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Regreso al hogar

Del diario de Giogioni Wyvernspur:

Día decimonoveno del mes de Ches,

en el Año de las Sombras

Anoche, a mi regreso a casa después de concluir mi misión como emisario real, encontré a la familia inmersa en un tumulto aún mayor que el desatado en la ciudad sureña de la que había partido. Los graves problemas acaecidos en Westgate a lo largo de diez meses se reducen a una nadería si se comparan con la «tragedia» que se abate sobre el clan de los Wyvernspur de Immersea.

¿Cómo podría compararse el que todo un barrio quedara destruido al precipitarse sobre los edificios el cadáver de un dragón y que a ello lo siguieran un terremoto y una batalla entre fuerzas infernales, con la tragedia del robo de una reliquia familiar no mayor que un pepino y más fea que una salchicha cocida hace tres semanas?

«La rancia porquería» es el apelativo que tío Drone ha dado siempre al espolón (léase: reliquia familiar) y, habida cuenta de todos los dolores de cabeza que nos ha ocasionado, me siento inclinado a darle la razón. No cabe duda de que la familia lo habría donado hace generaciones a cualquier iglesia para que engrosara los objetos variopintos atesorados en sus arcas, si no fuera por la detestable profecía que lo acompaña.

Conforme a la leyenda familiar, el wyvern[1] que en tiempos remotos regaló un espolón al viejo Paton Wyvernspur[2] le prometió que su linaje se perpetuaría mientras conservaran en su poder el asqueroso apéndice momificado. Lógicamente, la pérdida de esa maldita cosa no ocasiona la inmediata desaparición del clan, pero nosotros, los Wyvernspur, somos una pandilla de supersticiosos y, en consecuencia, se celebrará un cónclave familiar esta noche en el castillo Piedra Roja, la guarida de tía Dorath. A pesar de que no he tenido siquiera tiempo para deshacer el equipaje que llevé conmigo durante mi misión, como delegado de la Corona, se espera que asista a esa reunión.

Alguien tiene que animar a tía Dorath. Las obligaciones que implica ser el sobrino nieto de mayor edad son a veces una carga difícil de llevar.

Giogi soltó la plumilla sobre el escritorio y dejó abierto el diario a fin de que la tinta se secara. No consideró necesario añadir que su tía abuela sólo se sentiría animada con su presencia siempre y cuando tuviera alguna razón para criticarlo también. El joven noble planeaba dejar su diario para la posteridad y, a fuerza de ser sincero, era aconsejable que la posteridad permaneciera ignorante acerca de ciertas cosas.

En opinión de tía Dorath, Giogi había deshonrado a los Wyvernspur el pasado año con su ignominiosa (pero, como la calificaba Giogi, rigurosamente exacta) imitación de Su Majestad, el rey Azoun IV, hecho que estuvo a punto de desembocar en el asesinato de Giogi a manos de la hechizada mercenaria, Alias de Westgate, y que provocó un escándalo mayúsculo en la fiesta con que se celebraba el enlace de un Wyvernspur. Tía Dorath no se había dejado impresionar por la historia de su sobrino acerca del subsiguiente encuentro espeluznante con una hembra de dragón rojo llamada Mist. En su opinión, todo joven caballero incapaz de eludir embrollos con asesinos y monstruos se hacía merecedor de un largo y lejano exilio; cuanto más largo y lejano mejor. Por consiguiente, tía Dorath estaba convencida de que Su Majestad había desterrado a Giogi con toda suerte de oprobios por incurrir en tamaña injuria a su persona.

Lo que tía Dorath, así como la mayoría de la gente, no sabía, era que el soberano había asignado al joven noble una misión secreta: descubrir el paradero de Alias de Westgate, la asesina en potencia del rey.

«Tampoco era preciso que me encomendaran esa misión —pensaba Giogi—. Al parecer, estoy destinado a toparme con esa mujer o con sus conocidos dondequiera que vaya». Sin embargo, después de haberla visto cerca de Westgate el pasado verano, parecía que la tierra se hubiera tragado a la mercenaria.

Giogi se levantó del asiento junto al escritorio y se desperezó. Al hacerlo, rozó con las puntas de los dedos uno de los candeleros colgados del techo. Era un joven bastante alto, herencia tanto de la familia paterna como de la materna. Meses atrás, era un muchacho esbelto, de aspecto pulcro y agradable; pero sus viajes lo habían dejado flaco y desaliñado, y su cabello necesitaba un corte con gran urgencia. Los mechones de color castaño dorado le caían sobre el cuello curtido por el sol, y por delante casi le tapaban los ojos de color avellana. Su rostro alargado hacía que sus facciones parecieran menos insulsas de lo que eran en realidad. No obstante, no se parecía al resto de los Wyvernspur, todos los cuales tenían los labios finos, nariz aguileña, ojos azules, pelo oscuro y la piel muy blanca.

Giogi cogió la copa de vino caliente aromatizado con especias, cruzó la estancia y se acercó a la chimenea, donde se calentó las manos. Sería necesario que se mantuviera una buena lumbre al menos un par de días para que no se notara el frío y la humedad que reinaba en la sala. Al ignorar la fecha de regreso de su amo, Thomas, el mayordomo, había decidido no malgastar madera ni trabajo para caldear una casa vacía. Giogi se estremeció al pensar en los efectos que esos diez meses de negligencia habían tenido en la lana afelpada de las alfombras de Calimshan, en el brillante satén sembiano del tapizado de los muebles, y en la oscura madera cormyta de los paneles de recubrimiento. Menos mal que, al haber entrado ya el mes de Ches, los templados rayos de sol que anunciaban la inminente primavera evitaban que se formara hielo en los cristales emplomados de las ventanas. Aun así, para Giogi había sido una desagradable sorpresa no ver ni una sola vela ardiendo tras aquellos cristales a su regreso, ni en el sentido literal ni en el figurado.

El joven noble se preguntó si el mero hecho de un fuego encendido en el hogar podría desterrar la incómoda sensación de no ser bien recibido, que ahora le inspiraba la casa. Todo era familiar y se encontraba en su sitio, pero el edificio parecía desolado, desierto. Después de pasar meses en posadas o a bordo de veleros y de viajar en compañía de desconocidos, encontrarse ahora a solas le causaba inquietud. Echó un buen trago de vino para librarse de su lúgubre estado de ánimo.

Sobre el mantel se encontraba el objeto más interesante obtenido en sus viajes: un cristal grande de color amarillo. Giogi lo había encontrado caído entre la hierba a las afueras de Westgate y estaba convencido de que la gema tenía algo especial aparte de su belleza y valor comercial. El cristal relucía en la oscuridad como si fuera una enorme luciérnaga y Giogi sentía una grata sensación cada vez que lo tenía en las manos. Pensó en la conveniencia de mostrárselo a su tío Drone, pero no tardó en desechar la idea, temeroso de que el viejo hechicero le dijera que la gema era peligrosa y se la arrebatara.

Giogi apuró su bebida, dejó la copa plateada sobre el mantel y cogió el cristal amarillo. Sosteniéndolo en el hueco de las manos, tomó asiento en su sillón predilecto y apoyó las piernas sobre un escabel acolchado. Hizo girar el cristal entre los dedos contemplando los destellos de la lumbre en las facetas.

El cristal tenía forma ovoide, pero su tamaño sobrepasaba con creces el de un huevo de cualquier ave, si bien era más pequeño que el de un wyvern. Su tonalidad era semejante al color del aguamiel y su tacto era ligeramente cálido. Los cantos de las facetas no eran aguzados, sino que estaban suavemente biselados. Giogi sostuvo la gema con el brazo extendido, cerró un ojo e intentó descubrir si guardaba algún secreto en su núcleo, pero sólo vio la luz de la lumbre que brillaba a través, así como su propia imagen multiplicada por las facetas.

—Veamos, ¿cuál sería la mejor manera de lucirte? —preguntó al cristal.

No tenía sentido encargar que hicieran una caja, reflexionó. Tener que sacarlo cada vez que quisiera cogerlo, sería muy molesto; sin embargo, era demasiado grande para llevarlo colgado al cuello de una cadena. Durante el viaje, había guardado la gema en el doblez de la bota, donde casi todos los aventureros escondían sus dagas.

Tendría que arreglarse con ese mismo escondrijo esa noche, decidió por último. Aunque no planeaba enseñar la gema a tío Drone ni al resto de la familia, estaba ansioso por mostrársela a sus amigos del mesón Immer. Con un poco de suerte, tía Dorath le daría permiso para abandonar la reunión familiar a tiempo todavía de llegar a la taberna antes de la hora de cierre.

Solucionado aquel asunto, Giogi se incorporó y se dirigió al vestíbulo. Con la gema metida en el cinturón, revolvió el armario que había debajo de las escaleras. Había dejado las botas en la parte delantera del ropero, pero habían desaparecido. Removió mantos y capas colgados en ganchos separados, y pateó diversos pares de zapatos que cubrían el suelo. Después empezó a sacar del armario toda clase de bastones, prendas desechadas hacía mucho tiempo y curiosos objetos variopintos que eran regalos de amigos y conocidos, por lo que no podía deshacerse de ellos si bien eran demasiado feos para colocarlos en ningún sitio, salvo en la discreta oscuridad del ropero.

Por último, tras sacar al vestíbulo la mitad del contenido del armario, el joven se dio por vencido y soltó un resoplido.

—¡Thomas! —voceó—. ¿Dónde están mis botas?

Alertado por el ruido de arcones, zapatos y bastones arrojados contra el suelo, el sirviente había decidido investigar el origen del escándalo dejando para más tarde el pulido de la sopera de plata. Salió de la cocina en el mismo instante en que Giogi gritaba su nombre. Thomas se detuvo bajo el arco que separaba el vestíbulo de lo que Giogi denominaba el «territorio de la servidumbre».

El mayordomo dirigió una mirada suspicaz a los objetos desperdigados por el suelo e intentó no perder la compostura. Debía de ser un poco más de tres años mayor que Giogi, pero una vida plena de responsabilidades le había otorgado un aspecto más maduro y ese aire de «cuando tú vas, yo vuelvo». Y ésa era la actitud con la que ahora miraba a su patrón.

—¿Necesita algo el señor? —inquirió Thomas con voz neutra.

—No encuentro mis botas. Sé que las dejé aquí.

De entre el caos que había a sus pies, Thomas sacó un par de botas negras de tacón alto y puntera afilada a las que se había sacado brillo recientemente.

—Aquí tiene el señor —ofreció sin el menor asomo de enojo.

—Ésas no. No volveré a ponérmelas. Me aprietan los pies. Llévatelas y las quemas. Quiero las botas que traje de Westgate, las de caña alta, amplias de pala, de ante marrón, con vueltas anchas. Son las botas más cómodas de todos los Reinos.

Thomas arqueó una ceja.

—Tal vez sean cómodas, señor, pero no las apropiadas para un caballero.

—¡Simplezas! Yo soy un caballero y ésas son mis botas; así que, argumentum ab auctoritate —fue la réplica de Giogi—. Etcétera, etcétera —remató.

—Pensé, señor, que, ahora que vuestros viajes han concluido, querríais desechar los atavíos utilizados en ellos. He retirado ya esas botas.

—Bien, pues sácalas del retiro. Y por favor apresúrate. Tengo que ir a Piedra Roja.

—Tenía entendido que vuestra tía no os esperaba hasta después de la cena.

—Así es. Y, puesto que he pensado ir a pie, me gustaría llegar a tiempo, para lo que habré de salir ahora mismo. —Giogi se sentó en el banco del vestíbulo y se quitó las zapatillas de una patada, presumiendo que Thomas haría aparecer las botas como por arte de magia.

El mayordomo contempló a su amo con incredulidad.

—¿A pie, señor?

—Sí, ya sabes; se da primero un paso y luego otro —explicó Giogi pacientemente.

—Pero ¿y vuestra cena, señor?

—¿Cena? Oh, lo siento, Thomas. Táchala de tu lista de tareas pendientes. Después de esa magnífica comida y todas esas exquisitas pastas con pasas a la hora del té, estoy lleno. Sería incapaz de engullir un solo bocado. Gracias de todas formas.

La mirada incrédula de Thomas se tornó en otra de preocupación.

—¿Os encontráis bien, señor?

—Espléndidamente, Thomas, a no ser porque los pies se me están quedando fríos —respondió Giogi con una mueca.

Sin añadir una palabra más, el mayordomo dio media vuelta y desapareció por el arco que conducía al «territorio de la servidumbre».

Giogi se giró de costado en el banco para levantar del frío entarimado los pies enfundados en calcetines, y acarició el suave relieve que adornaba el alto respaldo del banco. Uno de los primeros recuerdos que guardaba de su niñez era el de su padre explicándole la escena plasmada en la madera. Representaba el momento en que la familia había obtenido su patronímico, «en tiempos remotos —como solía decir su padre—, antes de que supiéramos qué cubierto utilizar con cada plato». En el relieve, Paton Wyvernspur, el fundador del clan, se encontraba de pie ante una hembra de wyvern. Dos pequeñas crías jugaban a los pies de la monstruosa criatura, y detrás yacía el cadáver del macho. Unos bandidos lo habían matado y habían robado los huevos del nido, pero Paton les había seguido el rastro y había devuelto los jóvenes wyvern a su madre. En muestra de gratitud, la hembra había cortado el espolón derecho del macho y se lo había entregado al antepasado de Giogi, prometiéndole que su linaje perduraría mientras el espolón permaneciera en posesión de la familia.

Años después, cuando Giogi se hizo mayor y se enteró de que los wyvern no están considerados unas bestias agradables, se preguntaba a menudo por qué Paton había ayudado a la monstruosa hembra. No obstante, por aquel entonces, los padres de Giogi habían muerto, y el muchacho no se atrevió a preguntar a tía Dorath o a tío Drone. Sabía de manera instintiva que sería plantear una pregunta que sólo a un tonto como él se le ocurriría hacer.

Pero no era tan tonto como para deshacerse del banco. Era el regalo de boda que su madre le había hecho a su padre, y, aun cuando los restantes Wyvernspur menospreciaban a la hija del acaudalado carpintero con quien Cole Wyvernspur había contraído matrimonio, todos ellos codiciaban el banco. El trabajo de carpintería era sólido, y la talla del respaldo ejercía un magnetismo innegable sobre quienquiera que la contemplara. Tía Dorath había sugerido en infinidad de ocasiones que el banco debería encontrarse en el vestíbulo de Piedra Roja, el feudo de la familia; y el pasado año, antes de contraer matrimonio con Gaylyn Dimswart, Frefford, primo segundo de Giogi, había insinuado que sería un precioso regalo de boda, pero Giogi rehusó desprenderse del mueble.

Aburrido de tanta inactividad, el joven noble se incorporó y empezó a echar dentro del armario todas las cosas que había tirado al suelo.

Thomas apareció bajo el arco llevando en las manos las botas altas de ante marrón que, según palabras de su señor, eran las más cómodas de todos los Reinos.

—Por favor, señor, no os molestéis en guardar esas cosas —pidió el mayordomo—. Estaré encantado de hacerlo yo.

Giogi frenó el gesto de arrojar al interior del ropero un guante de lana desparejado. Cierto tono en la voz del sirviente denunciaba su inquietud, y sólo entonces reparó Giogi en que había ahora tanto desorden en el interior del armario como en el vestíbulo.

—Lo siento, Thomas —se disculpó con humildad.

—No tiene importancia, señor —respondió el mayordomo, dejando las botas junto al banco.

—¡Oh, las has encontrado! ¡Fantástico!

Giogi tomó asiento y se calzó la bota derecha, tras lo que guardó la gema en el doblez de la vuelta.

—¿Está seguro el señor de que prefiere ir a pie? —insistió Thomas.

Giogi, sin calzarse aún la segunda bota, levantó la vista hacia su mayordomo.

—Te sorprendería saber, Thomas, las grandes distancias que tuve que recorrer caminando durante la misión que me encomendó la Corona.

Giogi no consideró oportuno añadir que había andado grandes distancias sólo en las ocasiones en que se vio forzado a hacerlo porque una desconsiderada mercenaria le había robado su montura o porque una bestia igualmente ruin se había zampado a su yegua.

—Desde luego, señor. No era mi intención poner en duda vuestra resistencia. Pero pensé que, tras un viaje tan extenuante, tal vez os apetecería hacer el trayecto con más comodidad. Si no queréis utilizar el carruaje, puedo ensillar a Margarita Primorosa.

—No, gracias, Thomas. Margarita Primorosa se merece un buen descanso y en cuanto a mí, me apetece caminar. —Giogi se puso de pie, se echó la capa con un gesto pomposo, y se encaminó hacia la puerta principal—. No te molestes en aguardar mi regreso —sugirió—. Espero llegar muy tarde. Buenas noches —se despidió antes de salir al exterior.

En la ciudad todo era de color pardo: los edificios, la hierba, las calles enfangadas, las carreteras… Incluso el pelaje de los caballos y de los bueyes era de distintos matices terrosos y tostados. Las casas obstruían los últimos rayos de sol y proyectaban largas sombras acharoladas sobre la tierra. Desde las ventanas, las mujeres reprendían a voz en grito a chiquillos embadurnados de barro que jugaban en las calles. Daba la impresión de que a los dioses se les hubieran acabado los demás colores cuando habían llegado a esta zona de Immersea y la hubieran pintado con un solo matiz sin molestarse en hacer nuevas mezclas de pintura para darle colorido.

Giogi se encaminó hacia el este, alejándose del centro de la ciudad, y después giró hacia el sur por una senda que conducía a la mansión de los Wyvernspur a través de sus tierras. Una valla baja rodeaba la finca, y salvándola con facilidad de un salto, el larguirucho joven penetró en otro mundo, un mundo que los dioses sí habían coloreado. Los tallos de centeno invernal brillaban como jade con la luz del sol; una enorme bandada de patos salvajes surcaba un cielo azul profundo lanzando broncos graznidos. Giogi se sintió más animado y se sacudió la tristeza que lo había asaltado en su casa.

Acometió con brío la senda que atravesaba los campos. Como fundadores de la ciudad, los Wyvernspur poseían casi todas las tierras al sur de la ciudad. En su mayor parte estaban reservadas para la caza y la equitación. El cerro más alto estaba consagrado a la diosa Selune y el templo que se alzaba en la cima lo regentaba su sacerdotisa, la anciana Madre Lleddew. Los Wyvernspur se resistían a cultivar mucha tierra, a talar muchos árboles o a crear grandes terrenos de pasto para los rebaños. Eran nobles, no granjeros o leñadores o ganaderos. Los Cormaeril, única familia de Immersea aparte de los Wyvernspur que tenía título, cultivaban de manera regular casi un centenar de acres; claro que habían entrado a formar parte de la nobleza hacía sólo cuatro generaciones. Giogi se temía que, tras quince generaciones, los Wyvernspur se habían atrincherado tras su apellido y dependían de la fortuna familiar como única fuente de ingresos.

Cuando Giogi salió de los campos de centeno, el sol casi se había metido tras el horizonte y el aire empezaba a ser frío. El sendero serpenteaba cuesta abajo hacia el río Immer y el joven lo recorrió apresurando el paso para entrar en calor. Sin embargo, al irse acercando a la ribera norte de la corriente, se vio obligado a avanzar con más precaución. La senda se hacía cada vez más pantanosa y Giogi fue saltando de un parche de hierba seca a otro. Sus botas eran razonablemente impermeables, pero no quería llegar a casa de tía Dorath hecho un asco.

Por fin, tras un buen rato de avanzar un paso y retroceder dos, alcanzó el estrecho puentecillo que salvaba la corriente. Por el oeste, el río Immer fluía desde lo alto del cerro consagrado a Selune. La senda ascendía desde la orilla sur del río en dirección a terrenos más secos y llegaba al castillo Piedra Roja, el hogar ancestral de los Wyvernspur.

En el mismo momento en que Giogi pisaba el puente, un extraño filamento blanco restalló delante de él. El joven retrocedió de un brinco a la vez que soltaba un chillido, espantado con visiones de arañas gigantes y asaltado por la súbita e irracional idea de que la maldición del espolón del wyvern era cierta. Pero al peculiar filamento no lo siguieron otros, y Giogi se llevó las manos al pecho con un gesto de alivio. En la ribera meridional del río se divisaba la silueta de un hombre.

—¿Eres tú, Cole? —balbuceó el personaje—. No, claro que no. Eres Giogi, ¿verdad? Me has dado un buen susto, chico. Con esos atavíos, por un momento te confundí con tu padre.

El joven estrechó los ojos. El sol casi se había puesto y apenas había luz, pero pudo distinguir la figura alta y corpulenta de un hombre cuyo porte denunciaba un pasado militar. Tenía el cabello corto y oscuro, aunque en las sienes abundaban las canas. Su sonrisa, cálida y agradable, tranquilizó a Giogi.

—¿Sudacar? ¿Eres tú, Samtavan Sudacar? ¿Qué haces aquí?

—Practicando un rato la pesca. Siento lo del sedal. Estoy un poco desentrenado tras el invierno. —Sudacar tiró de la línea que colgaba de la caña hasta que el anzuelo se soltó del puente y cayó al agua con un leve chapoteo. Mientras recogía el sedal de la corriente, unos alevines de carpa persiguieron el cebo.

Giogi cruzó el puente y siguió a lo largo de la orilla hasta donde se encontraba Samtavan Sudacar, el hombre asignado nada menos que por el mismo rey Azoun en persona para defender Immersea, administrar la justicia real, mantener la paz y, ni que decir tiene, recaudar impuestos.

—Descansando un rato de tus agobiantes deberes administrativos, ¿no? —preguntó Giogi.

Sudacar soltó un resoplido.

—Más bien dándome un respiro de Culspiir. Detrás de cada gobernante, muchacho, hay un experto funcionario que mejora su imagen. En tanto siga delegando cierta autoridad en Culspiir, mi trabajo aquí será un éxito. —Sudacar continuó lanzando el sedal y vigilando el cebo mientras hablaba.

—¿Entonces por qué no es Culspiir el gobernador? —inquirió Giogi con timidez.

—Si él tuviera mi puesto, ¿a quién pondríamos en el suyo?

—Buena observación —admitió el joven.

—Además, Culspiir no mató a un gigante.

—¿Es eso un requisito para obtener el puesto? —se extrañó Giogi.

—Tienes que hacerte famoso en la Corte. Matar a un gigante que estaba aterrorizando a los mercaderes en el collado de Gnoll, me sirvió para meterme en política. Un servicio así tiene que recompensarse de manera oficial.

Giogi asintió con un gesto de la cabeza en señal de conformidad, aunque sabía que no todos los miembros de su familia eran de la misma opinión.

Samtavan Sudacar no era de noble cuna, ni tampoco oriundo de la región. A pesar de ello, el rey Azoun lo había nombrado gobernador de Immersea cuando el puesto quedó vacante a la muerte del caballero Wohl Wyvernspur, primo del padre de Giogi. Por aquel entonces, Frefford, hijo de Wohl, todavía era un niño, y por lo tanto la familia aceptó a Sudacar sin demasiadas reticencias. Incluso invitaron al maduro solterón a que se instalara en el castillo Piedra Roja.

No obstante, cuando Frefford alcanzó la mayoría de edad, Su Majestad no designó al joven Wyvernspur para el cargo. Fue a partir de entonces cuando tía Dorath empezó a considerar a Sudacar no sólo un patán advenedizo, sino también un entrometido y un usurpador. Sin embargo, Giogi sabía que, en secreto, Frefford había respirado con alivio, como si le hubieran quitado un peso de encima. Tía Dorath y primo Steele eran los que se habían mostrado más ofendidos por lo que consideraban una afrenta a la familia, pero el orgullo —y la lealtad debida a la Corona— les impedía exigir a Sudacar que abandonara la mansión. Cuando Giogi se marchó de la ciudad la pasada primavera, reinaba una tensa tregua entre los Wyvernspur del castillo Piedra Roja y el gobernador de Immersea.

Puesto que Giogi había optado por vivir en la ciudad en lugar de hacerlo en el castillo, en realidad apenas conocía a Sudacar, pues los ambientes en que se movían eran distintos. Pero ahora Giogi sintió la necesidad de saber algo más de él.

—Si procedes de Suzail, ¿cómo es que conocías a mi padre? —preguntó.

—¿A Cole? Coincidí varias veces con él en la Corte. También tu padre había cubierto su cupo de matar gigantes.

—¿De verdad? —Giogi estaba sorprendido. Su padre había muerto cuando él tenía sólo ocho años, así que no había llegado a conocerlo bien. Sin embargo, de lo que estaba seguro era que nadie había mencionado que Cole hubiese matado gigantes.

—Sirvió a Su Majestad con honor, como lo hicieron antes que él otras generaciones de tu familia —dijo Sudacar, mientras sacaba el sedal del agua y lo preparaba para lanzarlo otra vez.

—Tía Dorath me dijo que mi padre era un enviado comercial.

—Es posible que también lo fuera —respondió Sudacar a la vez que lanzaba el sedal a la corriente.

—¿También? ¿A qué te refieres?

—Era un luchador y un aventurero. ¿Tu tía Dorath no te lo dijo?

—No —admitió el joven, aunque, llevado por la lealtad, agregó—: Debió de olvidarlo.

Sudacar soltó un resoplido.

—O no lo consideraba una ocupación adecuada para un Wyvernspur. Me sorprende que Drone no te lo haya mencionado nunca.

A Giogi también lo sorprendía, si bien no lo dijo en voz alta.

Drone Wyvernspur era primo de Dorath, y por lo tanto el parentesco con Giogi no era muy cercano, pero, influido por el respeto y el afecto, el joven lo llamaba tío Drone. Cuando la madre de Giogi murió un año después que su marido, tía Dorath tomó a su cargo al huérfano, pero fue a tío Drone a quien se le encomendó la tarea de completar los aspectos masculinos de la educación del muchacho. Drone, un mago solterón de hábitos más bien sedentarios, no había resultado una fuente de información muy satisfactoria en lo relativo a mujeres, caza o caballos.

Por otro lado, sin embargo, Drone estaba muy versado acerca de vinos y juegos de azar, y tenía ciertos conocimientos sobre política y religión; por consiguiente, armado con todos esos conocimientos, Giogi salía airoso por regla general en las tabernas y en las conversaciones de sobremesa. El mago le había relatado a Giogi muchas historias acerca de su madre, Bette, y de su abuelo materno, el carpintero, aun cuando tía Dorath nunca había aceptado a la familia política de Cole. «Por lo tanto —se preguntó Giogi—, ¿por qué no me contó tío Drone que mi padre era un aventurero?».

—¿Volveremos juntos a Piedra Roja? —preguntó a Sudacar, deseoso de enterarse de más cosas de su padre, algo con lo que enfrentarse con seguridad a tío Drone.

El gobernador sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—El castillo parece una jaula de grillos. Culspiir y yo nos ofrecimos a ayudarlos, pero a tu tía Dorath sólo le faltó decirnos que metiéramos las narices en nuestros propios asuntos. No quiere ver a un entrometido como yo involucrado en los temas familiares. Me dejaré caer por Los Cinco Peces y regresaré al castillo cuanto más tarde mejor. Será lo más conveniente para todos.

Decepcionado, Giogi aguardó en silencio junto a Sudacar, devanándose los sesos para encontrar algún tema que alargara la conversación. Pero su cerebro no respondió como esperaba, así que mantuvo su mutismo en tanto que las sombras del atardecer se alargaban. Sudacar lanzó el sedal en otras dos ocasiones. Corriente arriba se escuchó un chillido y un repentino aleteo, seguido de una zambullida en el agua. Una lechuza pescaba también en el río.

Por fin Sudacar rompió el silencio.

—Cuando apareciste al otro lado del puente, con esa capa y esas botas, creí que había visto un fantasma. No tienes las facciones de Cole, pero sí su figura, su porte, su forma de andar. —Sudacar echó otra vez el sedal—. Si te apetece que hablemos de tu padre, pásate más tarde por Los Cinco Peces y haremos un brindis en su honor.

Giogi sonrió complacido.

—Si puedo escabullirme de las garras de tía Dorath, iré —aceptó. En ese momento, un soplo de aire frío le hizo darse cuenta de que la temperatura había descendió al ponerse el sol, y se arrebujó en la capa—. Será mejor que me vaya. Me esperan en el castillo.

Sudacar asintió en silencio, sin apartar la vista del cebo que arrastraba con tirones cortos contra corriente.

Giogi dejó al gobernador de Immersea en la orilla del río y se apresuró senda adelante. Había oscurecido y hacía frío cuando llegó al muro que cercaba el castillo Piedra Roja, pero no le apetecía entrar en la mansión. El edificio estaba envuelto en sombras grises y negras. Y el tono rojizo de los bloques pétreos que le daban nombre al castillo pasaba inadvertido en la oscuridad. La estructura se alzaba sobre un cerro bajo, desde el que se divisaba el río Immer, la ciudad de Immersea y, más allá, la laguna del Wyvern, un extenso lago al este de Cormyr que se dibujaba en el paisaje como un dragón que acechara una carretera frecuentada por mercaderes.

Al alzar la vista hacia la monstruosa mansión familiar, Giogi recordó de nuevo al dragón que se había precipitado sobre Westgate, y los temblores de tierra y la contienda sostenida entre poderes infernales que siguieron. Después de haberse visto involucrado en tales acontecimientos, se dijo Giogi para animarse, no le sería difícil enfrentarse a la crisis familiar.