Roma
El avión de Sam y Remi no tomó tierra en el enorme aeropuerto internacional Leonardo da Vinci-Fiumicino, que recibía cuarenta millones de visitantes al año. En lugar de eso, volaron hasta el aeropuerto de Ciampino, situado quince kilómetros al sudeste de Roma. No llevaban equipaje, salvo un ordenador portátil, de modo que pasaron la aduana con celeridad. Tardaron mucho más en abrirse paso entre el tráfico de Roma para llegar al Gran Hotel Saint Regis. El establecimiento era sobrio y elegante por fuera, pero lujoso por dentro, y disponía de espacios públicos adornados con jarrones con flores. En recepción había un mensaje del profesor Albrecht Fischer, invitándolos a su suite de la décima planta.
—Voy a comprar ropa —dijo Remi— y a tomar un baño; después me sentiré preparada para ver a gente.
Miró a Sam, quien no dijo nada.
—Y será mejor que te compre ropa a ti también —continuó Remi—. Parece que hayas estado escarbando en la tierra en busca de huesos como un perro.
—Una noble bestia dedicada a una noble profesión, pero será mejor que te acompañe.
Tras registrarse, pidieron al conserje que les consiguiera un chófer para llevarlos a las tiendas adecuadas con el fin de comprar ropa pret-à-porter de la mejor calidad. Ambos compraron diversas prendas informales, y Sam adquirió un traje, mientras Remi se proveía de un vestido de fiesta, un par de zapatos y un bolso. Volvieron en taxi al hotel y se retiraron a su suite durante una hora, antes de subir a la habitación de Albrecht y llamar con los nudillos.
Cuando la puerta se abrió, daba la impresión de que se celebraba una fiesta. Estaba Albrecht, y Selma Wondrash, al otro lado de la habitación, iba pasando con una bandeja de canapés. Pete Jeffcoat y su novia y compañera de investigaciones, Wendy Corden, actuaban de camareros. Tibor Lazar y su hermano János estaban sentados en un sofá. Había una mesa grande puesta para cenar.
—¡Sam! ¡Remi! —exclamó Albrecht como si anunciara su llegada—. Bienvenidos a nuestro humilde hogar.
Todos los rodearon y les pusieron una copa de vino en la mano.
—Esto es como un sueño —susurró Remi al oído de Sam.
—En efecto. —Se sentaron a la gran mesa—. Lamentamos llegar tarde. Seguíamos llevando la ropa con la que habíamos disputado una pelea a puñetazos.
—Estamos ansiosos por hablar de la tumba —dijo Selma—. Albrecht ha querido esperaros.
El aludido se puso en pie.
—De acuerdo —dijo Sam—. Adelante.
—Bien —empezó Albrecht—, lo que creo que vamos a encontrar es la cámara que contiene los restos de Atila. El mensaje que envía a la gente que halle los cinco tesoros, sean quienes sean, resulta muy claro. Deseaba que lo enterrasen como huésped de una hija de los emperadores Flavios.
—¿Quiénes fueron los emperadores Flavios? —preguntó Sam.
—Vespasiano, Tito y Domiciano, un padre y sus dos hijos, que gobernaron Roma desde el año 69 hasta 96. Construyeron el Coliseo. Vespasiano era un general al mando de las fuerzas orientales, que en esencia se apoderó del trono al aparecer en Roma al frente de su ejército. Eso lo convirtió en un hombre con el que era difícil discutir. Tito y Domiciano fueron los herederos.
—¿Por qué le preocupaban a Atila?
—No estoy seguro. Gozaron de mucho poder y de importantes relaciones en Roma. Fueron los primeros emperadores que intentaron convertir Dacia, en el Danubio, en una colonia, y esa región estaba cerca del territorio de los hunos, pero la anexión no tuvo lugar hasta cierto tiempo después de la muerte de los Flavios.
—Lo cual no parece suficiente —adujo Remi.
—Las conexiones resultan engañosas. Como todo el mundo sabe, el romano que combatió contra Atila en Châlons, en Francia, se llamaba Flavio Aecio. No se trataba de un ciudadano romano, había nacido en lo que ahora es Bulgaria. Fue enviado de joven como rehén de los hunos a la corte de Ruga, el tío de Atila, y ambos se hicieron amigos. Puede que su nombre fuera un motivo de atracción. Tal vez Atila vio en él el modelo de gobernante de Roma.
—Y has dicho que Atila también fue rehén —intervino Remi.
—Sí. Fue enviado a Roma por el rey Ruga a la edad de doce años, en 418. Vivió allí dos años como mínimo, según creo. Lo que vio fue una gran riqueza, junto con una corrupción extrema y conspiraciones criminales. Se dio cuenta de que Roma suponía el trofeo máximo para un conquistador. También observó y estudió las prácticas y las estrategias del ejército romano, el mejor del mundo: sus puntos fuertes, sus métodos y también sus flaquezas. Como procedía de un pueblo guerrero, eso debió de ser lo más interesante para él.
—¿Y por eso quiso que lo enterraran en Roma?
—Lo llevó a constatar que constituía el imperio más grande de su tiempo, y que era vulnerable a él. Deseaba conquistarlo. El sepulcro debía de ser algo secundario, una señal de que él había ganado.
—Y según has dicho, sabías exactamente dónde quería que lo enterraran en Roma.
—Un punto crucial es que ninguno de los primeros emperadores romanos fue enterrado. La costumbre era incinerarlos. Si Atila quería que lo enterraran, como a su padre, su tío, su hermano y otros parientes, sus posibilidades eran limitadas porque prácticamente durante toda la historia de Roma fue ilegal dar sepultura a un cuerpo dentro de los límites de la ciudad.
—¿Qué pasó? —preguntó Tibor.
—Lo que pasó fueron las catacumbas. Los cristianos primitivos creían en la resurrección del cuerpo, de manera que deseaban ser enterrados, al igual que los hunos. Empezaron a excavar túneles en los límites de la ciudad para sepultar a su gente. La primera catacumba fue la de Domitila, una hija de los Flavios, sobrina de Vespasiano y prima hermana de Tito y de Domiciano. El terreno era de su propiedad. Al igual que las otras cuarenta catacumbas posteriores, esa fue cavada junto a una de las carreteras principales.
—¿Cuánto tiempo nos costará encontrar la tumba de Domitila? —quiso saber Tibor.
—No mucho. La dirección es via delle Sette Chiese, 282. Se encuentra al oeste de la vía Ardeatina y la vía Apia.
—¿De modo que es así de sencillo? ¿Está al aire libre?
—No exactamente. En el caso de Atila nada parece ser sencillo. La catacumba de Domitila albergaba ciento cincuenta mil sepulcros. Son quince kilómetros de pasadizos subterráneos en cuatro niveles. Cada túnel mide unos dos metros de anchura y más de dos metros de altura, con plataformas, o depresiones en forma de plataforma, que contenían los cadáveres. Hay derivaciones y habitaciones, cada una de las cuales contiene más nichos rectangulares excavados en la roca, llamada toba, una piedra volcánica blanda que se endurece tras exponerse al aire. Es la que se encuentra en el subsuelo de toda Roma. Si deseabas enterrar a alguien, buscabas un lugar no utilizado o prolongabas un túnel para crear uno, y después excavabas una especie de nicho en la pared y depositabas en él al difunto. A continuación sellabas el espacio con una lápida, en la que tallabas el nombre del difunto, su edad y la fecha de su fallecimiento.
—Pero ¿por qué Atila eligió una catacumba? —preguntó Remi—. ¿Y cómo llegó a saber de su existencia?
—Estoy seguro de que dilucidar y explicar lo que Atila hizo me ocupará el resto de mi vida profesional. Roma era el lugar más famoso del mundo. La gente hablaba de ella. Es probable que Atila fuera educado para admirar a los Flavios, dos de los cuales se hallan incluidos en el grupo que los historiadores llaman «los cinco buenos emperadores». Muchos miembros de la familia Flavia fueron enterrados en las partes más antiguas de esa catacumba. También sabía que la profanación y el saqueo de las tumbas de los monarcas constituía un motivo de preocupación. Nos consta que dejó instrucciones muy detalladas para ocultar su tumba, no hay duda de que Atila era muy astuto. Como Roma estaba llena de gente de todos los países del imperio, es probable que contara con el hecho de que no resultaría sospechoso que un reducido cortejo fúnebre de hunos entrase en una catacumba situada fuera de los límites de la ciudad. Ocultar su sepultura entre las de ciento cincuenta mil personas, en su mayoría cristianos propietarios de escasos bienes que pudieran dejarse en la tumba, parece algo muy propio de Atila. Y, por supuesto, tenemos su palabra de que así se hizo.
—¿La palabra de un niño de doce años?
—Una de las cosas que sabemos con certeza es que la gente que subestimaba a ese hombre solía morir. Y existe otro motivo para tener fe en el joven Atila.
—¿Cuál?
—Aquel año, Atila fue uno de los elegidos como rehenes, no su hermano mayor, Bleda, ni ningún otro. Era la mejor ocasión que se le brindaba a Ruga para infiltrar a un espía en la corte más importante de la Tierra. Para Roma suponía asimismo la oportunidad de entablar una relación con el joven al que consideraban futuro líder de los hunos. Ambos bandos coincidían en quién iba a ser: Atila, de doce años de edad.
—De acuerdo —concedió Sam—. Sabemos dónde se encuentra la tumba, y todos los miembros de la sociedad se hallan presentes. Vamos a planear cómo podemos conseguirlo.
—Me gustaría que fuéramos todos a la tumba para concluir la misión —dijo Remi—. Aunque lleguemos con mil quinientos años de retraso y la tumba haya sido saqueada, todos hemos trabajado para seguir sus instrucciones al pie de la letra.
—Remi tiene razón con respecto al posible final —manifestó Albrecht—. Algunas catacumbas fueron saqueadas por los visigodos, en concreto por los lombardos, primitivos saqueadores medievales. Es posible que no encontremos nada. No obstante, la catacumba de Domitila es la que ha sufrido menos estragos.
—¿Cuáles son las circunstancias legales?
—Hemos estado investigando —intervino Selma—. Los romanos abandonaron la catacumba de Domitila hacia el siglo IX y después se olvidaron de su existencia. En 1873 se volvió a descubrir. Como la mayor parte de la catacumba era un cementerio de los primeros cristianos, fue entregada en propiedad a la Iglesia católica. En 2007 el papa nombró administradores a los Misioneros de la Divina Palabra, una organización de sacerdotes y monjes. En la actualidad unos mil seiscientos metros están abiertos al público, pero han colaborado en proyectos para explorar, cartografiar y fotografiar el resto de la catacumba con fines históricos. Es con mucho la más antigua y la más grande, y la única que todavía contiene los huesos de los cadáveres originales. Hemos llamado al capitán Boiardi, del Comando Carabinieri per la Tutela del Patrimonio Culturale. Ha accedido no solo a proporcionar la seguridad, sino también a interceder por nosotros ante los Misioneros de la Divina Palabra. Les contará que avisasteis a las autoridades después de la excavación en Mantua.
—Maravilloso —dijo Remi—. Nos encanta tenerlo de nuestra parte.
—Llamó hace un rato, y preguntó por ti y por Sam. Le dije que trabajaba para vosotros, y entonces anunció que se presentaría aquí lo antes posible. Ha pedido al Ministerio de Cultura que apruebe este trabajo como proyecto conjunto. Cualquier objeto fechado antes del siglo IX a. C. o después del siglo IV d. C. recibirá permiso para su posible exportación a Estados Unidos. Cualquier otra cosa será negociada caso por caso.
—Se trata de unas condiciones generosas —convino Sam.
—Será positivo contar con respaldo oficial —dijo Albrecht—. Entrar en una catacumba viene a ser como una expedición a una cueva. El suelo es duro y deslizante, si bien razonablemente uniforme y seco. Pero aparte de las zonas abiertas al público, no ha cambiado mucho desde el año 300. No hay electricidad. No se ha sacado de las criptas y sepulcros ningún cadáver. Usaremos únicamente lo que llevemos, y cuando nos vayamos no dejaremos el menor rastro. Se trata de un yacimiento arqueológico de quince kilómetros. Trazaremos el plano y fotografiaremos, pero no tocaremos nada si podemos evitarlo. Tendremos que ser muy prudentes, atentos y pacientes, porque la tumba estará escondida. Vamos en pos de uno de los grandes tesoros de la Antigüedad. Atila empezó a pensar en esa tumba cuando tenía doce años de edad, y no dejó de hacerlo hasta su muerte, treinta y cinco años después. Podemos dar por sentado que encontrarla no será fácil.
—Será mejor que decidamos entre todos cómo queremos hacerlo —dijo Sam—. Sugiero que, antes de bajar a la catacumba, cada uno de nosotros piense en sus capacidades. Si creéis que no estáis en forma para caminar quince kilómetros sobre una superficie de piedra cargados con una mochila, deberíais tener presente que ir y volver supone treinta kilómetros. Si alguno sufre de claustrofobia, es mejor tenerlo claro de antemano. No hay nadie en esta habitación que no se haya ganado el derecho a bajar. Pero también necesitaremos que un equipo se quede en la superficie para vigilar los vehículos, ocuparse de cualquier objeto que subamos, tratar con las autoridades, etcétera.
Los miembros del grupo se miraron unos a otros, pero al principio nadie habló. Por fin, Selma tomó la palabra.
—Yo seré de mayor utilidad arriba.
—Yo bajaré —dijo Tibor.
—Y yo —se sumó János.
—Creo que yo también tendré que bajar —manifestó Albrecht—. Sé lo que estamos buscando.
—Yo prefiero bajar —dijo Sam.
—Y yo —dijo Remi.
—Yo me quedaré con Selma —declaró Wendy.
—Yo también me quedaré arriba —dijo Pete.
—A menos que haya entendido mal a Boiardi —comentó Sam—, creo que aportará a un par de carabinieri para acompañar a los que se queden arriba. Si encontramos el tesoro, nadie mejor que la policía para protegerlo. Ahora vamos a pensar en el equipo que llevaremos. Según parece bajaremos Tibor, János, Remi, Albrecht y yo. Imagino que con Boiardi y otros dos carabinieri seremos ocho. Cada uno deberíamos llevar una carretilla con ruedas, que tendrían que ser grandes y estar bien infladas, como los neumáticos de una bicicleta pequeña. De esa forma, nadie tendrá que cargar con una mochila de treinta kilos y, si encontramos la tumba, podremos empezar a sacar objetos en el primer viaje a la superficie.
—Si no encontramos carretillas de ese tipo, pediré que fabriquen unas cuantas —dijo Selma.
—¿Cuándo creéis que estaremos preparados? —preguntó Remi.
—Hoy es jueves —repuso Selma—. Los martes la catacumba está cerrada a los visitantes. Si podemos concluir las negociaciones con los administradores para entonces, sería el momento de empezar.
Alguien llamó a la puerta, y acto seguido varios camareros con carritos les entraron la cena. Todo el grupo se dirigió a la mesa y siguieron haciendo planes mientras comían. Selma había pedido una amplia variedad de platos y el vino adecuado para cada uno. Había marisco, rosbif, cordero, pollo, así como platos de pasta y varios tipos de ensaladas. La siguiente llamada a la puerta se produjo a los diez minutos de empezar el banquete. Sam fue a abrir.
Ante él se erguía el capitán Boiardi, que vestía un traje oscuro de civil en lugar del uniforme negro.
—Capitán, me alegra que hayas venido tan pronto.
—Si salvaras más vidas de policías, estoy seguro de que siempre contarías con un servicio excelente. —Abrazó a Sam con afecto y le palmeó la espalda—. Me alegro de verte, Sam. —Cogió la mano de Remi y la besó—. Remi, es un placer volver a verte. Confortas mis ojos después de un viaje tan largo.
—Haz el favor de entrar y unirte a la fiesta, capitán —contestó ella—. ¿Te acompaña alguno de tus hombres? Nos alegrará contar con ellos.
—No. Seguro que recuerdas los problemas que tuvimos la última vez, cuando nos vieron al salir de Nápoles. En esta ocasión nos hemos separado y nos hemos repartido las paradas que había que hacer. Yo me adjudiqué la más agradable.
—Gracias —dijo Sam—. Voy a conseguirte algo de comer y de beber. Si no hay nada que te guste, pediremos lo que sea. Al fin y al cabo, estamos en un hotel.
—Tomaré un refresco. O si no, agua. Aún me esperan otras reuniones esta noche.
Sam le acercó un vaso de ginger ale y se sentaron a la mesa.
—El Ministerio de Cultura ha aceptado nuestra propuesta de un proyecto conjunto en la catacumba —informó Boiardi—. También nos han concedido permiso para excavar, nos han conseguido la colaboración de los Misioneros de la Divina Palabra y enviarán a mi escuadrón para ayudarnos. ¿Cuándo habéis previsto que vayamos?
—Nos gustaría empezar el martes, cuando la catacumba se cierra a los visitantes.
—Perfecto. Preferiríamos no tener que desperdiciar hombres para controlar a las multitudes.
—¿Cómo lograste que el ministerio procediera con tanta celeridad?
—Entregasteis al ministerio el primer tesoro, el de Mantua, de manera voluntaria, lo cual puso de manifiesto que sois gente responsable y legal. Luchasteis y salvasteis a los carabinieri de unos criminales, de tal forma que demostrasteis ser verdaderos amigos de la nación, del estudio de la historia y, dicho sea de paso, de mí, Sergio Boiardi.
—Y me alegro muchísimo de haberlo hecho —afirmó Sam—. También pensamos solicitar al ministerio la custodia física de lo que encontremos esta vez.
—Excelente. Estaremos preparados para transportar cualquier hallazgo a un espacio del Museo Archeologico Nazionale en un periquete.
—¿Bajarás a la catacumba con nosotros?
—Sí, y también os acompañarán dos de mis hombres. Asimismo, situaré a otros tres en la entrada con camiones, que estarán en contacto por radio con la policía de Roma, así como un puesto de primeros auxilios.
—Gracias —dijo Sam—. ¿Estarás preparado para bajar el martes?
—Podríamos ir mañana.
—No, el martes está bien. ¿A qué hora crees que deberíamos empezar?
—Las cuatro de la madrugada sería una buena hora. En Roma el tráfico se puso imposible el día en que asesinaron a César. Estamos esperando a que se despeje.