Samtavan Sudacar empezó a examinar el último documento del montón de pergaminos que Culspiir había apilado ante él.
—Reducción recursos aconseja inactividad tropas —leyó en voz alta, aunque se encontraba a solas. Se pasó los dedos por los mechones plateados de las sienes. La lectura de informes como éste era la causa de que le estuvieran saliendo canas, concluyó para sí.
Releyó la frase como si se tratara de un acertijo, como de hecho lo era para él. De improviso golpeó el escritorio con el carnoso puño y soltó una risita al desentrañar el significado.
—A este chico le gustan las palabras enrevesadas —suspiró, sacudiendo la cabeza. Aunque admiraba las aptitudes burocráticas de su ayudante, había ocasiones en las que el gobernador preferiría que Culspiir no fuera tan listo y sí más fácil de comprender.
En uno de los márgenes del documento, junto al párrafo que acababa de leer, Sudacar garabateó: «Azoun: no puedo enviar a estos muchachos a patrullar bajo una lluvia gélida sin más alimento en sus tripas que un poco de gachas aguadas. ¡Necesito las provisiones!».
El gobernador agregó sus iniciales a la nota, plasmó su firma y enrolló el pergamino. Por último, echó cera licuada en el borde y estampó en ella el sello de su anillo.
—Estoy harto de este cuartucho agobiante —murmuró mientras se estiraba para tratar de desentumecer los músculos de los hombros.
El salón principal de recepciones de Piedra Roja estaba reservado para el uso del delegado del rey. Columnas y arcos de dos pisos de altura se erguían por todo el perímetro de la sala, en la que incluso se habían celebrado concursos de tiro al arco, y entre cuyas paredes se había reunido la población de la ciudad al completo, tanto en tiempos de crisis como en las festividades. El escritorio de Sudacar estaba situado en un extremo del salón, desde donde se divisaba toda la enorme estancia.
Sudacar, en otros tiempos azote de gigantes, era un hombre alto y fornido, y cualquier lugar donde no se sintiera el soplo del viento le resultaba sofocante y opresivo.
Se puso la capa mientras decidía que había llegado el momento de aprovechar una de las prerrogativas de su cargo.
—¡Culspiir! —llamó con voz tonante.
El funcionario entró en la sala y cerró con suavidad la puerta tras él. Su semblante aparecía tan devorado por la inquietud que habría alarmado a cualquiera que no lo conociese. Sin embargo, Sudacar sabía que aquella expresión era la habitual en Culspiir, tanto en una boda como ante una invasión de los bárbaros.
—He revisado todos los informes que me entregaste, Cul —dijo el gobernador—. Buen trabajo. Creo que por hoy he trabajado bastante —agregó, con un brillo de ansiedad en los ojos semejante al de un escolar que pide permiso para salir al recreo.
—Lo siento, señor, pero he concedido audiencia a alguien para entrevistarse con vos ahora.
—¿Ahora? Culspiir, ¿cómo se te ocurre concertar una entrevista en estos momentos? ¿No ves que está lloviendo? ¿No te das cuenta de que los peces andan a la búsqueda de mi anzuelo?
—Considerando a la persona en cuestión y la naturaleza de su problema, creí conveniente que lo recibierais hoy, señor. Lleva más de una hora aguardando a que terminéis vuestras obligaciones para veros.
—Hazlo entrar —suspiró Sudacar. Tomó asiento de nuevo, pero no se molestó en quitarse la capa.
Culspiir salió en silencio y un instante después Giogioni Wyvernspur penetraba en la estancia. El rostro del gobernador se iluminó con una sonrisa.
—¡Giogi! —exclamó, agradablemente sorprendido. Se incorporó y tendió la mano al joven noble.
Giogi se acercó al escritorio de Sudacar, estrechó su mano y le devolvió la sonrisa. El cálido recibimiento de Sudacar era reconfortante tras la larga espera a la que lo había sometido su ayudante.
—Culspiir se ha portado como un perro al hacerte esperar así. Lo siento —se disculpó el gobernador, leyendo sus pensamientos.
—Oh, no. Lo comprendo. Tenías un montón de trabajo —contestó Giogi, aunque sospechaba que Culspiir lo había hecho esperar a propósito, como un desaire por ser un Wyvernspur. No obstante, el joven noble no lo tomó muy a mal; después de todo, los Wyvernspur habían menospreciado al funcionario y a su señor con frecuencia.
—Culspiir sólo quería asegurarse de que no encontrara excusa alguna para dejar de lado sus aburridos papeleos —confesó Sudacar en un susurro—. No le gusta que me divierta. —La expresión del gobernador se tornó seria—. Siento lo de tu tío, Giogi. Era un buen hombre. Y también un buen hechicero.
—Muchas gracias —contestó el joven en voz baja—. Me cuesta creer que sea cierto. O, más bien, no quiero aceptar que sea cierto.
—Es natural. —Sudacar le palmeó la espalda con afecto. Luego continuó con voz más animada—: Bien, dime, ¿qué te trae aquí, muchacho?
—Siento molestarte, Sudacar, pero… En fin, el asunto del espolón se ha complicado. Ya sé que tía Dorath fue un poco arrogante ayer con Culspiir al no querer revelarle el robo, pero lo cierto es que me vendría bien tu consejo. Pensé que tal vez pudieras contarme alguna cosa sobre el espolón.
—Bueno, si en algo puedo aconsejarte, cuenta con ello, Giogi. Pero me temo que sé poco acerca de él; ni siquiera lo he visto. He visto otros, todavía en su estado natural, en las patas de los wyvern, pero no el que buscas.
—Pensé que sabrías algo sobre él. Conocías el robo antes de que… eh…, antes de que se corriera la noticia por la ciudad.
Sudacar esbozó una mueca.
—Bueno, no me gusta presumir, pero la verdad es que no todas las mujeres son tan inmunes a mis encantos personales como lo es tu tía —dijo, mientras le guiñaba el ojo a Giogi del mismo modo que lo había hecho la noche anterior, cuando admitió que tenía su propia fuente de información. Giogi se preguntó tontamente si la mujer en cuestión sería una doncella o una camarera.
—Pero conocías las correrías de mi padre —adujo el joven noble—. ¿Sabías que utilizaba el espolón cuando emprendía sus aventuras porque posee ciertos poderes mágicos?
—¿De veras los tiene? Vaya, vaya. —Sudacar miró el techo con expresión pensativa—. Lo ignoraba, pero ello explica algunas cosas que llegaron a mis oídos.
—¿Como qué?
El gobernador se puso de pie con brusquedad.
—Oye, ¿qué te parece si damos un paseo mientras hablamos sobre todo esto? —propuso, a la vez que conducía a Giogi hacia la puerta. En el camino, el gobernador de Immersea cogió una caña de pescar de un soporte adosado a la pared.
—¿Para qué quieres eso? —preguntó Giogi.
—Nos hará falta para defendernos en caso de que se nos eche encima algún pez —explicó Sudacar, mientras abría la puerta para que pasara el joven.
—Ah —contestó Giogi confuso, a la vez que cruzaba el umbral y salía al corredor.
El gobernador esperaba pasar a hurtadillas ante el despacho de Culspiir antes de que su ayudante encontrara alguna nueva excusa para mantenerlo confinado, pero Giogi se detuvo en la puerta, con el índice apoyado en la frente, como si intentara sacar a la luz algo perdido en un rincón de su memoria. Por fin logró recordarlo.
—Ah, sí… ¿Recuerdas que me habían robado la bolsa?
—Oh, eso —exclamó el gobernador—. ¿Has tenido alguna noticia al respecto, Culspiir? —preguntó a su subordinado.
—Todavía no ha aparecido, maese Giogioni —respondió el funcionario, observando con expresión recelosa al gobernador y la caña de pescar que empuñaba.
—Bueno, no es de extrañar —comentó Giogi—, porque en realidad no me la robaron. Se me cayó a la puerta de casa y la encontré al regresar —explicó—. Espero no haber causado un alboroto.
—Recuérdame que te deje pagar la cuenta la próxima vez —dijo con una mueca divertida Sudacar—. Culspiir, pasaré el resto del día deliberando con maese Giogioni.
—Desde luego —asintió el funcionario, sin apartar la vista de la caña de pescar y de los dos hombres que se alejaron con premura de su despacho y salieron por la puerta principal.
Ya en la escalinata de la mansión, los dos amigos se arrebujaron en sus capas y se cubrieron con las capuchas para protegerse de la lluvia que seguía siendo fría, aunque no tan intensa como unas horas antes. Pronto dejaron atrás los muros del castillo.
Mientras bajaban la colina hacia el río Immer, Sudacar reanudó la charla.
—A decir verdad, nunca tuve el honor de acompañar a tu padre en sus aventuras. De hecho, cuando lo conocí en la Corte, ya era toda una leyenda y yo un simple aprendiz de mercenario. Por aquel entonces, Cole había vencido él solito a la hidra de Wheloon; se metió desarmado en la guarida de la bestia y salió una hora después vivo, aunque sangrando y lleno de heridas. Pero, como se suele decir, tendrías que haber visto cómo quedó su contrincante. Las tropas de Su Majestad entraron a continuación en la guarida y encontraron al monstruo cortado en pedacitos.
Al abrigo de los pliegues de su capucha, Giogi evocó el recuerdo del hombre tranquilo y amable que guardaba de sus días de infancia y trató de imaginarlo matando, no ya una fiera hidra, sino cualquier cosa, pero fue en vano. Su imaginación permaneció tan gris y monótona como la cellisca que caía a su alrededor.
Sudacar acometió el relato de la ocasión en que Cole se dejó secuestrar por unos piratas. Para cuando el gobernador alcanzó el punto culminante de la entrada de Cole en la bahía de Suzail pilotando el barco pirata, con todos aquellos bucaneros inmovilizados con grilletes, los dos amigos habían llegado al puente de piedra donde Giogi había encontrado a Sudacar el día anterior. La corriente de agua bajaba un poco más rápida y el nivel había subido. Las zonas remansadas de los bajíos, próximas a las márgenes del río, aparecían salpicadas de parches de hielo.
Sudacar no perdió tiempo y al punto lanzó el sedal al agua, pero inició otro relato acerca de Cole. Esta historia tenía su origen en la época en que los gnoll llegaron del norte. Unos saboteadores habían incendiado el puente que cruzaba el río de la Estrella. Los Dragones Púrpuras no habrían llegado a tiempo para defender la frontera de Cormyr si Cole no se las hubiese ingeniado para reparar el puente (de manera tan prodigiosa como misteriosa) durante el transcurso de la noche sin más ayuda que de la Shar, el maestro carpintero que posteriormente se convirtió en su suegro.
La mirada de Giogi siguió el vuelo del anzuelo mientras Sudacar lo lanzaba al agua, lo dejaba deslizarse corriente abajo, y lo recogía con secos tirones, una y otra vez. No obstante, la mente del joven noble seguía otros derroteros e intentaba descifrar por qué las historias del gobernador le sonaban tan familiares. Sin embargo, sólo cuando Sudacar comenzó un relato en el que tomaba parte la madre de Giogi, fue cuando la explicación surgió en la mente del joven como un fogonazo.
En la historia, Shar, el maestro carpintero, se presentaba ante Cole rogándole que rescatara a Bette, su hija. La muchacha había rechazado a un demente Mago Rojo, Yawataht, como pretendiente, y el hechicero la había raptado y la tenía prisionera en lo alto de una montaña de cristal. Cole voló hasta allí, si bien Sudacar ignoraba cómo lo había hecho, pero su aspecto era tan fiero cuando llegó al enclave que Bette lo confundió con uno de los secuaces de Yawataht y lo golpeó en la cabeza con un martillo.
El nombre «Yawataht» y la imagen de una mujer golpeando a un hombre con un martillo hizo recordar por fin a Giogi el porqué los relatos de Sudacar le resultaban tan familiares.
—Tío Drone me contó estas historias —dijo—. Pero el héroe era alguien llamado Callyson, y la mujer que rescató en la cumbre de la montaña se llamaba Sharabet…
El gobernador se echó a reír.
—¿Tu abuela no se llamaba Cally? —preguntó.
Giogi se dio una palmada en la frente.
—Callyson… ¡El hijo de Cally![5] Y Sharabet… ¡Bette de Shar! ¡Claro! Tía Dorath hizo jurar a tío Drone que jamás me revelaría que mi padre fue un aventurero, pero él se las ingenió para contarme cosas de mi padre a pesar de todo… Sólo que disimuló la verdad bajo el disfraz de cuentos infantiles que me relataba antes de ir a dormir.
—Así pues, ¿fue en esos «cuentos» cuando te dijo que tu padre utilizaba el espolón? —preguntó Sudacar.
—Él… —Giogi vaciló. Se estrujó los sesos intentando recordar alguna mención del objeto mágico en las historias de Callyson—. No me acuerdo con certeza. Esos cuentos los oí hace más de diez años. Sin embargo, creo que no.
—En cualquier caso, puesto que tu padre no era mago, lo más probable es que el espolón le otorgara el poder de volar.
—Pero existen otros muchos objetos mágicos con poderes para poder volar —señaló el joven—. ¿Por qué iban a robar el espolón con esa única finalidad?
—También cabe la posibilidad de que el espolón fuera el responsable de la fuerza y el arrojo mostrados por Cole en la batalla —sugirió Sudacar—. Matar a una hidra no es una menudencia. Como tampoco lo es cortar y acarrear el maderaje necesario para reconstruir un puente que atraviesa un río tan ancho como el de la Estrella.
—Es cierto —admitió Giogi—. No obstante, sería conveniente que supiera con más precisión qué clase de poderes posee.
—Espera un momento —dijo el gobernador, a la vez que se frotaba la barbilla con gesto pensativo—. Hay alguien con quien podrías hablar de ello. Alguien que viajó con tu padre al menos en una ocasión, que yo sepa.
—¿Algún bribón o rufián? —preguntó el joven.
—¿Cómo?
—Según tía Dorath, mi padre viajaba en compañía de bribones y rufianes. A veces es gracioso el modo en que enfoca ciertos temas, ¿no?
—Oh, sí. Siempre me ha parecido una dama muy chistosa —respondió Sudacar con el gesto torvo—. En cualquier caso, la persona en la que estaba pensando es Lleddew de Selune. —En el mismo instante en que el gobernador pronunciaba el nombre de Selune, diosa de la Luna, el cebo recibió un brusco tirón y se hundió.
—¿La anciana Madre Lleddew? —repitió, desconcertado, Giogi, que había imaginado que Sudacar se refería a alguno de los aventureros que había conocido la noche anterior en Los Cinco Peces. Lleddew era una gran sacerdotisa y era aún más vieja que tía Dorath. Imaginar a aquella anciana dama pateando los Reinos en compañía de Cole le resultaba difícil de aceptar—. ¿Estás seguro?
Sudacar esbozó una sonrisa y asintió en silencio mientras recogía el sedal para arrastrar a su presa hasta la orilla.
—Tu familia consagró la colina del Manantial al culto de Selune, pero fue Lleddew quien construyó el templo, la Casa de la Señora, con el botín obtenido durante sus días de aventuras. Los viajes que hizo con tu padre fueron sus últimas salidas. La he oído referirse a uno de ellos como «la campaña de un techo sobre la cabeza»… ¡Te pillé!
El gobernador interrumpió el relato para echar mano a la reluciente trucha irisada que coleteaba en la punta del sedal y desengancharla del anzuelo. Ensartó un cordel resistente a través de las agallas, ató la otra punta a una piedra, y echó el pez al agua donde se mantendría vivo y coleando hasta la hora de la cena.
Giogi dirigió la mirada corriente arriba, hacia la colina del Manantial. Los forasteros en Immersea se preguntaban a menudo por qué los Wyvernspur no habrían construido el castillo Piedra Roja en aquel cerro, el más alto que había en su propiedad; tenía la mejor vista de la campiña y en su cumbre nacía un manantial de aguas dulces y claras. El fundador del clan, Paton Wyvernspur, había consagrado la colina a la diosa Selune, a petición, según rezaba la leyenda, de la propia diosa, y todos sus descendientes habían tenido el suficiente sentido común de conservar aquella tradición.
En la actualidad, las aguas del manantial brotaban del templo de Selune, se precipitaban por la ladera de la colina en una serie de maravillosas cascadas, y por último confluían en un mismo curso creando el río Immer. Había una calzada que se dirigía a la colina del Manantial desde el norte y que serpenteaba cerro arriba hasta llegar al templo, pero la caminata a pie siguiendo el curso del río era mucho más interesante. El sol descendía, camino del ocaso, pero Giogi pensó que tenía el tiempo justo para ascender hasta la cumbre y hablar con Madre Lleddew antes de que oscureciera. Sudacar siguió la mirada del joven y adivinó sus intenciones.
—La escalada puede resultar traicionera con este tiempo —advirtió—. Tal vez sería mejor que tomaras la calzada.
—Está demasiado lejos para llegar a tiempo —argumentó Giogi—. Además, he trepado por la ruta del arroyo muchas veces cuando era niño.
—Espero que descubras lo que necesitas saber —comentó el gobernador tras encogerse de hombros. Luego volvió a lanzar el sedal al agua.
—Gracias. —Giogi se dio media vuelta y se encaminó hacia el oeste.
Al principio, la marcha no resultó muy difícil. El terreno era llano y los bancos cenagosos estaban lo bastante helados para aguantar el peso del joven y lo suficientemente endurecidos para ofrecer una buena superficie sobre la que caminar. Al frente, el sol poniente asomaba a través del manto de nubes. Los rayos carmesíes propios de la postrera luz del día hacían que la superficie cristalizada bajo sus pies centelleara como una alfombra de rubíes.
Giogi se vio obligado a avanzar más despacio cuando llegó a la primera cascada, en la base de la colina del Manantial. La luz rojiza había cambiado a una tonalidad púrpura; el terreno empantanado finalizaba dando lugar a un espeso bosque, y el sendero empezaba a ascender por una pendiente empinada sobre grandes rocas y peñascos resbaladizos a causa de la humedad. Giogi se quitó los guantes y los guardó en un bolsillo para que no se le mojaran mientras buscaba salientes en los que agarrarse para conservar el equilibrio.
A un tercio de la cumbre de la colina, el arroyo atravesaba la calzada que serpenteaba por la ladera hasta el templo. Un puente de piedra, sencillo pero resistente, salvaba la corriente de agua y era lo bastante alto como para que una persona que caminara por la orilla del arroyo pasara por debajo de él.
Cuando Giogi llegó al puente le habría sido más fácil y más seguro (y posiblemente más rápido) abandonar el arroyo y tomar la calzada. Sin embargo, el noble se sintió incapaz de renunciar al curso original que se había trazado, a pesar de que tenía frío y se sentía cansado y hambriento. Cuando era un chiquillo, los niños llamaban a las cascadas la Escalera de Selune, y decían que si alguien lograba trepar hasta lo alto, él —o ella— vería realizado su mayor deseo. Claro que se suponía que la escalada tenía que realizarse por el agua y a la luz de la luna, pero Giogi supuso que Selune no tendría inconveniente en hacer con él alguna concesión teniendo en cuenta la época del año y el mal tiempo.
En un rincón de su mente, una vocecilla le dijo que estaba perdiendo tiempo y energía en un estúpido juego de niños. La voz tenía un timbre sospechosamente semejante al de tía Dorath, por lo que Giogi no le prestó atención y prosiguió la escalada dejando atrás la calzada.
Hasta ahora, se sentía muy impresionado consigo mismo. Su destreza para remontar la pendiente saltando de una piedra a otra no había decrecido con el paso de los años. Tal vez su agilidad no podría compararse con la de una cabra montés, pero se sentía como tal… hasta que llegó a la última cascada.
Ésta era más grande y empinada que el resto y en su base existía una amplia charca. Aquí la niebla era más espesa, por lo que la superficie de las peñas estaba también más húmeda. A la luz del ocaso, Giogi saltó entre dos grandes rocas, aterrizó en una zona resbaladiza, y cayó despatarrado en una repisa que colgaba sobre la charca.
Por fortuna, salvo algunas magulladuras, se encontraba ileso. La irritante vocecilla semejante a la de tía Dorath dijo: «te lo advertí», y Giogi pensó por primera vez que tendría suerte si lograba alcanzar la cima antes de que cayera la noche.
El cielo se oscurecía por momentos. Giogi vaciló. «Quizás una nube de tormenta se interpone y no deja pasar la luz del sol», deseó en su fuero interno. Aguardó en la repisa un minuto, después otro más, pero la luz no regresaba y el bosque a su alrededor permanecía oscuro.
Giogi comprendió que había errado en sus cálculos. El sol se había puesto y el ocaso había sido muy corto en la espesura del bosque. Entonces recordó que esa noche habría luna llena. No tardaría en salir, ahora que el sol se había puesto, se dijo para animarse.
Pero, entretanto, el noble no pudo evitar sentir que había algo malicioso en aquella oscuridad. Una oscuridad plagada de susurros y chasquidos de ramitas que resultaban audibles por encima del ruido de la cascada. Reacio a esperar la luz de Selune, Giogi gateó hacia la pared de la cascada y reanudó la escalada a tientas.
Algo escamoso le rozó la mano y el joven se lo quitó de encima con una brusca sacudida que le hizo perder el equilibrio; cayó rodando hacia un lado y se zambulló con un chapoteo estrepitoso en las aguas de la charca.
Giogi emergió de inmediato, escupiendo agua y empapado hasta los huesos. La charca tenía sólo un metro de profundidad, pero era suficiente para que las botas quedaran sumergidas y el joven sintió la mordedura del agua helada en los pies.
Un rayo de luna se abrió paso entre las nubes por el este e iluminó la charca. Giogi contuvo un grito y empezó a recular. En las aguas que lo rodeaban se bamboleaban los cadáveres hinchados de hombres.
Mientras retrocedía, uno de los cuerpos que flotaban frente a él cobró vida y saltó por el aire en su dirección como brinca una trucha a la caza del cebo. Unas hileras de dientes afilados restallaron a escasos centímetros de su rostro y Giogi soltó un alarido aterrorizado.
Había reconocido a aquellos seres gracias a los libros de tío Drone. No eran simples cadáveres, sino lacedones, unos muertos vivientes monstruosos que se alimentaban de los cuerpos de los ahogados. Giogi dio otro paso atrás, pero los lacedones lo tenían acorralado. El joven noble tuvo la suficiente presencia de ánimo para desenfundar su florete.
Uno de los necrófagos que estaba justo enfrente de Giogi, rompió el cerco y se abalanzó hacia él con los brazos levantados en un gesto amenazador. El joven percibió el fétido olor a mohoso del aliento de la criatura a medida que el rostro purulento se acercaba al suyo. Entonces el monstruo propinó un zarpazo en la frente de Giogi con sus uñas afiladas y cubiertas de verdín. El joven respondió con una estocada que atravesó la carne de la criatura, pero ésta se libró del arma con una brusca sacudida y se alejó nadando.
Los restantes necrófagos nadaron lentamente alrededor del joven, topando contra sus piernas a fin de hacerle perder el equilibrio y emergiendo de tanto en tanto para mirarlo con malicia o propinarle un mordisco o un zarpazo en el rostro. Mientras luchaba para contener la náusea, Giogi comprendió que estaban divirtiéndose a su costa, que jugaban con su presa.
La sangre que manaba de la herida de su frente le oscureció la visión de un ojo y goteó en el agua, cosa que actuó como acicate para los muertos vivientes, que se agitaron con frenesí. Giogi volvió a lanzar un alarido y arremetió contra los horrendos seres en un intento de abrirse paso hacia la orilla de la charca. Pero no era fácil atacar con precisión en el agua, y además los enemigos eran muy numerosos para concentrarse en una sola dirección sin correr el riesgo de que lo atacaran por la espalda.
Uno de los necrófagos que estaba en la retaguardia de la manada, se incorporó y empezó a avanzar hacia Giogi de modo que el joven vio con más detalle su cuerpo escamoso, su rostro descompuesto por el agua, sus ojos amarillos. Uno tras otro, los lacedones se pusieron de pie hasta que todos los cadáveres avanzaron hacia el joven como soldados dispuestos a la carga.
Giogi giró sobre sí mismo, sin saber en qué dirección huir. Sus ojos captaron el destello de la reluciente piedra de orientación guardada en el doblez de su bota. La gema emitía un resplandor pulsante en medio de la oscuridad, incluso estando sumergida en el agua.
Giogi sacó la piedra de orientación con la esperanza de que el brillo asustara a los monstruos, o que al menos los cegara. Trató de recordar el fragmento de una rima que había aprendido de pequeño: los vampiros temen la luz del día… ¿Y qué otra cosa?
La piedra de orientación lanzó un rayo deslumbrante hacia la orilla, pero el resplandor no tuvo efecto alguno en la actitud de los horrendos muertos vivientes.
Los lacedones empezaron a emitir un ruido borboteante, como los seres ahogados que eran en realidad. A juzgar por el modo en que levantaron las garras al unísono, Giogi supuso que lanzaban una especie de grito de ataque. Todos lo miraron ansiosos, enseñando las afiladas fauces. «Estoy perdido», se dijo el joven.
De improviso se escuchó un profundo rugido en lo alto de la cascada, a espaldas de Giogi, y ante sus sorprendidos ojos los cuerpos de los lacedones se incendiaron con frías llamaradas azules. Los cadáveres se desplomaron en la charca. El agua relució con el fuego azul que todavía consumía a los muertos vivientes; luego se puso turbia con los restos de los cuerpos calcinados. La corriente arrastró la oscura mancha y de nuevo las aguas recobraron su transparencia.
Giogi vio que sólo habían quedado dos monstruos en la charca, a su izquierda. Mientras el noble corría en medio de chapoteos hacia la orilla derecha, rezando para que las horrendas criaturas no pudieran perseguirlo por tierra firme, una forma oscura y enorme se lanzó desde lo alto de la cascada, pasó sobre su cabeza y se zambulló en la charca a sus espaldas. Giogi saltó fuera del agua y aterrizó en la pedregosa orilla con un seco golpetazo que lo dejó sin aliento.
De la charca a sus espaldas le llegó el ruido de chapoteos y un segundo rugido. Pasaron unos segundos antes de que Giogi tuviera fuerza suficiente para rodar sobre sí mismo y ver qué era lo que se había unido a los lacedones en el agua.
El cuerpo decapitado de uno de los muertos vivientes pasó flotando cerca de la orilla. El otro monstruo yacía en la margen opuesta, atrapado bajo las zarpas de un inmenso oso negro. El muerto viviente se debatió débilmente hasta que el oso lo abrió en canal con un único y certero zarpazo.
—Misericordiosa Selune —susurró Giogi.
El oso alzó la vista hacia el joven cuando éste habló. Giogi se quedó petrificado. Jamás había visto un oso tan grande en todo el reino de Cormyr. El pelaje del animal era negro como la noche, salvo dos manchas en forma de media luna, de color gris plateado, una de ellas situada en el vientre y la otra en la frente.
El oso contempló fijamente al noble durante unos segundos, con la cabeza inclinada hacia un lado, y resopló, expulsando densos chorros de vapor por las ventanas de la nariz. Después se dio media vuelta y se perdió en la oscuridad del bosque.
Giogi remontó la última cascada y dejó atrás la negra masa arbórea. En lo alto de la colina del Manantial, se alzaba el templo en medio de una pradera bañada por la luz de la luna. Giogi se desplomó sobre la hierba, junto a la corriente de agua, tembloroso y jadeante. La cabeza le ardía, pero el resto del cuerpo lo tenía helado.
En todos los años vividos en Immersea, jamás había sido atacado por muertos vivientes. ¿Qué hacían unos lacedones en el sagrado arroyo de Selune? ¿Conocía su existencia Madre Lleddew? ¿Acaso la anciana estaba ya demasiado debilitada para defenderlo del mal?, se preguntó el joven.
Por el este, las nubes cargadas de lluvia empezaron a abrirse, como si se evaporaran por la luz de la luna llena. Los rayos plateados avanzaron relucientes sobre la laguna del Wyvern, a lo largo del río Immer, y ascendieron por la Escalera de Selune. Los blancos haces rebasaron a Giogi y transformaron en una cinta plateada el arroyo que atravesaba serpenteante la pradera.
Giogi se puso de pie y siguió la corriente en dirección al templo, soltando agua de las botas empapadas a cada paso que daba. Del interior del templo fluía el manantial alumbrado por la luna y descendía por un canal que hendía los peldaños. Giogi remontó los escalones y penetró en la Casa de la Señora.
El templo construido por Madre Lleddew a la diosa Selune no era una casa en realidad, sino una capilla abierta. Unas columnas de piedra blanca se alzaban en círculo en el suelo del templo y sostenían la cúpula del techo. No había paredes. La luz de la luna saliente rebasó los pilares y otorgó un brillo plateado a la alberca alimentada por el manantial que brotaba en el centro del templo.
Una esbelta muchacha, vestida con la túnica clerical, se encontraba sentada al borde de la alberca, con la mirada prendida en las profundidades del manantial. Las puntas de sus largos cabellos flotaban en el agua. Debido al efecto de la luz, su pelo parecía tan plateado como las propias aguas, de manera que daba la impresión de que el brillante líquido fluía de sus mechones y caía en la alberca.
Giogi hizo sonar la campanilla de plata que colgaba de una de las columnas que flanqueaban el canal de la escalera.
La muchacha alzó la vista sorprendida. Tenía la piel oscura, una encantadora sonrisa y ojos radiantes. Era muy bella, pero parecía demasiado joven para ejercer su vocación. No tendría más de dieciséis años.
—Que la bendición de la luna llena sea contigo —saludó a Giogi.
—Y contigo —respondió el joven—. Busco a Madre Lleddew.
—¿Estás seguro de que no es tu mayor deseo lo que buscas? —inquirió la muchacha con una sonrisa.
—¿Cómo? —preguntó a su vez Giogi, desconcertado.
—Acabas de trepar por la Escalera de Selune con la luna llena —señaló la chica.
—Bueno, sí, en efecto —admitió Giogi—. Sin embargo, lo que quería era ver a Madre Lleddew.
—Está en la ronda nocturna —explicó la muchacha—. Yo me he quedado de guardia en el templo hasta su regreso.
Giogi lanzó un suspiro de frustración. La ronda nocturna era un ritual sagrado que practicaban los seguidores devotos de Selune. Lleddew caminaría en solitaria comunión con la diosa hasta que la luna se pusiera. De repente, Giogi recordó el ataque de los lacedones.
—Verás, no quisiera alarmarte, pero hay seres malignos pululando por el bosque esta noche. Ni tú deberías estar aquí sola, ni Madre Lleddew tendría que andar de paseo por ahí, sin compañía.
La muchacha sonrió con gesto divertido mientras se incorporaba, y se dirigió hacia Giogi. Al moverse relucía como un rayo de luna y su cabello brillaba como una cascada de agua.
—Eres tú quien está en peligro, Giogi —dijo con actitud seria—. Podrás hablar con Madre Lleddew mañana, pasado el mediodía. Por el momento, creo que es mejor que te envíe de regreso a tu casa.
—Es que no puedo dejarte aquí, sola —argumentó el joven.
—Arrodíllate para que pueda examinar el corte de la frente —indicó la muchacha.
Giogi obedeció llevado por la curiosidad de ver si una acólita tan joven tenía de verdad poderes para sanar la herida.
La muchacha se inclinó sobre el noble y lo besó en la frente.
El ardor que Giogi sentía en la cabeza pareció incrementarse momentáneamente y después remitió hasta desaparecer por completo. Se tambaleó, mareado; luego alzó los ojos, liberado de todo malestar.
—Ha sido maravilloso… —El noble enmudeció sin finalizar la frase. Giró la cabeza en todas direcciones, desconcertado, y su pelo empapado salpicó de agua al alfombra de Calimshan.
Se incorporó sobre las rodillas en su propio dormitorio, frente al acogedor fuego de la chimenea.
—Debo de estar soñando —susurró—. O sufro alucinaciones a causa de la herida de la cabeza.
Giogi se pellizcó y se zarandeó a sí mismo, pero no despertó tumbado en la ladera de la colina del Manantial, medio muerto de frío. Seguía en su propio cuarto. En las sábanas estaba bordado el escudo de armas, un wyvern verde sobre un campo amarillo. El retrato colgado encima de la chimenea era el de sus padres. Las conchas de color índigo que había traído desde Westgate seguían esparcidas sobre la cómoda.
—Tiene que ser mi habitación —susurró para sí, todavía desconcertado. Comenzó a despojarse de la ropa empapada—. Antes estaba allí, y ahora me encuentro aquí. Me besó, y aparecí en mi cuarto. No tenía la menor idea de que una joven acólita pudiera hacer algo así. Pero, si no es una acólita, ¿qué hacía en el templo vestida con la túnica clerical, y por qué me dijo cuándo podía ver a Madre Lleddew? ¿Y cómo sabía mi nombre?
Giogi se metió entre las sábanas. Se quedó tumbado, preguntándose si no habría soñado todo lo referente a la colina del Manantial, la Escalera de Selune, los lacedones, el oso con manchas en forma de media luna y la joven sacerdotisa. Una vez recobrado el calor corporal, se bajó de la cama y pasó por encima del montón de ropas mojadas tiradas en el suelo.
Giogi sacudió la cabeza y se puso una bata. Salió en silencio de la habitación, recorrió de puntillas el pasillo hasta el cuarto rojo, y llamó suavemente con los nudillos en la puerta. Tenía que hablar con alguien de lo ocurrido.
—¿Señorita Cat? —susurró. Al no recibir respuesta, repitió la llamada.
—¿Quién es? Adelante —dijo una voz soñolienta.
Giogi abrió la puerta.
El cuarto rojo estaba bien amueblado, pero Thomas lo conservaba vacío de cualquier objeto personal, como la habitación de una posada. Las colgaduras de terciopelo rojo, el lecho de madera de roble, la cómoda, la silla y el arcón, eran todos nuevos y de buena calidad, pero entre ellos no había ni una sola pieza heredada de algún antepasado. El cuarto de invitados no pertenecía a nadie, y así era exactamente como se sentía quienquiera que lo ocupaba.
A la luz parpadeante de la lámpara colocada sobre el tocador, Giogi vio a Cat acurrucada a un lado de la cama, arrebujada entre las mantas. Su cabello cobrizo se esparcía sobre la almohada. Sus ropas estaban extendidas sobre una silla, delante de la chimenea.
Cat se sentó en el lecho, con aspecto soñoliento, pero aún así encantadora.
—Le pedí a Thomas que me despertara cuando hubieras regresado —dijo, apartándose el cabello de la cara.
—Eh… No sabe aún que he vuelto. Me caí en el río Immer y un oso me salvó de unos lacedones, y después aquella encantadora muchacha me besó y me teleportó hasta aquí.
Tras envolverse con una sábana, Cat bajó de la cama y se dirigió hacia la puerta, donde Giogi seguía de pie, sin moverse. Le puso una mano sobre la frente, con el entrecejo fruncido en un gesto de preocupación.
—No tienes fiebre —dijo, al cabo de unos momentos.
—Me encuentro bien, de veras. El tacto de tu mano es cálido y agradable, ¿sabes?
Cat esbozó una sonrisa.
—De todos modos, quizá deberías acostarte —sugirió. Cogió a Giogi por el brazo y lo condujo hasta su habitación.
—¿Sabes? —balbuceó Giogi mientras se dejaba llevar—. El guardián dijo que estaba marcado con el beso de Selune. Creo que lo ha vuelto a hacer. La diosa, me refiero. Por mediación de su sacerdotisa. Verás, el beso sanó el arañazo que me hizo uno de esos monstruos. Fue muy agradable. El beso, quiero decir, no la herida. Aunque también me trajo de vuelta a casa, lo que fue muy extraño, pero igualmente agradable.
—Ya hemos llegado —anunció Cat a la vez que lo hacía entrar en el cuarto.
—Con todo, recibir el beso de Selune resulta perturbador, ya que es una de las cosas en las que el guardián hace tanto hincapié —comentó Giogi con un suspiro—. Sé que esta noche voy a tener otra vez esa maldita pesadilla: el grito agónico de la presa, y todo lo demás. Tía Dorath afirma que se limitó a rechazar esos sueños, pero no comprendo cómo logró hacerlo —protestó Giogi con deje malhumorado y escéptico.
—Acuéstate, maese Giogioni —ordenó Cat, empujándolo para que se tumbara en la cama—. Puedes seguir hablando mientras descansas. —La joven mulló los almohadones y los colocó para que se recostara en ellos. Luego se sentó a los pies de la cama y preguntó, como sin darle importancia—: ¿Encontraste a alguien que supiera alguna otra cosa acerca del espolón?
—Bueno, tía Dorath sabe algo, pero no quiere decirme de qué se trata. Se ha mostrado absurdamente testaruda. Tengo la impresión de que intenta llevarse el secreto a la tumba. Hablé con Sudacar, pero no sabía nada sobre el espolón, aunque sí un montón de cosas acerca de mi padre. —Los ojos de Giogi brillaron al preguntar a la hechicera—: ¿Sabías que mi padre era un héroe? No un simple aventurero, sino un héroe de verdad. Yo he viajado con una misión de la Corona, pero no es lo mismo. Tiene que ser estupendo correr aventuras.
—¿Por qué no lo intentas y lo descubres por ti mismo? —sugirió Cat sonriente.
—Oh, me es imposible. No hay nada que hacer. Tía Dorath se subiría por las paredes —explicó el joven noble.
—Pero tu padre lo hizo —señaló Cat.
—Debió de tener mucho coraje —comentó Giogi, mientras sacudía lentamente la cabeza como admitiendo que él carecía de ese valor.
—¿Para aventurarse por tierras agrestes o para hacer frente a tu tía Dorath? —preguntó Cat soltando una risita. Giogi se unió a su alborozo.
—Para ambas cosas —contestó.
—¿Y qué podría hacer tu tía? ¿Suprimirte la paga o desheredarte?
—No. Cuento con mi propio dinero. Pero, es mi tía abuela y no puedo pasar por alto sus opiniones, así, sin más.
—Sin embargo, si estuvieras recorriendo el mundo en busca de aventuras, no tendría oportunidad de molestarte —apuntó Cat con astucia.
—Pero se echaría sobre mí en el momento en que regresara a Immersea —replicó el joven.
—Entonces, no vuelvas nunca —sugirió la hechicera.
—¿Nunca? —repitió Giogi conmocionado—. Immersea es mi hogar. Sería incapaz de abandonarlo para siempre. —El semblante del joven adoptó un gesto de decepción al comprender que se había dejado llevar por sueños irrealizables. Trató de justificar su indolencia—. Además, no sé cómo sale uno de aventuras. Ni siquiera sabría por dónde empezar. ¿Se tiene que pedir un permiso oficial o hay que inscribirse en algún registro?
Cat rompió a reír. Se atusó el cabello y se deslizó sobre el lecho de modo que se quedó sentada muy cerca de Giogi.
—Lo primero que tienes que hacer es adoptar la apariencia de un aventurero. No te muevas —ordenó.
La hechicera tocó la oreja de Giogi y el joven sintió un pinchazo en el lóbulo. Cuando Cat apartó la mano, Giogi se frotó la oreja y palpó uno de los pequeños aros de los pendientes de la joven. Trató de quitárselo.
—¡Ay! —se quejó.
—No puedes quitarlo de un tirón —advirtió Cat—. Tienes que deslizarlo, pues atraviesa el lóbulo.
—¡Me has hecho un agujero en la oreja! —exclamó incrédulo, acariciándose con cuidado el lóbulo traspasado.
—No seas infantil —se burló Cat—. Si quieres, sácate el pendiente y el agujero se cerrará enseguida.
—¿Qué aspecto tengo? —inquirió Giogi poniéndose tieso.
Cat se echó hacia atrás y lo contempló con ojo crítico.
—Pareces un mercader. Te hace falta otro toque.
La hechicera separó en mechones el cabello castaño de Giogi y lo trenzó, atándolo a continuación con un cordoncillo de cuentas verdes que tomó de una cadena colgada a su cuello.
—¿Y ahora? —preguntó Giogi.
—No me acaba de gustar. Pareces un marinero.
En aquel momento se escuchó una discreta tosecilla procedente de la puerta abierta. Giogi alzó la vista, cogido por sorpresa.
—Ah, Thomas. Me temo que me di una zambullida en el río Immer. ¿Serías tan amable de ocuparte de esas ropas mojadas, por favor?
El mayordomo entró en el cuarto y empezó a recoger las prendas empapadas, examinando los daños sufridos por cada pieza. Puso especial empeño en mantener los ojos apartados del lecho.
El año pasado, cuando la tía de su señor había procurado por todos los medios que entablara relaciones con Minda Lluth, a Thomas no le había parecido una buena idea. La dama en cuestión era demasiado frívola, pero al menos era una dama. No estaba muy seguro de saber dónde clasificar a esta tal Cat, pero sí sabía que las damas no se sentaban en los lechos de los caballeros, cubiertas sólo con una sábana enrollada al cuerpo.
—Me temo que estas botas son irrecuperables, señor —informó el mayordomo, intentando que su voz sonara pesarosa.
—Oh, no. No queremos renunciar a ellas —exclamó Cat con fingida alarma. Saltó de la cama y cogió las botas a Thomas. Las puso frente a la chimenea y musitó un hechizo. Un pequeño remolino de vapor empezó a alzarse del interior de cada bota y ascendió por la campana. Un minuto después, el vapor se disipó y Cat llevó las botas junto al lecho de Giogi.
—Aquí tienes, maese Giogioni. Como nuevas.
—Vaya. Qué truco tan ingenioso. ¿No es fantástico, Thomas?
—Realmente espectacular, señor —replicó con frialdad el mayordomo, pero sin soltar las otras prendas empapadas—. He mantenido la cena caliente, señor. ¿Bajaréis pronto al comedor o preferís que suba unas bandejas?
Algo en el tono de Thomas advirtió a Giogi que no sería acertado elegir la opción más apetecible.
—No, bajaremos tan pronto como nos hayamos vestido —contestó el noble, tratando de mostrarse frío e impertérrito ante la actitud desaprobadora del mayordomo.
—Muy bien, señor. —Thomas hizo una reverencia y se marchó.
—Para mí habría sido suficiente con tomar la cena en una bandeja —comentó Cat.
—Tal vez, pero no para Thomas. Cuando tenemos visita, las comidas tienden a ser muy ceremoniosas. Tendremos que hacerle los honores y vestirnos de punta en blanco. De otro modo, se sentirá… decepcionado.
Cat bajó la vista a la alfombra.
—Lavé mis ropas, pero todavía están húmedas. Me temo que no quedaron muy limpias, en cualquier caso.
Giogi se dio una palmada en la frente.
—Oh, desde luego. Discúlpame. Tendría que haberme dado cuenta antes. Buscaremos algo en el cuarto lila.
Giogi cogió la lámpara y condujo a su invitada hacia el pasillo. Al llegar al cuarto lila, abrió la puerta.
—¡Qué bonito! —susurró la hechicera, entrando en la habitación.
Pasó con suavidad los dedos por la delicada seda de las cortinas, el crespón de las colgaduras del lecho, la intrincada talla del tocador, y la madreperla de un joyero.
—Éste era el cuarto de tu madre, ¿no es cierto? —preguntó en un susurro.
—Sí. ¿Te gusta? —inquirió Giogi esperanzado.
—Es el sitio más bonito que he visto en mi vida —confesó Cat con dulzura.
—Por alguna razón, Thomas pensó que te encontrarías más cómoda en el cuarto rojo. ¿Quieres que le diga que encienda el fuego y te prepare la cama aquí? —ofreció Giogi.
—Oh, no te molestes. Yo misma me ocuparé de hacerlo —repuso la mujer.
—Muy bien, como quieras. Hay un montón de cosas bonitas en aquel arcón, aunque me temo que estén pasadas de moda unos cuantos años.
—Estoy segura de que todo será perfecto —aseguró Cat, sonriendo agradecida al joven noble.
—Entonces te dejo a solas —dijo Giogi, abandonando la habitación.
Regresó a su cuarto para vestirse. Tras ponerse unas calzas, vio el reflejo de su torso desnudo en el cristal emplomado de la ventana. El joven adoptó una pose amenazante, y, con los ojos entrecerrados, intentó imaginarse unas fogatas de campamento, en lugar de la lumbre acogedora de la chimenea, y corceles nerviosos atados por las riendas, en vez de los cómodos sillones. Por último hizo una mueca y se dio media vuelta.
—Parezco un marinero —dijo con un suspiro. Echó las cortinas a fin de no contemplar otra vez su figura enjuta y cualquier otra cosa menos heroica.
De haber mirado Giogi por la ventana en lugar de fijarse en su reflejo, habría visto dos figuras furtivas que entraban a hurtadillas en la cochera. Sin embargo, la atención del joven noble estaba puesta en el guardarropa, y su mente muy lejos de ideas tales como las posibles maquinaciones de sus parientes.