16
La Casa de la Señora

El cocinero de Piedra Roja carecía del toque de Thomas en las salsas y condimentos, pero Gaylyn animó la comida de un modo considerable. Era lo bastante sagaz para no preguntar por Cat en presencia de tía Dorath, pero los deleitó con el relato de sus travesuras de niña. Olive tuvo la impresión de que la joven madre acabaría por convertirse en el miembro más tolerante de la familia.

La ausencia de Steele en la mesa fue un alivio para todos y aumentó el buen humor general. Sudacar se unió a ellos y, tras hacer uno de sus acostumbrados guiños a Giogi, tomó asiento al lado de Julia y estuvo pendiente de cada palabra dicha por la joven.

Tanto a Giogi como a Olive les produjo una sensación inquietante ver el comportamiento de Julia, convertida en un modelo de dulzura y modestia en presencia del gobernador de Immersea. El innato sentido de lealtad familiar de Giogi entró en conflicto con la imperiosa necesidad de poner en guardia a Sudacar contra el natural carácter ladino de Julia. Por su parte, Olive comparaba su actitud con la de Cat, quien se guardaba muy bien de contener su temperamento sarcástico ante Giogi para ganarse su favor y confianza, y ante Flattery para conservar la cabeza sobre los hombros.

Casi al final de la comida, Gaylyn se disculpó y fue a ver a la pequeña Amberlee. Tía Dorath la acompañó. Libre de la presencia de su tía, Giogi pidió a Olive que les relatara sus viajes con Alias de Westgate durante la pasada temporada. Frefford también insistió, y la halfling tuvo que acceder a sus deseos, si bien se abstuvo de revelar el secreto de los orígenes de la guerrera, que eran los mismos de Jade y Cat. Hizo hincapié en la ayuda recibida por parte del Bardo Innominado, pero ninguno de los Wyvernspur dio muestras de estar enterados de la existencia de un antepasado que había sido la oveja negra de la familia.

A medida que hablaba, Olive fue tomando conciencia de que Sudacar la observaba con mucha más atención de lo que lo había hecho cada vez que la halfling había contado esa misma historia en Los Cinco Peces. Entonces cayó en la cuenta de que llevaba puesto todavía el emblema de los arperos. No obstante, el delegado del rey no interrumpió a la bardo, ni le hizo preguntas sobre la aguja de plata. Acabaron de comer y Olive suspiró con alivio para sus adentros cuando Giogi anunció que debían marcharse. Estaba impaciente por escapar de la mirada escrutadora de Sudacar. En la taberna, el gobernador parecía un simple aventurero retirado, pero en el castillo era el representante local de la ley, y las leyes siempre la hacían sentirse incómoda.

El sol estaba todavía alto en un cielo claro y brillante cuando Olive y Giogi subieron al carruaje alquilado. La halfling se sentó al lado del noble, en el asiento del conductor, en parte por tener compañía y en parte para no aplastar los paquetes de comida que se habían ofrecido a transportar al templo para la celebración del funeral de aquella noche. Al parecer, Dorath esperaba una gran afluencia de personas y no quería quedarse corta con las provisiones.

—He pasado todo el invierno en Immersea —comenzó Olive mientras salían del castillo—, pero todavía no he visitado ese templo. Me han dicho que es impresionante. Tampoco conozco a Madre Lleddew, quien, según tengo entendido, vive retirada del mundo. ¿Qué aspecto tiene?

—No lo sé con exactitud —respondió Giogi—. Era un niño la última vez que la vi. Mis padres me llevaron al templo unas cuantas veces a tomar el té con ella. Después de la muerte de mis padres, tío Drone me llevó una sola vez allí arriba para contemplar un eclipse, y en aquella ocasión había tanta gente que apenas la vi de pasada. Las veces que enfermé o me herí, tía Dorath me llevó al templo de Chauntea. Me parece que Selune no es santo de su devoción, aunque ignoro el motivo.

»En cualquier caso, por lo que recuerdo, Madre Lleddew era una mujerona, mayor que tía Dorath, de espeso cabello negro y alegres ojos castaños. El templo es una estructura abierta, es decir, techo, suelo y columnas. Siempre fue un misterio para mí dónde vivía. Cuando íbamos a tomar el té mis padres y yo, más parecía una merienda campestre. Nos sentábamos en los cercanos prados en torno a una pequeña hoguera, y Madre Lleddew servía bayas y té de hierbas frescas.

»Hay una campanilla de plata a la que tienes que llamar y entonces ella aparece. Algunos niños traviesos acostumbraban subir el cerro a hurtadillas, tocaban la campana y echaban a correr al bosque, asomándose por detrás de los árboles para verla; pero parecía que ella sabía cuándo se trataba de una broma y nunca aparecía.

—¿Alguno de esos niños traviesos vivía en Piedra Roja? —preguntó Olive.

—Algunos, sí —admitió Giogi con un esbozo de sonrisa—. Según Sudacar, Lleddew acompañó a mi padre en una aventura, pero no volvió a viajar. Frefford dice que intentó convencerla para que oficiara su boda en Suzail, pero ella no quiso salir del templo.

—Sin embargo, recuerdo que hubo una sacerdotisa de Selune en la ceremonia —comentó la halfling.

—Era de Suzail. Ningún matrimonio Wyvernspur se celebraría sin la bendición de Selune. Según la tradición, Paton Wyvernspur, el fundador del clan, gozaba del favor de la diosa.

Llegaron a la intersección de las dos calzadas principales que discurrían por Immersea. Giogi condujo a los caballos hacia el oeste y tuvo que reducir la velocidad de la marcha ya que las calles estaban muy concurridas por comerciantes, carreteros y pescaderos.

—Olive, ¿puedo pedirte un consejo? —preguntó el noble.

—No juegues nunca a los dados con alguien que tenga fama de fullero —dijo la halfling.

—¿Cómo?

—Sólo era una broma, perdona… Estoy a tu disposición ahora y en cualquier momento. Puedes confiar en mí.

—Si tuvieras un amigo, alguien a quien no conoces muy bien pero que consideras un tipo excelente, y entablara una relación con otra persona que en tu opinión no es tan estupenda, pero sí un miembro de tu familia, ¿se lo dirías a tu amigo?

—No —fue la contundente respuesta de Olive.

—¿No? —insistió Giogi.

—No.

—Pero, quizá tu amigo querría saberlo. A mí me gustaría saberlo.

—No, no te gustaría —objetó Olive, recordando a Cat y a Flattery.

—Te digo que sí.

—Y yo estoy convencida de lo contrario. Créeme. En cuanto a decirle a Samtavan Sudacar que consideras a tu prima Julia una intrigante, te aconsejo que desestimes la idea.

Giogi miró a la halfling como si acabaran de crecerle alas.

—¿Cómo lo sabías? ¿Qué eres? ¿Una especie de visionaria que lee la mente de las personas?

—No, simplemente una observadora de la naturaleza humana —contestó Olive con una risa divertida—. Un hombre no quiere saber jamás las cosas negativas de la mujer de la que cree estar enamorado. Punto. Además, Sudacar parece ejercer una buena influencia sobre ella.

—Tal vez, pero no sabes… —El noble vaciló un instante antes de continuar—. Steele quiere encontrar el espolón para apoderarse de él, y Julia ha hecho algo censurable para ayudarlo.

—¿Tiene Steele algún poder sobre ella para obligarla a hacer su voluntad? —inquirió Olive, aunque sabía la respuesta.

—Sólo su bravuconería.

—¿Y qué me dices del dinero? —sugirió Olive—. Los hijos de los halfling, ya sean varones o hembras, heredan las posesiones de sus padres a partes iguales, pero vosotros, los nobles cormytas, tenéis esa bárbara costumbre de escamotear a vuestras hijas su herencia casándolas con una miseria de dote.

—La dote que le dejó a Julia su padre no era una miseria, ni mucho menos —objetó Giogi.

—¿Y puede disponer de ese patrimonio si se casa con cualquiera que elija ella? —inquirió la halfling.

—Bueno, en realidad no. Steele tendría que dar su conformidad al ser su hermano mayor… —Giogi se interrumpió al captar por fin el quid de la cuestión planteada por Olive—. Y a Steele no le gusta Sudacar —recordó en voz alta—. Pero a Sudacar no le importaría que Julia tuviera o no dote. No es de esa clase de hombres —aseguró.

—¿Tan seguro estás de eso? —A la halfling le costaba trabajo creer que un hombre se sintiera tan feliz con una esposa pobre como con una esposa rica. Claro que los humanos tenían esa clase de ideas románticas—. En cualquier caso, no se trata de que a Sudacar le importe o no, sino a Julia. Es demasiado orgullosa para ir al matrimonio sin un céntimo. A la mayoría de las mujeres les ocurriría lo mismo.

—Si está realmente enamorada, no debería importarle.

—¿Alguna vez has estado en la miseria, maese Giogioni?

—Eh… Bueno, no… —admitió el noble.

—Algunas mujeres, yo misma pongamos por caso, saben que su mérito no está en el dinero que posea. Pero dudo que alguien le haya dicho eso nunca a tu prima. Y menos su hermano.

Giogi reflexionó sobre las palabras de la halfling unos minutos. Por fin rompió el mutismo.

—Tienes una gran sabiduría, Olive.

—Sólo experiencia.

«Si me hubiese convertido antes en burra y hubiera presenciado el robo del espolón —pensó la halfling—, este chico me aclamaría como la persona más sabia de todo Cormyr».

El carruaje pasó ante la casa de Giogi y continuó hacia el oeste. Poco después dejaba atrás la ciudad.

—¿No está por aquí el cementerio? —preguntó Olive.

—Sí, pero salimos de la calzada en un desvío anterior. La carretera del templo es aquélla de la izquierda, un poco más adelante.

La mirada de Olive siguió el trazado de la calzada que discurría en dirección sur a través de campos de centeno invernal hasta llegar a un cerro bordeado de altos árboles; a partir de allí, iniciaba el ascenso torciendo hacia el oeste. Olive alzó la vista hacia la despejada cima y estrechó los ojos, pero sólo divisó un manchón blanco que debía de ser el templo. Una nube solitaria, de un amenazante color gris, se cernía en el cielo, al este de la cumbre de la colina; ponía un borrón en lo que, de otro modo, semejaba el cuadro de un paisaje perfecto.

Giogi condujo el carruaje fuera de la adoquinada calzada principal y entraron en la senda embarrada del templo. Las ruedas se hundieron unos centímetros en el lodo, pero no tanto como para hacer difícil la tarea de los caballos de tiro. Una vez que hubieron penetrado en la arboleda y se encontraron al pie de la pendiente, la marcha se tornó aún más lenta. El bosque se hizo más denso a su alrededor y Olive tuvo que doblar el cuello para atisbar el cielo. La nube solitaria en la que se había fijado antes se encontraba ahora sobre sus cabezas, visible a través de las ramas apenas cubiertas por algunos brotes nuevos.

Un gran pájaro negro voló en picado desde la nube y desapareció tras la línea de árboles que contorneaba la parte alta de la ladera, en dirección al templo.

—¿Qué era eso? —preguntó Olive.

—¿Dónde?

—Allí —señaló la halfling a la nube, al mismo tiempo que una segunda forma oscura se zambullía en picado. La siguió otra, y otra más…—. Es una bandada de alguna clase de pájaros.

—Nunca había visto aves semejantes —comentó Giogi, que observaba a los animales con los ojos entrecerrados—. Parece que todas llevan algo.

—Tal vez Madre Lleddew adiestra cuervos gigantes, o murciélagos, u otra clase de animales alados —dijo la halfling con voz queda.

Las ramas de los árboles que flanqueaban el camino se interpusieron en su campo de visión hasta que alcanzaron el puente de piedra que cruzaba sobre el río Immer, en cuyos márgenes el bosque no era tan frondoso. Desde allí, Olive divisó las columnas y el techo de la Casa de la Señora, en lo alto de las cascadas. La cima de la colina estaba completamente cubierta por la sombra de la nube, de modo que, a despecho del sol radiante de la tarde, parecía estar sumida en un mortecino ocaso.

Aunque con cierta dificultad, Olive divisó varias formas oscuras arremolinadas en la pradera que rodeaba el templo.

—¿Cabe la posibilidad de que sean personas que han acudido temprano para el funeral? —preguntó la halfling.

—Tal vez —contestó el noble sin mucho convencimiento.

Al otro lado del puente, el camino se hacía más firme y el bosque más denso, de manera que el humano y la halfling perdieron otra vez la perspectiva de la cima. En la ladera que trepaba a un lado del camino se escucharon chasquidos y el crujido de arbustos. Olive abrió los ojos de par en par, esperando que un ciervo o un oso irrumpiera en la senda de un momento a otro.

De repente, algo pesado se precipitó sobre el techo del carruaje con un golpe sordo.

—¿Qué ha sido eso? —gritó, sobresaltado, Giogi.

Olive se dio media vuelta y se puso de pie en el asiento del conductor. Algo que guardaba una vaga apariencia humana se arrastraba por el techo en su dirección. Las afiladas uñas de las garras se hincaban en la madera pintada, y la larga lengua culebreaba entre unos colmillos semejantes a los de una serpiente. Tenía destrozada la parte derecha de la cara, y las cuencas vacías de los ojos, de las que escurría un fluido lechoso, estaban clavadas en la halfling.

Olive dio un respingo, se dejó caer en el asiento junto a Giogi y le arrebató las riendas de las manos. Azuzó a los caballos propinándoles un golpe con la traílla de cuero, a la par que lanzaba un grito.

Los animales salieron a galope y el carruaje dio un brinco. Giogi soltó un grito de sorpresa. A sus espaldas, Olive escuchó el chirrido de unas uñas que se esforzaban por aferrarse al techo del vehículo y a continuación el golpe seco contra el suelo del indeseable pasajero.

La halfling esbozó una mueca satisfecha que se desvaneció enseguida al ver otras tres figuras que salían del bosque y se plantaban en el camino un poco más adelante. Dos parecían normales, pero la tercera se inclinaba pesadamente hacia la izquierda, como si sufriera una rotura en la pierna.

Olive azotó de nuevo a los caballos con las riendas mientras gritaba a pleno pulmón:

—¡Arre, arre! ¡Más aprisa!

Los animales arrollaron a las criaturas que se interponían en su camino. Ninguno de aquellos seres había hecho el menor intento de apartarse. El carruaje dio unos bandazos cuando las ruedas pasaron sobre los cuerpos, y las cajas de provisiones se zarandearon a un lado y a otro.

—¡Olive! —gritó Giogi mientras se volvía para mirar horrorizado los cuerpos aplastados en la senda—. ¡Has atropellado a esas pobres personas!

—No eran pobres personas, Giogioni. Eran muertos vivientes. Eran ghouls, una clase de necrófagos, a juzgar por su apariencia. —La anterior expresión satisfecha de Olive había dado paso a otra de gran preocupación.

—¡Ghouls! ¡Y anoche fueron lacedones! ¿Crees que deberíamos dar media vuelta y regresar a la ciudad? —preguntó el noble con nerviosismo mientras miraba al frente en busca de un punto en la senda lo bastante ancho para maniobrar.

—¿Tenemos vía libre a nuestras espaldas? —preguntó Olive.

Giogi miró hacia atrás. Al menos una docena de figuras ocupaban el camino en aquella dirección.

—Eh… no —dijo, volviéndose con premura, horrorizado por los movimientos espasmódicos de las criaturas, semejantes a marionetas.

—Entonces no nos queda más remedio que continuar —gritó la halfling para hacerse oír sobre el retumbar de los cascos.

—¿Cómo es posible que todos esos seres malignos se atrevan a hollar el suelo de una colina consagrada a Selune?

—Sin duda hay alguien al que temen más que a la diosa.

—Pero ¿quién puede ser? —inquirió Giogi.

—El primero que se me ocurre es Flattery. Es un sujeto muy amedrentador, y siente predilección por los muertos vivientes. ¿Cuánto falta para llegar a la cima?

—Creo que un par de recodos. —El noble tenía el semblante demacrado—. ¿Qué haremos cuando lleguemos arriba?

—Tocar la campanilla y rogar que Madre Lleddew no nos tome por chiquillos traviesos que quieren gastarle una broma. ¿Tienes la poción que te dio Cat?

—Sí, en el bolsillo. ¿Me la tomo ya?

—Aún no. Espera hasta que estés seguro de que te hace falta. Toma, coge esto —ordenó la halfling, tendiéndole las riendas—. Si se atraviesa algo desagradable en el camino, pásale por encima.

Ya con las manos libres, Olive buscó en el bolsillo de su camisa y sacó la poción que Cat había elegido para ella.

El carruaje sobrepasó el último recodo del camino y llegó a la cima de la colina en medio de tumbos. La pradera que coronaba la cumbre tenía unos veinticinco metros de diámetro y un tercio de su superficie estaba ocupado por el templo.

Un tropel de repulsivos muertos vivientes deambulaba por el prado con su andar bamboleante. Otros muchos más caían como un chaparrón sobre la pradera al soltarlos unos buitres gigantescos cuyo aspecto era tan poco saludable como el de su carga. Algunas veces erraban al dejar caer el lastre; Olive vio a uno de los zombis precipitarse sobre la cúpula del templo, rodar dando tumbos hasta el suelo, y quedar inmóvil en los peldaños de granito.

Los caballos se encabritaron en un primer momento; luego se frenaron en seco, como si se hubieran quedado petrificados por el terror. Giogi los azuzó con las riendas, pero las bestias estaban clavadas en el sitio.

Alrededor de una docena de zombis avanzaron tambaleantes hacia el carruaje en medio de gemidos lastimeros. Todos vestían uniformes sucios. No estaban en un estado de descomposición tan avanzado como la mayoría de los muertos vivientes, pero todos sufrían alguna espantosa herida mortal: un brazo cercenado, la garganta degollada… Era evidente que sus cadáveres procedían de un campo de batalla. A juzgar por los yelmos dentados y adornados con una pluma roja de algunos de ellos, y por las negras capas desgarradas de otros, Olive supuso que habían pertenecido a las fuerzas de Hillsfar y Zhentil, ciudades enzarzadas en una guerra perpetua por la posesión del templo en ruinas de Yulash.

—Giogi, ha llegado el momento de que tomes la poción —dijo con tono decidido Olive, a la vez que destapaba el frasco que contenía su propia pócima y se bebía la mezcla gris en tres tragos. Notó que el espeso líquido le bajaba por la garganta como si fuera mercurio y le dejaba una sensación de frío en el estómago.

Giogi soltó las riendas y sacó su poción. Mientras se la tomaba, Olive se puso de pie en el asiento del conductor y dirigió una mirada imperiosa a los zombis. El frío que le atenazaba el estómago se extendió a su corazón. Se sintió inundada por una oleada de poder y al instante recobraba la suficiente presencia de ánimo para articular una orden.

—Fuera de aquí, criaturas abominables —exigió, señalando el bosque con un gesto de la mano.

Los zombis cesaron de gemir y alzaron la vista hacia la halfling. A continuación avanzaron con más rapidez en dirección al carruaje.

—Vaya, pues sí que ha dado un buen resultado —rezongó Olive, mientras lanzaba la redoma vacía a la cabeza del cabecilla de los muertos vivientes. Se preguntó si Cat habría cometido un error involuntario. Por lo menos no era veneno, se consoló la halfling en tanto se metía en el interior del carruaje por la ventanilla delantera.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Giogi, recuperado ya del inicial vértigo causado por la pócima dorada.

—Desenvaina tu arma y defiéndete —gritó Olive desde el interior del carruaje.

—¿Qué demonios estás haciendo? —respondió a gritos el noble, mientras desataba el nudo que cerraba la funda del florete.

—Cogiendo municiones —dijo la halfling—. ¡Dioses, está todo patas arriba!

Los dos caballos que iban a la cabeza del tiro no soportaron la tensión y cayeron de rodillas al ver acercarse a los zombis, pero los muertos vivientes pasaron junto a ellos sin prestar atención a sus relinchos aterrados y rodearon el carruaje al que empezaron a propinar golpes. Unos cuantos comenzaron a escalarlo.

Giogi respiró hondo. De repente se sentía muy tranquilo, con la mente despejada. Todo cuanto tenía que hacer era ensartar a esas repugnantes criaturas con su arma. Así de simple.

Con un rápido movimiento hundió el florete en la garganta del zombi que intentaba subirse al asiento del conductor y retiró el arma con idéntica velocidad. Repitió la maniobra al ver que el monstruo seguía avanzando hacia él. El zombi le lanzó una dentellada, pero el noble le propinó una patada que lo arrojó sobre otras dos criaturas.

—¿Cómo vamos a llamar a Madre Lleddew? —preguntó a gritos Giogi.

—¡No es necesario! ¡Creo que ya sabe que estamos aquí! —respondió Olive también a gritos—. ¡Está en el templo!

Giogi miró por encima de las cabezas de los zombis. En la escalinata del santuario se encontraba una mujer corpulenta vestida con una sencilla túnica marrón y calzada con sandalias.

Un círculo de necrófagos, iguales a los que les habían salido al paso en el camino, tenía cercada a la sacerdotisa. La mujer se apoyaba en un cayado de roble mientras los muertos vivientes lanzaban siseos y gritos en su dirección. Ninguno de ellos, sin embargo, se acercaba lo bastante para atacarla.

Giogi acuchilló a otro zombi y luego llamó a voces:

—¡Madre Lleddew!

La sacerdotisa hizo un ademán imperioso a Giogi.

—¡Vete de aquí! —lo previno con un grito tan potente que debió de oírse hasta en la base de la colina del Manantial.

La cuadrilla de necrófagos que rodeaban a la sacerdotisa se volvieron a mirar a Giogi. Sisearon y gruñeron mientras se encaminaban hacia el carruaje. Una de las gigantescas aves carroñeras se lanzó también en picado sobre el vehículo. Giogi vio que los huesos le asomaban entre las alas putrefactas. Se agachó justo a tiempo de evitar el ataque, y el buitre se estrelló en los árboles, al otro lado del claro.

Olive reapareció por la ventanilla delantera del carruaje, cargada con dos pesadas bolsas.

—Ayúdame a subir al techo —dijo.

—¿Y qué pasa con Madre Lleddew? —inquirió el noble.

—Es evidente que cuenta con alguna protección. Los muertos vivientes no la acosan —comentó la halfling entre resoplidos. Acto seguido propinó un golpe con una de las bolsas a un zombi demasiado entusiasta que se había encaramado sobre la rueda y lo tiró patas arriba—. Ahora van a la caza de presas más jóvenes: nosotros dos. Échame una mano.

Giogi alzó a pulso a la halfling hasta el techo del carruaje. Olive sacó la honda que llevaba sujeta en una de sus ligas y tomó un puñado de los proyectiles rateados de las provisiones del funeral de Drone. Cargó en la honda una manzana dorada y la hizo girar en círculos.

—¡Tomad un poco de sidra! —gritó, mientras lanzaba la fruta sobre los apiñados zombis—. Vamos, largaos de aquí.

La fruta madura alcanzó a uno de los muertos vivientes en mitad de la frente y lo hizo caer de espaldas. No había llegado al suelo, cuando otras dos manzanas salían disparadas sobre los monstruos con la precisión sin par de un halfling. Dos de las criaturas que lograron acercarse lo suficiente para trepar al coche se encontraron con el filo inclemente del arma de Giogi.

El noble frenó sus manos garrudas y las ensartó sin piedad. Le espantaba que las criaturas no demostraran el menor instinto de conservación. Pero, a la vez, le preocupaba su propia seguridad. ¿Cuánto duraría el efecto de la pócima?, se preguntó, mientras las primeras gotas de sudor le perlaban la frente. ¿Se daría cuenta enseguida cuando hubiera terminado?

Giogi echó una ojeada al templo, pero Madre Lleddew había abandonado su defensa en la escalinata y se encaminaba hacia el carruaje, abriéndose paso a codazos entre los zombis. Los monstruos no le prestaron más atención que si fuera otro de ellos.

—¡Giogi! ¡Cuidado! —chilló Olive, alcanzando con una manzana al necrófago que se había encaramado en el asiento del conductor. El dulce y rojo proyectil se estrelló en mitad del rostro putrefacto del muerto viviente, pero ello no lo detuvo. Un gruñido siseante escapó entre sus labios corruptos y el engendro se abalanzó sobre Giogi.

Un instante después, la criatura tenía al noble tumbado de espaldas, con las garras aferradas firmemente en sus hombros. Una frialdad paralizadora surgió de los dedos del necrófago y Giogi sintió un entumecimiento progresivo. El florete escapó de sus dedos insensibilizados y cayó con un repiqueteo metálico sobre el asiento del conductor. La boca putrefacta del muerto viviente se distendió en una mueca satisfecha dejando al descubierto una hilera de dientes afilados como cuchillos.

Olive corrió sobre el techo del carruaje y asestó una patada a la cabeza del monstruo antes de que éste hincara los espantosos colmillos en la garganta de Giogi. El engendro soltó a su presa, pero el noble era incapaz de hacer el menor movimiento para mantener el equilibrio y se desplomó por el costado del vehículo sobre la horda de muertos vivientes que aguardaba en el suelo.

Una exclamación general de satisfacción salió de las bocas de los zombis más cercanos. Cayeron sobre el noble y empezaron a aporrearlo y zarandearlo con sus manos cadavéricas.

Olive chilló y comenzó a lanzar manzanas sobre los muertos vivientes. Unos cuantos retrocedieron, pero otros muchos ocuparon los lugares vacantes. La halfling se preguntaba si merecía la pena arriesgar la vida y saltar en mitad de la refriega cuando algo la agarró por el tobillo.

Olive se giró en un visto y no visto. El necrófago que había paralizado a Giogi no había caído al suelo junto con el noble y ahora arrastraba a la halfling hacia el borde del techo del carruaje.

—¡Suéltame, bicho asqueroso! —chilló Olive, mientras su mano buscaba enfebrecida la daga que guardaba bajo una manga. El monstruo prorrumpió en una risa escalofriante que no cesó hasta que la halfling le cercenó la mano por la muñeca de un tajo. Olive apartó la pierna de un tirón y propinó otra patada al necrófago que lo lanzó sobre la horda de muertos vivientes. A continuación se valió de la daga para hacer palanca contra los dedos de la mano desmembrada hasta que logró arrancarla de su tobillo.

Entretanto, abajo, en el suelo, Giogi se preguntaba si se habría pasado ya el efecto de la poción. Los golpes de los zombis le llovían sobre el cuerpo como un torrente interminable. No recordaba haber sentido tanto dolor en toda su vida, y la parálisis que lo atenazaba era como una pesadilla. Pero lo peor de todo era que no podía respirar.

A uno de los zombis le había funcionado lo suficiente su podrido cerebro para discurrir la idea de estrangular al noble. Se había arrodillado a su lado y sus dedos esqueléticos se cerraban como un cepo en torno a la garganta de Giogi. Los otros zombis se echaron atrás para observar mientras su compinche estrangulaba a su víctima.

Unos puntitos oscuros danzaron ante los ojos del joven. Oyó gritar a Olive como si estuviera muy lejos.

Algo cálido rozó a Giogi en el rostro, y el calor se propagó por el torso, los brazos y las piernas. Sintió todos los músculos relajados y un instante después recobró la movilidad y estrelló el puño en la cara del zombi que lo estaba ahogando. La criatura cayó de espaldas, cogida por sorpresa ante el inesperado ataque. El noble rechazó a puñetazos y patadas a cualquier zombi que intentaba acercársele. Unas manos fuertes, cálidas y vivas lo agarraron por el brazo y lo ayudaron a incorporarse. Era Madre Lleddew.

—Súbete al carruaje y toma las riendas —ordenó—. Despejaré el paso para que puedas maniobrar.

Giogi alzó la mirada y vio a Olive en el asiento del conductor, forcejeando con un zombi al que le faltaba la nariz. Trepando al estribo, el noble acuchilló al monstruo con el florete. La criatura se desplomó. Giogi la arrojó al suelo de una patada y se situó en el puesto del conductor.

—Más vale que te agarres fuerte, Olive. Dentro de un momento nos largamos de aquí —advirtió.

Madre Lleddew se acercó a los caballos de tiro y los acarició mientras susurraba unas palabras tranquilizadoras. Los necrófagos se apartaron de la sacerdotisa; los otros zombis permanecieron en torno a la mujer y a los animales, si bien no los atacaron. Lleddew habló con un susurro lento en la oreja de la yegua de cabeza, y la bestia se incorporó tirando de sus compañeros hasta que se pusieron también en pie.

La sacerdotisa se situó al frente de la yegua guía y empezó a hablarle con un tono más alto. De repente los zombis advirtieron su presencia y se arremolinaron a su alrededor en un intento de aplastarla bajo la masa de cuerpos. Madre Lleddew alzó un disco de platino con el símbolo de Selune.

—¡Volved al polvo! —gritó.

El símbolo grabado relució, y los zombis que interceptaban el paso del carruaje llamearon, consumidos por un místico fuego azul. Un instante después, se habían desmoronado en el suelo, convertidos en grises cenizas.

Madre Lleddew se apartó a un lado y palmeó el anca de la yegua guía que inició un vivo galope. Otros zombis se apresuraron a cubrir el hueco dejado por los que la sacerdotisa había desintegrado, pero los caballos los arrollaron. Madre Lleddew se agarró a la puerta del vehículo en plena marcha. Su peso hizo que el carruaje se balanceara de una forma precaria hasta que la mujer se las arregló para trepar al techo.

«Para ser una anciana y corpulenta sacerdotisa, tiene una agilidad considerable», se dijo la halfling, agarrándose con todas sus fuerzas al respaldo del asiento del conductor.

El vehículo cruzó la pradera como un rayo en dirección al templo, con los caballos arrollando muertos vivientes y las ruedas aplastándolos. Giogi condujo el tiro de modo que el carruaje trazó un amplio giro para volver al camino.

En lo alto, las gigantescas aves carroñeras volaban en círculo bajo la oscura nube solitaria.

—¡Tú, halfling! —llamó Lleddew, mientras sacaba de un bolsillo una frágil redoma de cristal que contenía un líquido transparente y se la lanzaba a Olive por el aire—. Prueba con esto.

—¿Agua bendita? —conjeturó la halfling.

—Sí. No te molestes en utilizarla con cualquiera de esas criaturas que están en tierra. Apunta a uno de los buitres.

—¿A los buitres?

—Sí. También son muertos vivientes.

Una de las aves hizo un picado sobre los fugitivos; llevaba un necrófago en las garras. Olive disparó contra ella en el momento en que se precipitaba sobre el carruaje. El vial de agua se estrelló contra una de las alas del buitre y el ave dejó caer su carga cuando el ala estalló en medio de una nube de humo. Al precipitarse contra el suelo, aplastó a varios zombis.

—¡Estupendo! ¿Tienes más? —preguntó entusiasmada Olive.

Madre Lleddew le pasó otra redoma que la halfling cargó en su honda. El carruaje dejó atrás el claro y penetró bajo la relativa protección de los árboles.

Olive alcanzó a un segundo buitre con el proyectil de agua bendita. La esquelética criatura reventó en el aire y se estrelló contra las columnas del templo. Se quedó tirada, quieta, pero en el santuario algo se movió. Olive contempló boquiabierta lo que había causado aquel movimiento.

—¡Allí hay una muchacha! —barbotó.

—¿Dónde? —gritó Giogi, mientras tiraba de las riendas para frenar a los caballos.

—¡No te detengas! —ordenó Madre Lleddew, cuya faz surcada de arrugas estaba tensa por el pánico.

El noble se puso de pie en el asiento y volvió la vista hacia el templo. Era la muchacha con la que había hablado la noche anterior.

—¡No podemos abandonarla ahí! —objetó.

—Tienes que hacerlo —replicó la sacerdotisa—. Es un ángel de Selune. Su deber es proteger el santuario; y el mío, protegerte a ti. ¡Ponte en marcha!

Giogi contempló a la joven, reluciente como un rayo de luna en medio de las sombras.

—Pero si sólo es una chiquilla —insistió, incapaz de abandonar a una criatura tan indefensa.

Parece ser sólo una chiquilla —argumentó Lleddew, a la vez que se adelantaba para hacerse con las riendas.

Una par de engendros saltaron desde una rama y cayeron en el techo del carruaje. Uno de ellos chocó contra Madre Lleddew y el impacto lanzó a la mujer al suelo. El otro se abalanzó sobre Olive. Giogi frenó el vehículo de inmediato.

Los horribles seres hedían a carne podrida. La halfling sufrió una náusea que la hizo doblarse en dos, pero se las ingenió para eludir el ataque del muerto viviente. Empuñando su daga, Olive giró sobre sus talones para hacer frente a la criatura.

—Te hace falta un baño con urgencia, amigo —jadeó—. ¿Por qué no te zambulles en el lago?

Para asombro de Olive, la criatura le dio la espalda, saltó al suelo, y se encaminó colina abajo.

La comprensión iluminó la mente de la halfling como un fogonazo.

—Me ha obedecido. ¡Ése era un autómata! —gritó excitada—. ¡La pócima funciona sólo con esa clase de muertos vivientes!

Recordando de repente a Madre Lleddew, Olive bajó la vista al suelo. El otro autómata tenía inmovilizada a la sacerdotisa con fuerza inhumana. La halfling descendió velozmente del techo del carruaje y propinó una patada a la criatura a la vez que intentaba no oler su pestilencia.

—Apártate de ella, estúpido fantasmón —ordenó al monstruo.

El autómata se puso de pie y sus ojos inyectados en sangre parpadearon con desconcierto.

—¡Lárgate! —gritó Olive.

El engendro se alejó tambaleante por el bosque.

—¡Puag! —gruñó la halfling. Se inclinó sobre la sacerdotisa—. ¿Os encontráis bien? —preguntó.

Por toda respuesta, Madre Lleddew gimió. Tenía la túnica desgarrada por todas partes y sangraba con profusión. Su respiración era ronca y trabajosa, y el blanco de los ojos había adquirido una extraña tonalidad oscura. Olive no sabía si era un síntoma de las heridas, o un efecto de estar en contacto con el espectro. Intentó incorporar a la mujer, pero Lleddew se desplomó sobre la halfling y la hizo caer de rodillas.

—¡Maldición! ¡Giogi, échame una mano! —gritó.

El noble, a quien había pasado inadvertido el avance de otros muertos vivientes hacia el carruaje, seguía de pie en el asiento del conductor contemplando horrorizado a los zombis que cerraban el cerco en torno a la muchacha de piel oscura y cabello plateado. La chica resplandecía ahora como una potente luz mágica, y los muertos vivientes que estaban más próximos a ella se cubrían los ojos con las manos.

Olive alzó la vista hacia Giogi y el pánico se apoderó de ella al divisar a los necrófagos que se acercaban.

—¡Giogi! —chilló.

Unos fuertes brazos alzaron a la halfling hasta el techo del carruaje. Olive miró hacia abajo y vio que Madre Lleddew se había puesto de nuevo en pie y se enfrentaba al grupo de monstruos con el brazo extendido. Sus ojos, en los que había desaparecido el blanco del globo ocular, tenían un brillo demente. La sacerdotisa lanzó un rugido gutural incoherente, rebosante de furia. Un instante después los necrófagos saltaban sobre ella, la derribaban y la enterraban bajo sus cuerpos.

Olive llamó otra vez a Giogi.

El rugido y los gritos de la halfling lograron al fin desviar su atención de la chica en el templo. Dirigió la mirada hacia donde Olive señalaba con el dedo con gestos frenéticos justo a tiempo de ver desaparecer a Madre Lleddew bajo una multitud de muertos vivientes.

—No, no —musitó, como si saliera de una pesadilla. Acto seguido se sacudió el aturdimiento y entró en acción a la vez que lanzaba un grito destemplado—: ¡¡No!!

Saltó al suelo y empezó a acuchillar a los necrófagos amontonados con una furia demencial.

Olive se preguntaba si no sería ya demasiado tarde para la sacerdotisa cuando el montón de necrófagos empezó a agitarse y a crecer como una semilla henchida. Una zarpa enorme apareció por un lado de la pila y lanzó por el aire a un par de muertos vivientes. Luego una segunda zarpa se disparó, abriendo en canal a otro necrófago con las afiladas garras.

Un oso inmenso surgió bajo el montón de muertos vivientes, sacudiéndose sus cuerpos destrozados como si fueran perros de presa. La frente y el pecho del oso lucían unas manchas de pelo plateado en forma de media luna, y Olive atisbó el brillo demencial de Madre Lleddew en los ojos de la bestia.

El enorme plantígrado rugió; fue un rugido más potente que el lanzado por la sacerdotisa un momento antes. Los restantes necrófagos se incorporaron y huyeron de la bestia.

Un lamento espeluznante se alzó en la cima de la colina. Giogi, inquieto, volvió la mirada hacia el templo. Ya no distinguía a la muchacha a la que Madre Lleddew había llamado ángel de Selune. Lo único que se veía ahora era un cegador fuego blanco que ardía en el mismo centro del santuario. Los zombis huían hacia la espesura.

El oso se puso a cuatro patas y se tambaleó. Parecía que las paras delanteras hubieran sufrido la mordedura de un cepo y se doblaron, incapaces de soportar el peso del corpachón. Olive bajó a toda prisa del techo del carruaje y examinó las heridas del oso. Eran muchas y muy profundas.

—Abre la puerta del coche —ordenó la halfling a Giogi.

El noble obedeció de manera automática, con su atención volcada en la cima de la colina. El cegador fuego blanco parecía perder intensidad, y Giogi atisbo de nuevo al ángel de Selune, quien daba la impresión de desvanecerse junto con el fuego. Una niebla espesa y refulgente la envolvió, y la muchacha pareció fundirse con la bruma, que flotó a la deriva entre las columnas de la Casa de la Señora.

Olive contempló con inquietud la creciente y misteriosa niebla.

—Entrad en el carruaje, Madre Lleddew —dijo la halfling. A Giogi le propinó un codazo—. Sube al pescante y conduce —ordenó.

El oso montó al coche con movimientos torpes y se desplomó sobre las cajas de vituallas. Olive cerró la puerta con brusquedad y tomó asiento junto a Giogi.

El noble volvió una vez más la cabeza y miró por encima del techo del carruaje. El ángel de Selune había desaparecido. La espesa bruma avanzada bullente colina abajo, precedida por los muertos vivientes que huían en desbandada. Aquéllos a los que alcanzaban los jirones de niebla, lanzaban un grito que se cortaba de repente cuando se desplomaban.

De pronto, una lanza de luz blanca se disparó desde el centro del templo, atravesó la bóveda y alcanzó la oscura nube solitaria que se cernía sobre el claro. Como si fuera una bestia herida, la nube se apartó velozmente de la lanza luminosa. De inmediato, la luz del sol bañó la colina. La niebla se tornó blanquecina y empezó a disiparse bajo el cálido sol primaveral.

—Se ha ido —musitó Giogi.

Olive suspiró, tomó las riendas y azuzó a los caballos. Los jirones de bruma que aún no se habían evaporado se deslizaron bajo el carruaje y los cascos de los caballos. La niebla ocultaba el camino, pero no causó daño alguno a los ocupantes del vehículo. No quedaba señal de los muertos vivientes que antes rondaban apostados en los árboles junto a la calzada.

En el interior del carruaje, el oso hizo eco del lamento del ángel de Selune lanzando un quejumbroso plañido.