Gran Hotel Saint Regis, en Roma
—Por favor, formen tres filas.
El fotógrafo del New York Times les indicó con un ademán que ocuparan sus sitios. Sentados en la primera fila estaban Albrecht en el centro, flanqueado por Selma y Wendy. La segunda fila estaba formada por János, Tibor y Pete. En la fila de atrás se hallaban Sam y Remi Fargo, así como el capitán Boiardi del Comando Carabinieri per la Tutela del Patrimonio Culturale.
Docenas de obturadores chasquearon en una complicada descarga, con flashes que destellaban como luces estroboscópicas. El reportero de Der Spiegel estaba muy satisfecho porque podía tomar muchos primeros planos del célebre historiador y arqueólogo alemán Albrecht Fischer en su papel de líder. Reporteros de los periódicos italianos Giornale di Sicilia, Il Gazzetino de Venecia, Il Mattino de Nápoles, Il Messagero de Roma, Il Resto del Carlino de Bolonia y La Nazione se empujaban mutuamente para sacar fotos de una muestra del magnífico tesoro, que había sido dispuesta sobre una sábana blanca en la alfombra, custodiada por altos y serios carabinieri vestidos de uniforme de gala. Los carabinieri miraban al techo, inmunes a la atracción de las joyas, coronas y espadas centelleantes desplegadas sobre la sábana.
Después de las fotografías, empezaron las entrevistas. Sam y Remi se desplazaron hasta el extremo más alejado de la sala de reuniones del hotel, pero los reporteros de Le Figaro, Le Monde, Daily Telegraph y The Guardian consiguieron encontrarlos.
La reportera de The Guardian, una mujer llamada Ann Dade-Stanton, acorraló a Sam.
—Todo el mundo con el que he hablado en privado me ha dicho que usted ha sido el líder de una serie de expediciones, y que en la mayoría de ellas quienes estaban siempre presentes eran Sam y Remi Fargo. ¿Es alguna especie de treta? ¿Una estrategia para evadir impuestos o algo por el estilo?
—Todos los presentes han viajado, corrido peligros y trabajado en un momento u otro en un agujero hondo. Algunos hemos contribuido investigando, encargándonos de los trámites de los viajes y el equipo, etcétera. Otros han pasado más tiempo en la escena. Pero yo no era el líder.
—La persona a la que Sam y yo consideramos nuestro líder y guía al mundo de la Antigüedad es nuestro amigo el profesor Albrecht Fischer —declaró Remi—. Ha dedicado su carrera a estudiar la antigua Roma. Nos telefoneó después de haber llevado a cabo el descubrimiento inicial en un campo de Hungría y nos pidió que fuéramos a ayudarlo, cosa que hicimos.
—Pero ustedes son cazadores de tesoros y aventureros famosos en todo el mundo. Y tengo entendido que corren con todos los gastos.
—Nosotros, Albrecht Fischer y Tibor Lazar nos convertimos en socios desde la mañana en que descubrimos la primera cámara de piedra, en Hungría. Albrecht era el que más sabía de historia y arqueología del Imperio romano. Tibor nació en la parte de Hungría donde Atila había instalado su fortaleza, y logró que más gente nos ayudara, incluidas personas que aportaron vehículos y equipo. Sam y yo teníamos cierta experiencia en investigaciones históricas y donamos algo de dinero. Todos contribuimos con lo que teníamos, y todos aportamos más gente que nos fue de gran ayuda.
—Exacto —corroboró Sam—. Y mientras tanto, los ministerios de cultura de diversos países nos ayudaron y proporcionaron protección física, y depositaron nuestros hallazgos en lugares seguros para que puedan ser estudiados por eruditos de todo el mundo, sobre todo de Hungría, Italia y Francia. También hemos ayudado a las fuerzas de seguridad de Berlín y Moscú.
—¿Sam? —susurró Selma—. La web.
—Ah, claro. Les presento a Selma Wondrash, nuestra jefa de investigaciones.
Movió la cabeza en su dirección.
—Vamos a colgar una página web que contenga el catálogo completo de todos los objetos hallados en cada tesoro y en la tumba de Atila —explicó Selma—. Incluirá fotografías de todos los objetos encontrados en las cámaras, en el lugar exacto donde fueron hallados, así como primeros planos realizados tomados en condiciones ambientales de museo. De vez en cuando, a medida que vayan apareciendo artículos especializados sobre ellos, dichos escritos serán colgados en la web. También esperamos reproducir esta información en un libro, bajo la dirección editorial del profesor Albrecht Fischer.
Los reporteros anotaron con aplicación todo cuanto se les decía, y después se sumaron a la celebración. La fiesta se prolongó hasta bien entrada la noche. Cuando el capitán Boiardi y sus hombres hubieron guardado los objetos exhibidos en sus estuches, se dispusieron a marchar.
—Sam, Remi. La noticia saldrá en todos los periódicos importantes del mundo mañana por la mañana. Antes de que cuelguen las ediciones online matutinas, hemos de recoger lo que queda del tesoro y transportarlo al museo.
—¿Tienes que irte tan pronto? —preguntó Remi.
—Cuanto más esperemos, más peligroso será. Los tesoros se apoderan de la imaginación de la gente, y no siempre de una forma positiva. En la década de 1920, la tumba de Tut constituyó una moda pasajera. ¿Y quién era Tutankamón? Un adolescente rico. Ahora estamos hablando de Atila. —El capitán sonrió, besó la mano de Remi y estrechó la de Sam—. Ha sido un inmenso placer, y el mayor éxito de mi carrera.
—En nuestro caso también —dijo Remi—. Espero que no dijeras en serio que pensabas jubilarte.
—Si vosotros no os jubiláis, yo tampoco. Quiero ver qué más vais a encontrar.
—Te llamaremos —dijo Sam.
Los carabinieri se fueron del hotel, y después los reporteros y los fotógrafos. Al cabo de poco, los únicos que quedaron en la sala de banquetes fueron Albrecht, Sam y Remi, Tibor y János, Selma, Pete y Wendy. Sam levantó una cuchara y dio unos golpecitos con ella en una copa de champán, produciendo un tintineo musical. Todo el mundo dejó de hablar y miró en su dirección.
—Muy bien, todos. La fiesta ha sido estupenda. Ahora Remi y yo nos iremos a dormir. Haced el favor de reuniros con nosotros en el vestíbulo a las nueve de la mañana, con las maletas hechas. Nos conducirán en varios coches al aeropuerto. Os llevaremos a casa.
Mientras caminaban con paso perezoso hacia su habitación, Remi bostezó.
—¿Vas a enviar a casa a todo el mundo en un avión alquilado?
Sam se encogió de hombros.
—Selma, Pete y Wendy viven en nuestra casa, y de todos modos tendríamos que pagarles los billetes. Tibor y János nos salvaron la vida al menos dos veces cada uno. Y Albrecht nos invitó a participar en una de las búsquedas de tesoros más grandes de todos los tiempos. Son solo dos escalas.
—No quiero parecer una ingrata y una tacaña, pero ha pasado mucho tiempo desde que estuve a solas con mi marido sin una pala en la mano y nadie que nos disparara.
Sam la rodeó con el brazo mientras caminaban hacia el ascensor.
—Tienes toda la razón. Me alegro de haberme casado con una mujer hermosa a quien le gusta mi compañía. Por otra parte, me alegro de que casi todos los criminales sean unos tiradores espantosos.
Ella se puso de puntillas para plantarle un beso en la mejilla.
—Ardo en deseos de llegar a casa.
—No conseguirás que te conteste una insolencia.
Abrió la puerta de la suite con su llave y entraron.
A las nueve de la mañana siguiente se encontraron con los demás en el vestíbulo y después subieron a sus limusinas de alquiler para recorrer los quince kilómetros que distaba el aeropuerto de Ciampino. El avión que Selma había reservado aguardaba en la pista, frente a la pequeña terminal privada. El grupo esperó a que cargaran su equipaje y a continuación subió a bordo.
Eran solo novecientos cincuenta kilómetros de Roma a Frankfurt, donde Albrecht los dejó.
—Bien, me habéis dado algo en que pensar —dijo—. Si viviera dos veces, no conseguiría terminar mi estudio sobre lo que hemos encontrado. Os doy las gracias a todos.
Eran mil ciento diez kilómetros más hasta Szeged. Cuando aterrizaron en el aeropuerto, Tibor y János se levantaron.
—¿Vienes? —dijo Tibor a Sam.
Sam cogió a Remi de la mano.
—Volveremos dentro de unos minutos —informó a los demás.
Remi miró a Sam con curiosidad, y después vigiló dónde pisaba cuando bajaron la escalerilla del avión y se reunieron con los hermanos Lazar.
—Tibor, János —dijo Remi—, espero que nos veamos pronto. Sería un placer que nos visitarais en La Jolla. Tenéis nuestros números de teléfono y los correos electrónicos.
—Es posible, pero todavía no —contestó Tibor—. Hemos decidido quedarnos en casa una temporada y descansar. De vez en cuando nos reiremos de Arpad Bako. Pero solo por eso.
—No sé qué porcentaje de los tesoros os corresponderá —dijo Sam—. La mayor parte jamás saldrá de los museos. Pero recibiréis millones de dólares de lo que se venda.
—¿Lo ves? —dijo Tibor—. Dije que era una buena idea ser amigo tuyo.
Los cuatro entraron en la terminal. Al otro lado de la zona de espera había un hombre sentado junto a un contenedor de plástico muy grande, que descansaba sobre un carrito con ruedas.
—¿Sam…? —empezó a decir Remi.
Dio la impresión de que el hombre oía su voz, y se volvió para ver a los recién llegados. Los ojos de Remi se abrieron como platos y corrió hacia él. Rodeó el contenedor, miró en su interior y se puso de rodillas. Empezó a llorar.
—Jo fiu —dijo en voz baja. Se puso en pie de un brinco y rodeó con los brazos a Sam—. Oh, Sam. No me lo puedo creer.
—Pensé que te merecías un regalo, pero Zoltán también se lo merecía, y me pareció que te quería a ti.
Tibor, János y el primo de la esposa de Tibor, el entrenador de perros, ayudaron a Sam a empujar el carrito hacia el avión.
—No quiero que suba la escalerilla dentro de esa caja —dijo Remi al pie de los peldaños.
Se arrodilló, abrió la puerta de la jaula y apareció Zoltán, primero el gran hocico negro y después la ancha cabeza, el cuello de pelaje largo, los hombros y el cuerpo musculoso. Remi le rodeó el cuello con los brazos y lo retuvo un momento.
—Jo fiu —susurró—. Buen chico. —Se puso en pie—. Fel. En pie.
Empezó a subir la escalerilla y Zoltán la siguió hasta entrar en el avión.
Tibor ayudó a Sam a cargar el gran contenedor de viaje y depositarlo en el suelo, y luego utilizó sus correas para sujetarlo a una fila de asientos vacía.
—Nos veremos muy pronto —dijo después a Sam y a Remi, y bajó a toda prisa por la escalerilla para desaparecer en la terminal.
Cuando Remi y Zoltán entraron en la zona de pasajeros, Selma contempló al gran perro.
—Ah, bien. Por fin te ha regalado un poni.
—Selma, te presento a Zoltán. Acércate y deja que te huela la mano. No te hará daño…
Selma extendió la mano para que Zoltán la olfateara y acto seguido palmeó su grueso cuello.
—… a menos que yo se lo diga.
Pete y Wendy rieron cuando Selma retrocedió.
—Es ideal —dijo Pete—. Si vas a Alaska, tirará del trineo.
—Vale —dijo Remi—. Ahora, vosotros dos.
Pete y Wendy se acercaron y le dieron palmaditas. El perro permaneció inmóvil y toleró sus atenciones.
Remi fue a sentarse al lado de Sam.
—Ül —dijo a Zoltán. El perro se sentó a sus pies. Ella lo acarició detrás de las orejas.
Terminaron de repostar y la inspección previa al despegue, y el auxiliar de vuelo cerró la puerta de la cabina. Sam se levantó, se acercó al contenedor y volvió con una bolsa de chucherías para perros.
—Buena idea —dijo Pete—. Eso nos concederá tiempo si decide devorarnos.
—No te preocupes por él —dijo Sam—. Está mejor educado que nosotros. Lo han adiestrado para reconocer a qué gente ha de devorar y para protegernos a los demás.
Remi se agachó, abrazó de nuevo a Zoltán y le dio una chuchería.
El piloto puso en marcha los motores y los pasajeros se abrocharon los cinturones de seguridad. Cuando el avión aceleró sobre la pista, Zoltán pareció ponerse en guardia y comió su chuche. El avión llegó al final de la pista y giró a favor del viento. Mientras aceleraba de nuevo y se elevaba en el aire, Remi no dejó de apoyar la mano en el lomo de Zoltán para tranquilizarlo.
—No te preocupes, Zoltán, estoy contigo.
Su voz serena y musical pareció relajar al animal. Cuando las sacudidas y las vibraciones terminaron, y el avión se elevó del suelo, Zoltán dejó que su enorme cabeza descansara sobre la alfombra y se acomodó para un largo vuelo.
Remi se acercó a Sam.
—Lo quiero —susurró—. Y te quiero a ti. Pero esto es de lo más extravagante. Un perro como él, con su adiestramiento, cuesta tanto como un Rolls-Royce.
—Un Rolls-Royce es una máquina estupenda. Pero no dará la vida por ti.
Sam inclinó hacia atrás su asiento y Remi lo imitó. Apoyó la cabeza sobre su pecho. Zoltán los miró una vez, inspeccionó la cabina, apoyó de nuevo la cabeza en el suelo y cerró los ojos.