29

Subsuelo de Roma

A las cuatro de la madrugada del martes, los miembros de la expedición se reunieron entre los muros de la catacumba de Domitila, en via delle Sette Chiese, 282. Aún no era de día, pero un representante de los Misioneros de la Divina Palabra, el hermano Paolo, estaba esperándolos para dejarlos entrar. Llevaba el hábito marrón de monje, pero su rostro provisto de gafas parecía más bien el de un ejecutivo, y sus calcetines y zapatos eran más propios de un oficinista. El efecto general era el de un hombre pillado en albornoz antes de dirigirse al trabajo.

Lo siguieron por unos estrechos peldaños hasta las puertas principales de una iglesia del siglo IV. Desde la planta baja solo se veían el tejado y una hilera de ventanas, y el interior de la iglesia parecía muy antiguo. Estaba desnudo, era más una reliquia que un lugar de culto. El grupo bajó sus instrumentos, y tras enseñarles las tres naves, el hermano Paolo señaló la entrada que conducía a la catacumba para que se pusieran en movimiento.

Los exploradores tardaron una media hora en bajar las carretillas por los tres primeros tramos de escalones de piedra hasta el nivel donde empezarían la búsqueda, para después ocuparlo con su equipo y pertrechos, que iban en las mochilas. Durante los días de preparativos previos, la cantidad de dichos objetos había ido reduciéndose al mínimo: linternas, equipo fotográfico, herramientas, agua y comida. Cada uno de los exploradores se sujetó una linterna a la frente con una cinta elástica.

Mientras recorrían los primeros túneles, vieron nichos vacíos, algunos frescos romanos enlucidos y pintados sobre piedra o ladrillo, así como diversas habitaciones vacías construidas a modo de criptas. Había altares y cámaras pintadas, pero casi todos los lugares de enterramiento eran de piedra de toba brillante desprovista de todo adorno. A medida que avanzaban vieron más y más espacios que sí estaban ocupados. Grandes piedras sellaban los nichos. Albrecht empezó a pronunciar una conferencia.

—En esta sección podremos relajarnos un poco. Las tumbas son del período comprendido entre 550 y 600 d. C., mucho después de que Atila fuera enterrado. No puede estar en un túnel que no existía cuando él murió. Nos interesan las secciones con tumbas excavadas antes del año 453. Observaréis que en ninguna losa aparece la fecha en números. Durante esa era, los romanos utilizaban el calendario juliano, que empezó en 45 a. C. Los años no se expresaban en números. Se les daba el nombre de los dos cónsules que tomaron posesión del cargo el primero de enero. El año en que Atila murió, los cónsules eran Flavio Opilio y Giovanni Vincomalo. Recordad esos nombres. Atila seguía acampado en su fortaleza del río Tisza cuando murió, lo cual significa que era una época del año demasiado temprana para ir a la guerra. De manera que debió de morir en Januarius, Februarius o Martius.

—¿Revelará su nombre? —preguntó Remi.

—Casi seguro que no, a menos que esté disfrazado de alguna manera. Era astuto, inteligente. No desearía que ningún romano encontrara su tumba. Pero creo que sí quería que la encontraran algún día.

—Nos dio todas las pistas, eso sí es cierto —dijo Remi.

—Nos ha obligado a trabajar hacia atrás, desde su tesoro más reciente hasta el primero. Creo que quería que algún huno encontrara los tesoros y utilizara esa riqueza para hacer algo en el mundo… después de conquistarlo. Tal vez deseaba que lo hiciera algún descendiente. Por lo visto, ninguno de sus tres hijos estaba a la altura de la tarea de gobernar el mundo, y él lo sabía con absoluta certeza.

—Ahora que estamos aquí, tengo la impresión de haber pasado algo por alto, alguna forma de distinguir su lápida de las demás —dijo Remi.

—Encontrar su tumba también forma parte de su prueba. Utilizaremos lo que tenemos, fecha y antigüedad, y veremos qué más hay. La catacumba fue utilizada entre los siglos II y VII. La de él estará entre las primeras. Y supongo que tendrá algo que los forasteros no reconocerán, tal vez una señal lingüística, algo que no aparezca en latín.

—Espero que no nos lo haya puesto demasiado difícil a los que no somos hunos.

—Confío en que no. Piensa en todo por lo que Sam y tú habéis pasado. Os está dando lecciones sobre él. Os ha obligado a ir a todos los lugares donde su vida cambió. Os ha conducido desde los últimos días, cuando se hallaba en el cénit de su poder, casado con la hermosa princesa goda Ildico en su fortaleza de la llanura húngara y rodeado de cientos de miles de fanáticos seguidores, hasta el primer momento de su carrera. Ahora sabemos que el inicio fue un triunfo. Fue el momento en que un huérfano de doce años se irguió sobre la tumba de su padre, a punto de ser enviado como rehén a un país desconocido. Y lo que hizo fue jurar que conquistaría Roma y sería enterrado en ella, aquí.

—Pero no conquistó Roma.

—Llegó a un punto en que, si bien estaba en sus manos hacerlo, prefirió reservar su poderoso ejército para otro momento.

—Y murió antes de poder regresar.

—Cierto. Su muerte supuso una tremenda sorpresa para todo el mundo. Durante el largo período en que fue enterrando sus montones de tesoros saqueados y dejando mensajes, estoy seguro de que jamás albergó la menor duda de que conquistaría Roma y se declararía emperador. Cuando volvió al río Po en 452, era consciente de que no quedaba nadie capaz de detenerlo. Flavio Aecio, quien le había impedido extender su reino hasta la costa atlántica, ya no tenía un ejército capaz de plantarle cara. Resultó que la ajustada victoria de Aecio en Châlons-en-Champagne fue la última de cualquier ejército romano occidental, y a mi modo de ver Atila era lo bastante astuto para saberlo. Creo que en 453, a finales de la primavera o principios del verano, cuando empezaba la estación de las campañas, podría haber regresado para atacar Roma. Pero en vez de eso, murió.

Caminaban por la oscura catacumba, con la luz que llevaban en la frente como única iluminación, salvo cuando alguno de ellos apuntaba su linterna a una inscripción o se producía un destello al tomar alguien una foto.

—Leed todas las lápidas que encontréis —dijo Sam desde la retaguardia—. Sacad fotos para ayudar a documentar nuestra ruta.

Siguieron andando, galería tras galería. En un momento dado, Tibor y János se volvieron para mirar un ramal del pasadizo en el que se hallaban, y después corrieron a reunirse de nuevo con el grupo cuando la luz continuó hacia delante.

Sam se detuvo.

—¿También vosotros habéis oído algo? —susurró.

—Parecían pasos en la oscuridad, detrás de nosotros —dijo Tibor—. ¿Los has oído?

—¿Creéis que los hombres de Atila bajaron aquí para proceder a un entierro temprano? —preguntó Remi.

—Exacto —contestó Albrecht—. Suponemos que encontraron un túnel, o incluso una zona de la catacumba, lo bastante antiguo para que nadie lo visitara ya. Después debieron de retirar una losa y los restos humanos que cubría. A continuación hicieron lo que hacían muchas familias romanas: excavar a más profundidad y con mayor anchura en la piedra para crear una cámara. Hubieron de practicar una abertura muy pequeña y estrecha, a fin de que la tumba se confundiera con las miles que la rodeaban. Ahora bien, si el tesoro tiene algo que ver con lo que hemos leído, la cámara sería mucho más grande que cualquiera de las que hemos visto en las criptas.

—Deberíamos pensar más en el método para reconocerla —dijo Remi—. ¿Existe algún símbolo familiar, un juego de palabras con el nombre de Atila, o un mote?

—Hasta el propio nombre invita a la controversia —comentó Albrecht—. Algunos creen que Atila procede del godo, y significa «Padrecito», pues atil significa «padre» y la es un diminutivo. Partimos de la base de que los hunos eran asiáticos y algo más bajos que los pueblos godos de la futura Alemania. También contamos con la descripción de Prisco, quien dice que Atila no era en absoluto alto.

—¿Aceptas eso? —preguntó Tibor.

—No. Creo que contradice gran parte de lo que sabemos de él. Era un líder carismático y un gobernador absoluto, un tirano, si lo preferís, y un guerrero implacable. En determinadas ocasiones utilizaba estrategias tendentes a proteger a su ejército, pero en otras, si convenía a sus propósitos, lanzaba a la caballería contra posiciones fortificadas y aceptaba ingentes bajas como precio de la victoria. No era el tipo de persona a la que uno llamaría «Padrecito», como tampoco el que utilizaría ese nombre.

—¿Cuál es tu teoría favorita?

—Creo que el idioma huno era muy similar al de los búlgaros del Danubio, una lengua turca extinguida en fecha más reciente. En el búlgaro del Danubio, Attila significa, literalmente, «Gran océano» o «Gobernante universal». Coincide con el papel de un rey de los hunos, cuyo trabajo consistía en proporcionar victorias, y por tanto prosperidad, a su pueblo. Tampoco existen indicios de que tenga su origen en algún idioma lejanamente relacionado o en un punto de vista occidental.

El grupo recorrió las tres primeras galerías candidatas a albergar la tumba de Atila. Todas habían sido excavadas y ocupadas antes del año 400. Había inscripciones talladas, pero ninguna contenía los tres elementos necesarios: los nombres correctos de los cónsules del año 453, la edad de cuarenta y siete años y la fecha de una muerte ocurrida durante los tres o cuatro primeros meses del año.

—¿Por qué damos por sentado que Atila decía la verdad en todo momento? —preguntó el capitán Boiardi—. ¿Por qué no poner un nombre, un año, un día falsos?

—Porque no encaja con el que creemos que era su propósito —replicó Albrecht—. A nuestro parecer, su deseo consistía en que la tumba fuera descubierta por el hombre adecuado, un hombre decidido, astuto y perseverante. Creemos que su intención era que los tesoros enterrados aquí y en otras partes fueran utilizados por el futuro líder de los hunos para conquistar el mundo.

Llegaron a la cuarta zona de la lista de Selma, un lugar donde se entrecruzaban galerías como las calles de una ciudad subterránea. Todas las esquinas eran ángulos rectos al final de las manzanas. Los exploradores leyeron inscripciones y tomaron fotografías, como llevaban ya muchas horas haciendo, y después, sin la menor sorpresa audible, se oyó la voz de Remi en la oscuridad casi total.

—Creo que lo hemos encontrado.

Albrecht se detuvo.

—¿Qué?

Se volvió hacia ella.

Remi se hallaba junto a un espacio donde había diversas aberturas cubiertas con losas. Señaló una.

—Creo que aquí está Atila —repitió.

Albrecht se acercó más a la gran piedra que ella estaba examinando. La luz de su frente se sumó a la de Remi para aumentar la iluminación. Los demás se congregaron a su alrededor. Albrecht leyó en voz alta.

—«Fidelis Miles», que significa «Leal Guerrero». «Obit die annus Flavius Opilio et Iohannes Vincomalus vicesimo quinto Ianuariii XLVII». —Rio en voz alta y rodeó a Remi con el brazo—. Creo que tienes razón y que detrás de esta piedra se encuentra el hombre al que estamos buscando.

Siguió una ronda de apretones de manos, palmadas en la espalda y abrazos.

—Retrocedamos un poco para poder fotografiar la losa —dijo Sam—. A partir de este momento, todo ha de ser documentado, medido y fotografiado antes de tocarlo. Albrecht dará las instrucciones.

Dedicaron las dos horas siguientes a documentar la losa y a retirarla con éxito. En el espacio de la plataforma tallada apareció el esqueleto de un guerrero huno del siglo V, muy similar a los que Albrecht había encontrado en el campo de Szeged, en Hungría, a principios del verano.

—Cabe suponer que es el leal soldado.

El hombre, convertido ahora en esqueleto, llevaba pantalones de cuero y una túnica. También portaba una daga, así como una espada larga y recta.

Sam y Albrecht colocaron una tabla debajo del esqueleto, las telas y las armas, y lo llevaron todo al exterior con sumo cuidado para poder depositarlo en un contenedor de plástico rígido y hermético, como un ataúd plano, que sostenían Tibor y János. Lo dejaron a un lado.

Albrecht y Sam empezaron a examinar la pared que había detrás de la estrecha litera tallada en la roca. Sam sacó la navaja.

—¿Puedo tomar una muestra?

—Por supuesto —contestó Albrecht—. En mi opinión, debería tratarse de una pared falsa hecha de yeso.

Sam pinchó y raspó la pared durante unos segundos, y después extrajo un fragmento de unos tres centímetros de grosor.

—Creo que es una capa de yeso que oculta una segunda piedra.

—Vamos a fotografiarla antes de retirarla.

Sam y Albrecht retrocedieron mientras Remi fotografiaba la superficie de yeso. Después fueron extrayendo trozos con cuidado, que examinaron en busca de rastros de pintura o arañazos.

Albrecht se inclinó hacia la abertura y contempló el fragmento de toba encajado detrás del yeso.

—Es una segunda losa. ¡Oh, sí, aquí está! «Sepulcrum Summi Regis». La Tumba del Gran Rey. «Magnus Oceanus». El Gran Océano. «Rex Hunnorum». Rey de los Hunos.

Los demás aplaudieron, produciendo sin duda el sonido más fuerte jamás oído en aquel lugar por espacio de más de mil años. Cuando el estruendo enmudeció, Sam se acercó al capitán Boiardi.

—¿Eso ha sido un eco?

Boiardi escuchó unos segundos y asintió.

—Vamos a ver.

Apagó la lámpara de su frente.

Los dos se alejaron de la tumba y volvieron sobre sus pasos, con las linternas apagadas. Mientras caminaban con sigilo, uno de ellos hacía una pausa de vez en cuando para escuchar unos segundos, y después continuaban. Cuando llegaron al segundo recodo, encontraron una abertura mayor que había sido excavada para una cripta familiar. Sam y Boiardi doblaron el recodo, y entonces encendieron sus luces para ver dónde estaban.

Bañados por la luz había cuatro hombres que habían surgido de repente de la curva y empezaron a forcejear con ellos, con la intención de reducirlos y arrojarlos al suelo de la cripta. Sam, que había practicado judo durante casi toda su vida, derribó al primero en el momento inicial de sorpresa y le asestó un puñetazo demoledor en el pecho. El segundo hombre se había arrojado sobre la espalda de Sam y se había aferrado a él. Sam corrió hacia la pared, se dio la vuelta y lo aplastó contra ella. El individuo se desplomó.

El capitán Boiardi era un agente de policía entrenado en la lucha cuerpo a cuerpo, un hombre alto y más fuerte que cualquiera de sus atacantes. Derribó al primero con una combinación de derechazos a la mandíbula y el pecho, y después puso fuera de combate al segundo mediante una llave de estrangulamiento.

Cuando Sam se agachó para recoger la linterna que Boiardi había dejado caer, vio a dos mujeres acuclilladas en una esquina oscura de la cripta.

Boiardi gritó algo en italiano, y ellas parecieron asustarse. Ambas levantaron las manos.

—No le entendemos.

—No dispares todavía —dijo Sam—. Sé quiénes son.

—¿Quiénes?

—Trabajan para una empresa llamada Consolidated Enterprises, con base en Nueva York.

—¿De qué los conoces?

—Por lo visto, nos han seguido a Remi y a mí a todas partes. Se supone que son cazadores de tesoros comerciales, pero ignoro si es verdad.

—¿Para qué querrían atacar a un capitán de los carabinieri?

—Tendrás que preguntárselo a ellos. Ya nos seguían cuando buceamos en Luisiana, y después otra vez en Berlín. Fueron detenidos en la capital alemana, así como después en Hungría. No sé cómo salieron en libertad, pero podemos llamar al capitán Klein, de la policía berlinesa.

—Ustedes nos tendieron una trampa —dijo la joven de cabello rubio y corto que había seguido a Sam y a Remi en Berlín—. Retiraron los cargos, por supuesto.

—¡Nos retuvieron durante dos semanas! —exclamó el hombre alto de la cabeza rapada.

—No digas nada más hasta que tengamos un abogado —aconsejó otro de los tipos.

—¿Qué les pasa a ustedes, los estadounidenses? —preguntó Boiardi—. ¿Es que solo ven películas de su país? El mundo no necesita que le lean sus derechos. Y si quieren un consejo jurídico, les daré el mejor: nunca ataquen a un agente de policía.

Sam asintió.

—He descubierto que es un consejo excelente. ¿Cómo han entrado en la catacumba?

—Los seguimos —dijo la mujer de cabello castaño—. Entramos en la iglesia en cuanto estuvimos seguros de que se encontraban en la catacumba. Cuando el monje nos vio, dijimos que formábamos parte de su grupo y que llegábamos tarde. Fue muy amable y nos indicó el camino que habían tomado.

—Muy inteligente —dijo Boiardi—. Invasión de propiedad ajena para cometer el robo de tesoros nacionales, pero aun así está muy bien.

—¿Qué van a hacer? —preguntó el hombre de la cabeza rapada.

Boiardi indicó a los seis prisioneros que se acercaran.

—Vengan por aquí si les gustan los tesoros. Van a ver el mayor hallazgo de su vida.

Sam y Boiardi caminaron detrás de los seis intrusos estadounidenses para impedirles la huida y fueron indicándoles el camino hasta llegar a la tumba de Atila.

Sam miró por la abertura. Al otro lado había un espacio mucho mayor, toda una sala tallada en la toba. Mediría unos dos metros y medio de altura por metro y medio de anchura. Vio que habían abierto el lado izquierdo de la cámara, para después taparlo con ladrillos y cerrarlo de nuevo. No le cupo duda de que se trataba de la cámara funeraria de Atila. En mitad de la sala, rodeado de pilas de monedas de oro diseminadas, antaño contenidas en cestas o sacos de cuero que se habían podrido, así como de espadas incrustadas de gemas, cinturones, cuchillos y ornamentos, se hallaba un ataúd de hierro de dos metros por uno veinte.

Los dos carabinieri se encargaron de vigilar a los prisioneros mientras, uno a uno, Remi, Sam, Albrecht y Boiardi atravesaban el estrecho pasaje y empezaban a fotografiar y a cartografiar cada centímetro de la tumba, además de dejar bien claro dónde se hallaba cada objeto. Al cabo de tres horas, se pusieron a recoger todo cuanto rodeaba el ataúd. Lo metieron en cajas, confeccionaron listas y lo cargaron en las ocho carretillas.

Boiardi se acercó a los prisioneros, que estaban sentados en el suelo del túnel con aspecto sombrío.

—¿Y bien? ¿Qué opinan de esto?

La chica rubia se encogió de hombros.

—Me alegra haber podido verlo.

—De modo que posee un alma curiosa y aventurera. Pues yo también. ¿Y el resto de ustedes?

Los otros cinco manifestaron su acuerdo con la cabeza al tiempo que murmuraban diversas frases de asentimiento.

—Bien, porque voy a encargarles un trabajo —prosiguió Boiardi—. Les daré la oportunidad de empezar a saldar su deuda con el pueblo italiano. Pueden ayudar a cargar estos objetos de valor incalculable hasta la superficie.

—Eso no puede ser legal —protestó el hombre de la cabeza afeitada—. No puede obligar a trabajar a unos prisioneros, a menos que hayan sido condenados.

—De acuerdo. Este caballero está excusado de trabajar. Diremos al fiscal que se negó a expiar sus crímenes. Aún no se ha arrepentido. Sargento Baldare, póngale las esposas. En cuanto a los demás, ¿qué quieren que diga al fiscal?

Se oyeron varios «Trabajaré», «Vale» o «Dígale que colaboraré».

—Espere un momento —dijo el hombre de la cabeza rapada—. Yo también colaboraré.

Boiardi hizo un gesto con la cabeza en dirección al sargento Baldare, quien le quitó las esposas.

—Ah, ante todo, una advertencia. Mis hombres no son idiotas. Serán cacheados de arriba abajo al llegar arriba, y el contenido de las cajas se comparará con las fotografías que hemos tomado. Si algo se les ha quedado pegado al bolsillo, sobre su futuro planeará una pintoresca y muy antigua prisión. ¿Entendido?

—Sí —dijeron los seis sucesivamente.

Una hora después, las primeras carretillas de oro, piedras preciosas y armas incrustadas de gemas, pertenecientes en otro tiempo a reyes conquistados, empezaron a desfilar por los largos pasadizos y las escaleras hacia el mundo de la superficie, que no habían visto desde el año 453.

Se requirieron cinco días de trabajo cuidadoso pero agotador para completar la exhumación del tesoro de Atila. En la superficie, donde Selma, Wendy, Pete y tres carabinieri trabajaban para verificar y cargar los objetos, todo funcionaba a las mil maravillas. El primer camión partió hacia el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles a las tres de la madrugada de la primera noche, acompañado de dos coches de la policía camuflados, y un nuevo camión ocupó su lugar.

Los Misioneros de la Divina Palabra hicieron honor a su nombre y dijeron la verdad: se estaba llevando a cabo una investigación arqueológica en la catacumba de Domitila y estaría cerrada al público temporalmente.

El sexto día el equipo llevó cuatro cabrestantes de cadenas y levantó la tapa del ataúd de hierro. Dentro de este hallaron otro de plata pura rodeado de más tesoros de Atila. Había coronas, cetros, dagas y ornamentos personales de cientos de reyes, príncipes, caudillos, sultanes y kanes. Tardaron todo un día en retirar y catalogar los objetos.

El octavo día el equipo levantó la tapa del ataúd de plata. Descubrieron que las antiguas crónicas estaban en lo cierto. El último estaba hecho de oro. Se hallaba rodeado de piedras preciosas de todos los colores, esmeraldas, rubíes, zafiros y granates, así como piezas de jade, coral, lapislázuli, jaspe, ópalo y ámbar; había gemas de todas partes del mundo antiguo.

El último día abrieron el ataúd de oro de Atila. Dentro apareció el esqueleto de un hombre de un metro sesenta de estatura, ataviado con una túnica de seda roja y pantalones, botas de cuero hasta la rodilla y un gorro de piel. Su mano huesuda sujetaba un arco compacto hecho de asta, y portaba una espada y una daga. En el lado interior de la tapa del ataúd de oro había una inscripción.

«Has encontrado la tumba de Atila, rey supremo de los hunos. Si te hallas ante mí, es que eres un guerrero valiente y astuto. Mi último tesoro te convertirá en un rey rico y poderoso. Solo el tiempo, el fracaso y el dolor podrán hacer de ti un rey sabio».