La halfling se escondió en las sombras, a pesar de que no había nadie en la calle de quien esconderse. Ocultarse era una técnica, y la madre de la halfling le había aconsejado siempre: «Nunca descuides tu arte, pequeña Olive». Por consiguiente, Olive se escondió en las sombras. Además, antes o después alguien aparecería en la calle.
«Eso es lo que hace de los nativos de Cormyr una gente estupenda», pensó con cariño la halfling. Mientras que los habitantes de otras naciones se quedarían en casa hechos un ovillo en una noche fría de primavera como ésa, los cormytas afrontarían cualquier cosa con tal de visitar sus tabernas predilectas. A esa hora, deambulaban los suficientes transeúntes como para que la halfling tuviera dónde elegir, pero no demasiados como para que llegara a preocuparla la posibilidad de que alguno advirtiera las manipulaciones de sus ágiles dedos de ladronzuela.
Mientras vigilaba la calle, Olive daba vueltas a una moneda de platino entre las puntas de sus esbeltos y diestros dedos. Una ráfaga de aire procedente del lago dobló por la esquina y, al penetrar en el callejón, le echó sobre los ojos verdes unos mechones del largo cabello rojizo. Olive se guardó la moneda y remetió el pelo bajo la capucha de lana. Se protegía del frío con un par de pantalones de montar, una túnica que le llegaba a las rodillas, un grueso chaleco acolchado y la capucha.
Además de abrigarla, las ropas disimulaban su cintura estrecha y sus formas voluptuosas, de modo que su aspecto resultaba tan rollizo como el de cualquier halfling que vivía en la ciudad. No obstante, Olive, con sus noventa centímetros de estatura, era más baja que la mayoría de los halflings adultos, y podría confundírsela fácilmente con un chiquillo humano a no ser por sus pies descalzos, cuyas plantas eran tan duras como el cuero, además de estar cubiertos de una suave capa de pelo.
A pesar de ello, Olive nunca se había planteado siquiera embutirse los pies en un par de zapatos para disimular su raza. En primer lugar, porque siempre aparecía alguien que se metía donde no le importaba y quería saber qué hacía un chiquillo humano deambulando solo por las calles, especialmente en Cormyr; o, lo que era peor, había gente, incluso en Cormyr, dispuesta a abordar a esta clase de chiquillos. En segundo lugar, Olive encontraba los zapatos demasiado incómodos, por no mencionar el entorpecimiento que representaban a la hora de echar a correr; y nunca se sabía cuándo surgiría la necesidad de salir por pies. Y, lo más importante de todo, a Olive le parecía humillante llevar a cabo sus negocios haciéndose pasar por un niño humano. Sólo un halfling muy torpe o muy desesperado recurriría a semejante subterfugio.
Al final de la calle se abrió la puerta de una taberna y el sonido de unas risas se propagó al exterior. Olive se puso en tensión, dispuesta a entrar en acción. Un joven grueso que llevaba puesto un delantal se aproximó en medio de resoplidos, con una jarra de cerveza en la mano. Olive supuso que se trataba de un sirviente que había ido a buscar un trago para un parroquiano. Probablemente, habría cargado el importe de la cerveza en la cuenta de su amo y, por consiguiente, no llevaría encima dinero. La halfling permaneció inmóvil.
Un minuto después, dos hombres mayores vestidos con pesadas zamarras polvorientas pasaron a su lado discutiendo sobre si era o no demasiado pronto para plantar guisantes. Granjeros, conjeturó Olive, que sin duda no llevaban encima otra cosa que unas monedas de cobre y sólo las suficientes para pagarse tres rondas de cerveza. También en esta ocasión se quedó inmóvil.
Poco después, un petimetre delgaducho, ataviado con unas prendas de llamativos colores y calzado con unas peculiares botas muy grandes, apareció caminando por el centro de la calle. Tal y como iba vestido, podría haberse tratado de un aventurero o un comerciante, pero el hecho de no haberse preocupado de ocultar el abultado saquillo de monedas en el bolsillo interior de la capa, le hizo suponer a Olive que era un noble. Parecía estar sobrio y muy alerta, lo que lo convertía en la clase de reto que la halfling había estado esperando. Olive sacó las manos de los bolsillos, atenta a seguir a su presa. Sin embargo, cuando el joven pasó frente al callejón, una sensación de reconocimiento bulló en la mente de la halfling y la hizo refrenarse.
—¿Estás contemplando un desfile, Olive, o te limitas a reunir el coraje suficiente para echarle mano a algo? —susurró alguien a sus espaldas.
El corazón le dio un vuelco en el pecho, pero ningún gesto puso en evidencia su sobresalto. Olive no se volvió para mirar a quien le había lanzado la pulla; no era necesario. Su mente evocaba a la perfección a aquella persona: una humana esbelta, de casi un metro ochenta de estatura, con el cabello muy corto, del tono rojizo que deja el óxido, ojos de un verde profundo con un destello de regocijo, y un semblante con los rasgos idénticos a los de otra compañera de aventuras de Olive: Alias de Westgate.
La halfling mantuvo centrada la atención en el petimetre que pasaba por la calle y susurró:
—¡Por los Nueve Infiernos, Jade! ¿Dónde te has metido esta pasada cabalgada? Te he echado de menos, muchacha.
—No han pasado diez días, sino sólo seis —contestó Jade en otro murmullo—. He visitado a unos familiares —explicó. Olive advirtió en su voz que la humana sonreía abiertamente.
La halfling frunció el entrecejo desconcertada. Durante los últimos seis meses, la joven humana había sido su protegida, su socia, y su amiga, y Olive sabía cosas sobre Jade que ni siquiera la propia interesada conocía. Lo que es más, por lo que sabía la halfling, Jade no tenía familia; la propia Jade le había dicho que era huérfana.
—¿Qué familiares? —inquirió Olive con un susurro, mientras sus ojos seguían el avance del petimetre calle adelante.
—Es una larga historia. Vamos, ¿vas a desplumar a ese pichón o no? —preguntó Jade, señalando con un movimiento de cabeza al elegante noble que ya se alejaba de su escondrijo—. Si no estás decidida, a mí me gustaría intentarlo. Parece un fruto maduro, listo para la recolección.
—Espera que llegue tu turno, muchacha —replicó Olive—. La experiencia cuenta más que la belleza, y yo te aventajo en ambos capítulos —agregó con una sonrisa divertida.
A continuación, la halfling se apartó de su compañera y fue en pos del noble en completo silencio. Echó una fugaz ojeada por encima del hombro a fin de asegurarse de que no había nadie más en la calle salvo su blanco y ella misma.
«No es sólo un pichón bien cebado —pensó Olive mientras observaba al joven—, sino también un pichón fácil de desplumar. Alguien debería advertirle que no dejara los cordones de su bolsa colgando fuera del bolsillo».
Por regla general, Olive habría dejado que Jade se encargara de un trabajo tan sencillo. Pero la joven humana era una novata en este negocio y dependía por completo de él para ganarse la vida. Por otro lado, Olive no necesitaba el dinero; sus aventuras del año precedente le habían proporcionado unas ganancias que ni siquiera en sus sueños más delirantes habría imaginado. No obstante, tenía que echar una ojeada más de cerca a su blanco. «¿Dónde lo he visto antes?», se preguntó.
Conforme acortaba distancias avanzando tan silenciosa como un gato merced a sus pies peludos, Olive escuchó que el pisaverde tarareaba en voz baja y de tanto en tanto rezongaba algo para sí mismo. «Buena entonación, pero una carencia total de ritmo», criticó para sus adentros Olive.
—Escucha, Cormyr, la historia del escándalo de los dragones. El rojo Mist, pura escoria, hizo uso ruin de sus dones…
Olive se frenó en seco. «¡Está cantando una de mis canciones! —comprendió—. Es la que compuse a toda prisa para distraer a la hembra de dragón rojo y salvar la vida de Alias».
Una pequeña flor de orgullo brotó en el interior de Olive y, por un instante, pensó en acercarse al pisaverde, darle una palmadita en el hombro y presentarse como la compositora de la canción.
Pero acto seguido recordó que Jade observaba desde las sombras. Si se echaba atrás, la joven ladrona ni siquiera le dejaría explicar sus motivos. Olive reanudó la marcha. «Después de todo —pensó—, dentro de unos cuantos años todo el mundo cantará mis canciones».
El petimetre murmuraba ahora algo y gesticulaba con las manos. Forzó la voz en un timbre más grave y resonante, acompañado de un ligero deje gutural, y dijo:
—Mis cormytas. Mi pueblo. Como vuestro monarca, como rey, como Azoun IV… —De nuevo asumió su tono de voz normal y se felicitó a sí mismo—. Sí, eso es. No he perdido mis viejas aptitudes.
Olive se frenó otra vez cuando su mente identificó de repente al joven. «¿Será él de verdad? —se preguntó—. ¿Será posible que entre todos los pichones del mundo he ido a elegir a Giogioni Wyvernspur, el infame imitador de la realeza?».
La halfling había cantado en la recepción de la boda de uno de los parientes de Giogioni. Durante la representación, el joven Wyvernspur ofreció una parodia improvisada del rey de Cormyr, y Alias de Westgate había intentado matarlo. No es que Alias sintiera lealtad por la Corona, ni tampoco es que la ofendiera que el joven noble hubiese interrumpido la actuación de Olive. Con su cuerpo dominado por unas fuerzas siniestras que deseaban la muerte de Azoun, Alias fue incapaz de contenerse, aun cuando sabía que Giogi no era el rey de Cormyr.
El joven estaba más delgado y llevaba el pelo más largo que la pasada primavera, pero no cabía duda de que se trataba de Giogioni, decidió Olive. Tampoco había por qué extrañarse. Al fin y al cabo, estaban en Immersea, el hogar de los Wyvernspur. «Pobre muchacho —pensó la halfling, sonriendo compasiva mientras reanudaba la marcha—. Primero Alias trata de cometer un regicidio en su nada regia persona, y ahora, aquí estoy yo, a punto de robarle su bolsa».
«Hay personas que han nacido con mala estrella», se dijo Olive con una mueca burlona. Giogi se paró ante la puerta del mesón Immer. La halfling pasó a escasos centímetros del joven noble y con un diestro tirón le sacó la bolsa de monedas del bolsillo del tabardo. A la par que se alejaba, Olive, que sujetaba el saquillo por las cintas de cierre, le propinó un ostentoso giro en el aire. La fuerza centrífuga mantenía las monedas seguras e impedía que sonaran.
Sin percatarse del robo, el joven noble abrió la puerta del establecimiento e irrumpió en el interior proclamando a voz en grito:
—¿Qué tal? —Se alzaron unos efusivos gritos de bienvenida en el interior, a los que Giogi respondió con la voz del rey Azoun IV—: Mis cormytas. Mi pueblo…
Tres edificios más allá del mesón Immer, Olive se metió en un callejón, dio la vuelta a la manzana y se deslizó en silencio a espaldas de Jade.
No obstante, la muchacha giró sonriente sobre sus talones, antes de que Olive la sorprendiera. Para ser una humana, poseía un oído muy fino y una excelente visión nocturna.
—Has vacilado antes de dar el tirón, Olive —hizo notar Jade—. ¿Tenías problemas para arrebatárselo o es que sentías remordimientos de conciencia? —se chanceó. Olive sacudió la cabeza.
—¿Te has fijado en las botas que llevaba?
—¿Esas monstruosidades que provocan movimientos de tierra? —preguntó con sorna Jade.
—Pensaba en el modo de quitárselas sin que se diera cuenta. Creí que podrían encajar como anillo al dedo en tus inmensas pezuñas.
—Y, si no sirvieran para mis pies —prosiguió la broma Jade—, te las regalaría. Podrías comprar un acre de tierra, meterte dentro y vivir en ellas.
Las dos mujeres, halfling y humana, se recostaron en la pared y soltaron una risita contenida. Olive hizo girar una vez más la bolsa robada, la lanzó al aire y la recogió con una mano en un ágil ademán. Las monedas tintinearon alegremente.
—¿Por qué te quedaste parada? —insistió Jade con ansiedad; en sus ojos verdes había un brillo de curiosidad.
—Reconocí al pichón. Era Giogioni Wyvernspur. ¿Recuerdas la espadachina con la que viajé el año pasado, Alias de Westgate?
—¿La que dices que se parece a mí? —inquirió Jade mientras sofocaba un bostezo de aburrimiento. Por regla general, la joven encontraba divertidas las hazañas de la halfling, pero no sentía el menor interés por las personas que no estuvieran relacionadas con su «profesión». Además, la preocupación que demostraba Olive por su supuesto parecido con la tal Alias, le causaba inquietud. A veces la asaltaba el temor de que ése fuera el motivo por el que le caía bien a la halfling, aunque procuraba no darlo a entender.
—Sí, a ella me refiero —repuso Olive—. Pero no es sólo que os parezcáis, sino que sois exactas. Podríais ser hermanas —le recordó.
Jade se encogió de hombros. La halfling suspiró para sus adentros ante la actitud de su compañera. Olive tenía la esperanza de que las historias que le contaba sobre Alias encendieran de algún modo una chispa que le hiciera recordar quién era y de dónde venía. Pero había fracasado y sólo quedaba una historia que contarle; una historia que Olive se sentía incapaz de revelar a su nueva amiga.
Se refería al hecho de que Olive y Alias habían descubierto doce duplicados de la espadachina en la Ciudadela del Blanco Exilio; aquellas dobles no estaban muertas, pero tampoco vivas. Cuando Alias mató al maligno señor de la ciudadela, los duplicados desaparecieron. Olive supuso que las copias habían retornado a sus orígenes elementales… Es decir, hasta que conoció a Jade More.
Olive comprendió que Jade tenía que ser una de las dobles. No era que sólo se pareciera a Alias, sino que además llevaba impresa en su carne la prueba irrefutable. En su antebrazo derecho serpenteaban en una espiral los restos del tatuaje mágico: un río azul de ondas y serpientes plasmado allí por su creador, cuyo sello, al igual que en el tatuaje de Alias, no aparecía en el dibujo. El vínculo azur de esclavitud se había roto cuando Alias mató al monstruo. Por último, situada en la base del diseño, en la parte interior de la muñeca de Jade, aparecía una rosa, igual que aquélla con que los dioses habían favorecido a Alias en reconocimiento por el amor que profesaba a la música del Bardo Innominado, el hombre que la había proyectado.
Sin embargo, a no ser por aquella marca reveladora, Olive quizá no habría estado tan segura de los orígenes de Jade. Su personalidad era muy diferente de la de Alias. Cierto que Jade poseía la misma seguridad y aplomo de la espadachina, pero ése era un rasgo propio de cualquier aventurero avezado. Por otro lado, Jade se mostraba tranquila cuando Alias era impulsiva, divertida en lugar de solemne, y era una ladronzuela, en contraste con la rectitud de la espadachina. Lo que es más, a Jade no parecía importarle su incapacidad de recordar gran parte de su pasado; se conformaba con practicar su oficio y vivir día a día sin preguntarse, como había hecho Alias, acerca de la pérdida de memoria o sus verdaderos orígenes.
Era aquella actitud innata de sentirse satisfecha consigo misma lo que despertaba la simpatía de Olive por Jade e impedía a la halfling revelar a la humana que era una copia de Alias. Olive temía que Jade perdiera su natural alegre si se enteraba de que la había creado un ser maligno. También temía que Jade la odiara por decirle la verdad.
La joven humana sacó a la halfling de sus reflexiones.
—¿Qué tiene que ver la tal Alias con Yoyo Comosellame? —preguntó.
—Giogioni Wyvernspur. Estamos aquí desde principios de invierno, Jade. Tienes que haber oído hablar de esa familia. Fundaron esta ciudad. Están muy bien considerados en la Corte. Al parecer poseen alguna clase de artefacto antiguo, una espuela o algo parecido para cabalgar sobre los wyverns, que los dota de poderes que rebasan los de cualquier mortal. Al menos, eso es lo que cuentan en las tabernas. En cualquier caso, lo que quería contarte es que Alias intentó en una ocasión matar a Giogioni.
—Olive, tendrías que elegir con más cuidado a tus compañeros de viaje, de veras. La gente violenta te mete siempre en problemas.
—Es cierto. Eso fue lo que pasó —admitió la halfling.
—Tienes suerte de que sea yo quien cuide ahora de ti —dijo Jade con fingida seriedad.
—¿Y a ti quién te cuida? —se chanceó Olive.
—Yo no necesito que me cuiden. Nunca me meto en problemas.
—Pues te verás en dificultades si alguno de los hombres de Sudacar te descubre con la bolsa de Giogioni Wyvernspur colgada de tu cinturón —la previno Olive, conteniendo a duras penas una maliciosa sonrisa.
—Yo no tengo la… —Jade se llevó la mano a la cadera. Atada a su cinturón pendía una bolsa de terciopelo amarillo repleta de monedas en la que aparecía bordada en color verde la letra «W». Olive esbozó una mueca.
—¿No crees que sería mejor que guardaras eso a buen recaudo? Más tarde lo repartiremos.
Con un suave silbido de admiración por la destreza de la halfling, Jade soltó de un tirón las cintas de la bolsa. Sacó de debajo del cinto un segundo saquillo más pequeño, lo abrió y metió en él la bolsa de Giogi cargada de monedas, que desapareció en su interior sin que se apreciara el menor bulto. Ahora fue Olive la que lanzó un silbido admirativo.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó boquiabierta.
—Fantástico, ¿verdad? —dijo Jade mientras ataba la bolsa más pequeña y la sujetaba al cinturón—. Es un saquillo mágico reductor. No te imaginas lo que puedes meter dentro. ¿Y sabes lo mejor? Me lo regalaron.
—Bien, bien, bien. ¿Quién te hace semejantes regalos mágicos y cuándo me lo vas a presentar, muchacha? —se interesó la halfling.
—Después, Olive. Es lo que me ha tenido ocupada estos últimos días. Me dijo que no se lo contara a nadie hasta que todo hubiera acabado, pero no es lógico que una chica oculte algo así a su mejor amiga, ¿verdad?
—Desde luego que no. ¿De qué se trata?
—Bueno, todo comenzó la noche en que te resfriaste y regresaste a la fonda para dar un descanso a tu voz. Después de que te marcharas desplumé a un criado y… ¡Vaya! ¿Qué te parece? —interrumpió Jade su historia al fijarse en una figura encapuchada que se acercaba por la calle.
No era fácil identificar si se trataba de un hombre o de una mujer, pues los voluminosos pliegues de la capa le envolvían el cuerpo y la capucha ocultaba su rostro, pero a juzgar por su talla y su forma de caminar, fuerte y segura, Olive supuso que era un hombre. Un hombre desagradable. Jade se inclinó hacia adelante, con un brillo feroz en los ojos. Olive la obligó a retroceder tirando del borde de su túnica.
—A éste no, muchacha.
—¿Qué mosca te ha picado, Olive?
—No lo sé. Presiento que es… peligroso. —De nuevo notó el cosquilleo de reconocimiento en su mente, sólo que esta vez iba acompañado de un temor inexplicable.
Jade encogió la nariz en un gesto de enfado.
—A mí me parece un tipo rico. —Soltó de un tirón el borde de la túnica que agarraba la halfling. No obstante, las palabras de Olive le habían hecho perder confianza en sí misma. Sacó del cinturón el saquillo mágico—. Guárdatelo. Así no tendré nada que perder si resulta ser un tipo quisquilloso y llama a la guardia.
—Oh, claro. No tendrás nada que perder salvo tu libertad —rezongó Olive—. El gobernador en persona elige a los guardias. No te gustaría tener que tratar con ellos, créeme.
Jade esbozó una mueca.
—Mientras no encuentren en mi poder esa bolsa, puedo inventar algo que me disculpe. Y, si no es así, mi nuevo amigo se las entenderá con el gobernador Sudacar.
—¿Tan segura estás? —preguntó Olive mientras se guardaba la bolsa en el chaleco.
—Ahora tengo un cierto renombre en esta ciudad —susurró Jade y, antes de que Olive pudiera preguntarle a qué se refería, salió en pos del nuevo pichón al que pensaba desplumar.
Sola en las sombras del callejón, la halfling suspiró. Era difícil enfadarse con una protegida tan entusiasta. Olive nadaba en la abundancia y podría haberse retirado de los negocios para dedicarse de manera exclusiva a la música, pero no soportaba la idea de que se echara a perder el talento innato de Jade. La humana necesitaba una persona que la asesora. «Pero va a recibir más de una dura lección si no sigue mis consejos», se dijo la halfling.
En silencio, Olive siguió con mirada crítica la actuación de su compañera. Jade perseguía a su víctima con su habitual estilo natural que no delataba su intención si hubiera algún otro transeúnte observando la escena. También caminaba con más sigilo que cualquier mujer que Olive conocía y los blancos de sus hurtos nunca la oían acercarse. En cambio, tenía un rasgo que podía delatarla.
Jade era alta, incluso para los cánones de su raza. Aun cuando por lo general ello no habría representado un gran inconveniente, sí lo era aquí y ahora, ya que Immersea era una de esas ciudades civilizadas cuyas calles adoquinadas estaban iluminadas por la noche con linternas que colgaban de postes. La iluminación no planteaba problema alguno a Olive, pero la sombra de Jade se proyectaba por delante de la mujer cada vez que pasaba ante uno de aquellos postes y se interponía en el camino del perseguido.
Olive ya le había advertido con anterioridad sobre este inconveniente, pero o a la humana se le había olvidado, o había decidido pasar por alto su observación. No obstante, para alivio de la halfling, el pichón envuelto en el pesado manto no daba señales de haber advertido la presencia de Jade.
La joven humana se acercó lo bastante a su víctima para rozar suavemente con sus manos los pliegues del manto del hombre; a continuación retrocedió unos pasos y examinó lo que fuera que había substraído. Olive frunció el entrecejo. La primera regla de la profesión era ponerse a cubierto y después examinar el botín, refunfuñó para sus adentros la halfling. Fuera lo que fuese lo que había robado Jade, la había entusiasmado sobremanera, y de nuevo rompió con las normas dándose media vuelta y alzando el botín para que Olive lo viera. Parecía ser una especie de gema de cristal negro, del tamaño de un puño, que no reflejaba la luz de las linternas. Al menos, a la halfling le parecía una gema, aunque resultaba un tanto extraño que alguien llevara una pieza tan valiosa en un bolsillo exterior.
Olive gesticuló indicándole a Jade que se alejara, temerosa de que la ladrona humana olvidara todo cuanto le había enseñado y regresara directamente a la base de operaciones. Jade se guardó el objeto en un bolsillo y siguió unos cuantos metros más tras el pichón, lo que era un error aún mayor. «¿Cuántas veces tendré que decirle que no cambie de dirección en un intervalo de segundos? —se preguntó con enfado Olive—. ¿Por qué te empeñas en tentar la suerte de Tymora, muchacha?». Con todo, la calle estaba desierta salvo por las dos figuras.
De repente, la fortuna le dio la espalda a Jade. Ya fuera porque la joven hiciera algún ruido, ya porque el perseguido distinguiera su sombra, lo cierto es que el hombre advirtió la presencia de la ladrona. Se detuvo y giró lentamente sobre sus talones, con la cabeza encapuchada dirigida hacia la muchacha que se aproximaba. Tan fría y tranquila como un estanque helado, Jade rebasó al hombre con la más convincente actitud de cualquier cormyta en busca de una acogedora taberna, pero Olive reparó en que el pichón rebuscaba en los bolsillos de su capa. La representación de la ladrona no lo había engañado.
La humana no se había alejado más de cuatro pasos de la figura encapuchada cuando el hombre gritó con una voz profunda y bien modulada:
—¡Perra traidora! ¡Primero te escapas y ahora intentas robar lo que aún no te has ganado!
La ladrona perdió los nervios y, sin volver la vista atrás, echó a correr hacia un oscuro callejón. Una vez que se la hubieran tragado las sombras, el pichón no la encontraría.
Pero, antes de que Jade alcanzara el abrigo del callejón, la figura encapuchada levantó un brazo y la apuntó con un dedo esbelto que lucía un anillo. Un rayo de luz esmeralda emanó de aquel dedo.
El haz brillante hendió la oscuridad y alcanzó a Jade en la espalda. La joven se quedó paralizada, con la boca abierta, pero, como en una espantosa pantomima, su grito no llegó a producirse. La luz esmeralda contorneó el cuerpo de la humana y adquirió una brillantez cegadora. Olive cerró los ojos de manera instintiva para protegerlos del resplandor.
Cuando los volvió a abrir, la luz había desaparecido, y de la joven humana quedaban sólo unas partículas brillantes de polvillo verde que flotaron lentamente hasta posarse en el suelo. Jade More había dejado de existir.
—¡No! —gritó horrorizada Olive.
La figura encapuchada giró con rapidez al escuchar la exclamación. El embozo cayó y dejó al descubierto el rostro. La luz de las linternas iluminó con claridad el semblante del hombre: unos rasgos afilados como los de un ave de rapiña y unos ojos azules penetrantes como los de un depredador.
Olive reconoció aquellas facciones de inmediato. Conocía al hombre. Unos recuerdos entrañables acudieron a su memoria y se vio a sí misma luchando a su lado en Westgate, aprendiendo de él nuevas canciones, aceptando la aguja de plata de los arperos[3]. Con todo, llevada por la cólera, su mano buscó de manera mecánica la daga colgada del cinto.
—¡Tú! —bramó con los dientes apretados. La furia y la congoja prevalecieron sobre el sentido común, y la halfling salió de las sombras para enfrentarse al hombre; el volumen de sus gritos aumentó con cada paso que daba—. ¿Cómo fuiste capaz de hacer algo así? ¡La has matado! ¿Es que no puedes dejar de jugar a ser un dios? ¡Maldito demonio! ¡Me das asco!
Sin que al parecer le importara lo más mínimo la opinión de la halfling, la figura encapuchada apuntó con el dedo en su dirección.
Olive se quedó paralizada, comprendiendo de repente el peligro en que se encontraba. Retrocedió de un salto a las sombras del callejón, justo en el mismo instante en que un proyectil de luz verde salía disparado del dedo del hombre. El rayo chisporroteó al alcanzar los adoquines y dejó un agujero en el lugar ocupado antes por Olive.
La halfling no se volvió para comprobar los desperfectos. Se lanzó a toda carrera por el callejón sin mirar atrás. Oía las zancadas seguras y rítmicas del hombre a sus espaldas, como el latido sobrenatural de un corazón.
«No tiene que correr para darme alcance —comprendió la halfling—. Ha llegado el momento de desaparecer como por arte de magia o habré de enfrentarme a la perspectiva de desaparecer de manera literal y definitiva».
Olive tenía por costumbre contar con una salida de emergencia en las calles donde trabajaba. En el lado derecho del callejón se encontraba el establo en el que guardaba su montura, Ojos de Serpiente. En la pared trasera había un tablón suelto sujeto por un solo clavo que podía desplazarse hacia los lados. Al llegar al final del callejón, Olive se zambulló de cabeza a la derecha, apartó rápidamente el tablón y se deslizó en el establo. Colocó de nuevo en su sitio la tabla suelta y se incorporó mientras procuraba recobrar el aliento sin hacer demasiado ruido.
Las sonoras pisadas de su perseguidor se aproximaron a la salida de emergencia y después se detuvieron. Olive contuvo el aliento con intención de descubrir qué dirección tomaba su atacante. Pero el hombre no se movió, sino que permaneció cerca de la pared del establo murmurando algo para sí. «Elige una dirección y lárgate, maldito asesino», deseó en silencio la halfling.
Ojos de Serpiente, su montura, presintió la inquietud de su dueña y, aproximándose a ella, la rozó en la oreja con el hocico. Irritada, Olive apartó de un manotazo el morro del animal y éste soltó un suave resoplido de enojo. «Silencio, Ojos de Serpiente —exhortó para sus adentros la halfling—. Hay un chiflado fuera que quiere matarme».
Olive comenzó a acariciar el lomo del caballo y el animal se tranquilizó, al igual que su dueña, cuya respiración se tornó más regular. La halfling intentó convencerse de que no había visto con claridad el rostro del asesino. No podía ser quien le había parecido. Tenía que estar equivocada.
El corazón le dio un vuelco cuando algo golpeó en la pared del establo a sus espaldas. El hombre no se había dado por vencido. ¡Buscaba un hueco por el que entrar! Dominada por el pánico, Olive retrocedió tambaleante y tropezó con el balde de agua del caballo. Fuera, el hombre empezó a murmurar otra vez y Olive comprendió aterrada que entonaba un conjuro.
Olive trató de abrir la puerta del establo, pero tenía echado el cerrojo por el otro lado y no disponía de tiempo para recurrir a su destreza para forzarlo. Por fortuna, las paredes interiores del establo no llegaban hasta el techo y, con una fuerza nacida de la desesperación, y mucho gatear, la halfling logró trepar a lo alto. Se dejó caer en el pasillo central del establo y luego echó a correr hacia la entrada principal del edificio. Ojos de Serpiente relinchó aterrado cuando su ama propinó un brusco empujón a la hoja de madera, pero la halfling se encontró con que también aquélla estaba cerrada por el otro lado.
Olive giró sobre sus talones, buscando otro sitio donde esconderse. Un pálido resplandor amarillo emanó del establo de Ojos de Serpiente, seguido de un murmullo. «¡Está dentro! —pensó la halfling, a quien el miedo le retorcía las entrañas—. Puede desintegrar a una persona, detectar puertas secretas y atravesar paredes. ¿Cómo voy a escapar de él?».
El murmullo cesó y la puerta del establo de Ojos de Serpiente gimió. Siguieron varios empellones y los goznes de la puerta del establo empezaron a ceder.
Sofocando un sollozo, Olive se metió tras un montón de sacos de grano apilados y se hizo un ovillo, encogida por el terror, en medio de la oscuridad.
«Tiene que haber algún modo de salir de este apuro —pensó enfebrecida—. Tengo demasiado talento para desperdiciarlo muriendo tan joven». Sus ojos se posaron en un saco vacío tirado en el suelo y se lo metió por la cabeza con la esperanza de hacerse pasar por otro saco más de grano. Pero los otros pesaban unos quince kilos y ella era una halfling de veinticinco kilos.
«Nunca lograré meterme dentro», comprendió, a la vez que se escuchaba el chirrido de los pernos al resquebrajar la madera. En el momento en que musitaba la palabra «meterme» mientras miraba el saco, su mente concibió una nueva idea.
¡El saquillo mágico de Jade! Akabar, el hechicero, le había contado en una ocasión la historia de un príncipe sureño que guardaba un elefante en una bolsa mágica. Jade había dicho que el saquillo era reductor, recordó Olive. «No soy ni mucho menos un elefante —razonó—. Así que he de caber por fuerza dentro de esta bolsa».
Sus dedos sudorosos sacaron el saquillo del bolsillo interior de su chaleco. «Todo lo que tengo que hacer es meter la cabeza y los hombros dentro, y el resto irá a continuación», se dijo. Le temblaron las manos cuando tiró del cordón de cierre. Con las prisas, se le escurrió el saquillo y éste cayó al oscuro suelo con un sordo golpe. La halfling rebuscó entre la paja y el grano hasta que por fin sus dedos toparon con el cordoncillo. Manipuló con torpeza en el nudo y abrió de un tirón la bolsa, pasando por alto el sonido de unas pisadas que se aproximaban y la luz que alumbraba la pared a su espalda.
Al abrir el saquillo, la asaltó una sensación de náusea cuando se oyó una voz seca y arcaica que decía:
—Aquél que roba la bolsa de Giogioni Wyvernspur, no es más que un asno.
«Por los Nueve Infiernos —maldijo Olive—. Me he equivocado de bolsa. La de Giogioni debió de salirse de la de Jade al caer al suelo». El pisaverde había dotado a su bolsa de una boca mágica para que le advirtiera si alguien intentaba abrirla. Olive sabía que, por regla general, esa clase de conjuros gritaban en voz alta a fin de avergonzar y descubrir al ladrón. ¿Por qué entonces esta voz susurraba?, se preguntó. «Soy afortunada de que no organizara un escándalo, ¿pero a qué se debe? Déjate de pensar necedades —se recriminó—. ¿No te das cuenta de que estás a punto de morir?».
Un haz de luz pasó a través de una separación en los sacos de grano apilados y le recordó a Olive el peligro que corría. La halfling tiró la bolsa de Giogi y se zambulló de nuevo en las sombras para buscar el saquillo mágico de Jade. Sentía las manos entorpecidas y estaba mareada por el nerviosismo. Cuando por fin palpó el saquillo, tuvo que concentrarse para agarrarlo y levantarlo del suelo.
Las pisadas se detuvieron frente a su escondrijo. Con un gesto mecánico, Olive se guardó el saquillo de Jade en el bolsillo de su chaleco y se acercó a la abertura entre los sacos para atisbar al otro lado; en ese mismo momento, una sombra se interpuso en el rayo de luz que penetraba por el hueco. La halfling alzó la vista, con los ojos desorbitados por el terror.
El asesino de Jade la contemplaba iracundo desde su aventajada estatura. En su mano derecha sostenía una luminosa bola traslúcida que perfilaba sus rasgos faciales. A despecho de la sonrisa cruel y retorcida, aquellas facciones enjutas resultaban inconfundibles. Era el Bardo Innominado, reconoció con angustia Olive. En otros tiempos había sido uno de los arperos, y la halfling no lograba entender cómo se había convertido en un asesino. «Fuimos amigos y aliados. ¿Cómo es posible que quiera matarme?».
—¡Por la prole de Beshaba! —imprecó el hombre.
Olive no podía estar más de acuerdo con aquella exclamación. Parecía que la diosa del infortunio la hubiera perseguido a lo largo de toda la noche. Intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. Alzó la vista y se dispuso a soltar lo que temía fueran sus últimas palabras.
—Recibirás tu castigo por esto. Alias se enterará de lo que has hecho y… —quiso decir, pero su voz era un sonido quebrado, semejante a un estridente rebuzno.
El Bardo Innominado dio la espalda a la halfling como si ésta no existiera y empezó a registrar los otros establos.
«Me tenía a tiro —pensó Olive—. ¿Cómo es posible que haya fallado?».
La halfling quiso rascarse la cabeza en un ademán de desconcierto, pero todo cuanto consiguió fue torcer ligeramente el velloso hocico, sacudir la peluda cola y poner tiesas las largas y puntiagudas orejas. Acuciada por el pánico, Olive bajó la vista para mirarse. En lugar de ver su chaleco negro, sus polainas y sus pies cubiertos de suaves rizos rojizos, contempló una capa de pelo corto y pardo, y cuatro pequeñas pezuñas.
«¡Misericordiosa Selune! —exclamó para sus adentros—. ¡Me he transformado en un asno!».