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Segunda planta

Sam y Pete dejaron caer por la escalera una pesada bicicleta elíptica y a continuación una cinta para correr. Eso contribuyó a bloquear la abertura y a dificultar que los intrusos alcanzaran a alguien si disparaban hacia lo alto de la escalera, y bastaría probablemente el peso para evitar que invadieran la segunda planta. Remi terminó de cargar su arma y se refugió detrás de una mesa de acero volcada, al tiempo que vigilaba la menor señal de actividad en la escalera. De repente, oyó en el piso de abajo un furioso tableteo de armas automáticas, pero no iba dirigido hacia la escalera.

—¿Qué están haciendo?

—Intentar alcanzarnos a través del pavimento —contestó Sam—. No van a tener suerte, porque todos los suelos están hechos de hormigón reforzado. De lo contrario no podríamos tener una piscina aquí.

Se produjo un estrépito ensordecedor, como si las ráfagas se hubieran convertido en una batalla militar en toda regla que se hubiera desplazado al exterior. Se oyó una explosión. Pete y Wendy echaron un vistazo por las ventanas delanteras.

—¡Mirad! —gritó Wendy.

En el cielo, sobre el mar, la atmósfera se tiñó de rojo, azul y blanco, mientras destellos luminosos flotaban poco a poco hasta hundirse en las oscuras aguas, donde se encontraban con sus propios reflejos y se extinguían.

—¡Fuegos artificiales!

Mientras miraban, un chorro de chispas doradas se elevó desde una balsa amarrada a un barco en la bahía. Cuando el proyectil alcanzó su ápice, estalló en una lluvia de estrellas que se resolvió en una cascada de estelas encendidas, como las ramas inclinadas de un sauce llorón.

—¡Están utilizando fuegos artificiales para disimular el ruido! —anunció Selma—. O para explicarlo. La gente pensará que las detonaciones forman parte de la celebración.

—Exacto —dijo Sam—. Gran fiesta en casa de los Fargo.

Dispararon al aire otro proyectil, y la explosión fue verde. La siguiente fue de un rojo brillante y luego hubo otra amarilla. Cada cambio iba puntuado por un estallido inicial y lo seguía una descarga cerrada de detonaciones, como el ruido de armas automáticas.

—¡La ventana! —gritó Selma—. ¡No lo conseguirás!

Había otro hombre en una escalera de mano ante la ventana rota donde Remi había empujado al primer hombre. Selma sujetó la pistola con ambas manos y disparó cuatro veces antes de alcanzarlo. El asaltante se precipitó al vacío. Pete recogió la barra de la cortina que Remi había utilizado y empujó la escalera.

—Hemos de conseguir desplegar los postigos de acero en este piso —dijo Sam—. Wendy, apaga las luces. Remi, si ves algo al pie de la escalera que parezca parte de un cuerpo humano, dispara. Pete, tú vigila las ventanas. Si alguien aparece, haz lo mismo que Selma. Selma, cúbreme la espalda.

Sam abrió una pequeña puerta de acero que había en la pared, junto a las ventanas delanteras. Esperó a que las luces se apagaran y después activó el interruptor. El motor eléctrico chirrió, pero los postigos solo descendieron unos cinco centímetros más. Sam sacó de la caja una pequeña manivela, se arrodilló para introducirla en un hueco que había justo encima del antepecho de la ventana y empezó a girarla hasta que el postigo descendió poco a poco. Sam se desplazó a la siguiente ventana y repitió la operación. Justo en ese momento, una escalera de mano apareció en ella.

Un hombre subió por la escalera, golpeó la ventana con un martillo e introdujo el brazo con el que sujetaba una pistola automática Škorpion. Remi le disparó antes de que pudiera utilizarla. El tipo dejó caer el arma y bajó unos peldaños, con el brazo colgando a un costado, y Pete empujó la escalera con la barra de madera.

Sam bajó el postigo y pasó a la siguiente ventana. Mientras giraba la manivela, esta estalló en mil pedazos cuando los hombres de fuera dispararon contra ella. Sam agitó la cabeza para sacudirse las esquirlas de cristal y siguió dándole a la manivela. Levantó la vista un segundo, y después corrió al otro lado de la casa y empezó a bajar los postigos.

En las ventanas de aquel lado, aparecieron escaleras de aluminio. Dos de los asaltantes que subían pudieron incluso disparar sus armas contra el segundo piso antes de que Remi o Wendy les dispararan. Pete empujó las escaleras. Sam continuó bajando postigos.

Se oyó un chirrido de madera contra metal, y el piano encajado en la escalera se movió un poco.

—¡Id a buscar la nevera! —gritó Sam.

Pete, Wendy y Selma corrieron a la cocina abierta y empujaron con todas sus fuerzas el gran frigorífico de acero inoxidable provisto de ruedas sobre el suelo de madera noble, en dirección a la escalera. Sam recuperó el rifle 308 que había dejado en el suelo para cerrar los postigos y corrió hacia la escalera. Se asomó al hueco por detrás del equipo de gimnasia en busca de algún blanco, pero no vio a nadie. Detectó movimiento en el piano, como si alguien estuviera intentando empujarlo. Apuntó el rifle a lo que, en su opinión, se hallaba cerca de la pata del piano y disparó a través de la madera. Se hizo un silencio tal que supuso que había hombres escondidos. Disparó dos veces más a través del piano.

Se volvió justo cuando otro individuo subido a una escalera de mano rompía una ventana y se disponía a pisar el antepecho. Disparó al asaltante, y entonces vio a otro en una escalera que subía por el lado opuesto de la casa. También disparó a este, antes de que pudiera romper la ventana, y vio que se precipitaba al vacío. Disparó dos veces más a través del hermoso acabado del piano, resplandeciente como un espejo.

Los demás habían llegado con el frigorífico a lo alto de la escalera. Sam les indicó que esperaran, de modo que se apostaron detrás y aguardaron. Sam aprovechó ese tiempo para cerrar más postigos e impedir el fuego cruzado desde fuera. Todos oyeron el estruendo del camión en la puerta principal. Sam se puso en pie como impulsado por un resorte, corrió hacia el borde de la escalera y metió un nuevo cargador en el rifle.

El motor rugió, el piano chirrió y después se precipitó escaleras abajo, arrastrado por el camión, mientras sus cuerdas emitían ruidos horrísonos. Había inmovilizado el equipo de gimnasia, que empezó a caer detrás de él. Sam hizo una señal y los demás arrojaron la nevera. Dio una vuelta de campana y se estrelló, para después deslizarse hacia abajo, cada vez más rápido, como un trineo de acero. Dio la impresión de que derribaba a varios hombres a su paso, pero resultaba difícil valorar el alcance de los daños.

—Sofás —dijo Sam.

Empujaron dos grandes sofás hacia el hueco. Bloquearon la escalera, pero una andanada de disparos los atravesó, y no contaban con nada capaz de detener una bala.

—Selma, sube al tercer piso, ve a la cocina y pon agua a hervir —ordenó Sam—. Tanta como puedas, y lo más deprisa posible. Llévate una escopeta y una pistola, y comprueba que estén cargadas.

—¿Para qué? —preguntó Remi.

—Vamos a evacuar esta planta también cuando despejen la escalera. Les costará caro, pero tendremos que trasladarnos arriba. Esas escaleras extensibles no llegarán al tercer piso.

Étienne le Clerc, Sergei Poliakoff y Arpad Bako estaban sentados en cómodas butacas en la cubierta del yate Ibiza, con los pies en alto mientras fumaban puros cubanos Cohiba. La cálida brisa que soplaba desde la orilla empujaba el humo de los habanos hacia el mar.

El segundo yate, el Mazatlán, estaba anclado a unos mil metros a su izquierda, porque la tripulación estaba lanzando fuegos artificiales desde una balsa que habían cargado durante la tarde.

Bako observaba la lejana casa situada sobre Goldfish Point con unos potentes prismáticos.

—Así debía de tomar una ciudad un conquistador como Atila: escaleras de mano contra defensores armados con palos, luego invadían los niveles inferiores de la fortaleza y obligaban a los defensores a ir subiendo hasta su rendición o muerte.

Poliakoff consultó su reloj.

—Será mejor que los nuestros se den prisa, o la distracción de los fuegos artificiales dejará de ser efectiva y alguien que viva cerca se dará cuenta de lo que está sucediendo.

Le Clerc se encogió de hombros.

—Cortamos la corriente eléctrica y el teléfono en las cajas que hay al final de la calle, y los aparatos de interferencia inutilizarán todo tipo de teléfonos o wi-fi en metros a la redonda.

—También hemos desplegado hombres en los cruces para advertir a nuestras fuerzas si llega la policía. En caso necesario, cerrarán las carreteras unos minutos —explicó Bako.

—Solo espero que Sam Fargo esté empezando a sentir mi poder —dijo Poliakoff—. Lo que hizo a mi casa de Nizhny Novgorod es lo mismo que yo estoy haciendo a la de él. Y cuando haya terminado, si ambos no han muerto, me los llevaré conmigo y obligaré a Fargo a que reanude lo que empezó: reclamar los tesoros de los museos y depositarlos a mis pies para mantener con vida a su esposa.

—No olvides que no estás solo en esto —dijo Le Clerc—. Eres un socio más.

—Estaba a punto de decir eso —intervino Bako—. Para empezar, los tesoros eran míos. Únicamente los compartía con mis socios.

Poliakoff sonrió y dio una calada al puro.

—Solicitasteis mi ayuda solo después de fracasar y ser derrotados —replicó—. Yo os sustituí cuando habíais hecho todo lo posible y habíais perdido.

Bako soltó una risita nerviosa.

—Bien, todos nos hemos comprometido, y serán nuestros dentro de unos minutos.

Se oyó otra ráfaga de disparos en la casa, y al momento otro cohete salió lanzado de la balsa y estalló en una bola de franjas azules y estrellas doradas. Cada una de las diminutas estrellas explotó ruidosamente y envió un ramillete de chispas hacia el cielo.

—¿Quién creería que los disparos no forman parte del espectáculo? —dijo Bako.

Sam y Remi empujaron una máquina de entrenamiento con pesas hacia la escalera, mientras Selma, Wendy y Pete cargaban con cuidado las grandes ollas de agua en ebullición hacia la barandilla de arriba.

Esperaron a que los atacantes hubieran apartado casi todos los muebles y los primeros hombres hubieran subido la escalera desde la planta baja para trepar por encima de la máquina de pesas.

Sam hizo un solo movimiento con el brazo hacia abajo, y Selma, Pete y Wendy vertieron las grandes ollas de agua sobre ellos. Los hombres gritaron, dieron media vuelta y toparon contra aquellos que subían la escalera. El impulso de los demás los precipitó hacia delante, y algunos se tiraron al suelo para evitar la abrasadora cascada. Mientras los atacantes se debatían en la escalera, Sam les disparó con el rifle, lo cual redobló los esfuerzos de los que huían.

—¡Marchaos! —gritó.

Remi, Pete, Selma y Wendy subieron corriendo la escalera hasta el tercer piso. Al llegar arriba, Remi se echó al suelo y esperó. Mientras Sam subía la escalera de espaldas, ella disparaba contra el hueco de la segunda planta para que los invasores mantuvieran la cabeza agachada.

En cuanto Sam llegó al tercer piso, los demás empujaron un gran aparador de madera que cayó sobre la escalera como una trampilla. Quedaron fuera de la línea de fuego durante unos segundos, pero oyeron los pasos enérgicos del enemigo, que se apresuraba a ocupar la segunda planta.