—Levantaos y brillad como un nuevo amanecer, preciosas mías —canturreó con suavidad Giogi mientras entraba en la cochera.
Olive se desperezó. Sin darse cuenta, se había quedado dormida de pie. Se sacudió, sintiendo el cosquilleo de las crines en el cuello y la cola golpeando contra sus cuartos traseros. «Todavía con forma de asno», comprendió malhumorada.
Giogi se detuvo junto a la yegua castaña y le dio unas palmaditas.
—¿Te apetecen unas manzanas, Margarita Primorosa?
Olive oyó a la yegua masticar la fruta. Después el joven entró en su cuadra y echó una ojeada al cubo de avena.
—Bien, has comido —comentó.
Olive se sintió enrojecer bajo la espesa capa de pelo. Después de todo lo que le había ocurrido la noche anterior, no habría soportado quedarse también sin cenar. Con la capa de melaza, la avena no tenía tan mal sabor; de hecho, sabía mejor que algunas cosas que había comido en ciertas posadas. Por consiguiente, tras unos primeros mordiscos indecisos, Olive había dejado el cubo limpio y reluciente sin pensarlo mucho.
No obstante, al mirar ahora la cubeta vacía, la preocupó la idea de adaptarse demasiado a su actual forma y tal vez olvidar que su comida favorita no era el grano, sino el pato asado, y que acabara por gustarle más el agua que un buen Rivengut de Luiren.
—¿Qué te parece una pequeña golosina? —dijo Giogi, ofreciéndole un cuarto de manzana.
Al menos, se lo podía considerar comida de halfling, pensó Olive. Masticó la fruta en la mano del joven noble. La otra mano de Giogi le metió algo por encima de las orejas. El tacto de la correa de cuero sobre la piel hizo que Olive encogiera el hocico. «¡Por los Nueve Infiernos! —maldijo para sí—. Me he dejado engañar con el truco de la manzana».
Olive rebuznó y trató de retroceder, pero Giogi sujetó con firmeza el ronzal que acababa de ponerle.
—So, pequeña. Tranquila. Vamos a las catacumbas que hay bajo la vieja cripta familiar para buscar al ladrón que robó el espolón del wyvern.
«¿El espolón del wyvern? —pensó perpleja Olive—. ¿La posesión más preciada de la familia Wyvernspur? ¿Lo han robado? —Dirigió una mirada desconcertada a Giogi—. ¿Es posible que no te preocupe algo así, muchacho? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?».
Mientras el joven le cepillaba el pelo, le hizo un resumen conciso con tono tranquilizador.
—Las catacumbas no están tan mal, salvo por los kobolds, los trasgos gigantes peludos, los estirges y alguna que otra gárgola. Claro que primero tendremos que pasar ante el guardián de la cripta. No obstante, el guardián no nos molestará…, creo. Somos viejos amigos. La última vez que la vi (es una guardiana, en realidad), me dijo que era demasiado pequeño… Supongo que se refería a que era demasiado pequeño para molestarse en comerme. Imagino que es su forma de hacer un chiste. Ya sabes lo perversos que pueden llegar a ser esos guardianes de criptas.
Además de comprender el significado de sus palabras, Olive notaba también el nerviosismo de Giogi. Un escalofrío le recorrió la larga espina dorsal. El joven le dio unas palmaditas tranquilizadoras, le puso encima una manta y después unos paquetes. Mientras Giogi le pasaba la cincha por debajo del vientre y ataba la hebilla, Olive sopesó la posibilidad de eludir la excursión mediante el sencillo proceso de tumbarse y dar volteretas, pero por último decidió que el suelo estaba demasiado sucio. «Además —se dijo—, no me enteraré de muchas cosas acerca de los Wyvernspur si me quedo en una cuadra. Si Giogi sigue con su cháchara tal vez descubra un montón de detalles».
—De hecho, probablemente no es tan terrible como la recuerdo —continuó el joven los comentarios sobre el guardián—. Lo que pasa es que entonces tenía sólo ocho años. Mi padre acababa de morir y yo heredé la llave de la cripta, ¿entiendes? Mi primo Steele tenía tanta envidia porque yo poseía una llave y él no, que convenció a mi otro primo, Freffie, y también a mí, para que entráramos a escondidas en la cripta y entonces él, Steele, me arrebató la llave y me dejó encerrado allí, solo, y él se marchó con Freffie.
»A Freffie lo acosó el remordimiento y se lo contó a tío Drone. Pero yo había echado a correr hacia las catacumbas para escapar del guardián y pasé buena parte del día vagando por allí y cuando me encontró tío Drone era tan tarde que ni siquiera cené.
«Bien —pensó Olive—. Ya tengo tres sospechosos de asesinato: el celoso Steele, el arrepentido Frefford y el preocupado tío Drone. Puedo descartar al padre de Giogi, a menos que no esté muerto de verdad».
Giogi ató la cesta de las provisiones sobre los otros paquetes y equilibró el peso poniendo a cada lado un odre de agua. Olive gruñó por la carga, pero su protesta se manifestó con un colérico rebuzno.
Pero el agua y las cosas para hacer el té eran sólo el principio. En los paquetes Giogi había incluido aceite, antorchas, una linterna, un yesquero, una escala de mano, un rollo de cuerda, estacas, un taburete de campaña, una manta, un pesado mazo, varias redomas selladas, un bote de pintura blanca, una brocha y un gran mapa. Luego añadió un saco pequeño de pienso para la burra.
—No podemos dejarte sin comer, ¿eh? —dijo Giogi, palmeando la grupa de Olive.
«No te preocupes por mí —pensó la halfling—. Me habré desplomado agotada mucho antes de que llegue la hora de la comida». Soltó otro rebuzno de protesta.
—Eres una criatura con un gran sentido musical —comentó el joven—. Quizá debería llamarte Pajarita. Vamos, Pajarita.
Giogi condujo a Olive fuera de la cuadra y de la cochera. Cruzaron el jardín y salieron a la calle. Carretas cargadas con heno, algas, pescado y leña abarrotaban la carretera. Sirvientes, jornaleros, pescadores y leñadores transitaban codo con codo por las aceras de tablones. Giogi, ignorante de que a tal hora existiera un tráfico tan intenso, condujo a su burra por el centro de la calle mientras miraba a uno y otro lado con gran curiosidad. Olive tuvo que estar ojo avizor para no pisarlo cuando el joven se acercaba demasiado a sus pezuñas.
—No tenía idea de que la ciudad tuviera tanto movimiento tan temprano —musitó Giogi.
«¿Entonces por qué no nos volvemos a la cama y esperamos a que no haya tanto jaleo?», pensó Olive, pero Giogi la guió a través del tumulto hacia el oeste.
El cielo, que por la noche estaba claro y estrellado, aparecía ahora encapotado de nubarrones grises, y en el aire había una humedad que presagiaba lluvia o nieve. El aliento de Olive salía en nubecillas de vapor por sus ollares, y Giogi también exhalaba vapor por los labios al silbar mientras caminaba, si no con mucho ritmo, al menos no desafinaba.
Cerca de las afueras de la ciudad, los dos torcieron por un camino que iba hacia el sur remontando un cerro empinado. «No pienso subir por ahí», pensó Olive, plantando firmes las patas en el suelo. Pero una palmada en la grupa la obligó a moverse en contra de su voluntad.
El sendero los condujo a un pedregoso cementerio cercado con un muro bajo y rodeado de pinos y robles. Los árboles proyectaban sombras oscuras en el ya de por sí lóbrego paraje, y la alfombra de agujas de pino y hojas de roble apagaba el sonido de sus pisadas. La mayoría de las lápidas del recinto estaban desgastadas por los elementos y el paso de los años, y recordaban a Olive los dientes rotos de un viejo gigante.
Muy cerca de la entrada se alzaba un gran mausoleo, con un aspecto tan avejentado como el resto de los monumentos funerarios, pero con la estructura todavía intacta. Gruesos tallos de enredadera trepaban por sus paredes. Con la oscuridad, las hojas muertas de la hiedra parecían negras y crujían al moverse con la brisa. Unos pequeños wyvern ornamentales tallados en piedra se posaban a lo largo del techo del mausoleo y los observaban con sus ojos de cristal. Giogi evitó mirarlos; conocía de sobra sus alargados cuerpos de reptil, sus alas de murciélago, sus colas de escorpión. El joven se estremeció al acercarse a la entrada del mausoleo. El escudo de armas de los Wyvernspur aparecía tallado en los muros a ambos lados de la puerta, y el nombre de la familia cincelado en el dintel.
Había otros símbolos pequeños grabados en la puerta, en el dintel y las jambas: invocaciones a Selune y a Mystra para que protegieran la cripta contra los transgresores. Como medida complementaria de seguridad, en cada pared se habían trazado unos extraños glifos enrevesados.
«Aquí debe de ser», pensó Olive.
—Hemos llegado —anunció Giogi—. Está más silencioso que una tumba.
«Qué agudo es este chico escogiendo las palabras», rezongó para sus adentros Olive.
—Giogioni, llegas tarde —espetó una voz femenina a sus espaldas.
Olive habría dado un brinco de sobresalto si no hubiese estado tan cargada, y sólo fue capaz de alzar la cabeza con brusquedad. Giogi, al no estar tan limitado, giró con rapidez sobre sus talones.
Una mujer joven y muy hermosa, envuelta en una oscura capa de pieles, salió de detrás de una tumba desmoronada. Retiró la capucha y dejó al descubierto una negra y larga melena y unas facciones familiares.
«Un vástago de los Wyvernspur», la identificó sin dificultad Olive.
—¡Julia! —exclamó Giogi—. ¿Qué haces aquí?
—Steele me dijo que te esperara para contarte lo de Frefford.
—¿Qué le pasa a Freffie? —inquirió Giogi, con el semblante oscurecido por la preocupación.
—Gaylyn está de parto, así que él se ha quedado en Piedra Roja. Como llegabas tarde, Steele ha entrado en la cripta sin esperarte. Dijo que lo siguieras e intentaras alcanzarlo.
—Que lo alcanzara, sí, bien —farfulló Giogi, mientras sacaba una llave de plata colgada de una cadena a su cuello.
Olive observó a Julia con curiosidad. Aparte de sus facciones Wyvernspur, había algo en la joven que atraía el interés de la halfling. Olive venteó el aire. Percibía otro olor mezclado con la transpiración de Julia. La joven humana estaba nerviosa. Tal vez no mentía, pero Olive notaba que tramaba algo. A la halfling no se la podía embaucar con facilidad al ser ella misma una experta en el arte del engaño y la astucia; y menos por una aficionada, como era esa mujer.
Giogi se volvió hacia la puerta del mausoleo.
Julia simuló frotarse y retorcerse las manos. A pesar de estar limitada por la capacidad visual de una bestia, la halfling reparó en el giro subrepticio que la joven daba a uno de los anillos que llevaba en la mano derecha.
En el mismo momento en que Giogi giraba la llave de plata en la cerradura del mausoleo, su prima alargó la mano hacia su nuca. Olive atisbó el brillo de una pequeña aguja que sobresalía del anillo. Una gota de un líquido claro escurrió de la punta de la aguja.
Con un gesto mecánico, Olive se lanzó hacia adelante y propinó un topetazo a la mujer con la cabeza.
Julia gritó sorprendida mientras reculaba. Advirtió la presencia de Olive por primera vez.
—Giogioni, ¿qué clase de bestia es ésta? —protestó encolerizada.
—Basta de tonterías, Pajarita. Estás asustando a prima Julia —la reprendió Giogi, obligando a Olive a bajar la cabeza con un tirón del ronzal. Luego se dirigió a su prima—. No es más que una burra, Julia.
—¿Una qué?
—Una burra. Un animal de carga. Son muy útiles en las minas. ¿Es que nunca habías visto una?
—Creo que no —respondió Julia con gesto altanero—. Pensé que era un feo poni.
Giogi se volvió de nuevo hacia la puerta y Julia adelantó un paso, con la mano derecha alzada como si fuera a espantar una mosca.
Olive plantó una pezuña en la cola del vestido de la mujer. Julia tropezó y cayó de rodillas sobre la alfombra de agujas de pino.
—Maldito animal —susurró.
Giogi se dio media vuelta y contempló sorprendido a su prima. No obstante, antes de que pudiera ayudarla a levantarse, Olive se las ingenió para enredar el ronzal de cuero en torno a la mujer y le propinó otro topetazo. Sin parar en mientes, Julia golpeó a la burra con la mano derecha. Olive sintió un cortante arañazo en el cuello y a continuación un fuego ardiente en la sangre que comenzaba en la herida y se propagaba velozmente hasta sus extremidades. Las rodillas le flaquearon y Olive se desplomó en el suelo.
—¡Pajarita! —exclamó boquiabierto Giogi—. ¿Qué te ocurre, pequeña?
—¡Esa bestia me atacó! —chilló Julia, mientras se soltaba del ronzal, se incorporaba y se apartaba con rapidez.
—Probablemente sólo jugaba. ¿Qué le has hecho, Julia?
Olive estiró el cuello a fin de que a Giogi no le pasara inadvertida la gotita de sangre de la herida.
El joven noble dio un respingo. Se volvió hacia su prima y, agarrándola por la capa, la acercó hacia sí de un tirón y la cogió por la muñeca. Toda la timidez que despertaba en él la presencia de su prima quedó relegada ante la preocupación por el animalito. Examinó los anillos de Julia con el entrecejo fruncido.
—¿Qué es esto? —preguntó, investigando la sortija con la aguja—. ¿De dónde has sacado este anillo? ¿Cómo pudiste envenenar a un animalito tan dulce e indefenso?
—No es veneno, sólo una sustancia adormecedora —protestó Julia.
«Loada sea Tymora —pensó Olive en medio del aturdimiento—. Esto me enseñará a no dejar mi cuello al alcance de nadie».
Conteniendo a duras penas la cólera, Giogi sacó de un tirón el anillo del dedo de Julia.
—Será mejor que me lo guarde antes de que hieras a alguien con él —dijo el joven, mientras envolvía la joya en un pañuelo y la metía en un bolsillo. Apartó a Julia de un empujón y se inclinó sobre el cuerpo desplomado de Olive. Extrajo dos redomas de los bultos cargados a lomos del animal; derramó el contenido de uno de ellos sobre la herida de Olive, y el otro se lo hizo beber.
—¿Por qué malgastas pociones en una estúpida criatura? —preguntó Julia.
—Porque no es una estúpida criatura, sino una burrita preciosa y encantadora.
—Ya te dije que sólo era una sustancia adormecedora.
—Esa clase de sustancia puede hacer un gran daño si se excede uno al administrarla. En cualquier caso, ¿qué pensabas hacer con eso?
Julia no respondió.
Olive sintió un súbito frescor y notó que recobraba las fuerzas conforme las pócimas apagaban el fuego que corría por sus venas. Se incorporó tambaleante, con la ayuda del joven. Giogi se aseguró de que su burrita se sostenía en pie y después se volvió hacia su prima. Olive percibió el destello de comprensión que iluminaba los ojos castaños del joven noble.
—¡Julia! —exclamó consternado. Olive se puso a su lado adoptando una actitud amenazadora—. Tenías intención de utilizarlo conmigo, ¿verdad? Ésta es otra de las geniales ideas de Steele, ¿no? —Cogió a Julia por los hombros y la zarandeó.
—¡No! —protestó ella—. Sólo lo llevo para…, para protegerme.
—De un ataque masivo de burros en Immersea, por supuesto. No te molestes en inventar una mentira, Julia. Siempre has hecho lo que te ha ordenado Steele. ¿Qué planeaba esta vez? —inquirió enfurecido—. ¿Dejarme aquí otra vez a merced del guardián? —Giogi zarandeó de nuevo a su prima.
—Eres un necio —insultó Julia—. Steele no está ni poco ni mucho interesado en este juego de niños. Quiere… —La joven se tragó las palabras y su semblante adquirió una repentina palidez; resultaba evidente que estaba asustada por haber hablado demasiado.
—¿Qué es lo que quiere? —insistió Giogi.
Julia sacudió la cabeza con energía.
—No puedo decírtelo. Steele se pondría furioso.
—Pues me lo vas a decir de todas formas —exigió Giogi, zarandeándola con más fuerza.
—Me haces daño —gimió Julia.
El joven soltó a su prima, avergonzado por maltratar a una mujer y por añadidura tan joven. «Sin embargo, tengo que saber lo que planea Steele», se dijo para sus adentros.
—Julia —comenzó, intentando razonar con ella sin perder los estribos—. No le diré a Steele que me lo contaste. Vamos, ¿qué se trae entre manos?
—¿Por qué crees que te lo voy a decir? —replicó con tozudez la joven.
—Porque, si no lo haces, yo… —Giogi vaciló. No se le ocurría el modo de amedrentar a Julia.
—Corre, ve con el cuento a tía Dorath, como hacías siempre de pequeño —lo zahirió su prima.
«¿Lo hacía? —se preguntó el joven—. Sí, supongo que sí. Pero porque no tenía más remedio. Steele y Julia eran unos niños muy crueles». Contempló enojado a la muchacha.
—Sí, eso es exactamente lo que me propongo hacer. Estoy seguro de que le disgustará mucho que se la moleste para informarle que su nieta va por ahí con el anillo de un asesino. Se lo daré para que se lo entregue al gobernador Sudacar a fin de comprobar que no está envenenado.
—¡No! ¡No se lo cuentes! —suplicó Julia, evidentemente más asustada de despertar la ira de tía Dorath de lo que había admitido.
—Entonces, suéltalo de una vez —exigió Giogi—. Hasta la última palabra.
—Steele quiere encontrar el espolón sin tu ayuda, y así quedárselo para él —explicó la muchacha—. Ansía su poder.
—¿Su poder? ¿Qué poder? —preguntó Giogi, sorprendido de que Steele y Julia supieran algo sobre el espolón de lo que ni siquiera estaba seguro tío Drone.
—Steele no sabe aún de qué se trata, pero, cuando recupere el espolón, lo descubrirá.
Giogi se echó a reír.
—Steele se va a llevar una pequeña desilusión si encuentra el espolón —vaticinó el joven, sacudiendo la cabeza con gesto sagaz—. Sólo es una vieja reliquia, «una vetusta porquería».
—No es eso lo que tío Drone dijo anoche.
—Julia, quiero a Drone como…, como a un tío, pero por fuerza tienes que haber notado que no está bien de la azotea —comentó Giogi, dándose unos golpecitos en la cabeza—. La escalera llega hasta lo alto de la torre, pero no tiene descansillos, ¿no te das cuenta?
La muchacha estaba plantada con actitud desafiante, con los brazos en jarras.
—El espolón posee alguna clase de poder —insistió ella—. Por ello Cole lo llevaba consigo siempre que salía a la aventura por esos mundos como un vulgar plebeyo.
—¿Quién, mi padre? ¿De qué demonios hablas? El espolón ha permanecido en la cripta desde la muerte de Paton Wyvernspur.
Julia denegó con un vehemente movimiento de cabeza.
—No, no es cierto. Tu padre acostumbraba apropiarse de él cada vez que quería utilizarlo. Era el favorito de tío Drone, así que el estúpido viejo guardó siempre el secreto. Nadie lo supo hasta que Cole murió. Tío Drone no tuvo más remedio que confesárselo a los otros miembros de la familia porque, de otro modo, no se habrían tomado la molestia de recobrar sus restos. Cole llevaba consigo el espolón cuando falleció.
—¿Lo llevaba? No lo creo —se obstinó Giogi.
—Pues es verdad —afirmó Julia adoptando un gesto desdeñoso.
—¿Entonces por qué nadie me lo contó?
—Tía Dorath comentó que nunca habría permitido que tu padre utilizara el espolón de haberlo sabido, y que nadie volvería a hacer uso de él. Los pequeños no teníamos que enterarnos de lo ocurrido.
—¿Cómo lo descubristeis?
Julia vaciló un instante, pero entonces se fijó en la expresión de los ojos de Giogi.
—Steele y yo escuchamos a través de la cerradura cuando tía Dorath se lo contó a nuestro padre.
«Es justo la clase de comportamiento que podría esperarse de una pequeña bruja como tú», se dijo para sus adentros Olive.
Giogi sacudió la cabeza en un intento de reconciliar la historia de su prima con sus propios recuerdos. Sin embargo, al evocar a su padre, la imagen de Cole surgía en su mente como la del cuadro que Giogi tenía en su dormitorio; un retrato muy similar al de cualquier otro Wyvernspur, incluido el que colgaba de la pared de la cochera. Lo único que recordaba Giogi con claridad, era un hombre alto que le había enseñado a montar a caballo, que lo llevaba a nadar y que adoraba la música.
El joven noble suspiró. «Todos sabían que mi padre fue un aventurero, salvo yo. Casi todos los miembros de la familia estaban enterados de que utilizaba el espolón, menos yo. Quizá debí pegar el oído a las cerraduras, como hicieron mis primos». Giogi se volvió hacia el mausoleo, hizo girar la llave y abrió la puerta.
—Giogioni —llamó Julia—. Frefford posee el título de la familia. Tú tienes todo el dinero de tu madre. ¿Por qué no dejas que Steele se quede con el espolón?
El joven giró sobre sus talones con actitud pensativa. No era difícil encontrar una respuesta a esa pregunta.
—Julia, ¿sabes lo que me dijo Steele cuando tío Drone me entregó la llave de la cripta que perteneció a mi padre? Dijo que ojalá vuestro padre muriera pronto para así tener la suya propia. Steele fue siempre un niño envidioso y ruin que, a mi entender, se ha convertido en un hombre resentido y cruel. ¿Se te ha ocurrido pensar que no se merece el espolón?
—¿Y tú qué has hecho para merecerlo?
—Julia, yo no quiero el espolón. Sólo quiero llevarlo de nuevo a la cripta, donde pertenece.
—¿Entonces por qué tío Drone ha estado todo el invierno insistiendo en secreto a tía Dorath para que consintiera en entregártelo?
—Así que no has perdido la costumbre de espiar a través de las cerraduras, ¿verdad? —comentó Giogi, con intención de disimular la sorpresa que le habían causado las palabras de Julia.
—Ahora cuento con sirvientes que hacen ese trabajo por mí —replicó con frialdad su prima.
«Te has vuelto demasiado perezosa para realizar el trabajo sucio, ¿eh?», pensó Olive.
Giogi suspiró otra vez.
—Mira, toda esta discusión está de más si no encontramos el espolón. Voy a entrar en la cripta. Deberías regresar al castillo y ayudar a tía Dorath y a Freffie en el parto de Gaylyn.
—Steele dará con el ladrón antes que tú. Te lleva una hora de ventaja y sabe cómo utilizar su espada. Además, a él no lo retrasa un asqueroso bicho peludo.
Olive soltó un escandaloso rebuzno, propinó un tirón al ronzal que sujetaba Giogi, y cargó contra Julia.
La muchacha, que no estaba acostumbrada a que la atacara un burro, dio un chillido, retrocedió de un brinco y estuvo en un tris de caer al tropezar con una lápida. Olive la acosó hasta la entrada del cementerio y aguardó en la puerta hasta que Julia hubo desaparecido por el sendero, corriendo como alma que lleva el diablo.
Giogi esbozó una sonrisa mientras la burrita regresaba a su lado al trote. Le rascó la cabeza entre las orejas.
—No le hagas caso, Pajarita. Julia es demasiado estúpida para comprender lo mucho que vales. Ni siquiera se da cuenta de que soy más hábil que Steele con el florete. Sólo me vencía cuando me golpeaba con la parte plana de la hoja usando el arma como un bastón. Y eso es hacer trampas, ¿sabes?
Giogi recogió el ronzal y condujo a Olive a través de la puerta del mausoleo familiar. Traspasado el umbral, echó la llave a sus espaldas. Olive se estremeció. Hacía más frío dentro que fuera y, efectivamente, estaba más oscuro que una tumba.
Giogi sacó una gema brillante del doblez de su bota. Olive miró el cristal sorprendida. Era una piedra de orientación, igual a la que Elminster le había entregado a Alias. La halfling había pasado muchas horas calculando su valor antes de que la gema se perdiera en las afueras de Westgate. Ahora recordó que Alias se había encontrado con Giogi, en los aledaños de la ciudad. «Si se trata de la misma gema —pensó Olive—, entonces en mi vida concurren más coincidencias que en una de esas óperas espantosas que se representan en la Ciudad Viviente».
Fuera cual fuese su procedencia, la piedra de orientación inundaba el mausoleo de un resplandor cálido y dorado. El destello de un metal precioso atrajo la atención de Olive hacia la propia tumba. Giogi se afanaba en encender las antorchas insertas en unos hacheros dorados. El resplandor de las llamas se reflejó en todas las superficies del entorno. El suelo era un mosaico de baldosas cuadradas blancas y negras, de mármol pulido; las paredes y el techo estaban cubiertos con unas sólidas planchas de un metal opaco y gris que Olive identificó como plomo. Dos bancos de mármol blanco, con incrustaciones de oro y platino, constituían la única decoración del recinto. Los restos secos de unas flores muertas mucho tiempo atrás yacían sobre uno de los bancos. La única salida visible era la que Giogi acababa de cerrar con llave.
El joven acabó de prender las antorchas y se puso a saltar a la pata coja sobre las baldosas cuadradas, como si fuera un chiquillo: el pie derecho en una blanca, el izquierdo en una negra, dos saltos en diagonal sobre blancas con el izquierdo, y después un salto hacia atrás sobre ambos pies.
Olive pensaba que quizá tío Drone no era el único Wyvernspur que «no estaba bien de la azotea», cuando de pronto una enorme sección del pavimento en el extremo opuesto se hundió un palmo y se deslizó en silencio bajo el resto del suelo. El acceso secreto dejó al descubierto una estrecha escalera que descendía al interior del oscuro agujero. «Una obra maestra —pensó la halfling—. Invisible, silenciosa, sin vibraciones».
—Vamos, Pajarita —dijo Giogi, cogiendo el ronzal—. La puerta secreta no está abierta mucho tiempo.
Olive siguió de mala gana al joven noble escalones abajo. Giogi se valía de la piedra de orientación para iluminar el camino. Los muros que flanqueaban la escalera eran bloques de piedra encajados entre sí por expertos albañiles. Su tacto era frío, pero no se advertía humedad. La temperatura no era tan desapacible como en el mausoleo y se hizo aún más cálida conforme descendían.
Olive intentó contar los peldaños, pero se equivocó por culpa de las cuatro patas. Había tres descansillos donde la escalera torcía, pero los peldaños eran regulares, ni demasiado altos ni demasiado estrechos para sus pezuñas. Olive reparó en el brillo de unas líneas relucientes en las paredes, pero, cada vez que miraba directamente, los trazos desaparecían. «Más glifos mágicos —dedujo—. Debo de ser inmune a su influjo al ir en compañía de Giogi. O quizá porque sólo soy un asno», concluyó.
Por fin llegaron al final de la escalera. Les cerraba el paso otra puerta forrada con el mismo metal gris utilizado en el mausoleo. Plasmado sobre la puerta aparecía el blasón familiar: un enorme wyvern rojo. En el dintel, inscrita en lengua Común, se leía una leyenda: «Nadie salvo un Wyvernspur atravesará esta puerta sin perder la vida».
Giogi sacó otra vez la llave de plata. La contempló un instante, respiró hondo y luego soltó el aire con un resoplido.
—No tengas miedo, Pajarita —dijo, mientras giraba la llave en la cerradura—. Yo te protegeré del guardián.
«Muy agradecida —pensó Olive—. Pero ¿quién te protegerá a ti?». La halfling transformada en asno olfateó el terror del joven noble.
Giogi inhaló hondo otra vez, hizo acopio de valor y empujó la puerta. Adelantó un paso, después otro. Olive lo siguió de inmediato, hecho que el joven noble tomó como prueba de que la burrita era una criatura valerosa. A decir verdad, Olive sólo intentaba mantenerse dentro del círculo luminoso de la piedra de orientación.
—Hola, hola —dijo Giogi, primero en un susurro, y después con más fuerza—. Steele, ¿estás ahí? —llamó. El eco le devolvió su voz, pero ninguna otra respuesta. Giogi cerró la puerta a sus espaldas y echó la llave.
Se encontraban en la cripta de la familia Wyvernspur, una vasta cámara de paredes rectas y techo abovedado. Tanto éste como los muros laterales se habían hecho, al igual que la escalera, con bloques de piedra encajados entre sí. A intervalos regulares, en lugar de un bloque de piedra, había otro de mármol con el nombre de un Wyvernspur grabado en la superficie; Olive supuso que tras estas losas estaban enterrados los restos de diferentes miembros de la familia.
En el centro de la cripta se erguía un pedestal cilíndrico rodeado por círculos de letras cinceladas en el suelo. Cada círculo repetía la misma advertencia en diferentes lenguas. Olive no entendía la mayoría, pero el anillo exterior y más notable estaba escrito en Común. Las palabras «una muerte dolorosa y lenta en llegar» resaltaban a la luz de la piedra de orientación. A Olive se le quitaron las ganas de leer el resto de la frase.
El pedestal se alzaba por encima de la línea visual de Olive, quien sólo alcanzaba a divisar un fragmento del terciopelo negro que cubría la parte superior y colgaba un palmo por los bordes. Giogi, con su aventajada estatura, bajó la vista y la posó en la parte superior del pedestal.
—Pues es verdad que no está —susurró.
—Giogioni… —musitó una voz desde el extremo opuesto del recinto. El eco repitió el susurro.
Olive sintió un escalofrío. Podía apostar a que no era el primo de Giogi quien lo llamaba. La voz tenía un timbre sensual y ronco, pero también despertaba en Olive la desagradable sensación de que la calaba hasta los huesos. No cabía duda de que la voz pertenecía al guardián. Olive comprendió de repente el terror que el pequeño Giogi había sentido por la criatura.
El joven se había quedado petrificado, como un hombre sometido a un hechizo. Abrió la boca, la cerró, se humedeció los labios y volvió a abrir la boca, pero no articuló palabra alguna.
Unos parches de oscuridad atravesaron el borde del círculo luminoso irradiado por la piedra de orientación y culebrearon unos en torno a los otros hasta conformar una única sombra de gran tamaño de la que sobresalieron unas patas garrudas, una cabeza que se mecía sobre un cuello serpentino, una cola sinuosa y unas inmensas alas de reptil. La sombra se proyectó sobre la pared opuesta y engulló los detalles de los bloques pétreos en un pozo de negrura.
Olive no tuvo la menor dificultad en identificar la silueta como la sombra proyectada por un gigantesco wyvern. Con todo, no había ningún wyvern en la cripta. Olive empezó a recular con lentitud. La halfling había tenido encuentros aterradores con dragones en el pasado, pero al menos aquéllos eran seres visibles y vivos. La criatura que habitaba ese lugar, comprendió Olive, no era ni lo uno ni lo otro.
—Giogioni —susurró de nuevo la voz fantasmal. La cabeza de la sombra del wyvern se movió mientras hablaba—. Por fin has vuelto.
—Sólo estoy de paso, guardián —repuso el joven—. No te preocupes… —La voz le falló, y tuvo que tragar saliva para proseguir—. No te preocupes por mí.
—¿Este pequeño bocado es para mí? —inquirió el guardián mientras la sombra de una garra gigantesca se deslizaba por el techo y descendía por la pared en dirección a Olive.
La halfling habría jurado que el aire se hacía más frío conforme la tenebrosa garra se aproximaba. Giogi se interpuso entre su burrita y la oscuridad.
—Ésta es Pajarita, y la necesito para recorrer las catacumbas. Por lo tanto, te agradeceré que la dejes en paz.
La sombra estalló en carcajadas.
—Ya no eres un niño, ¿verdad? Muy bien, respetaré tu deseo. Pero has llegado demasiado tarde, mi querido Giogioni. El espolón ha sido robado.
—Lo sé —respondió el joven. Sintió que una gota de sudor le resbalaba por el rostro mientras se esforzaba por recobrar el valor y preguntar—: ¿Por qué no detuviste al ladrón?
—Mi obligación es dejar pasar a cualquier Wyvernspur sin causarle daño —contestó el guardián con sencillez.
—¿Entonces quién de nosotros lo ha substraído? —demandó Giogi.
—No tengo la más remota idea. Todos los Wyvernspur me parecen iguales. Para mí son como sombras proyectadas en una pared.
—Fantástico —rezongó Giogi.
—A excepción de ti, Giogioni. Tú eres diferente. Como Cole, como Paton. Los tres, marcados con el beso de Selune.
—¿Y eso qué significa?
—¿Recuerdas lo que hablamos cuando estuviste aquí la última vez?
—A decir verdad, he procurado olvidarlo.
—Nunca se olvida el grito agónico de una presa, ni el sabor de la sangre caliente, ni el chasquear de los huesos.
Olive estiró las orejas ante el despliegue de frases tan peculiares. ¿Sería una especie de lenguaje poético wyvern?, se preguntó.
—He de marcharme —insistió Giogi, y dio un tirón al ronzal. Olive no necesitaba que la azuzara para convencerla y atravesó la cámara al trote, sin apartarse del costado del joven noble de manera que éste quedara entre ella y la silueta. A pesar de moverse la única fuente de luz (la piedra de orientación), la sombra no varió de posición, sino que permaneció proyectada contra la pared opuesta.
En el muro, bajo la sombra de una de las alas del guardián, había una pequeña abertura en arco que conducía a otra escalera descendente. Al aproximarse al arco, Olive volvió a sentir el frío emitido por el guardián. Sin embargo, atravesaron la abertura sin sufrir daño alguno; tampoco el frío llegaba más allá de la cripta. Habían atravesado los dominios del guardián.
A sus espaldas se oyó la impresionante voz de la criatura.
—Siempre soñarás con esas cosas, Giogi. Soñarás con ellas hasta que te reúnas conmigo para siempre.
El joven apresuró el paso escaleras abajo, pero, al alcanzar el primer rellano, se recostó pesadamente contra el muro y hundió el rostro en las manos. Unos violentos temblores lo sacudieron de pies a cabeza.
Olive lo empujó suavemente con el hocico, temerosa de que el joven se viniera abajo si no lo obligaba a reanudar la marcha, y deseosa de poner otro tramo de escalones entre ellos y el guardián.
Giogi apartó las manos de la cara, respiró hondo y bajó la mirada hacia la burrita. Olive advirtió que tenía los ojos húmedos por las lágrimas.
—Estaba equivocado —dijo el joven noble—. Es tan terrible como la recordaba. Y el sueño que me acosa es suyo. Ojalá dejara de soñar con esa maldita pesadilla.