Thomas acabó de limpiar la ceniza de la chimenea del cuarto lila y encendió de nuevo la lumbre. Recogió la badila y el cubo con cenizas y salió de la habitación. Bajaba las escaleras cuando oyó un tumulto en la sala de estar. Daba la impresión de que alguien estuviera poniendo patas arriba la estancia. El mayordomo soltó el cubo, enarboló la badila como un garrote y, deslizándose en silencio hasta la puerta de la sala, la abrió una rendija.
Giogioni se encontraba frente a las estanterías de la biblioteca, con un libro en las manos. Esparcido a sus pies, sobre las sillas, las otomanas, el sofá, la mesita auxiliar y el suelo, estaba la mayor parte del contenido de la librería: manuscritos y libros encuadernados de diversas formas y tamaños. Los diarios de varios antepasados Wyvernspur, historias relativas a la familia, tomos sobre magia y catálogos de monstruos habían sido hojeados y descartados de una manera poco ceremoniosa. Mientras Thomas contemplaba el desbarajuste, Giogioni frunció el entrecejo y arrojó con gesto furioso el libro al otro lado de la habitación, para acto seguido escoger otro de las estanterías.
Cat, la hechicera, estaba sentada junto al escritorio y leía con más detalle los libros descartados por Giogi.
Thomas tocó con los nudillos en la puerta y penetró en la sala.
—Ah, Thomas, ¿has visto a la señorita Ruskettle? Tal vez le interese echarnos una mano con esto —dijo el noble.
—Creo que tenía que ocuparse de algunos asuntos personales, señor —contestó el mayordomo—. Sin duda regresará para la cena. ¿Buscáis algo en particular? Quizá pueda ayudaros.
—Sí, Thomas. Busco algo en particular: cómo transformarse en wyvern —espetó Giogi—. No alcanzo a comprender cómo es posible que con tanta pamplina que se ha escrito sobre la familia, nadie se tomara la molestia de reseñar cómo se lleva a cabo. Si alguna vez lo descubro, juro que lo pondré por escrito.
—A juzgar por vuestras palabras, señor, presumo que ya lo habéis intentado imaginando la propia transformación.
—En efecto. Fue un completo fracaso.
—Lo siento, señor. Pero tenía entendido que vuestro interés era meramente teórico y sin apremio.
—Sí, pero he cambiado de opinión. ¿No tenemos un baúl con libros en el ático, Thomas? —preguntó Giogi.
—En efecto, señor, pero todos son de poemas y romances en los que difícilmente encontraréis la clase de información que buscáis.
—Nunca se sabe. Quizá se quedara un papel metido entre las páginas, o se escribiera alguna nota en los márgenes de algún relato de aventuras. No te molestes. Yo mismo me encargaré de bajarlos. —El noble se encaminó a la puerta.
Thomas se interpuso con habilidad en el camino de su amo antes de que el joven abandonara la estancia.
—De hecho, señor, si estáis de verdad interesado en descubrir esa información, existe una fuente fundamental de conocimiento a la que podéis consultar.
—¿Cuál?
—No cuál, señor, sino quién. La bestia.
—Ah, tía Dorath. Sí, es posible que lo sepa, pero jamás me lo diría —respondió Giogi.
—No, señor. No me refería a vuestra tía. Me refería al guardián —explicó el mayordomo.
—¡Ah, ella! —exclamó el noble. Sintió un calambre en la boca del estómago.
—De acuerdo con la leyenda —le recordó Thomas—, el guardián es el espíritu de la hembra wyvern a la que ayudó Paton Wyvernspur. Ella fue quien le entregó el espolón y, por consiguiente, es lógico deducir que le daría también instrucciones para utilizarlo y todo lo demás.
—Tiene razón —intervino Cat, que había levantado la vista del libro que estaba leyendo.
Giogi dejó en la estantería el volumen que tenía en las manos. Era inevitable. No había escapatoria. Tendría que presentarse ante el guardián, preguntarle y aguantar su retahíla sobre cosas desagradables.
—¿Quieres que te acompañe, Giogi? —preguntó Cat.
El joven contempló el bello rostro de la maga.
«Tía Dorath está equivocada —se dijo—. Ningún demonio me está seduciendo. Soy yo quien toma la decisión de hacerlo. Y lo hago por el bien de Cat; por el bien de la familia. Alguien tiene que enfrentarse a Flattery. Si soy el único que puede utilizar el espolón, tendré que hacer uso de él. No hay otra solución».
—Giogi, ¿quieres que te acompañe? —preguntó de nuevo la maga.
—No. Es mejor que vaya solo. No tardaré mucho. Habré vuelto antes de la cena. —Su tono era intrascendente, como si hablara de ir a una taberna, en lugar de a una cripta encantada. Pero, en su fuero interno, libraba una lucha enconada para dominar el pánico.
—¿Estás seguro? —insistió Cat.
—Sí. Creo que será más comunicativa si estoy solo.
Cat se puso de pie y le dio un beso de despedida.
—Buena suerte —le susurró al oído.
Giogi sonrió agradecido.
—Llevaré a Margarita Primorosa, Thomas —anunció—. Yo mismo la ensillaré, pero encárgate tú de que Adormidera vuelva a Piedra Roja, por favor.
—Muy bien, señor.
Unos minutos más tarde, Giogi sacaba de la cochera a la yegua cogida por las bridas y la conducía a la cancela del jardín. Allí montó, hizo que el animal girara en dirección oeste, y lo puso al trote con un suave taconazo en los ijares.
El sol radiante otorgaba al cementerio un aspecto más alegre que el día anterior, pero Giogi tenía un estado de ánimo opresivo.
«Ayer, lo único que quería era encontrar el espolón y devolverlo a la cripta. Mi deseo se cumplió, pero, al parecer, no basta. Ahora he de descubrir cómo funciona el espolón. Cómo transformarme en una bestia».
El noble ató las riendas de Margarita Primorosa a un poste y sacó de debajo de la camisa la llave del mausoleo. No cabía darle más vueltas al asunto: había que acabar con Flattery.
Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.
—Claro que también podría contratar a unos mercenarios avezados para que se encargaran de él —musitó, con la mirada prendida en las tinieblas del interior.
Giogi entró en el mausoleo y cerró la puerta a sus espaldas. Echó la llave y sacó la piedra de orientación para alumbrar el camino. «Mi padre no confió en manos mercenarias la misión de enfrentarse con Flattery —pensó mientras brincaba a la pata coja sobre las losas blancas y negras para abrir la trampilla secreta—. Está en juego el honor de la familia; la única forma de solucionarlo como es debido es que alguien del clan se ocupe de ello. Freffie y Steele no son adversarios para las argucias de Flattery, y ese hechicero ya se ha encargado de librarse del único que representaba una amenaza: tío Drone».
Mientras descendía por la escalera que llevaba a la cripta, Giogi recordó la historia de Madre Lleddew referente a que Drone había tenido que cortar el espolón de la pata del wyvern que era Cole para que el cadáver recobrara su forma humana. Aquello lo desasosegaba más que el hecho de que Cole hubiese muerto luchando con el hechicero.
«¿Y si me quedo atrapado en la forma de wyvern cuando aún estoy con vida? —reflexionó—. ¿Y si, una vez transformado en wyvern, olvido a mi familia y a Cat y a Margarita Primorosa, y me marcho volando para vivir en parajes despoblados como un animal salvaje?».
Giogi se detuvo ante la puerta de la cripta, con la llave metida en la cerradura.
«Tía Dorath debió de temer lo mismo; ser incapaz de abandonar la forma animal y recobrar la humana. ¿Le ocurrió alguna vez a mi padre cuando vivía?», pensó Giogi, quien no recordaba que Cole hubiese estado ausente de casa por mucho tiempo, y, cuando volvía, nunca hubo nada que revelara su naturaleza wyvern.
De hecho, Cole era como cualquier otro padre. Mejor que la mayoría, para ser sinceros. Cole lo llevaba a montar a caballo y a pasear en barca, y le contaba historias, y le enseñaba las letras y los números. Debía de haber sido también un buen esposo. Giogi no recordaba haber visto discutir a sus padres. Se ocupaban juntos de arreglar el jardín, y bailaban, y jugaban al chaquete, y se leían libros el uno al otro al amor de la lumbre por las noches. A pesar de los catorce años que lo separaban de aquella época, y de estar rodeado de los fríos bloques de piedra de la escalera de la cripta, Giogi aún sentía el calor de aquella chimenea.
No, decidió. Alguien como Cole jamás olvidaría que era un ser humano. No hasta que las frías garras de la muerte se apoderaron de él. «Pero ¿y yo? —se preguntó—. ¿Me ocurrirá a mí otro tanto?».
—Nunca lo descubriré si me quedo aquí —dijo en voz alta el noble. Giró la llave y empujó la puerta de la cripta.
—Has vuelto, Giogioni —susurró el guardián.
El joven entró en la cripta, se detuvo ante el pilar vacío, y sacó el espolón guardado en la bota.
—Lo encontré —anunció, dejando la reliquia sobre el paño de terciopelo—. Necesito saber cómo se utiliza.
—Sabía que vendrías a mí, Giogioni —declaró el guardián.
—Tú no tienes nada que ver con que esté aquí. Es un caso de necesidad urgente. No quiero ser un wyvern.
El guardián se echó a reír; la forma de su sombra se meció sobre la pared. Su risa era cristalina, trepidante, distinta por completo de su voz susurrante y fantasmagórica.
—A mí tampoco me gustaría ser un humano.
—Pero yo necesito serlo. Un wyvern, quiero decir.
—Nunca serás un wyvern, Giogioni. Podrás adoptar su forma, pero siempre serás un humano. Eso es primordial.
—¿Qué quieres decir?
—El favor del espolón garantiza la continuidad del clan Wyvernspur. Si los Wyvernspur perdieran su forma humana para convertirse en wyvern, no podrían perpetuar el linaje. Por tanto, lo que confiere poder sobre el espolón, el beso de Selune, no se otorga a quienes serían incapaces de resistirse a adoptar la naturaleza de un wyvern de forma definitiva.
Giogi sintió una oleada de alivio. Después la curiosidad se impuso sobre el nerviosismo.
—Supongamos que alguien que no tiene la marca del beso de Selune intenta utilizar el espolón. ¿Qué ocurriría?
—Esa persona creería poseer la fuerza de un wyvern, pero su cuerpo seguiría siendo el de un humano.
—¿Y sólo hace falta eso? ¿Sólo con el beso de Selune puede resistirse al impulso de convertirse en wyvern para siempre?
—No. También es preciso que desees ser diferente.
—Yo no quiero ser diferente.
Se oyó de nuevo la risa del guardián.
—¿Tan satisfecho estás de ti mismo, de tu vida, de tu mundo?
Giogi se removió inquieto. Era incapaz de mentir.
—Con la fuerza de un wyvern y el favor del espolón podrás cambiarte a ti mismo, y tu vida, y tu mundo.
—¿Entonces qué he de hacer para que funcione? —preguntó Giogi.
—Guárdalo siempre junto a tu pierna.
El joven metió el espolón en la bota derecha.
—Ahora tienes que recordar tus sueños —instruyó el guardián.
—¿Mis sueños dices? —balbuceó. Entonces comprendió—. Oh, te refieres a esos sueños.
Las imágenes acudieron a su mente. El grito agónico de la presa: el chillido de un conejo, el alarido de un cerdo, el bramido de una vaca… El sabor de la sangre caliente, sabrosa y plena de energía. El chasquido de los huesos, doblegándose a la presión de sus mandíbulas para extraer el dulce tuétano. El noble sintió el fuerte latido de la sangre en sus sienes; la cripta pareció girar a su alrededor y hundirse bajo sus pies. Se agachó para evitar que la cabeza le golpeara contra el techo.
—Un wyvern muy atractivo, Giogioni —susurró el guardián.
Dominado por el nerviosismo, Giogi bajó la vista para contemplarse. De hecho, no se vio a sí mismo. Ahora su cuerpo era al menos nueve metros más grande. Estaba cubierto de escamas rojas. Sus brazos se habían convertido en dos inmensas alas coriáceas, y sus pies eran afiladas garras. Lo más extraño de todo, sin embargo, era la cola. Ondeaba con gracia tras él, de una manera automática. Se concentró en controlar el apéndice y logró pararlo, cernido en el aire y dispuesto, hasta que, de forma inconsciente, eligió una diana.
Se inclinó hacia adelante y disparó la cola sobre su cabeza, como un látigo. El aguijón de la punta perforó el paño de terciopelo colocado sobre el pilar.
El pilar se vino abajo, y la piedra de orientación rodó por el suelo de la cripta. El paño de terciopelo permaneció enganchado en la punta del aguijón. Giogi lo soltó valiéndose de una garra y estuvo en un tris de irse de bruces al tratar de mantener el equilibrio en una sola pata. El guardián estalló en carcajadas.
—Recuerda que tu cuerpo es un arma. Debes practicar con él; sobre todo el vuelo. No es tan sencillo como parece.
—¿Cómo recobro la forma humana? —quiso preguntar Giogi, pero en lugar de articular palabras soltó un profundo gruñido. No obstante, el guardián lo comprendió.
—Supongo que pensando en lo que sea que sueña un humano —respondió, a la par que soltaba un bostezo—. Cosas aburridas, majaderías —sugirió.
Giogi intentó recordar lo que soñaba cuando no soñaba que era un wyvern. Pensó en Cat. De manera inconsciente empezó a batir las alas y permaneció con la forma de wyvern. Imaginó que cabalgaba sobre Margarita Primorosa, pero le recordaba demasiado a una presa. Entonces evocó a tía Dorath, tejiendo calceta frente a la chimenea. El techo se alejó a gran velocidad de su cabeza. De nuevo unas botas cubrían sus pies. Los brazos cayeron a los costados. Se irguió, ahora que no precisaba mantener la cola en equilibrio con el peso del cuello.
Levantó el pilar del suelo y puso encima el paño de terciopelo. A continuación recogió la piedra de orientación.
—¿Cuándo te volveré a ver? —preguntó el guardián.
Giogi se estremeció, pero pensó que sería una grosería decirle que le tenía un miedo de muerte y que no le gustaba bajar a la cripta.
—No lo sé —respondió—. ¿Por qué?
—Te echaré de menos.
—¿De veras? ¿Te sientes sola aquí?
—A veces. No muy a menudo.
—¿Y por qué te quedas?
—Es donde están enterrados mis huesos. Junto a los de aquéllos a quienes amé: mi compañero, y todos tus antepasados que adoptaron su forma, desde Paton hasta Cole.
—Ya veo —dijo Giogi, pensando en lo extraño que debía de ser amar a tanta gente muerta hacía un montón de años—. Volveré cuando haya terminado lo que he de hacer —prometió—. A menos que muera en el empeño.
—En ese caso, también volverías —dijo con solemnidad el guardián.
Los ojos de Giogi recorrieron las losas que sellaban las tumbas de sus antepasados.
—Tienes razón. En fin, hasta entonces, pues —se despidió—. Sea de un modo u otro.
—Hasta entonces —contestó el guardián.
—Gracias por tu ayuda.
—No hay de qué, mi querido Giogioni.
La sombra del guardián se difuminó en la pared y desapareció dejando solo al noble.
Por primera vez en su vida, Giogi salió de la cripta sin sentirse aterrado.
Fuera, el sol se aproximaba al ocaso. Giogi guardó la piedra de orientación en la bota, junto al espolón. Desató las riendas de la yegua, se las pasó por encima de la testa, y las sujetó en el pomo de la silla.
—Regresa a casa, pequeña —dijo el noble, palmeándola en el anca.
La yegua salió al trote cerro abajo, sin mirar atrás.
Giogi la observó mientras se alejaba. Al cabo de un minuto, cerró los párpados e imaginó a un venado corriendo por el bosque. En esta ocasión, la sensación del pálpito de la sangre en las sienes le sobrevino con mucha más rapidez. Batió las alas en el aire y corrió por el cementerio para tomar impulso.
Una bocanada de aire frío hinchó las membranas de sus alas y lo elevó sobre los árboles. Batió las alas más deprisa y se propulsó por la ladera del cerro del cementerio, cogiendo una corriente térmica ascendente. Planeó sobre el valle y, en menos de un minuto, volaba en círculos sobre la colina del Manantial. Abajo, a lo lejos, divisó a Madre Lleddew junto al carro de provisiones para el funeral de tío Drone.
Resistió la tentación de sobrevolar Piedra Roja. No había por qué alterar a tía Dorath. Además, no estaba seguro de saber aterrizar muy bien e intuía que eso era algo que no debía intentar después del anochecer. Lo que es más, se le estaba despertando un apetito voraz. «Con un poco de suerte —pensó Giogi—, Thomas estará asando un buen trozo de venado o una pata de cerdo».
Giró hacia el este y puso rumbo a su casa de la ciudad, con su sombra precediéndolo a lo lejos, y el estómago rugiéndole sin cesar.
Olive estaba de pie, recostada contra la pared del armario como un bastón.
—¿Estáis seguro de que no queréis que la ate, señor? —había preguntado el traicionero Thomas al hechicero antes de cerrar la puerta del armario y dejar a la halfling sumida en un pozo de negrura.
Flattery había contestado que no era preciso. Después, el mayordomo se excusó aduciendo que tenía que limpiar la ceniza de las chimeneas de los dormitorios.
Pasó un largo rato sin que se oyera ruido alguno en el ático salvo el que hacía el hechicero al pasar las páginas de un libro. Por fin, al cabo de veinte interminables minutos, desapareció el efecto del conjuro y Olive recuperó la movilidad. Se fue de bruces al suelo del armario. Sentía los brazos y las piernas como si le estuvieran clavando agujas a causa de haberlos tenido en la misma postura durante tanto tiempo. Trató de incorporarse, pero se tambaleó, tropezó contra una caja, y se dio un golpe en la espinilla.
—Quédate donde estás, Ruskettle, o te convertiré en una lagartija —ordenó el hechicero.
«Una lagartija, nada menos —pensó Olive—. ¿Bromea?».
Por si acaso, la halfling guardó silencio. Con grandes precauciones, empezó a hurgar en la cerradura del armario.
—Guarda tus ganzúas, Ruskettle, o tendré que poner una trampa abrasadora en esa cerradura —ordenó de nuevo el mago con voz calmosa, algo abstraída.
Olive metió sus herramientas en un bolsillo.
«Me ve a través de las paredes —pensó—. ¿Por qué no me ha matado ya? Si Thomas es su compinche, Flattery tiene que saber que he organizado una conspiración en su contra. Quizá no me considere una amenaza seria. Bueno, pues le demostraré que está equivocado».
La halfling se sentó en el suelo del armario, discurriendo algún modo de poner a Giogi sobre aviso. Enviar mensajes cifrados por medio de golpes en las vigas de carga parecía una buena idea. Y atar una nota a un ratón daba resultado en algunos cuentos. Por desgracia, no tenía a mano ni vigas de carga, ni ratones.
Los peldaños de la escalera crujieron y Thomas regresó.
—Se ha marchado hace quince minutos a hablar con el guardián, señor —informó el mayordomo.
—Excelente —dijo el mago—. ¿Y Cat?
—Se ha ofrecido para llevar la yegua del caballero Frefford a Piedra Roja. Supongo que quiere echar otra ojeada al laboratorio.
—Una chica con recursos.
Thomas se dedicó a recoger el servicio de té. Olive aprovechó el ruido de la loza para reanudar el intento de forzar la cerradura. El chasquido del mecanismo pasó inadvertido con el sonido de la tetera de plata contra la bandeja. Se oyó al mayordomo bajar la escalera.
Olive abrió la puerta apenas una rendija. El gato negro estaba sentado justo delante de la jamba, de modo que obstruía la puerta. Olive sacó de un bolsillo el rollo de cordel e hizo un pequeño ovillo que lanzó por el suelo frente al gato.
El animal lo observó mientras rodaba a través del cuarto y bostezó.
«¿Cómo es posible que no te interese un ovillo de cuerda? —reprochó la halfling para sus adentros al gato—. ¿Es que no tienes orgullo? ¿Qué clase de gato eres, maldita sea?».
—¡Por todas las huestes de Mystra! —maldijo el hechicero con voz queda.
Olive lo oyó levantarse de la silla y dirigirse al armario. Cerró otra vez la puerta.
—Gracias, Tizón. Gato listo.
«Qué estúpida soy —se reprochó la halfling—. Es uno de esos animales, el demonio familiar al servicio de un hechicero».
—Mi querida Ruskettle —dijo el mago a través de la puerta—. He intentado ser un anfitrión amable, pero has abusado de mi paciencia. Abrasar. ¡Ea! Ahora la cerradura te freirá si la tocas.
Los pasos del hechicero se alejaron del armario. Olive lo oyó pasar más hojas de un libro. La halfling echaba chispas, pero se sentó en un rincón. Al cabo de un momento tanteó los tablones del suelo. Estaban sujetos firmemente con clavos. Cogió su daga y empezó a hurgar con la punta con intención de ahuecar los clavos.
Acababa de sacar el primero, cuando escuchó de nuevo los pasos de Thomas en la escalera del ático.
—Pensé que os interesaría ver eso, señor —dijo el mayordomo.
—¿Qué?
—Por la ventana, señor.
El hechicero se incorporó y abrió una hoja de la ventana.
—¡Es Giogi! ¡Está volando! Planea en círculos. ¡Rápido, por la otra ventana!
Olive oyó a los dos hombres correr por el ático y abrir una segunda ventana.
—¡Por las huestes de Mystra! —El hechicero soltó una risita—. Apuesto a que no sabe cómo aterrizar.
«¡Giogi! ¡He de prevenirlo! —pensó la halfling—. Podría hacerle señales desde la ventana. —Arremetió enardecida contra un segundo clavo—. No lo lograré a tiempo».
Olive se imaginaba a Giogi volando, con Flattery apuntándole, aguardando el momento oportuno para reducirlo a cenizas.
«Tengo que correr el riesgo con la cerradura ardiente —decidió con temeridad. Con el cuerpo pegado a la parte trasera del armario, Olive alargó la mano, giró el picaporte y empujó».
La puerta se abrió sin hacer el menor ruido.
¡Le había mentido!, pensó indignada la halfling. Salió del armario con sigilo. El hechicero y el mayordomo estaban asomados a la ventana que daba al sur, más próxima a la escalera de lo que lo estaba ella. Olive corrió al lado norte del ático. Se encaramó al alféizar y se deslizó por el tejado.
A sus espaldas se oyó el bufido de Tizón.
—¡Thomas! ¡La halfling! ¡Agárrala! —gritó el hechicero.
Olive gateó alejándose de la ventana, levantando a medias una de las tablillas de recubrimiento de manera deliberada. Cuando Thomas asomó la cabeza por la ventana, la halfling soltó la tablilla combada de modo que golpeó al mayordomo en la sien. Antes de desplomarse de espaldas en el suelo del ático, Olive lo oyó barbotar una palabra que jamás habría esperado del remilgado ayuda de cámara.
La halfling empezó a trepar hacia la cúspide del tejado. El hechicero sacó medio cuerpo fuera de la ventana del ático.
—¡Vuelve aquí antes de que te mates! —le gritó. Olive alzó la vista al cielo. Un wyvern rojo volaba en círculo sobre la casa. «Se supone que los wyvern son de color pardo o gris —pensó—. Pero Giogi se permite el lujo de convertirse en uno rojo».
La halfling se puso de pie y agitó los brazos haciendo señas a la bestia.
—¡Giogi! ¡Socorro! ¡Flattery me tiene atrapada aquí arriba! —chilló con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Deja de gritar insensateces! —bramó el mago desde la ventana—. ¡No soy Flattery!
Olive bajó la vista hacia el hombre. ¿Sería posible que quedaran aún más Wyvernspur que todavía no conocía?, se preguntó.
—Si no eres Flattery, ¿quién eres entonces?
—Drone.
—Drone está muerto.
—Si estuviera muerto, me habrían enterrado en la cripta, ¿o no? —insistió el mago.
—El funeral no se celebra hasta esta noche —objetó Olive.
—Lo sé. Por cierto, ¿ha aflojado la mosca Dorath para organizar un buen banquete? —preguntó con interés.
—¡Giogi! —gritó de nuevo Olive, agitando los brazos con frenesí. El hechicero no la enredaría con más mentiras.
—Mírame, Ruskettle —llamó el mago—. Soy Drone. No me reconoces porque me afeité la barba.
—¡Ajá! ¡Te pillé! Nunca nos habíamos visto —dijo Olive—. No sabías eso, ¿verdad? ¡Giogi! ¡Giogi! ¡Socorro! —chilló de nuevo.
—¿No nos habíamos visto? No, supongo que no. Lo olvidé. Jade me habló tanto de ti, que es como si te conociera.
Olive bajó la vista hacia el hechicero con tanta brusquedad que resbaló por el tejado casi un metro.
—¿Qué quieres decir con que Jade te habló de mí? —demandó.
—Me lo contó todo, con pelos y señales, cuando pasó unos días aquí, hace una semana. Me gusta saber cómo son las amigas de mi hija.
—Tu hija… —Olive recobró el equilibrio y pateó con furia el tejado—. Eso es mentira. Jade no tenía padres.
—Lo sé. Por eso la adopté —dijo el mago.
—¿Que hiciste qué?
—La adopté. Hubo una pequeña ceremonia con un clérigo de Mystra. Le regalé una cuchara de plata, un collar de perlas, un pañuelo de seda… Todas esas tonterías simbólicas. Y ella me regaló una pipa, aunque no fumo. Dorath jamás me lo permitiría.
—¿Por qué? —preguntó la halfling.
—No le gusta el olor. A mí tampoco. En cambio, Elminster sí fuma. No veo por qué yo no podía hacerlo.
—No me refería a eso —espetó la halfling, descendiendo un poco más hacia el mago—. Lo que quiero saber es por qué adoptaste a Jade.
—Oh, eso. Bueno, parecía una buena chica, y a mí me hacía falta una hija que sacara el espolón de la cripta antes de que Steele lo robara.
Olive miró al mago con desconcierto. «Pensándolo bien —se dijo—, parece demasiado viejo para ser Flattery. Incluso más viejo que Innominado. Tiene el cabello cuajado de canas, y el rostro lleno de arrugas. Sin embargo, su apariencia podría ser una ilusión».
—Es la misma razón por la que Flattery se casó con Cat —comentó Olive en voz alta.
—¿Cat está casada con Flattery? Mal asunto. Es una mala persona; no es la clase de marido que le conviene.
Olive tembló de frío. Alzó la vista hacia Giogi, que se remontó en una corriente térmica. La verdad es que no creía que Flattery fuera capaz de interpretar tan bien a un viejo chocho, pero no podía arriesgarse a caer en sus garras a menos que estuviera muy segura.
—¡Ya lo sé! —gritó. Sacó la carta con el sello real que había cogido del laboratorio de Drone—. Creeré que eres Drone si me dices lo que pone en esta misiva.
—¿Qué misiva?
—La que cogí esta mañana del laboratorio. Está fechada a mediados de verano del mil trescientos seis. El año de los Templos.
—Pero de eso hace casi treinta años —protestó el mago—. ¿Cómo esperas que me acuerde de una carta tan antigua?
—Hace sólo veintisiete años —puntualizó Olive—. Y es de gran importancia. La envió el rey Rhigaerd.
—¿Rhigaerd? ¿El padre de Azoun?
—El mismo.
—¿Qué es lo que querría Rhigaerd por aquel entonces? —musitó para sí el mago—. ¡Ah, sí! Tiene que ver con el espolón. Veamos. Rhigaerd decía que, según sus noticias, Dorath se negaba a usar el espolón, y quería saber si había algún otro miembro de la familia que estuviera interesado en intentarlo. Ello fue lo que me indujo a revelarle a Cole todo el asunto, a pesar de que Dorath me dijo que no lo hiciera. Después de todo, una petición real tiene más peso que las órdenes de una prima; incluso de una prima como Dorath.
—De acuerdo. Has superado la primera prueba. Aquí, en el segundo párrafo, Rhigaerd escribe: «No creo que tu colega se sobreponga jamás de…». ¿De qué? ¿Qué dice a continuación? —preguntó Olive, a quien los dedos de los pies se le estaban empezando a poner morados por el frío de las tejas.
—Sobreponerse… ¡Ah, sí! Sobreponerse a que Dorath le diera calabazas.
—¿A quién dio calabazas? —preguntó Olive.
—En la carta no lo dice.
—Dímelo, de todas formas —insistió la halfling.
—Vangerdahast —reveló a regañadientes el mago.
—¿El viejo Vangy? ¿El mago cortesano de Azoun? —preguntó boquiabierta la halfling—. ¿En serio?
—En serio —respondió el mago con un gesto desabrido—. Y ahora, pequeña latosa, ¿quieres bajar de una vez para que te reduzca a cenizas sin necesidad de prender fuego al techo de la casa?
«Esto de aterrizar tiene sus trucos —pensó Giogi mientras planeaba en círculo sobre su casa por quinta vez. Volaba más bajo buscando un sitio despejado en el jardín, cuando divisó a Olive Ruskettle encaramada al tejado y gesticulando con los brazos. No alcanzaba a comprender qué demonios hacía la halfling allí arriba, y tampoco entendía lo que gritaba, pero sí sabía que el tejado no era el sitio más seguro para la bardo».
En el momento en que Olive empezaba a descender hacia la ventana, Giogi, silencioso como un búho, se lanzó en picado. La halfling había llegado al techo de la ventana cuando las garras del wyvern la levantaron en el aire.
El chillido de Olive debió de oírse hasta en Los Cinco Peces. La impresión del tejado hundiéndose bajo sus pies a toda velocidad, junto con el fuerte soplo de viento contra su cara, rompió todo el encanto de contemplar a vista de pájaro el paisaje de Immersea bañada en la dorada luz del ocaso.
«¿Qué demonios cree que está haciendo? —se preguntó Olive—. ¡Mi frágil cuerpo no soportará estas temerarias maniobras!».
A la halfling ya la había apresado en sus garras un dragón rojo y la había remontado en el aire, y aunque la había asaltado el terror de ser devorada por el monstruo, había tenido al menos la seguridad de que la bestia sabía cómo posarse en tierra.
«Aterrizará sobre mí y me aplastará como si fuera un pastel de gelatina», pensó, mientras Giogi descendía a toda velocidad.
En el último momento, viró con brusquedad y remontó de nuevo el vuelo. Era evidente que no estaba seguro de cómo realizar el aterrizaje llevando carga. Sin embargo, en el segundo intento de aproximación, soltó a Olive sobre unos arbustos un instante antes de estrellarse contra el costado de la cochera.
Olive estaba tan aterida que le castañeteaban los dientes. Mientras se abría paso entre los matorrales, llegó a la conclusión de que el mes de Ches era una época demasiado temprana para volar. La halfling se sacudía las hojas enganchas a la ropa cuando Drone y Thomas salieron de la casa a toda carrera.
—Giogi, muchacho, ¿te encuentras bien? —preguntó el mago.
El wyvern se incorporó tambaleante a la par que lanzaba un agudo siseo.
—Tendrás que recobrar tu forma humana —sugirió Drone—. No entiendo una palabra de lo que dices. Concéntrate en ello, vamos. Piensa en el té de media tarde; es lo que hacía tu padre.
La forma del wyvern fluctuó y empequeñeció hasta aparecer en su lugar Giogi.
—¡Tío Drone! ¡Estás vivo! —gritó el joven.
—¡Chist! No tan alto —susurró el mago—. Se supone que es un secreto.
Thomas dio unos golpecitos en el hombro del mago.
—Disculpad, señor, pero quizá convendría que nos pusiéramos a cubierto, por si acaso…
—Tienes razón, Thomas. —Drone echó una mirada a lo alto—. Vamos, adentro todo el mundo.
Mago y mayordomo empujaron a Giogi y a Olive hacia la casa. Drone gesticuló señalando las puertas de la sala y al instante todos aparecieron en su interior.
Drone tiró los libros que había en un sillón y tomó asiento.
—Aquí sí que se está cómodo y caliente. Deberías instalar una chimenea en el ático, Giogi. Hace un frío espantoso allá arriba.
—¿Por qué estabas en el ático? —le preguntó el joven—. Todos creíamos que habías muerto. ¿Cómo has podido hacernos algo así, tío Drone? ¿Qué es lo que te propones?
—Siéntate, Giogi —pidió el viejo mago, palmeando el mullido asiento junto al suyo.
El joven tomó asiento con un resoplido. Olive se acomodó en un escabel frente al fuego. Thomas, que se encontraba a las puertas de la sala, explicó que Cat había ido a Piedra Roja.
—Siento el dolor que te he causado —se disculpó Drone con Giogi.
—No es para menos. Creí que Flattery te había asesinado.
—Lo intentó —dijo el mago—. Envió a uno de sus entes a hacer el trabajo, pero lo desintegré.
—Y dejaste una túnica y un sombrero sobre las cenizas, ¿no es así? —conjeturó Olive.
Drone asintió con un gesto de cabeza.
—¿Pero por qué? —preguntó Giogi.
—Tenía que quitarme de encima a mi asesino en potencia. Era importante que todos creyeseis que había muerto a fin de que Flattery lo creyera también. De ese modo podría dedicarme a buscar el espolón y descubrir más cosas sobre Flattery sin verme obligado a mirar a mis espaldas cada dos por tres esperando ver aparecer otro zombi asesino.
—Pero se lo dijiste a Thomas —apuntó Olive.
—Thomas es la discreción hecha persona. Además, necesitaba una base de operaciones y un lugar donde dormir.
Giogi lanzó una exclamación mientras se daba una palmada en la frente.
—¡El cuarto lila! Por eso no querías que Cat se instalara en él, ¿verdad? —preguntó al mayordomo con un tono acusador.
—Lo siento, señor. A vuestro tío le gusta más el lecho de ese dormitorio. Dispuse todo para que la señorita Cat se acomodara en el cuarto rojo, pero no me dijisteis que prefería el lila.
—¿Por qué intentaste asfixiar a Cat, tío Drone? —preguntó enojado Giogi.
—Yo no intenté asfixiarla. Ni siquiera sabía que estaba allí. Entré a oscuras. Mi vista no es tan buena como antaño, ¿sabes? Mullí un almohadón y me eché en la cama. Un momento después, tenía a una chica histérica chillándome en el oído.
—Pero Cat te confundió con Flattery.
—Sin la barba, se le parece mucho, en un cuarto a oscuras o en un ático —comentó Olive.
—Sin la… ¡Tío Drone, te has afeitado! —exclamó Giogi.
—Necesitaba un disfraz. Me hace parecer mucho más joven, ¿no crees?
Giogi se mordió la lengua para no dar su opinión.
—¿Es verdad que convenciste a Jade, la protegida de Olive, para que robara el espolón? —preguntó el joven.
—Oh, no. Sólo le di la llave de la cripta y le pedí que me hiciera el favor de traérmelo. Después de todo, pertenece a la familia, y cualquier Wyvernspur tiene ese derecho, ¿no?
—¿Entonces por qué no lo hiciste tú mismo? —inquirió Olive.
—Dorath me lo habría quitado de inmediato si lo cogía. Si encargaba a otra persona que lo hiciera por mí, podía afirmar que no lo tenía sin faltar a la verdad. Además, Jade poseía esa extraordinaria cualidad de ser ilocalizable por medios mágicos. Mientras ella tuviera el espolón, ni Dorath ni Steele lograrían detectarlo. Y tampoco Flattery, llegado el caso. Por supuesto, también a mí me resultaba imposible. Cuando no acudió a la cita acordada con Thomas en Los Cinco Peces, la noche después de haberlo sacado de la cripta… En fin, pensé que me había traicionado, si he de ser sincero.
—La habían asesinado —apuntó con frialdad Olive.
—Sí, ya lo sé —respondió Drone en voz queda, mientras bajaba la mirada a sus manos enlazadas en el regazo—. Thomas me lo dijo. Lo siento, Ruskettle. Sé que estabais muy unidas.
Olive bajó la vista al suelo, luchando por contener las lágrimas.
—Estamos en deuda contigo por habernos devuelto sano y salvo el espolón —dijo el mago.
La halfling miró a Drone. En sus ojos ardía el ansia de venganza.
—Acaba con Flattery y quedará saldada la deuda —pidió con voz ronca.
—Es lo que me propongo hacer —le aseguró el mago.
—También yo —redundó Giogi.
Olive esbozó una sonrisa de fría satisfacción.
—No creerías que iba a dejar sin venganza la muerte de mi hija, ¿verdad? —preguntó Drone.
—¿Tu hija? —Giogi estaba perplejo—. ¿De qué demonios estás hablando, tío Drone?
—Tu tío adoptó a Jade —explicó la halfling—. Ignoraba que fuera una Wyvernspur.
—¿Que era una Wyvernspur? —Ahora era Drone el sorprendido.
—Sí. Ella y Cat están relacionadas con el Bardo Innominado. Y Flattery, probablemente, también —respondió Olive—. Recuerda que le dijo a Cole que su padre permanecería innominado. Supongo que fue una muestra de su peculiar humor. El Bardo Innominado era un Wyvernspur llamado Mentor.
—En nuestro linaje no hubo nadie llamado Mentor —objetó el mago.
—Apuesto a que encuentras un nombre tachado si repasas el árbol genealógico —predijo la halfling—. Correspondería a Mentor. De un modo u otro, los arperos ejercieron su influencia para que la familia no dejara rastro alguno de su nombre. Veréis, hubo un tiempo en que Mentor fue bastante arrogante y, en cierta medida, cruel. Llevó a cabo un experimento en el que murieron varias personas y… En fin, los arperos borraron toda traza de su nombre en los Reinos.
—Haremos algo más que eso con Flattery —dijo Drone—. Sugiero que empecemos a planear la estrategia a seguir mientras tomamos una buena cena caliente.
—Puede que ya no haya tiempo para eso, señor —intervino Thomas, con los ojos desorbitados por el terror.
—¿Cómo? —se extrañó el mago.
El mayordomo señaló a los amplios ventanales de la sala desde los que se divisaba el extremo sur de las tierras de los Wyvernspur y el castillo Piedra Roja.
Giogi, Olive y Drone se asomaron al ventanal para ver lo que causaba la agitación de Thomas.
Con los últimos rayos del sol poniente, los bloques pétreos del muro oeste del castillo tenían un color rojo como la sangre en contraste con el tono índigo del cielo. La belleza del panorama quedaba menoscabada con un parche de oscuridad que flotaba sobre la mansión. La parte inferior de aquel siniestro manchón estaba también teñida de tintes rojizos, pero su superficie era una sucesión de salientes afilados y tortuosos que le daban el aspecto de un enorme peñasco arrancado de la tierra por un monstruoso cataclismo. Pero, de ser un peñasco, sólo la magia podía sostenerlo flotando en el aire. Era tan grande, que aplastaría la mitad de Immersea si se precipitaba a tierra. En lo alto de la inmensa roca, se alzaban unos muros tan desmesurados que desaparecían en el sombrío cielo crepuscular.
—¿Qué es eso? —balbuceó Giogi.
—La fortaleza de Flattery —dijo Drone con gesto sombrío—. Al parecer, no sólo la ha reconquistado. También la ha traído consigo.