Después de pasar frente a Olive sin reconocerla bajo su nueva apariencia transmutada, Innominado continuó la inspección del establo. Buscó de manera metódica, sumido en un amenazador silencio; conforme revisaba cuadra tras cuadra, el golpe con que cerraba las puertas era un poco más fuerte que el anterior. Olive notaba la ira y la frustración crecientes en el hombre. Innominado sacó del cinturón un estilete fino como una aguja y lo clavó en cualquier saco de grano o bala de paja lo bastante grande para servir de escondrijo a la halfling.
Por fin, cuando Olive empezaba a temblar ante la idea de que se le ocurriera estudiar con más detenimiento su nueva apariencia de animal y se diera cuenta de que la tenía a su merced, se escuchó descorrer el cerrojo de la puerta principal del establo. Innominado maldijo entre dientes y comenzó a susurrar un nuevo conjuro.
La puerta se abrió y dio paso a una mujer joven que llevaba una linterna. Olive reconoció a Lizzy Thorpe, la dueña del establo. No estaba claro si Lizzy había entrado alertada por algún ruido o sencillamente para echar una ojeada a los animales, pero, cuando divisó la figura encapuchada que había entrado sin su permiso, dio un grito de alerta. El intruso desapareció. Lizzy salió corriendo al exterior, sin dejar de pedir ayuda a gritos.
Olive reparó en el peculiar movimiento de la paja en el punto donde Innominado se encontraba un momento antes, y cómo ese movimiento se extendía por el pasillo central en dirección a la puerta del establo. También notó la leve vibración de las maderas del entarimado y las oyó crujir como si soportaran el peso de una persona.
«Se ha hecho invisible —comprendió—. Menos mal que se va».
Lizzy regresó un minuto después con dos vigilantes nocturnos.
—Estaba allí mismo cuando entré —les dijo, señalando el punto donde la figura encapuchada había desaparecido.
Lizzy y los vigilantes empezaron a registrar las cuadras con la misma meticulosidad con que antes lo hiciera Innominado, aunque sin la ansiedad demostrada por el hombre.
Todavía escondida tras los sacos apilados, Olive escuchó la exclamación de Lizzy.
—Mirad lo que ha hecho con la pared. ¡Ha dejado un agujero tan grande que puede entrar por él un caballo de batalla!
Los dos guardias se dirigieron a la cuadra de Ojos de Serpiente.
—La madera ha desaparecido y los bordes están tan suaves como la mantequilla cortada con un cuchillo caliente —advirtió el vigilante de más edad—. A mi entender, es obra de un hechicero. Si es magia, el conjuro desaparecerá y tendrás de nuevo la pared intacta dentro de un par de horas.
—Suerte que este caballo ha demostrado el suficiente sentido común para quedarse en la cuadra —comentó el otro guardia—. ¿Falta algún animal, Lizzy?
Antes de que Lizzy descubriera que tenía albergado en su establo un pequeño asno que antes no estaba, Olive cogió la bolsa de Giogioni Wyvernspur entre los dientes, y se escabulló con sigilo por la puerta abierta.
La halfling aguardó lo que le pareció una eternidad a que Giogi saliera del mesón Immer. Olive se preguntaba si en realidad pasaba inadvertida en las sombras como era su intención, o es que sencillamente la gente que pasaba ante su escondite no estaba interesada a tan altas horas de la noche en echar el lazo a un pequeño burro perdido. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que nadie se acercó a ella.
Durante un rato, disfrutó con la ironía de haber salvado la vida gracias a la bolsa encantada del joven noble, pero, conforme transcurrían las horas y el frío aumentaba, su humor se fue agriando. Ahora que ya no corría un peligro inminente, la horrorizó la situación en que se encontraba. Cuando por fin el joven Wyvernspur salió del mesón Immer y echó calle adelante con pasos inseguros, Olive fue en pos de él experimentando una profunda animosidad contra el muchacho.
No obstante, comprendió que las calles eran un campo demasiado abierto e inseguro para un enfrentamiento y que tendría que seguirlo hasta su casa. Por desgracia, Giogi no parecía tener intención de volver todavía y se fue a pasear por la orilla del lago. Después le llamó la atención la música que salía de Los Cinco Peces, se dirigió hacia la taberna, y desapareció en el interior del local.
A Olive se le hizo la boca agua al pensar en el pescado y las patatas fritas y la cerveza que servían en Los Cinco Peces, pero al parecer a Giogi eso lo traía sin cuidado, pues unos minutos más tarde abandonaba la taberna. Se encaminó hacia la pradera del mercado, donde se puso a charlar con uno de los malhechores de piedra del monumento.
«Estupendo —pensó con sarcasmo Olive—. Mi futuro está en manos de un tipo que habla con estatuas». Buscó el resguardo de las sombras y se alegró de haberlo hecho, pues, en el mismo momento en que el pisaverde empezaba a dar una serenata al monumento —con otra de sus canciones, dicho sea de paso—, Samtavan Sudacar salió de Los Cinco Peces y lo llamó.
El gobernador había dado a Olive en todo momento un trato cortés cuando actuaba en la taberna. Sin embargo, había algo en la mirada pensativa de Sudacar que hacía que Olive no las tuviera todas consigo, pues parecía que el gobernador sospechaba que la halfling ocultaba algo. Flaco favor se haría si la pillaba con la bolsa de Giogi entre los dientes, aunque ahora fuera un asno.
Sudacar convenció a Giogi para que entrara en la taberna y Olive no tuvo más remedio que esperar otra eternidad hasta que volvieron a salir. Fueron los últimos clientes en abandonar el local y Lem echó el cerrojo de la puerta cuando se marcharon. La luna empezaba a descender en el horizonte cuando los dos hombres cruzaron la pradera del mercado y se dirigieron a la estatua de Azoun III. Se demoraron un rato charlando al pie del monumento y Olive estuvo tentada de acercarse para escuchar lo que decían, pero la detuvo el temor que le inspiraba Sudacar. Por fin, el gobernador se separó de Giogi y se marchó.
El joven Wyvernspur siguió a Sudacar con la mirada mientras éste se alejaba y luego echó a andar en dirección oeste. Olive, quien para entonces estaba muy furiosa, trotó en pos del larguirucho joven, con sus pequeñas pezuñas resonando en los adoquines de la calle. Ahora ya no le importaba que la descubriera. Estaba decidida a echarle un buen rapapolvo a este pisaverde.
«Sólo un majadero irresponsable, un cabeza hueca —planeaba decirle—, dejaría una bolsa encantada tirada en una zanja para que se la encuentre una pobre e indefensa halfling»; ella misma, pongamos por caso. Pero, en primer lugar, tenía que obligarlo a que la transformara de nuevo en la encantadora e ingeniosa halfling que la naturaleza había hecho de ella.
Giogi se detuvo ante una casa grande y bien conservada, rodeada de una verja alta de hierro. El joven noble rezongó para sí mientras manipulaba el cerrojo de la cancela y penetraba en el patio. Antes de que se cerrara la puerta, Olive la cruzó tras el ensimismado Giogioni. La aldaba de la verja se cerró con un seco chasquido a sus espaldas.
Olive se encontró en un pequeño jardín trazado según los cánones establecidos, pero descuidado. Una gruesa capa de hojas muertas alfombraba el patio; unos parterres agostados y los tallos sarmentosos de enredaderas colgaban de unos enrejados de madera a lo largo del paseo hasta la puerta principal. El espectáculo del jardín muerto a la luz de la luna le produjo escalofríos a Olive.
«Es hora de que anuncie mi presencia», decidió.
Olive abrió la boca, de modo que la bolsa de Giogi, repleta de monedas, cayó en el suelo con un alegre tintineo, y soltó un agudo y furioso rebuzno.
Giogi giró velozmente sobre sus talones a la vez que gritaba sobresaltado. Mas, al ver al animal que lo había seguido, lanzó una exclamación complacida.
—Qué burrita más adorable —dijo con una sonrisa. Alargó la mano para acariciarla, pero Olive retrocedió y se puso fuera de su alcance. Con una pata delantera, empujó la bolsa de Giogi.
—Pero ¿qué es eso? —El joven se agachó—. ¡Mi bolsa! —gritó, recogiéndola del suelo y sacudiéndole el polvo—. Resulta que no me la habían robado. Debió de caerse de mi bolsillo antes de que saliera a la calle.
Giogi se guardó la bolsa, dejando otra vez la cuerda de cierre colgando fuera del bolsillo.
«¡No! —pensó, desesperada, Olive—. Te la he traído yo, idiota. Tienes que transformarme de nuevo en halfling». Intentó agarrar la cuerda de la bolsa con los dientes, pero Giogi le propinó un manotazo en el hocico y no logró su propósito.
—Criatura estúpida. Eso no se come —dijo, mientras guardaba la cuerda en el interior del bolsillo—. No te sentaría bien, ¿sabes? Veamos. ¿Qué demonios haces deambulando por mi jardín, eh?
Olive miró al joven noble con desesperación.
—Alguna razón tendrá Thomas para haberte comprado —siguió Giogi—. No es de los que se dejan llevar por tontos sentimentalismos. El viejo Thomas es un tipo muy responsable; siempre emplea mi dinero de un modo juicioso.
Olive intentó protestar y aclarar que Thomas no la había comprado, pero, por supuesto, sólo consiguió soltar otro enfurecido rebuzno, y lo hizo con tal escándalo que, en comparación, los aterradores lamentos de un alma en pena habrían parecido meros susurros.
—¡Chist! Vas a despertar a los vecinos. Thomas no te habría dejado sin atar, seguro. Es un tipo responsable. Sin duda has roto la cuerda a mordiscos, ¿no? Puede que lo mejor sea meterte en la cochera.
Con estas palabras, Giogi desabrochó la hebilla del cinturón y se lo quitó de un tirón.
Olive, con los ojos agrandados por el espanto, reculó alejándose del joven noble y soltó un rebuzno aterrado. Sus ancas chocaron contra la verja de hierro, que se sacudió pero permaneció cerrada, cortándole la salida. Hizo un quiebro a la derecha, pero, antes de que tuviera ocasión de escabullirse, Giogi había hecho un lazo corredizo con su cinturón y se lo había pasado por la cabeza.
Olive dio un brinco y propinó un tirón con la esperanza de que el cinturón se le escapara de las manos al joven, pero Giogi lo tenía bien agarrado. La tira de cuero se apretó en torno a su cuello y le produjo a Olive una súbita sensación de ahogo que acabó de golpe con sus ganas de resistirse.
Había sido la peor noche de su vida. Presenciar el asesinato de su mejor amiga fue algo espantoso. Reconocer al asesino le produjo una fuerte impresión. Huir para salvar la vida resultó una experiencia aterradora. Pero que la confundieran con un animal era lo más humillante que jamás había experimentado. Sumida en un desánimo total, Olive siguió dócilmente a Giogi, que la condujo a la cochera.
—Margarita Primorosa —llamó con suavidad el joven mientras abría la puerta más pequeña de la cochera y empujaba a Olive dentro—. Te traigo compañía, Margarita Primorosa.
Giogi encendió de inmediato un candil que había junto a la puerta. La cochera era cálida y acogedora. Con sus ojos de pollino, Olive distinguió un calesín pintado en unos fuertes tonos amarillos y verdes, y dos cuadras, una de las cuales estaba ocupada por una yegua castaña. La otra estaba vacía, y Giogi condujo a Olive a su interior.
El joven le hizo toda clase de cucamonas y alabanzas, actuando como el perfecto anfitrión para que un huésped se sienta a sus anchas. Olive comprendía sus buenas intenciones, pero habría preferido que no pusiera tanto empeño, habida cuenta de la borrachera que tenía. Amontonó sólo la mitad de la paja que necesitaba para tumbarse, y en cambio le dejó el doble de avena que cualquier caballo consumiría en un día; también tiró más cantidad de agua en el suelo que dentro de la cubeta. Olive pasó por alto el pienso, hundió el hocico en el agua y bebió con ansia, pensando lo mucho que necesitaba echar un trago de algo más fuerte. Cuando por fin levantó la cabeza para respirar, sus ojos recorrieron las paredes de su establo.
En el muro exterior aparecía colgado el retrato de un hombre con facciones aguileñas, sedoso cabello negro y penetrantes ojos azules. Sus fuertes manos reposaban sobre una yarting de siete cuerdas, y un broche plateado adornaba su tabardo. Los ojos del retrato parecían observar con fijeza a Olive, escudriñando su alma; daba la impresión de que el hombre podía verla bajo su verdadera naturaleza, sin que lo engañara el mágico disfraz. Con un gesto instintivo, Olive reculó a la vez que soltaba un rebuzno asustado.
Giogi alzó la vista hacia la pared en la que la burra tenía fija la mirada. Pareció que al joven lo asustaba también el cuadro, al menos durante un instante. Pero acto seguido se echó a reír, alargó las manos y descolgó el retrato.
—No hay por qué preocuparse —murmuró con tono tranquilizador—. Mira, tontita —dijo, sosteniendo la pintura cerca del hocico del animal para que lo oliera—. Sólo es el cuadro de un viejo antepasado muerto. Es completamente inofensivo.
«Te equivocas de medio a medio —pensó Olive—. No está muerto, y no es sólo un viejo antepasado ni es inofensivo. Es el Bardo Innominado, está loco y es un asesino peligroso».
—Su nombre tiene que estar escrito detrás, en alguna parte —farfulló Giogi, dando la vuelta al cuadro—. Qué extraño. Está tachado.
«Por supuesto —pensó Olive—. Los arperos se ocuparon de que su nombre quedara borrado hasta en el último rincón de los Reinos».
—No importa —continuó Giogi—. Puede ser cualquier Wyvernspur. Todos los Wyvernspur se parecen. Salvo yo mismo, desde luego. Me parezco a mi madre, ¿sabes?
El joven colgó otra vez la pintura y ofreció a Olive un puñado de avena endulzada con melaza.
—Mira lo que tengo. Ñam-ñam…
La halfling transformada en asno rehusó incluso olisquear el pienso.
—No tienes hambre, ¿eh? Bueno, lo dejaremos aquí por si cambias de idea y te apetece un tentempié de medianoche. —Giogi dejó el puñado de grano en el cubo y apoyó éste contra la pared—. Buenas noches, preciosa —deseó, rascando a Olive entre las orejas antes de que ella tuviera ocasión de esquivarlo. A continuación le quitó el cinturón atado al cuello y abandonó el establo echando el cerrojo de la puerta. Antes de salir de la cochera apagó la lámpara de un soplido.
Sola en medio de la oscuridad, Olive intentó concebir algún plan.
«Tengo que idear un modo de salir de aquí. Tengo que encontrar a alguien que me vuelva a mi ser anterior. He de vengar la muerte de Jade». Pero en lo único que podía pensar era en su compañera muerta.
Olive había obtenido más beneficio de su asociación con Jade que con cualquier otra persona. Beneficio, se entiende, en el sentido práctico. Al igual que ocurría con Alias, a Jade tampoco se la podía detectar mediante la magia, y aquella protección se extendía a sus compañeros. Asimismo, la joven humana había sido una entusiasta oyente de las canciones de la halfling, todo lo contrario que Alias, cuya costumbre de interpretar mejores piezas había despertado indefectiblemente la envidia de Olive. Sin embargo, lo más importante era que Jade había sido la mejor amiga que había tenido en toda su vida.
La joven humana resultó ser la compañera ideal. Le gustaban las mismas cosas que a Olive: practicar su oficio, disfrutar comiendo y bebiendo, chismorrear, viajar (pero sólo con buen tiempo) y conocer gente nueva. Olive se preguntó en una ocasión si, en lugar de haber recibido su espíritu y su alma de un paladín como en el caso de Alias, los de Jade no serían una parte escindida de los suyos propios. Ello explicaría el porqué Olive se sentía tan unida a la humana. Fuera cierto o no, Olive había descubierto que los últimos seis días sin Jade habían sido los más solitarios de toda su vida.
No sólo la había echado de menos, sino que además casi había enfermado de preocupación. A Olive se le ocurrió una explicación para la desaparición de Jade, pero no podía presentarse ante Sudacar y preguntarle de sopetón: «¿Has arrestado a mi amiga por robar la bolsa de alguien?». Aquello no habría ayudado en modo alguno a Jade. Olive había buscado por todo Immersea con el mayor disimulo de que fue capaz. No quería que Jade pensara que la tenía bajo vigilancia, pero la halfling se sentía responsable de la humana.
Se había sentido así desde el momento en que vio a Jade en las calles de Arabel, cuando la joven substraía la bolsa a un soldado de los Dragones Púrpuras. La técnica empleada por Jade había sido espléndida, pero, desde luego, a los Dragones Púrpuras les pagaban con unos vales reales que los civiles tenían prohibido poseer. Si alguien no le advertía de ese detalle, había pensado Olive, acabaría cumpliendo una condena como sierva bajo fianza y aquellos hábiles dedos se echarían a perder fregando suelos.
En ese preciso instante Olive había comprendido que ella era la candidata ideal para tomar a la joven a su cargo, entrenarla y ofrecerle guía, de igual modo que Alias había tenido al paladín saurio para cuidarla. «¿Quién mejor que yo? —se había preguntado Olive—. No sólo sé más cosas sobre su vida de lo que probablemente sepa ella misma, sino que además compartimos el mismo oficio».
Con todo, a Olive la había sorprendido sobremanera la facilidad con que la joven había aceptado convertirse en su aprendiza, y la rapidez con que había pasado a depender de ella, y la confianza plena que le profesaba. Por todo ello, la halfling llegó a considerar a la joven humana como a una hija. Una hija ya crecida, pero muy amada.
Cuando Jade le dijo que había estado visitando a un familiar, Olive había sufrido un irracional ataque de celos. Ahora se preguntaba iracunda quién demonios era aquel falso familiar que la había retenido seis días y la había tentado con sus saquillos mágicos y los dioses sabían qué otras cosas más. De bien poco le había servido cuando la asesinaron en la calle.
«Y también de bien poco le serviste tú —se reprochó Olive—. Le fallaste. Sabías que su presa era peligrosa cuando salió tras ella. ¿Por qué no se lo impediste? Si hubieras hecho más hincapié, te habría hecho caso. ¿Por qué la dejaste marchar? Ahora no la volverás a ver. Nunca, nunca».
Incapaz de sollozar con su actual forma de asno, Olive empezó a golpear con la cabeza en la pared del establo, enajenada por la ira. Margarita Primorosa relinchó nerviosa, molesta por el ruido que hacia su compañera de establo. Por fin, merced a un gran esfuerzo, Olive logró calmarse. Respiró hondo y tomó otro sorbo de agua.
«No ha sido culpa mía —pensó furiosa—. Innominado la mató, si bien el porqué ha acabado con una de las copias de Alias, es un misterio. Además, no nos engañemos: nunca estuvo completamente cuerdo. Tendría una razón, pero sería tortuosa».
Lo primero que se le ocurría, habida cuenta de lo que Innominado le había dicho a Jade, era que consideraba defectuosa a la joven humana, no apta por ser una ladrona, y que se había asignado la tarea de destruirla por ser responsable en parte de su creación.
«Has escapado», le había dicho a Jade. ¿La habría tenido prisionera los últimos días? ¿Era a eso a lo que se había referido Jade cuando comentó que había estado visitando a un «familiar»? En cierto modo, Innominado era un allegado de la muchacha. Se consideraba el padre de Alias, y Alias era algo así como la hermana mayor de Jade. ¿A quién otro si no pudo haberse referido?
«¡Claro! —pensó Olive con un sobresalto—. ¡Pudo referirse a un familiar de Innominado!». Si el personaje del retrato colgado en la cochera de Giogi era Innominado —cosa de la que estaba segura Olive—, y si, como afirmaba Giogi, aquel hombre era un antepasado suyo, entonces Innominado era un Wyvernspur y Jade estaba de algún modo relacionada con la familia; al menos, en la misma medida que lo estaba con él.
Y lo mejor era la innegable conclusión de que si, como Giogi afirmaba, el retrato podía pertenecer a cualquier Wyvernspur puesto que todos se parecían, entonces el asesino de Jade no tenía por qué ser Innominado, sino cualquier otro Wyvernspur.
Olive sintió una sensación de alivio al caer en la cuenta de que Innominado no era el único sospechoso. No le gustaba la idea de que el antiguo arpero hubiese asesinado a nadie. Desde el día en que lo liberó en las mazmorras de Cassana, Olive sintió un profundo respeto por sus dotes como bardo; además, se ganó su simpatía con la historia de haber sido despojado de su nombre y desterrado a otro plano. Ni que decir tiene, desde luego, que Olive no aprobaba el modo en que Innominado arriesgó la vida de otras personas con tal de satisfacer su deseo egoísta de crear un ser inmortal que interpretara sus canciones. Por otro lado, el trato recibido a manos de los arperos sólo se podía calificar de tiránico. Exiliarlo ya fue de por sí bastante cruel, pero abolir sus canciones era imperdonable. La halfling no podía por menos de admirar el modo en que Innominado había desafiado a los arperos por segunda vez. Tal vez su proyecto fue una locura, pero el resultado había sido la creación de Alias y de Jade. En resumen: Olive tenía una excelente opinión de Innominado.
La halfling estaba bastante segura de que también ella le caía bien. Después de todo, el antiguo arpero había pasado horas enseñándole nuevas canciones con su yarting, tal vez la misma yarting que sostenía en el retrato. También le había regalado su aguja de plata, el emblema de la cofradía, el mismo que lucía en la pintura. El broche, una joya diseñada con forma de arpa en la que iba engastada una luna creciente, estaba prendido en alguna parte del bolsillo interior del chaleco de Olive, dondequiera que se encontrara bajo su actual apariencia de asno. Algunos habrían interpretado el hecho de que regalara el broche a una halfling ladronzuela como un acto de desafío a los arperos, pero Olive prefería creer que representaba una recompensa por ayudar a Alias a obtener su libertad.
Ahora que lo pensaba, Olive cayó en la cuenta de que sí había algo diferente entre Innominado y el asesino de Jade. El asesino tenía el cabello sedoso y oscuro como el del personaje del retrato. Por el contrario, la última vez que Olive había visto al bardo, el hombre tenía el pelo surcado de canas y no era tan lustroso. En consecuencia, no podía ser Innominado quien había matado a Jade, a menos que hubiese hallado alguna pócima rejuvenecedora.
Olive sacudió la cabeza, reacia a admitir que el bardo fuera capaz de semejante traición en tanto existieran otros posibles culpables en la familia Wyvernspur. Cayó en la cuenta de que tal vez Giogi supiera quiénes eran los posibles sospechosos. «Quedarme a su lado es la mejor oportunidad que tengo de descubrir la identidad del asesino de Jade. Y, cuando sepa quién ha sido la escoria Wyvernspur que mató a mi niña, vengaré su muerte», se prometió Olive.
Una vez tomada una decisión y despejadas las dudas acerca de Innominado, comprendió que su transformación y cautividad quizá representaban una ventaja táctica. Su mente se dedicó a otros asuntos más mundanos. Le sonaban las tripas. No había cenado y la transformación no había reducido su buen apetito habitual. Olisqueó el cubo de la avena.
Giogi dio vueltas en la cama llevado por la inquietud. Estaba soñando que planeaba sobre un prado, una mañana de primavera. Sabía que estaba dormido, ya que era incapaz de planear sobre nada, salvo cosas oníricas. Además, no era la primera vez que tenía esta pesadilla, y ése era el motivo de que se removiera intranquilo. Mientras que la mayoría de la gente consideraría encantador el inicio de este sueño, o incluso regocijante, Giogi estaba demasiado familiarizado con el desenlace como para disfrutar de la parte del vuelo.
Divisó a su yegua castaña, Margarita Primorosa, que galopaba por debajo de él. Giogi planeó hacia la montura más silencioso que un búho sobre un conejo. Hincó las garras en las ancas de la yegua y los colmillos en el cuello, y acto seguido se remontó con su presa. Margarita Primorosa relinchó de miedo y dolor conforme Giogi batía las alas con más fuerza y más deprisa encumbrándose en el aire. La yegua se retorció entre sus garras unos segundos y después se quedó inerte.
Giogi aterrizó de nuevo en la pradera. La sangre manaba del cuello de Margarita Primorosa y su piel soltaba nubecillas de vapor en contraste con el aire frío. Los huesos de la yegua chascaron cuando Giogi empezó a engullirla.
El joven se despertó con sobresalto, temblando de miedo.
—¿Por qué yo? —gimió.
Era la pregunta que se había estado haciendo desde que llegó a la mayoría de edad y empezó a tener aquel sueño. Al principio, la presa de la pesadilla era un animal salvaje: un ciervo, un jabalí o una cabra montesa. Aunque el sueño lo había inquietado bastante, por lo menos estaba acostumbrado a cazar esos animales en la vida real… Con un arco, se entiende. Pero, desde que el dragón que lo había secuestrado la primavera pasada había devorado a la primera Margarita Primorosa —no a la actual, que se encontraba a salvo en la cochera—, la presa de sus pesadillas empezó a ser la yegua. Como cualquier noble cormyta, Giogi amaba a sus caballos, y la idea de destrozarlos y devorarlos lo aterraba.
Con el fin de recobrar la calma, el joven caminó descalzo hacia la ventana del dormitorio desde la que se divisaba la cochera. Desde su puesto de observación, Giogi distinguía la silueta de la estructura y comprobó que nada se había precipitado sobre el edificio en busca de un tentempié equino. La luna se había metido, pero el cielo no estaba oscuro por completo. No tardaría en salir el sol.
—¡Oh, no, maldita sea! Tengo que ir a la cripta —recordó en voz alta el joven noble.
A Thomas lo despertó el ruido de un porrazo seguido por el entrechocar de metal contra metal, como si dos gladiadores combatieran en la arena. El mayordomo escuchó con atención tratando de distinguir si el ruido procedía del exterior de la casa y se debía a una pandilla de aventureros borrachos sin el menor respeto hacia las reglas de una comunidad, entre las que se contaba dormir por la noche. Sus oídos captaron un segundo porrazo y más golpeteo metálico. Ahora estaba seguro de que el alboroto procedía del interior de la casa. De su cocina, para ser más exacto.
Amanecía, y el cielo empezaba a adquirir una tonalidad acerada. Sospechando que los ruidos los causaba algún ladrón poco cuidadoso, el mayordomo asió el atizador que había junto a la chimenea y abrió con sigilo la puerta de su cuarto. Al otro lado del pasillo ardía una luz brillante. Un ladrón descarado, además de poco cuidadoso, sentenció Thomas, mientras avanzaba de puntillas hacia la puerta de la cocina y asomaba con sigilo la cabeza.
La cocina estaba patas arriba. Bandejas y ensaladeras aparecían desperdigadas por la mesa y el suelo. Todos los armarios estaban abiertos y en su mayoría vacíos, con el contenido desperdigado por doquier. Una pila de platos guardaba un equilibrio tan precario al borde del aparador donde se guardaban los manteles, que daba la impresión de que con un leve soplo de brisa se vendrían abajo y se harían añicos en el suelo de piedra. En medio del caos se hallaba el intruso, un joven delgaducho que miraba ceñudo el tablero de la mesa con un cuchillo largo y afilado en la mano. Thomas se quedó boquiabierto por la sorpresa.
Giogioni alzó la vista de la mesa y miró a Thomas, que estaba parado en el vano de la puerta con un atizador enarbolado entre los dedos crispados y con la boca abierta de par en par.
—Ah, buenos días, Thomas —lo saludó con una sonrisa—. Siento haberte despertado. Sólo quería preparar un poco de té. ¿Por qué llevas ese atizador?
—Eh… Bueno, creí… Os tomé por un ladrón, señor —explicó Thomas, mientras soltaba con cuidado el atizador de hierro y lo recostaba contra la pared.
—¿Por qué pensaste eso, Thomas? Sabes perfectamente que tengo mucho dinero. ¿Para qué iba a convertirme en un ladrón?
—No, señor. Lo que quise decir es que escuché un ruido, señor, y pensé que, a estas horas y en la cocina, lo tenía que haber hecho algún ladrón. ¿Es que no podíais dormir, señor?
Giogi resopló con sorna.
—¿Con todas las copas que me tomé anoche? Tardé menos en dormirme de lo que tarda en apagarse una pavesa —contestó.
—¿Pesadillas otra vez, señor? —conjeturó Thomas.
Ansioso por olvidar el sueño, Giogi negó con un enérgico movimiento de cabeza.
—Estoy despierto a esta hora intempestiva porque tía Dorath me ha condenado a arrastrarme por la cripta junto con Steele y Freffie —explicó—. Me han encargado las provisiones, así que he hervido agua para el té y ahora me disponía a cortar este queso para preparar unos bocadillos. Hice un poco de ruido buscando la condenada tetera, lo siento. También el cuchillo me está causando algún problema. Ya que estás levantando, ¿serías tan amable de encargarte de ello, por favor? —El joven Wyvernspur tendió el cuchillo al mayordomo, con el mango por delante.
Thomas cruzó la cocina en dirección a la mesa y en el camino aprovechó para empujar con cuidado la pila de platos apartándola del borde del aparador. El tablero de la mesa estaba repleto de migas y trozos de queso, a ninguno de los cuales, ni con la mejor voluntad, podría considerárselo loncha. Thomas cogió lo que quedaba de la pieza del queso y la cortó con destreza en seis rodajas iguales.
—¿Tendréis suficiente con esto, señor?
—Oh, sí, excelente —dijo Giogi, metiendo de cualquier manera las lonchas de queso entre el pan. Después dejó los bocadillos en un pedazo de papel de estraza—. ¿Querrías trocearlos en esos pequeños triángulos tan graciosos, como cuando los preparas para la merienda?
Con gestos automáticos, Thomas troceó los bocadillos, los envolvió en el papel y los metió en la bolsa impermeable que Giogi sostenía abierta. Encontrar a su amo a esa hora no sólo despierto, sino también vestido, afeitado y alerta, había dejado perplejo a Thomas, pero descubrir a Giogi intentando valerse por sí mismo en la cocina, tenía al mayordomo al borde del vahído.
—He rateado las pastas de té que quedaban y unas cuantas manzanas. ¿Te importa? —preguntó el joven noble.
—Por supuesto que no, señor —contestó Thomas.
Giogi guardó la bolsa de provisiones, la tetera, varias tazas, cucharillas, y un frasco con hojas de té, dentro de una cesta de las que se utilizan en las comidas campestres. Se ajustó a la cadera el florete, se puso la capa y corrió el pestillo de la puerta trasera.
—Por cierto —dijo, haciendo una pausa en el umbral—. Había pensado llevarme la burrita para que transportara las provisiones. No te causaré con ello un problema, ¿verdad?
—Desde luego que no, señor —respondió de manera automática Thomas, mientras recogía un juego de ensaladeras y las metía en un armario.
Hasta que el mayordomo no hubo terminado de arreglar la cocina y se tomó su primera taza de té del día, no estuvo lo bastante despejado para preguntarse a qué burro se había referido su amo.