7
Cat

Giogi adoptó una postura más erguida e hizo varias inhalaciones profundas a fin de recobrar la compostura. Ya casi había pasado lo peor. Aunque las catacumbas eran igualmente peligrosas, no despertaban en él el mismo terror que la cripta.

—Vamos, Pajarita —dijo, reanudando el descenso del siguiente tramo de escalones.

Olive dejó escapar un suspiro de alivio y echó a andar tras él.

El pasaje que descendía a las catacumbas estaba excavado en la roca. No contaba con recubrimiento de mármol o bloques de piedra cortados, y la roca viva presentaba un aspecto basto y sucio. El agua goteaba por el techo, rezumaba en las paredes y corría en reguerillos escaleras abajo. Los peldaños estaban desmoronados de tanto en tanto y el moho y el barro los hacían resbaladizos. Alguien había bajado la escalera y había dejado impresas en el cieno las huellas profundas de unas botas.

—Son las pisadas de Steele —anunció Giogi con aire desdichado mientras descendía siguiendo el rastro. A decir verdad, no quería reunirse con su primo. Steele no deseaba su compañía y si, como había dicho tío Drone, el ladrón no estaba escondido allí abajo, era más que probable que Steele desahogara su malhumor con él. Con todo, no tenía más remedio que unirse a Steele, ya que tío Drone había insistido en ello. Giogi empezaba a sospechar el porqué, habida cuenta de la confidencia hecha por el anciano mago la noche anterior y la revelación de Julia esa mañana.

«Al parecer, tío Drone ha estado trapicheando a mi favor —pensó con inquietud el joven—. Quiere que simule buscar al ladrón para que de ese modo nadie me culpe del robo».

Giogi suspiró y el eco repitió el sonido en el hueco de las escaleras.

—¿Te has fijado alguna vez, Pajarita, que tan pronto como uno encauza su vida, cuando el camino que se abre ante ti parece tranquilo y despejado, tus familiares te quitan las riendas de las manos para cambiar el rumbo, por decirlo de algún modo? —preguntó con actitud filosófica.

Olive, que tenía puesta toda su atención en el descenso por los resbaladizos y rotos peldaños mientras transportaba suficientes provisiones para un grupo expedicionario de doce personas, no respondió, como era de esperar.

—Pongamos por caso a Freffie —continuó Giogi—. Hace dos años, decidió que me convenía tener una profesión y me sugirió que ingresara en el ejército. ¡Imagínate! ¡Yo, un Dragón Púrpura! Por suerte, me rebajaron de servicio después de soltar por accidente a la mascota de tía Dorath, un puerco espín, en la carreta de provisiones.

Giogi interrumpió el relato de las intromisiones de la familia en su vida para poner todos sus sentidos en salvar un tramo de escalones bastante desmoronado. Se aseguró de que la burra plantara firmes las patas a cada paso antes de tirar del ronzal.

Cuando hubieron dejado atrás aquel obstáculo, el joven noble reanudó su monólogo.

—El año pasado, tía Dorath decidió que Minda Lluth era la chica perfecta para mí. Minda me convenció para que hiciera toda clase de idioteces, y después me abandonó mientras yo me afanaba para salir con bien del problema en el que me había metido. Me persuadió para que imitara a Azoun en la boda de Freffie, y luego, después de que casi me matan, ella va y se casa con otro —se quejó con aspereza, a la vez que propinaba una patada a un fragmento suelto de los peldaños y lo lanzaba escaleras abajo.

Olive no pudo por menos que prestar atención al último comentario de Giogi y comprendió de repente que se refería a la boda en la que ella había cantado el año anterior. El tal primo Freffie debía de ser el caballero Frefford Wyvernspur. Olive había estado sentada justo enfrente de la mesa de los contrayentes, pero no recordaba las facciones del novio. El joven esposo había quedado eclipsado por la novia, sus trescientos invitados, y la agitación de presenciar el intento de Alias de asesinar a su primo Giogi. «Tendré que echar otra mirada a Frefford antes de descartarlo como sospechoso de la muerte de Jade», decidió Olive.

A Giogi le costó varios minutos superar su disgusto por el comportamiento de Minda y volver a enfocar su problema actual.

—Y ahora Julia me dice que tío Drone ha estado intrigando para que tía Dorath acceda a entregarme el espolón —comentó.

«Ya lo sé —rezongó Olive para sus adentros—. Estaba allí cuando lo dijo, ¿recuerdas?».

—¿Es que acaso le pedí que hiciera eso? —preguntó Giogi a la burra, con un tono de enfado en la voz—. Desde luego que no. ¿Me preguntó si me importaba que actuara en mi nombre? ¡Por supuesto que no! —Luego, con más calma, agregó—: Quiero a mi familia. —Acto seguido, gritó—: Pero ¿por qué demonios no me dejan en paz?

«En paz, en paz, en paz…», repitió el eco en la escalera.

Inquieto por el resonar de su propia voz a través de los oscuros corredores, Giogi reanudó el descenso en silencio.

Ahora que por fin reinaba la calma necesaria para pensar, Olive trató de analizar la posibilidad de que Steele fuera el asesino de Jade basándose en lo que habían dicho de él Julia y Giogi. Steele Wyvernspur tenía una vena de crueldad y dureza. Ese rasgo encajaba con el asesino. Al parecer, Steele era diestro con la espada. El asesino ejecutaba hechizos poderosos, y, aunque no era de esperar que también supiera blandir bien un arma, no era del todo imposible. De vez en cuando, uno se topaba con un hechicero experto que manejaba otra arma aparte de la daga. Steele no tenía que ser muy mayor, sino más bien bastante joven. Y si las facciones de su hermana Julia eran un ejemplo a tomarse en cuenta, entonces también él tendría los rasgos de los Wyvernspur. Con todo, no lo sabría con certeza hasta que le pusiera los ojos encima.

Fue en ese momento cuando Olive reparó en un segundo rastro de pisadas. Eran más pequeñas y menos profundas, al parecer pertenecientes a una mujer o a un hombre pequeño, que calzaba zapatillas de suela blanda. Las huellas subían hacia la cripta y regresaban en dirección a las catacumbas. «¿Las del ladrón?», se preguntó Olive con nerviosismo.

Dominada por la curiosidad de ver al ladrón y más que ansiosa por echar una ojeada al primo de Giogi, Olive incrementó la velocidad de la marcha escaleras abajo. Antes de llegar al final, la burra iba por delante de Giogi y del ronzal, como si fuera un sabueso a la caza de la presa.

Al cabo, hombre y burra llegaron al pie de la escalera. Se encontraban en una antesala pequeña, pavimentada con piedras irregulares. El resplandor de la piedra de orientación mostraba tres corredores que se alejaban en distintas direcciones. Dos de ellos estaban tapados con sendas telas de araña bastante densas, pero en la boca del tercero el sedoso entramado estaba roto y colgaba en tiras que ondeaban al impulso de alguna corriente de aire subterránea. Esparcidos en la boca del túnel, aparecían los restos mutilados de una araña enorme. El pesado tacón de una bota había dejado su huella en la mancha del fluido seroso de la criatura.

—Steele deja constancia de su paso por dondequiera que va —comentó Giogi. El joven noble desenvainó el florete—. Por lo menos, nos ha limpiado el camino de telarañas.

«No —dedujo Olive—. Esto es obra del ladrón. Steele se limita a seguir el rastro del culpable».

Giogi encabezó la marcha con precaución, corredor adelante. El pasaje no tenía nada de excepcional. La erosión del agua lo había creado y los antepasados de Giogi se habían limitado a ensancharlo. Ninguna gema ni metales preciosos adornaban sus paredes, ni se habían tallado delicadas columnas en la piedra. Todas las superficies del entorno consistían en tierra bien prensada, parches de arena, guijarros y rocas, y piedra labrada mediante la magia. El corredor se había excavado con el mero propósito de utilizarlo, no para regalar la vista.

El sonido del goteo de agua y el de sus propias pisadas resonaba en torno a Giogi y Olive. El aire era húmedo y frío. Unas arañas grandes y feas se escabullían ante la luz de la piedra de orientación en medio de un escandaloso guirigay, semejante al parloteo furioso de unas ardillas.

El corredor continuaba en línea recta a lo largo de casi trescientos metros. La presencia de las arañas y sus telas cesaba de un modo brusco. Un poco más adelante, el corredor trazaba un giro y se bifurcaba. Al carecer de la pista de telarañas rotas, la ruta tomada por Steele dejó de ser evidente.

Giogi hizo un alto en la bifurcación, enfundó el florete y rebuscó entre los bultos que transportaba Olive. Aligeró el peso de la carga al quitar el taburete de campaña, la cesta de provisiones, la manta, el saco de grano y el mapa. Tras echar un puñado de pienso en la manta, acomodó el taburete, se sentó y se sirvió un poco de té en un recipiente de hojalata.

«En verdad este chico no precisa muchas comodidades —pensó Olive con sarcasmo—. Nada de manteles, ni porcelana, ni mayordomo…».

Giogi llegó a la conclusión de que Steele se habría dirigido a la puerta de salida a fin de comprobar que el ladrón no se había quedado allí sentado en espera de que se abriera. Mientras masticaba unas pastas algo rancias, estudió el mapa para buscar la ruta más corta hacia la salida. Cuando alzó la vista, descubrió que la burra tenía metida la cabeza dentro de la cesta de provisiones.

—Eres una chica traviesa, Pajarita —dijo, a la vez que le apartaba el hocico de un manotazo—. Tu comida está ahí. —Señaló el pienso esparcido en la manta.

Olive le dirigió una mirada suplicante.

—Oh, está bien. —Giogi suspiró. Sacó un bocadillo de queso y se lo fue dando a trocitos. Como colofón, le regaló una rodaja de manzana.

«Me pregunto si lograría convencerlo para que me sirviera también un poco de té», pensó Olive con una risita mental.

—Ya no hay más, Pajarita —dijo el joven, poniéndose de pie con brusquedad. Empaquetó con torpeza las cosas y las cargó de nuevo a lomos de la burra. Antes de reanudar la marcha, Giogi sacó de uno de los paquetes un bote de pintura y una brocha.

En cada intersección, el joven noble consultaba su mapa y pintaba un número en la pared. En varias ocasiones tuvo que girar el mapa o él mismo a fin de orientarse. Dos veces volvieron sobre sus pasos para comprobar un número previo. Todo ello contribuyó a que el avance se redujera a paso de tortuga.

Con la marcha tediosa y el constante goteo del agua que se filtraba por las rocas, Olive se sintió como si estuvieran sometidos a una maliciosa tortura. Combatió su malhumor recordándose a sí misma: «Necesitas al chico para salir de este agujero, Olive. No te puedes permitir el lujo de aturdirlo con muestras de impaciencia».

Se habían detenido en otra intersección cuando Olive percibió algo que pasaba junto a sus largas orejas con un suave aleteo. Giogi, volcado en el mapa y la pintura, parecía no haberlo advertido. Olive sintió un cosquilleo en la grupa y, con gesto automático, agitó la cola. Estaba pensando lo útil que resultaba aquel apéndice, cuando una forma oscura del tamaño de un cuervo bajó en picado sobre la cabeza de Giogi.

Por un instante, Olive creyó que se trataba de un murciélago, pero, al quedarse cernido junto al cuello del joven, descubrió que las alas estaban cubiertas de plumas. Acto seguido reparó en la trompa semejante a la de un mosquito.

Olive soltó un rebuzno aterrado, al comprender de repente lo que significaba el cosquilleo que antes había sentido en la grupa.

Giogi giró velozmente sobre sus talones ante el grito de alarma. La luz de la piedra de orientación centelleó, perfilando la forma de un estirge casi tan grande como un gato callejero. Giogi soltó un chillido al tiempo que reculaba de un salto y dejaba caer el mapa, el bote de pintura y la brocha. Sin embargo, recobró la presencia de ánimo con rapidez, desenvainó el florete y arremetió contra la criatura. Demasiado gorda para remontar altitud con velocidad, la aturdida criatura se apartó hacia un costado y el florete de Giogi sólo hendió el aire. El monstruo volador desapareció tragado por la oscuridad.

Entretanto, Olive se restregaba la grupa contra la irregular pared de piedra en un intento de aplastar al chupador de sangre que sin lugar a dudas la estaba picando. Sintió que algo sólido se despachurraba entre sus ancas y la pared. Algo húmedo se filtró a través de la manta colocada entre los bultos y su piel.

¿Sería el estirge lo que se había aplastado o un odre de agua?, se preguntó Olive. No queriendo correr el riesgo, continuó restregándose contra la pared. La cesta cayó dando tumbos en el suelo, mientras las cosas chocaban entre sí dentro de los paquetes.

—Cálmate, Pajarita. Vas a hacerte daño —advirtió Giogi.

«Y dice que me calme cuando una espantosa criatura me está chupando la sangre». Olive imaginó un enjambre de estirges colgados de su peludo vientre como los murciélagos cuelgan de los techos de las cuevas.

Con un gesto de preocupación, Giogi enarboló el florete y se lanzó sobre la burra. Olive cerró los ojos y contuvo el aliento.

No sintió el pinchazo del arma, pero a los pocos segundos Giogi le palmeaba el lomo mientras susurraba unas palabras tranquilizadoras.

—Ya pasó, pequeña. He acabado con todos.

«¡Con todos! ¡Entonces es que había más de uno!», se dijo Olive temblorosa. Abrió los ojos. Ensartados en el florete del joven noble como pichones en un espetón, había media docenas de estirges, el más grande de los cuales no abultaba más que una ardilla.

Por fortuna, el fulgor de la piedra de orientación se había reducido a su brillo habitual, por lo que no vio con claridad a las horrendas criaturas. A pesar de todo, Olive tuvo que contener una náusea.

—Qué seres tan repugnantes, ¿verdad? —comentó Giogi mientras sacudía el florete para librarlo de los estirges y después apartaba los cadáveres a patadas. Por la palidez de su semblante, Olive dedujo que el joven no estaba acostumbrado al combate. Giogi limpió la hoja del arma con un pañuelo de seda, hizo una mueca de asco al ver las manchas pringosas de sangre que quedaban en el tejido, y arrojó el pañuelo sobre los cuerpos de sus víctimas.

«Después de todo, no presumía al comentar su habilidad con el florete. Sabe cómo manejar un arma —pensó Olive con alivio—. Se las ha arreglado para acabar con esos bichos sin rozarme un pelo de la cabeza… En este caso, del lado contrario. Puede que al final salgamos con vida de esta excursión».

Tras enfundar el arma, Giogi se inclinó para recoger las cosas que había tirado. Recuperó la mayor cantidad de pintura posible empapándola en la brocha. Luego, mientras murmuraba frases tranquilizadoras a la burra, aseguró la sujeción de la cesta de provisiones y revisó el resto de la carga. Empleó unos cuantos segundos más en consultar el mapa, tomó el ronzal y condujo a Olive por el pasaje que se abría a la izquierda.

No habían caminado ni cinco pasos cuando pareció que Giogi daba un tropezón. Se tambaleó hacia un lado, chocó contra la pared y se desplomó inconsciente. Mapa, pintura y brocha se le escaparon otra vez de las manos, pero sus dedos se mantuvieron cerrados en torno a la piedra de orientación.

Olive llegó de inmediato a su lado. Hociqueó con nerviosismo el cuerpo del joven, temiendo que algún estirge se le hubiera quedado adherido sin que él se hubiera dado cuenta. Su examen no le descubrió ningún monstruo chupador de sangre ni tampoco herida alguna. Lo que es más, Giogi no mostraba ningún síntoma de sufrir una conmoción. Por el contrario, respiraba con normalidad e incluso roncaba suavemente.

«¿Cómo puede quedarse dormido en un momento así?», se escandalizó la halfling.

Alguien chasqueó la lengua a su espalda para llamarle la atención. Olive giró en redondo y los ojos se le abrieron de par en par por la sorpresa al ver aparecer de entre las sombras a una mujer humana.

—Bonita burra —susurró la desconocida, mientras daba un paso hacia Olive a la vez que alargaba una mano para que se la oliera.

El cabello le caía libremente sobre los hombros, rojizo y brillante como filamentos de cobre bruñido. Vestía una túnica de un tejido reluciente y vaporoso, con todo el repulgo manchado de barro; también las zapatillas de paño estaban sucias. En otras circunstancias, lo primero que Olive habría pensado es que eran aquellas zapatillas las que habían dejado el rastro de huellas más pequeñas que habían descubierto en los aledaños de la cripta, pero fue sin embargo el rostro de la mujer lo que captaba su atención y la tenía desconcertada.

«¡Tiene las facciones de Alias! —pensó Olive mientras el corazón le latía desbocado—. ¡Es otra de las copias de la espadachina!».

—No te asustes, pequeña —dijo la mujer con tono tranquilizador—. Lo he hecho dormir por medio de la magia. Cogeremos su llave antes de que despierte y habremos salido de aquí en un santiamén.

En otro momento, Olive habría aceptado gustosa la oferta, pero esta mujer le ponía los nervios de punta; le traía a la mente a Cassana, la engreída y sádica bruja a cuya imagen y semejanza había sido creada Alias. Cassana acostumbraba dirigirse a la halfling llamándola «pequeña» con el mismo aire de superioridad, y la había sumido en un sueño mágico. Comprendió que no tenía ninguna garantía de que, a pesar de su parecido con Alias, aquella mujer no fuera tan malvada como lo había sido la propia Cassana.

Además, había que tener en cuenta a Giogi, desde luego. No podía abandonar al joven noble en un lugar tan horrible, indefenso mientras dormía, presa de los estirges y de los dioses sabían cuántas otras criaturas espantosas. Incluso si seguía vivo cuando pasaran los efectos del sueño mágico, no podría escapar de las catacumbas a menos que encontrara a su primo Steele. Tenía que quedarse con él, y también proteger su llave. Olive se situó entre la mujer y Giogi, afirmando las patas en previsión de un ataque.

—¡Vaya, qué carácter tan impetuoso! —dijo la mujer con una risa nerviosa, no tan cruel como la de Cassana, pero lo bastante burlona para que a Olive le hirviera la sangre—. La llave será mía —gruñó la hechicera mientras se agachaba para coger una piedra del tamaño de su puño.

La halfling-burro se lanzó sobre la mujer. La carga se tambaleó y le hizo perder el equilibrio. La mujer humana se apartó a un lado con una agilidad encomiable. Sobrecargada con el peso del equipo, Olive chocó contra la pared sin que pudiera hacer nada para frenarse.

Mientras Olive daba media vuelta, vio que la mujer se inclinaba sobre el cuerpo tendido de Giogi y buscaba la cadena con la llave colgada a su cuello.

Como había hecho anteriormente cuando atacaron los estirges, la piedra de orientación incrementó su fulgor e inundó el corredor con un resplandor cegador, enfocada sobre Giogi. La mujer retrocedió a la vez que exhalaba un grito angustiado. Olive corrió al lado de Giogi y le mordisqueó los brazos y piernas.

—Ahora no, Thomas —murmuró el joven, girándose de costado—. Estoy soñando una cosa muy bonita.

La halfling comprendió que no era el momento de andarse con sutilezas y, volviéndose, le propinó una coz en el trasero.

—¡Estoy despierto, tía Dorath! ¡De verdad! —exclamó Giogi, sentándose de repente. Miró a su alrededor con expresión aturdida, al burro que pateaba impaciente a su lado, a la extraña mujer que gemía, postrada de rodillas a unos cuantos pasos de distancia. Se incorporó tembloroso, sin soltar la piedra de orientación que aferraba con fuerza entre sus dedos crispados. Giogi se inclinó sobre la mujer y le tocó el hombro con delicadeza.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Desde luego que no —contestó ella con sequedad, mirándolo con los ojos entrecerrados—. Tu maldito cristal luminoso me está cegando.

—¡Tú! —balbuceó Giogi, al reparar de repente en la semejanza de la mujer con Alias de Westgate—. No. Tú no eres Alias —dijo al cabo de un momento—. Tu pelo es distinto.

—¿Te importaría apagar esa condenada luz? —gruñó la mujer, protegiéndose los ojos con la mano.

—Eh… Bueno, no estoy seguro de saber cómo hacerlo —repuso el joven, contemplando desconcertado el cristal—. Si aguardas unos minutos, estoy seguro de que tus ojos se acostumbrarán al brillo.

—He realizado un conjuro para ver en este agujero oscuro —espetó la mujer—. Cualquier luz me resulta molesta.

—Oh. —Giogi metió la gema en la pechera del jubón de manera que se filtrara sólo un débil resplandor. Luego musitó—: Tampoco puedes ser Cassana de Westgate. Eres demasiado joven. Además, ella murió. ¿Quién demonios eres?

—Soy Cat de Ordulin —respondió ella, apartando la mano de los ojos—. Siento que mi edad y mis ojos y mi cabello no se acomoden a tus deseos —prosiguió, con un tono que rebosaba sarcasmo—. Pero al menos podrías darme las gracias por haberte salvado de un estirge. —Dicho esto, tendió la mano en un gesto imperioso, esperando que la ayudara a ponerse de pie, cosa que Giogi hizo de inmediato.

—Mi intención no era insultarte —se disculpó el joven—. Tienes un cabello muy bonito, y también lo son tus ojos, ahora que has dejado de guiñarlos, y, desde luego, tu edad no es de mi incumbencia. Sin embargo, tu parecido con Alias de Westgate es extraordinario. ¿Acaso es familiar tuyo? ¿O lo es Cassana?

—No conozco ni a la una ni a la otra —respondió Cat.

—Ah. —Giogi inclinó la cabeza con gesto perplejo. Cat tenía los mismos ojos verdes, la nariz respingona, la boca carnosa, los pómulos altos y la barbilla puntiaguda de Alias. Era de por sí bastante extraño el hecho de que dos mujeres que supuestamente no tenían vínculos familiares, poseyeran el mismo rostro atractivo. Pero lo realmente increíble era la coincidencia de que él conociera a ambas. Por fin salió de su pasmo y recobró sus buenos modales.

—Bien, te agradezco que me rescataras. Aunque, tiene gracia, pero la verdad es que no recuerdo a ningún estirge.

—La saliva de los estirges adormece la carne en torno a la picadura —explicó Cat—. Si no sientes el pinchazo cuando te ataca, puede sacarte toda la sangre sin que te das cuenta. Ése casi te había dejado seco y logré reanimarte gracias a una poción. Era un bebedizo extraordinariamente poderoso, así que no tienes por qué sentir la menor debilidad.

—Tienes razón. No me siento débil —admitió Giogi, sorprendido—. Te doy las gracias de nuevo.

—No hay de qué —respondió Cat, asumiendo un tono más agradable a la vez que sonreía al joven.

Olive trató de esbozar una sonrisa burlona, pero recordó que ello no entraba en el repertorio disponible de un burro. No estaba segura de qué la irritaba más, si las mentiras descaradas de la hechicera o la necia credulidad de Giogi.

—En cualquier caso, me veo en la obligación de preguntarte qué haces aquí —dijo el joven noble.

«Bien pensado, Giogi —dijo Olive para sus adentros—. Un poco lento, pero bien pensado».

La actitud de Cat se tornó repentinamente ceremoniosa.

—No creo que sea de tu incumbencia —replicó con altanería—. ¿Quién eres, en fin de cuentas?

Giogi se irguió cuanto pudo. Aunque su figura no imponía demasiado, aventajaba a la mujer en más de quince centímetros de altura.

—Soy Giogioni Wyvernspur —declaró, haciendo una leve inclinación de cabeza—. De los Wyvernspur de Immersea. Estas catacumbas se extienden bajo la cripta de la familia. Nos pertenecen.

—¿Tenéis una escritura de propiedad? —inquirió con frialdad Cat.

—Bueno, no, pero el único acceso se encuentra en la cripta familiar y…

—Y la mágica puerta secreta, situada en la entrada al cementerio, que sólo se abre cada cincuenta años —concluyó Cat con impaciencia—. Utilicé la puerta mágica para entrar. Y la iba a utilizar para salir, pero algún idiota la clausuró cuando todavía me encontraba en las catacumbas. Llevo varios días encerrada aquí.

—Tío Drone selló el acceso ayer por la mañana, así que no puede hacer tanto tiempo —objetó Giogi.

—Vale, de acuerdo. Llevo varias horas encerrada —se retractó Cat con actitud enojada—. En cualquier caso, estoy hambrienta. No se te habrá ocurrido traer algo de comida, ¿verdad?

Giogi contempló a la hechicera con gran desconcierto en tanto que buscaba en la cesta de provisiones y sacaba un bocadillo de queso.

—Fantástico —exclamó Cat, arrebatándoselo a Giogi de las manos con rapidez. Lo desenvolvió a medias, lo olisqueó y le dio un buen mordisco.

Olive miraba al joven noble sin salir de su asombro.

«¿Es que no te das cuenta de que es el ladrón que robó el espolón? —recriminó mentalmente a Giogi—. ¿Cómo puedes quedarte ahí tan tranquilo dándole de comer bocadillos de queso?».

—No lo comprendo —dijo Giogi—. Tío Drone me confesó que no encontraría ni al ladrón ni el espolón aquí abajo.

Olive estaba que echaba chispas; querría poder decirle al joven: «Sacude a esta mujer hasta que se le caiga el espolón y entrégasela al gobernador Sudacar. Tío Drone se ha equivocado».

Cat alzó un dedo, masticó más deprisa y se tragó el bocado.

—Tu tío tenía razón. No has encontrado ni al ladrón ni el espolón.

—¿Qué haces en las catacumbas si no eres el ladrón? —demandó el joven.

Cat dio otro mordisco, masticó y tragó antes de responder.

—Ojalá lo fuera. ¿Sabes? Mi maestro me envió aquí en busca del espolón, pero, cuando llegué a la cripta de tu familia, esa cosa ya había desaparecido. Algún otro se apoderó de ella. La puerta que conduce desde la cripta al mausoleo estaba cerrada, así que no tuve más remedio que volver sobre mis pasos a través de las catacumbas. Pero, como ya dije antes, algún idiota (ése debe de ser tu tío) clausuró la puerta de salida.

—No es realmente mi tío —dijo Giogi—. Es… Bueno, es primo de mi abuelo, lo que significa que es algo así como tío abuelo segundo, o cosa por el estilo. —El joven frunció el entrecejo—. Tienes mucha sangre fría, ¿sabes? Admites que viniste a robar la reliquia más preciada de mi familia, y después pones a mis parientes de vuelta y media sin ningún reparo.

—Bueno, lo cierto es que no robé la reliquia, ¿verdad? —apuntó Cat a la defensiva—. Y, si tu tío sabía que ni el ladrón ni el espolón estaban en las catacumbas, es algo muy estúpido dejarme aquí encerrada, ¿no te parece? —concluyó, antes de meterse el resto del bocadillo en la boca.

—Tío Drone es un anciano encantador y amable —replicó, indignado, Giogi.

—Si tú lo dices… —farfulló Cat con la boca todavía llena. Cuando por fin se hubo tragado la comida, preguntó—: ¿Tienes algo para que me pase el pan?

—Hay algo de té —ofreció Giogi. Empezó a buscar la tetera en la cesta de provisiones, pero se frenó en seco al advertir la expresión de desagrado de Cat—. ¿Prefieres un poco de agua?

—¿No tienes algo más fuerte? —inquirió la hechicera esbozando una sonrisa maliciosa.

Bastante nervioso, Giogi sacó una petaca de plata que llevaba en un bolsillo trasero y se la tendió. Jamás había ofrecido licor fuerte a una mujer.

—Es Rivengut —advirtió—. Bastante fuerte. ¿Quieres que te lo rebaje con un poco de agua?

Cat cogió la petaca, desenroscó el tapón y echó un buen trago.

—No, gracias —dijo luego con una sonrisa alegre—. Así está perfecto.

Giogi parpadeó perplejo, y acto seguido se obligó a reaccionar.

—¿Por qué te envió tu maestro en busca del espolón? —preguntó.

—No tengo ni la menor idea. —Cat se encogió de hombros—. Me limito a seguir sus órdenes. Uno no va pidiendo explicaciones a hombres como Flattery, a menos que quieras que te asesinen.

—Pero también así arriesgaste la vida. Las catacumbas están repletas de criaturas peligrosas. Además, se supone que el guardián mata a cualquiera que entre en la cripta que no sea un Wyvernspur. ¿De verdad entraste en ella?

—¿De qué otro modo sabría que no está el espolón? Además, al guardián no le vi el pelo. ¿Estás seguro de que no es un simple mito del que se vale tu familia para asustar a los posibles ladrones?

Giogi negó con un gesto de la cabeza.

—Está allí —insistió—. Si no te mató, entonces es que eres una Wyvernspur. Siempre sospechamos que había alguna rama perdida de la familia. ¿A cuál de ellas perteneces?

—Soy hechicera, no historiadora de linajes —respondió Cat con gesto altanero.

«Eres demasiado orgullosa para admitir que lo ignoras, ¿no es así, muchacha? —pensó Olive con astucia—. Crees que eres huérfana, igual que Alias y Jade. No obstante, el guardián, de algún modo, se ha dado cuenta de que estás relacionada con el Bardo Innominado, que sí es un Wyvernspur».

—Si tu maestro, ese tal Flattery, te aseguró que el guardián no te molestaría, entonces es que sabe que eres una Wyvernspur —razonó Giogi.

Cat frunció el entrecejo pensativa. Bajó la mirada hacia sus manos, como si fueran la prueba que buscaba.

—Tal vez estés en lo cierto —admitió en un susurro.

Giogi cogió a la hechicera por la barbilla obligándola a mirarlo a los ojos.

—¿Por qué lo sirves si te utiliza para que robes cosas para él?

—También yo empezaba a hacerme esa pregunta —confesó Cat, esbozando una leve sonrisa. Giogi apartó la mano de la barbilla de la muchacha y la posó en su hombro.

—Deberías dejar ese trabajo —le aconsejó.

—Puede que lo haga. —Cat bajó otra vez sus ojos verdes. Después, en un susurro tan bajo que casi resultó inaudible para Giogi, agregó—: Flattery estará furioso conmigo por fracasar en mi misión.

—No vuelvas con él —sugirió el noble, mientras le apretaba afectuoso los hombros.

Cat alzó la cabeza y miró a Giogi a través de sus largas pestañas.

—No lo haría, a no ser porque… —Otra vez bajó la vista y vaciló. Luego, como si contuviera a duras penas el desaliento, volvió a mirar al joven y soltó de un tirón—: A no ser porque no tengo ningún otro sitio adonde ir, y me encontrará, y cuando me encuentre estará aún más furioso por que yo haya tratado de escapar. —El miedo ponía un ligero temblor en su voz.

«¡Bravo! —pensó con cinismo Olive—. Una interpretación excelente».

—Entiendo —dijo Giogi con solemnidad.

«No seas necio, muchacho», pensó Olive.

—En tal caso, te brindo mi protección —ofreció el joven noble.

«¡Pedazo de cretino!», se lamentó Olive, sacudiendo su cabeza de burro.

—Eres muy amable, maese Giogioni, pero no puedo aceptar tu ofrecimiento. Flattery es un mago muy poderoso de temperamento violento. No quiero poner también tu vida en peligro.

«Reflexiona, Giogi —suplicó en silencio Olive—. No hace más que azuzar tu compasión, muchacho. Haz que le salga el tiro por la culata. Aprovecha, y acepta su negativa. A ti no te interesa interferir en los asuntos de magos poderosos con temperamento violento».

—Insisto —contestó Giogi con firmeza.

«Sabía que diría eso», rezongó Olive.

—Después de todo, me salvaste la vida. Tienes que venir conmigo —prosiguió el joven—. Tío Drone es también un mago poderoso. Me ayudará a protegerte. Probablemente querrá saber todo lo relacionado con el tal Flattery.

Olive estiró las orejas. Tal vez Giogi considerara a su tío un anciano amable y agradable, pero, si era un mago poderoso, ya tenía otro sospechoso de haber desintegrado a Jade. Claro que, según Giogi, era muy viejo. Sin embargo, Olive sabía que los hechiceros pueden disimular su edad.

—Ahora te acompañaré fuera, antes de que Steele te vea —anunció Giogi—. Es un primo segundo mío. Creerá que eres el ladrón, porque tío Drone le dijo que el culpable seguía aquí abajo.

—No es necesario que me acompañes, de veras… —empezó Cat, pero la interrumpió un estruendo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el joven.

Procedente de la misma dirección del golpe, llegó un grito que helaba la sangre. Un grito humano.

—¡Steele! —exclamó Giogi—. ¡Quédate aquí con Pajarita! —ordenó a Cat.

Desenvainó el florete y echó a correr en la dirección donde había sonado el grito.