progreso de la marcha. Habían cruzado o girado en seis intersecciones cuando Giogi alzó la vista del mapa con expresión desconcertada.

—Es imposible que hayamos pasado ya por aquí —dijo, alargando la mano para tocar el número dibujado en la pared—. Qué extraño. La pintura tendría que estar seca.

Cat sacó de uno de los bolsillos su propio mapa elaborado sin excesiva precisión. El eco de unas risitas siniestras retumbó a su alrededor.

—Los kobolds —susurró Cat alarmada—. Nos han engañado con marcas falsas.

Giogi alzó la piedra luminosa con el propósito de atisbar a las criaturas. El resplandor se extendió a lo largo de uno de los corredores de la intersección, pero los otros tres quedaron ocultos tras las sombras. Giogi no vislumbró a ningún kobold, pero distinguió un pedazo de papel caído en el suelo. Se encaminó hacia él y lo recogió.

—Es la envoltura de tu bocadillo —dijo a Cat—. Desde aquí sé cómo encontrar la salida.

El joven enrolló el mapa y lo guardó en las alforjas de la burra. Recordando lo que Samtavan Sudacar le había dicho acerca de la piedra de orientación, el noble siguió con confianza la dirección señalada por la luz, girando allí donde la gema emitía un mayor fulgor.

—¿Estás seguro de que vas en la dirección adecuada? —preguntó insegura la hechicera.

Giogi asintió en silencio, esbozando una mueca maliciosa.

Por su parte, Olive, consciente de los poderes de la piedra, se dijo para sus adentros: «El muchacho es más listo de lo que parece, chica. Confía en él».

El grupo se hallaba cerca de las escaleras que conducían a la cripta, cuando una sombra inmensa se interpuso en su camino un poco más adelante en el corredor.

—Maldita sea —rezongó Cat—. Otra vez él.

—¿Quién es? —preguntó Giogi nervioso, mientras entrecerraba los ojos en un intento de descubrir la identidad de la oscura silueta.

—Un trasgo gigante.

—Sí, tienes razón —admitió Giogi, tragando saliva con esfuerzo. «Quizá si cargo contra él lanzando un grito, lo haga huir, como ocurrió con los kobolds», pensó. Enarboló el florete y respiró hondo.

Cat lo frenó otra vez sujetándolo por la manga.

—Deja que me ocupe yo de esto —dijo.

La hechicera sacó la petaca del joven que no le había devuelto y desenroscó el tapón. Se metió dos dedos en la boca y lanzó un agudo silbido mientras alzaba la petaca.

El trasgo gigante alzó la vista hacia los recién llegados y se precipitó corredor adelante, en su dirección.

Giogi se quedó paralizado de miedo, y la burra trató de pasar inadvertida apretándose contra la pared.

«Si me hubieran concedido un último deseo antes de morir —pensó la halfling—, habría pedido que esta loca no nos hubiera involucrado en sus brillantes ideas».

Olive no estaba segura de qué olía peor, si la espesa y rojiza capa peluda del trasgo, o el chaleco de lana plagado de piojos que llevaba. Tenía unos colmillos amarillentos, pero sus brillantes iris eran de un tono rojo fuerte. A pesar de lo alto que era Giogi, el monstruo lo aventajaba con mucho. El joven agarró a Cat por el brazo para obligarla a ponerse detrás de él, pero la hechicera se soltó de un tirón y echó a andar directamente hacia el trasgo.

—¿Un poco de vino? —le ofreció con una sonrisa—. ¿Más vino?

El monstruoso ser arrebató la petaca a Cat y se tragó de golpe el contenido. La muchacha retrocedió.

—Eso no es vino —susurró Giogi—. Es Rivengut.

—Lo sé, pero él no. Y, dentro de un instante, ya no le importará —respondió Cat sonriente.

El trasgo gigante lanzó un rugido, se tambaleó y se desplomó inconsciente en el suelo.

—¿Lo ves? —se jactó la hechicera, mientras pasaba junto al monstruo y proseguía corredor adelante, seguida por el disco mágico que transportaba a Steele.

Giogi y Olive se apresuraron a reunirse con ella.

—Lo soborné hace unas horas con un odre de vino —explicó Cat.

Por fin llegaron a la antesala y ascendieron despacio por la escalera hacia la cripta. Olive oyó la sonora protesta de su estómago y recordó pesarosa el Rivengut que Cat le había dado al trasgo.

Cuando llegaron al descansillo superior, Giogi atisbó el interior de la cripta, pero el guardián guardaba silencio.

Giogi cruzó a hurtadillas la cripta sin pronunciar una palabra. Olive caminó lo más silenciosamente posible sin necesidad de que se lo advirtieran, pero la hechicera era otro cantar.

—Y bien, ¿dónde está ese renombrado guardián? —preguntó mientras aguardaba frente a la puerta de la cripta que Giogi sacara la llave.

—Está aquí —musitó el joven, a la vez que metía la llave en la cerradura y la giraba—. Por favor, no lo molestes.

—Giogioni —susurró la voz del guardián—. Ya falta poco, mi querido Giogioni.

Cat giró velozmente sobre sus talones y divisó la inmensa sombra del wyvern sobre la pared opuesta.

—¡Por los misterios de Mystra! —susurró asombrada—. Ahí está el guardián.

Giogi abrió la puerta de un empellón e hizo pasar a Olive mediante empujones impacientes, bien que la burra no precisaba que la azuzaran y comenzó a subir la siguiente escalera con un trote rápido.

—¿Qué ha querido decir? —se interesó Cat—. ¿Ya falta poco para qué?

—No preguntes, te lo ruego —musitó Giogi, tirando del brazo de la hechicera para obligarla a cruzar el umbral. Tan pronto como el disco flotante pasó tras ellos, el joven cerró de golpe la puerta y echó la llave.

—¿Por qué no he de preguntar a qué se refería? —insistió Cat.

Giogi cerró los ojos con fuerza.

—Porque no lo quiero saber —contestó con un susurro.

Remontaron los últimos cuatro tramos de peldaños. Giogi dio un salto contundente sobre el décimo escalón del final y la trampilla secreta se deslizó bajo el suelo. Condujo a sus acompañantes con premura a través del mausoleo y fuera del recinto del cementerio.

El cielo de mediodía tenía un frío color gris acerado por las nubes bajas, pero el trío parpadeó al salir al aire libre como si fueran prisioneros expuestos a la luz brillante del sol después de pasar meses en una mazmorra oscura.

Giogi rebuscó en una de las alforjas y sacó una redoma con una poción curativa. Con toda clase de cuidados, la vertió en la boca de Steele. Su primo se removió y suspiró, pero continuó inconsciente.

—Es todo cuanto puedo hacer por él —dijo el joven—. Tendremos que llevarlo ante un clérigo. ¿Cuánto tiempo más puedes transportarlo como hasta ahora? —le preguntó a Cat.

—Todo el que quieras —dijo la hechicera sonriente.

—Gracias. Por todo —contestó Giogi.

«¿Y yo, qué? —protestó en silencio Olive—. También he cargado más peso del que me correspondía».

Como si hubiese leído los pensamientos de la halfling, el joven la rascó entre las orejas.

—Pronto estaremos en casa, Pajarita —dijo animoso—. Entonces tendrás tu comida y, con un poco de suerte, creo que tío Drone nos dará alguna explicación antes de la hora del té.

«Sí —pensó Olive—. Tío Drone es un mago al que quiero conocer».

El grupo apenas había descendido la mitad del cerro en cuya cima se encontraba el cementerio cuando vieron a un hombre envuelto en una capa verde que corría cuesta arriba a su encuentro y llamaba a voces a Giogi. Al aproximarse, Olive comprendió que se trataba de otro Wyvernspur. Tenía las mismas facciones que Steele, Innominado y el asesino de Jade.

«Menudo lío —pensó Olive—. ¿Cómo se distinguen entre sí los Wyvernspur? Vaya, he hecho un buen chiste sin proponérmelo», se burló la halfling para sus adentros. Estudió al recién llegado. No tenía un lunar como el de Steele, pero era tan joven como él. Además, sus ojos eran distintos de los del asesino, que los tenía azules y fríos, idénticos a los de Innominado. Los del joven que estaba frente al grupo eran de un tono avellana.

Olive estaba junto a Cat y sintió que ésta reprimía un respingo. «Qué curioso —pensó la halfling—. Es la misma reacción que tuvo al mirar a Steele. Me pregunto por qué».

—Es mi primo Frefford —anunció Giogi—. Déjame que sea yo quien lleve la conversación.

Cat se tranquilizó de inmediato.

«Así que éste es Frefford —pensó Olive—. Pues tampoco es él el asesino, con lo que nos queda sólo tío Drone».

—Buenos días, Freffie —saludó Giogi cuando estuvieron cara a cara.

—Buenos días, Giogi. ¿Qué le ha ocurrido a Steele? —se interesó el otro joven Wyvernspur.

Giogioni soltó un suspiro exasperado.

—Entró en la cripta sin esperarme. Lo encontré en una trampa que le tendieron unos kobolds. Pensé que lo mejor sería traerlo de vuelta antes de seguir con la exploración. Esta joven se encontraba en el cementerio y se ofreció a echarme una mano. Creo que se pondrá bien. ¿Cómo está Gaylyn, Freffie?

—Muy bien. Tanto la madre como la hija se encuentran perfectamente. —Su tono severo no encajaba con las buenas noticias.

Giogi esbozó una amplia sonrisa.

—¡Te felicito de todo corazón! Pero ¿no deberías estar con ellas? —Por fin, Giogi se percató de la sombría expresión de su primo—. ¿Qué ocurre, Freffie?

—Tía Dorath me envió a buscaros a ti y a Steele —explicó el joven. Respiró hondo y puso una mano sobre el hombro de su primo antes de proseguir—. Se trata de tío Drone. Tía Dorath dice que había entrado en el laboratorio para realizar un terrible hechizo. Lo buscamos por todas partes, pero no aparecía. Por fin, en el suelo del laboratorio encontramos… —La voz de Frefford se quebró. Tragó saliva con esfuerzo y continuó—: No encontramos más que su túnica, su sombrero y un montón de cenizas. Tío Drone ha muerto, Giogi.