Taraz, Kazajistán
Aquella noche Sam fue a la habitación de Nurin y lo invitó a cenar con él y con Remi. Se lo comunicó mediante una combinación de pantomima y gestualidad, para al final caminar hasta el ascensor e indicar por señas a Nurin que lo siguiera. Cuando lo condujo hasta su habitación, los Fargo le entregaron la carta del servicio de habitaciones.
Le pidieron que utilizara el teléfono para encargar la cena. Habían hecho dibujos de animales de granja y de hortalizas en una hoja de papel, y Nurin captó la idea y pidió lo que cada uno quiso. Mientras esperaban la cena, Remi levantó una revista de la mesita auxiliar y le enseñó fotos de una elegante mujer kazaka con unos zapatos de tacón bajo, un vestido suelto y un hijab que le cubría el cabello. Señaló lo que debía de ser la dirección de una tienda de Taraz. También le enseñó un anuncio de muebles, ropa y artículos para bebés, y señaló aquella dirección. Más avanzada la velada, después de cenar, Remi cogió una libreta y mostró a Nurin una serie de dibujos que Sam había hecho. Sam era ingeniero, de modo que sus trazos eran claros y precisos, e incluían números que explicaban las dimensiones de los objetos.
Los primeros dibujos de Sam eran los de un operario de una fresadora que recibía una serie de tubos y roscaba ambos extremos para poder unirlos entre sí. Sacó los tubos metálicos y se los enseñó a Nurin. A continuación, había un diagrama de una caja de madera grande con las dimensiones escritas encima, y un hombre que la pintaba de negro. Nurin estudió los dibujos y el diagrama. A continuación Remi señaló los dos y le entregó varios miles de tenges. Nurin, que ya estaba ansioso por hacer algo que aliviara el aburrimiento de llevar una semana inactivo en un hotel a la espera de conducirlos de vuelta, aceptó complacido la misión. Solo podían esperar que el chófer comprara lo que deseaban y que encontrara un operario que se encargara de las modificaciones.
Dos días después, por la mañana, una mujer elegante y su marido, vestidos con trajes hechos en Kazajistán, caminaban por las calles de la ciudad empujando un cochecito de niño anticuado de buen tamaño. Como era un soleado día de verano, el cochecito iba provisto de un chal de seda sobre el toldo y sujeto al pie para que el niño estuviera a la sombra y protegido del polvo de las calles. La pareja atravesó el mercado y se esforzó en pasar por delante de todas las mesas y los cajones de una manera muy sistemática. Fueron hasta el final de cada pasillo, volvieron y subieron por el siguiente, sin descuidar ninguna parte del mercado.
El bebé del cochecito guardaba un silencio desacostumbrado. Solo lloró una vez, cuando la madre introdujo la mano por debajo del chal de seda para ajustar la manta. La mujer le dio unas palmaditas, y al cabo de un minuto o poco más el llanto cesó, y después de unos cuantos balbuceos el niño volvió a dormirse.
Cuando la pareja hablaba entre sí, lo hacía en voz baja en francés o alemán. Tras explorar todo el mercado, continuaron su paseo. Recorrieron algunas manzanas alrededor del mercado y regresaron al hotel Zhambyl. Unos minutos después su chófer, Nurin, salió al aparcamiento cerrado, dobló el cochecito y lo guardó en el maletero del coche. Al mismo tiempo, si alguien hubiera estado interesado, habría visto a la mujer cargada con un ordenador portátil y al marido con un aparato menos conocido llamado magnetómetro, que subió a su habitación envuelto en la manta del bebé.
Una vez en sus aposentos, los Fargo utilizaron el ordenador para convertir todos los datos del magnetómetro en un plano magnético del mercado central de Taraz. Lo enviaron a Selma y a Albrecht a su casa de La Jolla. Después, bajaron a comer al restaurante del hotel.
La dieta kazaka dependía sobre todo de la carne. Sam y Remi consiguieron evitar la que provenía del caballo, incluidas las salchichas, así como los sesos de cordero y el kuyrdak, un plato que combinaba las entrañas de diversos animales. En su lugar pidieron kebabs, con piezas de carne que creyeron reconocer como de ave, y tandry nan, una especie de pan, y quedaron muy complacidos.
Cuando volvieron a su habitación, el móvil nuevo de Remi zumbó.
—¿Hola?
—Hola, Remi, soy Selma. ¿Estáis los dos ahí?
—Hola, Selma. Sí, Sam está conmigo.
—Me encantó lo del bebé llorando. ¿De dónde lo sacaste?
—Lo encontré en YouTube y lo grabé en un disco. Introduje la mano en el carrito, lo reproduje una vez y luego lo apagué.
—Albrecht está conmigo, y se está poniendo un poco impaciente.
—Vale —dijo Remi—. Hola, Albrecht.
—Hola, Remi. Hola, Sam. Vuestro éxito ha sido admirable. Habéis trazado el plano de todo el mercado central, o de lo que hay debajo. —Soltó una carcajada—. No os lo había dicho antes, pero tenía miedo de que Atila tal vez se estuviera refiriendo a algún cementerio de las afueras de la ciudad. Los primitivos hunos de Asia solían elegir un valle remoto y enterrar a su gente bajo túmulos en él. Si ese hubiera sido el caso, nunca la habríamos encontrado. Pero, por suerte, esto es diferente.
—¿Crees que el gran rectángulo cercano al centro es la tumba?
—Distingo varias características subterráneas notables: una pared larga, que en algún momento dado quedó reducida a una hilera de rocas sobre las que un hombre habría podido caminar, los contornos de algunos edificios primitivos y un sólido bloque de piedra rectangular. Comparé su firma magnética con la del río Po, en Italia, y con la que encontramos en el viñedo de Kiskunhalas, en Hungría. También comprobé las dimensiones de las tumbas de la orilla del Danubio y las cotejé. No tenemos lecturas de la cámara de Francia ni de la de Transilvania. Pero esta posee la misma forma y presenta una anomalía magnética idéntica, la misma alteración del campo magnético de la tierra, de las que tenemos. Como las demás, se trata en apariencia de una habitación vacía, ya que de lo contrario la firma sería mucho más potente.
—¿Has llegado a medir el lugar exacto?
—Sí. Está en la zona que inspeccionasteis. En vuestro tercer desplazamiento, fuisteis de izquierda a derecha. A los cuatrocientos diecisiete metros de ese pasillo, pasasteis por encima de la primera pared de la cripta. Se halla a unos dos metros por debajo de la actual superficie. A los cuatrocientos veintidós metros, llegasteis al final de la cámara.
—Albrecht, ¿sabes si era una cámara enterrada, para empezar? —preguntó Remi.
—A partir de estos datos no podemos saberlo, pero se encuentra por debajo de los elementos que la rodean, como si ya fuera subterránea antes de que los construyeran. Y es la única estructura de la zona que concuerda con lo que sabemos de una cripta huna del siglo V.
—¿Quieres hacernos alguna pregunta?
—Cuando estabais paseando por la zona, ¿observasteis alguna indicación de que hubieran alterado el terreno cercano a la misma? ¿Alguna señal de que hubieran excavado?
—No vimos ninguna —contestó Sam—. Ni siquiera sabemos si los hombres de Poliakoff están aquí buscando la tumba de Mundzuk o solo siguiendo nuestra pista.
—¿Ya sabes qué vais a hacer?
—Estamos en ello. Llamaremos si logramos algo. Buenas noches.
Sam y Remi fueron a la habitación de Nurin y examinaron la caja de madera grande que había hecho. Medía un metro y medio de lado y tenía una sección inferior provista de goznes que estaba ensamblada mediante clavijas encajadas en agujeros, lo cual permitía separarla.
Sam explicó, con la ayuda de gestos y del reloj, su deseo de que Nurin los llevara a Remi y a él al mercado, y los ayudara a montar la caja para que estuviera dispuesta a la una y media de la madrugada. Conectó su equipo electrónico para cargarlo y se fue a dormir.
Despertaron a la una, se vistieron, guardaron sus aparatos, todos recargados (el ordenador, el taladro que funcionaba con baterías, las brocas de acero del taladro, linternas, unidades y tubos de fibra óptica), en las mochilas y fueron a la habitación de Nurin. Estaba despierto y preparado, y la caja de cinco piezas ya se hallaba en el maletero del coche. Los condujo hasta el mercado y los ayudó a trasladar las piezas hasta el lugar desierto.
Los toldos de los puestos aún seguían levantados, pero las mesas y los cajones estaban vacíos. Las tiendas que bordeaban el mercado estaban todas cerradas, con puertas correderas sobre la fachada para impedir robos. Había luces encendidas en algunas calles situadas al otro lado de las tiendas, pero el contraste lograba que el mercado estuviera sumido en una oscuridad más intensa bajo sus toldos y tejados.
Nurin ayudó a Sam y a Remi a montar la caja negra, y después Sam palmeó el brazo del chófer y señaló en dirección a su coche. Nurin se alejó.
En cuanto se fue, Sam sacó el magnetómetro y Remi lo conectó con el ordenador portátil. Avanzaron unos metros por el pasillo y volvieron sobre sus pasos para comprobar de nuevo el lugar exacto donde la alteración en el campo magnético empezaba y terminaba. Colocaron otra vez la caja negra en un espacio situado directamente encima de la anomalía. Era idéntica a cualquier puesto del mercado. Después Sam levantó la sección provista de goznes de la caja para dejar que Remi se metiera en ella, mientras él guardaba el magnetómetro en la mochila, sacaba otros aparatos y se reunía con su mujer en el interior de la caja.
El espacio era angosto, pero lo había diseñado para disponer del espacio suficiente que le permitiría efectuar los movimientos que necesitaba realizar. Acopló una broca con un mango de metro veinte diseñada para taladrar troncos y vigas gruesos. Después apoyó la broca en el suelo y empezó a taladrar. Casi todo el suelo del mercado estaba compuesto de tierra fina y arenosa, apisonada por el paso de multitud de personas. Tardó poco en horadar toda la profundidad del largo de la broca. Cuando el taladro casi tocó el suelo, aflojó las cuñas para expulsar el mango, cogió otro, al que un operario pagado por Nurin había fijado un tornillo y lo acopló al primero. Acto seguido, encajó el mango extendido en el taladro y continuó taladrando. A unos dos metros de profundidad, tocó superficie dura.
Sam extrajo el taladro y retiró con cuidado la extensión y la broca original. Introdujo el visor de perforación rígido de fibra óptica en el hueco y lo empujó hacia abajo. La imagen de lo que estaba captando apareció en la pantalla del ordenador portátil de Remi. Era clara y precisa ya que el extremo del visor era una cámara de vídeo en color provista de un foco luminoso. Después de que Remi conectara el visor y recibiera la imagen, lo movió un poco de arriba abajo.
—Creo que estamos de suerte —dijo—. Has llegado hasta la parte superior del rectángulo, y o bien has perforado la superficie de piedra con el taladro o lo has encajado entre dos piedras. La siguiente capa parece de madera. Posee una textura rugosa.
Volvió la pantalla hacia él.
—A mí también me parece madera —dijo Sam—. No tiene corteza, de modo que puede que sean tablones gruesos en lugar de troncos de árboles.
—Pues vuelve al trabajo.
Sam introdujo otra vez la broca, le acopló la extensión y se puso a taladrar. La madera era dura y la fibra gruesa, pero sabía que no estaba taladrando piedra. Procedía con cautela para no romper el taladro; no tenía otro. Al cabo de unos diez minutos se hundió de repente unos cuantos centímetros.
—Hemos atravesado la madera —anunció—. Ya hemos llegado.
Extrajo el taladro y su extensión y los dejó a un lado. Los Fargo introdujeron el aparato de fibra óptica en el nuevo mango, mientras Remi miraba la imagen en la pantalla. Cuando el foco del extremo y la cámara llegaron al lugar donde el taladro se había hundido de repente, el espacio ganó amplitud y la imagen del ordenador cambió.
Mientras bajaban y giraban el aparato, vieron con claridad el interior del cubículo rectangular.
—Es la tumba —dijo Remi—. Lo estoy grabando.
Con dificultad, Sam se movió en el estrecho espacio de la caja para reunirse con ella delante de la pantalla del ordenador. Vieron un cuerpo, un esqueleto, tendido sobre una esterilla en la parte posterior de la tumba. Iba ataviado con ricas vestiduras de color rojo, una capa, un par de botas altas y un fragmento de casco que no reconocieron. El gorro, o casco, mediría como mínimo sesenta centímetros de largo, tenía forma de cono estrecho, con un complicado trabajo de orfebrería que sobresalía unos cinco centímetros por encima de la frente. Llevaba un cinturón con una larga espada recta dentro de su funda, así como una daga la mitad de larga. Botones de oro sujetaban la chaqueta, y el conjunto estaba tachonado de más botones de oro. La cámara abundaba en armas, incluido un escudo redondo de superficie chapada en plata, arcos y carcajes llenos de flechas. Vieron joyas de jade y oro, estuches de ébano tallado, sillas de montar y bridas adornadas con más oro.
Manipularon la fibra óptica, el tamaño y brillo de la imagen en el ordenador, y buscaron la parte más importante del tesoro, el mensaje de Atila. Alrededor de veinte minutos después habían grabado todos los objetos de la tumba.
—No he visto nada que pudiera ser el mensaje de Atila, ¿y tú? —susurró Remi.
—No. Voy a intentar otra cosa.
Sam recuperó el aparato rígido y se puso a trabajar en él. Quitó los tubos metálicos que alojaban el cable y después la extensión. Le quedó en las manos una fibra óptica larga, negra y aislada. En un extremo estaba la punta redondeada con el foco y la cámara diminuta. Lenta y cautelosamente introdujo el cable flexible en el agujero practicado por el taladro. Tuvo que subirlo cuatro o cinco centímetros muchas veces para enderezarlo o hacerlo girar con el fin de sortear algún obstáculo. Por fin, transcurridos largos minutos, consiguió introducirlo y lo torció un poco para poder ver los lados de la cámara de piedra.
—Espera. Veo algo.
—Allí —dijo Remi—. Allí está.
Cogió el cable de fibra óptica y le dio vueltas con los dedos para poder dirigirlo. La imagen era un conjunto de profundos arañazos grabados con un cuchillo en la pared. Ego Attila filius Munzuci. Continuaba, y Remi lo grabó todo entero, lo envió al ordenador de Selma y después lo copió en el disco, que quitó y guardó en el bolsillo de los pantalones de Sam. Empezaron a desmontar el equipo y a ponerlo en las mochilas. Cuando empezaban a abrir el fondo provisto de goznes de la caja, Sam se detuvo.
—Espera —susurró—. He oído algo. Pasos.
Remi cerró el ordenador, apagó la luz de la fibra óptica y la sacó del agujero. Sam la guardó en una mochila, junto con el taladro y la broca, mientras Remi embutía el ordenador en otra mochila.
Escucharon. Remi apoyó la cabeza en el suelo y miró a través de la abertura del borde.
—Son hombres. Cinco… No, seis. Vienen hacia aquí, nada más y nada menos.
Los pasos fueron aumentando de intensidad, así como las voces de los hombres. Se oyeron risas. Eran fuertes y joviales. Se oyó el ruido metálico de una botella que caía en el interior de un bidón de acero vacío utilizado como cubo de basura. Sam y Remi permanecieron inmóviles, casi sin respirar.
Los pasos sonaban tan cerca que Remi creyó poder distinguir a cada hombre de los demás. Había uno que daba la impresión de llevar una piedra en el zapato, porque era como si arañara el suelo para quitársela de debajo del pie. El tipo llamó a sus amigos cuando se alejaron.
A continuación se oyó un crujido. El hombre se había sentado encima de su caja. Se quitó un zapato, y cuando lo sacudió para quitarse la piedra, oyeron el chirrido de las clavijas en los agujeros. Se calzó de nuevo y se ató los cordones, y poco más tarde oyeron que corría en pos de sus amigos.
Remi soltó el aire contenido y se apoyó en Sam. Estuvieron sentados inmóviles unos minutos más, y después ella miró fuera de nuevo.
—Despejado.
Abrieron la sección provista de goznes de la caja, salieron a gatas, se colgaron las mochilas a la espalda, desengancharon tanto los lados de la caja como la parte superior y los amontonaron. Sam sacó un casquete del extremo del aparato de fibra óptica, lo introdujo unos cinco centímetros en el interior del agujero que había taladrado, vertió tierra encima y lo pisoteó un par de veces.
Empezaron a alejarse del lugar hacia el borde del mercado, cargados con las piezas de sus cajas. Entonces oyeron el ruido de un coche que se ponía en marcha. Se apretaron contra una pared en sombras y esperaron a que el automóvil frenara, con los faros apagados, y se detuviera. Nurin bajó y abrió el maletero. Guardaron en el interior la caja doblada, así como las mochilas. Subieron al coche y Nurin se dirigió hacia el hotel Zhambyl.
Sam sacó su teléfono y llamó a Selma.
—¿Sam?
—Sí. Ahí son las cinco de la tarde, más o menos, ¿no?
—Exacto. Y las cinco de la mañana para vosotros.
—Remi acaba de enviarte el vídeo del interior de la tumba, incluido el mensaje.
—Lo tenemos y es increíble. Aquí está Albrecht.
—Sam. ¿El otro bando sabe dónde está la tumba?
—No. Cuando los vimos, daba la impresión de que estaban esperando a alguien, no buscando con equipo arqueológico. Estaban sentados a una mesa en una terraza.
—En ese caso, te imploro que no intentéis excavar. No es esencial que seamos nosotros quienes excavemos la tumba de Mundzuk, y tratar de hacerlo podría suponer vuestra muerte. En cuanto lleguemos, enviaré una carta, junto con el plano magnético y la posición exacta marcada, a la Universidad Estatal de Taraz y al gobierno nacional, en Astaná. El país se enorgullece muchísimo de su patrimonio, y tiene más derecho al sepulcro que habéis descubierto que nosotros.
—¿En cuanto lleguéis? ¿Aquí?
—A Roma, Sam. ¡A Roma!
—¿Qué?
—Así es. No has leído el mensaje. Dice: «Yo soy Atila, hijo de Mundzuk. Mi padre ha muerto y van a enviarme a Roma para asegurar la paz, pero un día conquistaré Roma. Has encontrado a mi padre aquí, pero yo seré enterrado en Roma, invitado por la hija de los emperadores Flavios».
—¿Te sugiere eso algún lugar?
—Sé exactamente dónde está. He estado allí.
Selma intervino.
—¿Sam? Ya he reservado vuestro avión. Os estará esperando en el aeropuerto de Taraz a mediodía de hoy. Es increíblemente caro, pero os llevará a Roma, donde os estaremos esperando. Nos alojaremos en el Gran Hotel Saint Regis.
—Intentaremos hacer un hueco en nuestra agitada agenda social. Adiós, Selma. Hasta la vista.
Nurin paró delante del hotel y después de que los Fargo bajaran fue a aparcar el coche detrás del edificio. Cuando Sam y Remi se dirigieron a su habitación y abrieron la puerta se quedaron petrificados.
Habían registrado sus aposentos de cabo a rabo. Los colchones y sus soportes estaban apoyados en la pared, todos los cajones de las cómodas se encontraban apilados en dos pulcros montones y habían volcado las sillas para mirar debajo de los asientos. Habían sacado las almohadas de sus fundas. Las toallas que habían estado apiladas en el armario de la ropa blanca colgaban sobre la cortina de la ducha. La alfombra persa estaba enrollada.
—La expresión «tener la habitación desordenada» no es de aplicación en este caso, ¿verdad? Es el allanamiento más pulcro que he padecido en mi vida.
—Son profesionales. Lo hicieron con sigilo, para que ni los huéspedes ni los empleados del hotel oyeran nada.
—¿Qué vamos a hacer al respecto?
—Nurin —dijo Sam. Se volvió hacia la puerta.
—Oh, no.
—Coge el ordenador portátil y deja todo lo demás.
Cerraron la puerta y corrieron a la habitación de Nurin. Llamaron con los nudillos, pero no hubo respuesta. Salieron corriendo a la calle y rodearon el edificio. Allí estaba Nurin, echado sobre el coche. Dos de los hombres de Poliakoff, a los que habían reconocido por haberlos visto en su mansión, se encontraban con él. Uno de ellos lo apuntaba con una pistola mientras el otro le propinaba puñetazos. Nurin estaba doblado en dos, incapaz de hacer otra cosa que utilizar los brazos para intentar proteger sus órganos vitales.
Sam y Remi se fueron acercando poco a poco con sigilo, con la esperanza de que los gemidos de Nurin ahogarían sus pasos. En casa, ambos se habían entrenado durante años para hacer frente a cualquier situación desagradable que se les pudo ocurrir. Ambos sabían que solo debían temer al hombre de la pistola y que los dos tendrían que atacarlo al mismo tiempo.
En cuanto estuvo lo bastante cerca, Remi dio dos zancadas rápidas y saltó. Llevaba el ordenador portátil alzado sobre la cabeza con ambas manos, y lo inclinó para golpear con el delgado borde la nuca del pistolero.
En el último medio segundo, el hombre oyó o presintió la presencia de los Fargo. Se volvió a tiempo de que el ordenador se estrellara contra su ceja. El impulso que imprimió Remi al portátil le fracturó la nariz, al tiempo que el lado plano le tapaba la vista un instante.
Cuando el hombre osciló hacia atrás, el potente puñetazo de Sam bajo el esternón le rompió dos costillas e hizo que se doblara en dos. Sam le agarró la mano y la muñeca con la que empuñaba la pistola, lo obligó a volverse y le retorció el brazo a la espalda, para luego empujarlo de cabeza contra el coche mientras le arrebataba el arma.
El hombre que había estado golpeando a Nurin levantó las manos y retrocedió, pero Nurin utilizó los pies para impulsarse desde el coche y propinarle un cabezazo en el plexo solar, como un linebacker, hasta mandarlo contra el costado del edificio. Era difícil saber qué heridas había recibido aquel tipo, pero se quedó tendido sobre el asfalto, mientras se agarraba el tórax y jadeaba en busca de aire. Nurin le propinó una patada en la cara digna de un futbolista.
Sam se apresuró a interponerse entre Nurin y su enemigo, al tiempo que negaba con la cabeza.
—No, Nurin. Por favor. No queremos matar a nadie.
El tono tranquilizador de Sam refrenó a Nurin y pareció devolverlo a su calma habitual. Asintió y se apoyó en su coche, se tocó la boca y contempló la sangre de sus dedos.
Sam señaló a los dos hombres y acto seguido alzó las manos como si las tuviera esposadas. Nurin abrió el maletero del coche y sacó un rollo de cuerda de nailon con la que Sam los ató; además, utilizó cinta aislante guardada en el maletero para amordazarlos. A continuación abrió la puerta del conductor y empujó a Nurin hacia ella.
—Hemos de irnos ya. Llévanos, por favor.
Fingió manejar el volante.
Nurin subió y puso en marcha el coche, y después los miró, medio atontado por la paliza y sin comprender muy bien qué quería Sam. Cuando salió del aparcamiento, Remi abrió el ordenador portátil.
—Es asombroso lo resistentes que son estos trastos —murmuró, mientras tecleaba la palabra «aeropuerto» en el buscador de internet.
Había una imagen en color de un aeropuerto importante que parecía Heathrow, con un grupo de aviones congregados en la terminal. Dio unos golpecitos a Nurin en el hombro e inclinó la pantalla hacia él.
Después de eso, el joven condujo veloz y confiado en dirección al aeropuerto de Taraz, que se hallaba al otro lado del límite sudoeste de la ciudad. Casi todo el tráfico iba en esa misma dirección, trabajadores, comerciantes y campesinos que acudían a la gran urbe mientras el día se desperezaba.
Mientras Nurin conducía, Remi tecleó un poco más. Bajó un plano del sur de Kazajistán, y después ajustó la pantalla hasta que quedó centrada la ruta de Taraz a Almaty. Cuando Nurin llegó al aeropuerto, ella levantó el portátil para que pudiera verla. Señaló a Nurin y luego el plano.
—Vuelve a Almaty, Nurin. —Se señaló a sí misma, a Sam y la terminal—. Nos vamos.
Utilizó la mano para imitar un avión que despegaba.
Sam sacó todos los tenges del billetero así como casi todos sus dólares estadounidenses en metálico, los entregó a Nurin y le dio una palmada en el hombro.
—Gracias, Nurin. Eres un hombre valiente. Vete a Almaty antes de que alguien encuentre a los dos rusos.
Alzó el ordenador y recorrió con el dedo la ruta desde Taraz hasta Almaty.
Remi y él bajaron del coche, se despidieron dando la mano a Nurin y entraron en la terminal. Remi se detuvo cuando Sam se acercó al mostrador de los billetes y se volvió para mirar. Nurin se estaba alejando de la terminal. Cuando llegó a la curva que daba acceso a la autopista, vio que se calaba las gafas de sol y giraba hacia el este en dirección a Almaty.
A media tarde, Sergei Poliakoff bajó de su avión en el aeropuerto de Taraz. Detestaba abandonar Nizhny Novgorod ahora que ya era un hombre maduro y sin problemas económicos. No le habría importado ir con Irena a París, Barcelona o Milán, pero ir a aquel lugar olvidado de la mano de Dios le había costado todo un día y una noche, y allí estaba, sobre un montón de arena y rocas. Lo único que había averiguado antes de salir de casa era que Sam y Remi Fargo habían sido vistos en Taraz. Apenas podía creer que continuaran su búsqueda de los tesoros hunos, como si nada grave les hubiera sucedido.
Poliakoff era consciente de que los Fargo solicitaban ayuda con frecuencia, o incluso apoyo, a diversos aliados y autoridades. Pero ir allí era de locos. Fargo acababa de rescatar a su esposa y había obligado a Poliakoff a quemar su propia casa. ¿Acaso nunca había oído hablar de la palabra «venganza»?
Los agentes de policía que habían estado excavando alrededor de las ruinas humeantes de la casa de Poliakoff opinaban que el contenido químico de la ceniza y los escombros del sótano era único en sus archivos. No tenían ni idea de cuál era su composición, y Poliakoff confiaba en que no tuvieran suficiente paciencia para analizarla. Había nacido en Rusia y sabía que una «sustancia química desconocida» documentada en un informe de la policía podía pasar algún día por cualquier cosa, incluso algo peor que la verdad. En consecuencia, no había permitido que la sustancia continuara constituyendo un misterio. Había afirmado en su declaración que la mezcla consistía en los residuos de diversos compuestos químicos, porque había estado trabajando en un laboratorio químico en su sótano con el fin de preparar fármacos que salvarían vidas.
Los dos caballos de carreras que pertenecían a sus hijas habían sido encontrados sanos y salvos en el campo de un granjero, a unos treinta kilómetros de su casa, de modo que eso no le había planteado ningún problema. Pero detestaba que aquella pareja, causante de su desgracia, diera muestras de no tener miedo de caer en sus manos por segunda vez. Era un error que los Fargo no tuvieran miedo. Hacía días que había enviado a cuatro hombres a Taraz para vigilarlos. También tenía a un grupo de trabajadores de plataformas petrolíferas de Atyrau buscando la tumba del padre de Atila en las colinas.
Cuando llegó a la zona de recogida de equipajes, vio que dos de sus hombres estaban esperándolo. Uno de ellos, el rubio, había colaborado en el secuestro de Remi Fargo, lo último que había hecho bien.
—Dime qué ha pasado ahora —le espetó cuando se acercó.
—Estuvieron aquí —dijo el rubio.
—¿Estuvieron aquí? ¿Dónde están ahora?
—Despegaron hace un par de horas.
—¿En dirección a…?
—Presentaron un plan de vuelo con destino a Odessa.
—¿Odessa? Ese no es su destino. Es una escala para repostar.
Alzó la vista hacia el edificio de la terminal. Tendría que imaginar una forma de descubrir el plan de vuelo que presentarían en Odessa.
—¡Allí! —El rubio señaló—. Danil y Leo. Fueron a su hotel a registrar la habitación. Habrán encontrado algo.
Poliakoff vio que los dos hombres bajaban de un taxi y corrían hacia él. Uno de ellos tenía la cara amoratada, y el otro apenas podía hablar. No necesitó preguntarles qué había pasado. Ya lo sabía.
Volar significó un alivio para Sam y Remi. Estaban tumbados, con los respaldos de los asientos echados hacia atrás y las piernas levantadas, en grandes asientos de cuero similares a butacas mullidas en exceso. Después de que el avión privado aterrizara en Odessa, Sam miró por la ventanilla y vio que la tripulación de tierra calzaba el aparato, y después enganchaba mangueras y empezaba a repostar. Oprimió el botón del número de Tibor Lazar en Hungría. Sonó una vez y enseguida oyó la voz de Tibor.
—¿Sam?
—Sí.
—¿Cómo va la búsqueda hasta el momento?
—Ha terminado. Dejémoslo así. ¿Recuerdas la mañana en que íbamos en tu coche a Budapest y todos accedimos a ser socios en este proyecto?
—Por supuesto.
—Bien, ha llegado el momento de volver a reunirnos todos una vez más. Hemos leído el quinto mensaje. Vamos a localizar y a abrir la tumba de Atila.
—¡Yujú! —exclamó Tibor. Era un grito gutural, una celebración.
—Id a Roma. Tendréis una habitación en el Gran Hotel Saint Regis. Puedes llevar a János y a todos los que quieran. Aseguraos tan solo de que los hombres de Bako no os siguen y de que nadie sepa vuestro destino.
—Iré con János, pero dejaremos a los demás aquí para que nos avisen de cualquier movimiento de Bako y sus hombres.
—De acuerdo. Id lo antes posible.
—Partiremos esta noche. No me perdería esto ni que tuviera que ir a pie a Roma.
Sam colgó.
—Bien, parece entusiasmado.
—Sin ese entusiasmo, los demás estaríamos muertos. Albrecht, tú, yo.
—Cierto. —Sam vio que los dos hombres de mantenimiento desenganchaban las mangueras del avión privado—. Da la impresión de que estamos a punto de dirigirnos hacia nuestra última escala.
—Yo sí. Quiero una buena vista de Roma, un hotel bonito, un baño y un vestido que demuestre lo poco que he comido desde Moscú. Y quiero dormir en una cama una noche seguida como mínimo, en lugar de ir por ahí cavando agujeros.
—Parece que todo eso se halla a nuestro alcance. Una última excavación y habremos terminado.