Estepa rusa
Por la mañana arribaron a una pequeña estación situada al este del Volga, lo bastante lejos de Nizhny Novgorod para que el revuelo causado por el Tucker no llegara a los oídos de sus enemigos. El hombre alto de la camisa hawaiana abrió el maletero de la parte delantera del coche y les enseñó dos maletas de piel.
—No los dejarán subir a un tren con ese aspecto. Será mejor que se lleven algo de ropa al lavabo, se aseen y se cambien.
Abrió la maleta que llevaba las iniciales C C, y Sam eligió unas cuantas prendas masculinas. La marcada como J C contenía ropa de mujer para Remi. El señor C. cerró las maletas y el maletero, mientras Sam y Remi iban a la estación a cambiarse. La ropa les iba larga, pero se subieron un poco las perneras de los pantalones y salieron con un aspecto casi normal, a tiempo de ver que el señor C. supervisaba la carga de su Tucker en un vagón especial utilizado para mover equipos pesados. A continuación lo inmovilizaron con cadenas y lo cubrieron con una lona para protegerlo del polvo y la lluvia, y después cerraron el vagón a cal y canto.
Los Fargo y los C, sus rescatadores, esperaron unas horas en la terminal a un tren llamado Rossiya n.º 2, que hacía la ruta Moscú-Vladivostok. Tardaría siete días y recorrería 9900 kilómetros. Sus nuevos amigos, quienes daban la impresión de conocer cualquier punto de la Tierra, pero no decían cuándo habían viajado allí, inspeccionaron cómo enganchaban el vagón especial al convoy y después ayudaron a Sam a comprar dos literas en el Spliny, coche-cama de primera clase, hasta la ciudad rusa de Omsk.
En cuanto estuvieron en el tren, atravesando la estepa rusa, Sam pidió a C. C. que le prestara su teléfono móvil. Fue a su sala de estar privada, se sentó al lado de Remi y conectó el altavoz. Llamó al número que el hombre del consulado de Estados Unidos en Moscú le había dado.
—Soy Sam Fargo —dijo.
La operadora le pasó de inmediato a otra línea.
—Hola, Sam. Soy Hagar.
—Hola. Gracias por aceptar mi llamada.
—¿Dónde estás?
—En el Transiberiano con mi esposa, que está sana y salva. También creo que deberías saber que el caballero que era su anfitrión, el señor Poliakoff, ha tenido mala suerte. Se le incendió la casa, y algunos de sus empleados han resultado heridos.
—Tengo entendido que ardió hasta los cimientos y que la policía está investigando ciertas sustancias misteriosas almacenadas en su sótano.
—Muy interesante. Bien, muchísimas gracias por ayudarme cuando lo necesitaba.
—Nos habría gustado hacer más, pero supongo que el señor P. no era tan malo como él creía. Nuestro amigo mutuo de Langley te envía sus felicitaciones y sus respetos a la señora Fargo.
—Gracias.
Sam finalizó la llamada y después marcó el número de su casa de La Jolla.
—¡Sam! ¿Eres tú?
—Pues sí. Y Remi está conmigo, en un tren.
—Gracias a Dios. ¿Adónde vais?
—A la siguiente parada. A donde íbamos cuando ocurrió todo esto.
—¿Estás seguro de que quieres…?
—No nos apetece abandonar solo porque el otro bando se haya puesto desagradable. Por lo tanto, seguimos en la dirección correcta. Puede que nuestra ruta sea un poco menos predecible.
—¿Puedo enviar a Pete y a Wendy para que os ayuden?
—Solo envía algo de equipo, de momento. Consíguenos un hotel en Taraz, en Kazajistán, y mándalo todo allí. Necesitaremos un boroscopio de inspección industrial de fibra óptica con tubos metálicos rígidos telescópicos. También una cámara y una luz, cuya anchura no exceda de los seis milímetros. Es posible que precisemos unos cinco metros de extensión. Además, añade un ordenador portátil y un magnetómetro.
—Dalo por hecho.
—Y descarga en el ordenador cualquier información que consigas sobre la ciudad de Taraz, el padre de Atila o la arqueología en esa parte del mundo. Tendremos que hacer un cursillo intensivo para obtener resultados.
—Nos pondremos a trabajar en ello ahora mismo. Cuando Remi desapareció, dejamos paralizada la búsqueda del tesoro.
—Gracias —dijo Remi—. Ahora ya estoy libre, y los dos nos encontramos bien, así que podemos reemprender lo que estábamos haciendo.
—Estupendo. Deja que dé a Albrecht y a los demás la buena noticia, y nos pondremos en contacto lo antes posible.
Sam devolvió el teléfono a C. C. Al cabo de poco, los Fargo estaban sentados viendo desfilar la estepa ante la ventanilla, aunque lo que se veía a lo lejos no cambiaba nunca. La llanura siempre estaba en movimiento, los vientos azotaban los mares de hierba y la ondulaban como si fuesen olas. Las distancias eran enormes. Sam y Remi se durmieron, y cuando despertaron vieron la misma panorámica: las llanuras cubiertas de hierba, el cielo y lo que parecía una cantidad interminable de raíles y traviesas que hacían resonar las ruedas bajo su vagón.
Al cabo de unas horas, sin previo aviso, el tren redujo la velocidad y llegó a una pequeña estación. Había lugareños en el andén, todos ellos congregados para vender alimentos y artículos de primera necesidad locales: fruta fresca, pan, té caliente y diversos tipos de pasteles.
La primera vez que eso sucedió, sus nuevos amigos, los C., acudieron a su sala de estar.
—Dejad que elijamos cosas para vosotros —dijo la mujer—. Os prometo que os gustarán todas.
—Quédate aquí —susurró el hombre a Sam—. Apóstate junto a la ventanilla, a ver si reconoces a alguien que hayas visto antes.
A través de la ventanilla protegida por una cortina, Remi y Sam observaron las transacciones que tenían lugar en el andén de la primera parada. Había familias campesinas con sus productos recién horneados y fruta, y muchos alimentos preparados entre los que poder elegir. Los nuevos amigos de los Fargo regresaron con un picnic para ellos. Hicieron lo mismo unas horas después en la segunda parada, donde Sam y Remi escudriñaron asimismo los rostros, pero no vieron a nadie conocido, ni tampoco a nadie que estuviera estudiando a los pasajeros.
Después de la cena, cuando ya llevaban diecinueve horas en el tren, C. C. fue a su sala de estar y sacó el teléfono.
—Es una mujer llamada Selma —explicó.
Remi cogió el teléfono.
—Hola, Selma.
—Hola, Remi. Recoged todas vuestras cosas porque tendréis que bajar en Ekaterimburgo.
—¿Algún problema?
—No. La oportunidad de dar un salto adelante. Sam no dijo nada sobre tu pasaporte. ¿Aún lo conservas?
—Sí. Lo llevaba en mi bolsa de mano cuando me raptaron. Lo único que perdí fue mi teléfono. Sam también perdió el suyo.
—Es fácil sustituirlos. Os enviaré uno nuevo a cada uno a vuestro siguiente hotel. En Ekaterimburgo tenéis un avión reservado para ir a Astaná. Queremos que lleguéis a la capital de Kazajistán lo antes posible.
—¿Qué hay en Astaná?
—Vuestros papeles os esperan allí. También queremos que salgáis de Rusia. Será más difícil para Poliakoff operar en ese país, le costará más localizaros y hacer cualquier cosa, si es que hace algo. Allí será tan extranjero como vosotros. Llamad cuando lleguéis al aeropuerto de Ekaterimburgo.
Sam y Remi tenían poco equipaje que preparar, y siguieron las instrucciones de Selma. Fueron al camarote de sus amigos y les dijeron que bajarían en Ekaterimburgo, y les dieron las gracias por su ayuda. Justo antes de entrar en la estación, Sam dijo al hombre alto de la barba blanca:
—C.C., para ser sincero, no creo que la próxima vez que me meta en algún lío aparezcan un par de bondadosos desconocidos que nos recojan en un coche de época.
El hombre de la barba blanca le dirigió una mirada sagaz.
—Creo que tienes razón, habida cuenta de las probabilidades.
—¿Eres de la CIA?
El otro negó con la cabeza.
—Soy un hombre que estaba llevando un coche a Vladivostok cuando alguien a quien conocí en la embajada de Estados Unidos de Moscú llamó para decirme que dos estadounidenses que tal vez seguirían esa ruta podrían necesitar ayuda.
—¿Solo eso?
—Solo eso. —Miró por la ventana—. Será mejor que os vayáis. La gente invadirá el andén dentro de un momento, y quizá queráis confundiros entre ella.
—Eso haremos. Gracias por el viaje, señor C.
Remi se puso de puntillas y dio un beso al hombre de la barba blanca. Después bajaron al andén y se mezclaron con la muchedumbre. Llegaron a una parada situada frente a la terminal en la que había un letrero con la foto de un avión, y subieron al autobús que paró allí. Sam observó cuánto dinero pagaba la gente al conductor y le dio el mismo importe.
Al cabo de poco tiempo llegaron al aeropuerto. Sin hablarlo ni hacer planes, habían cambiado su método de transporte. Procedían con mucha más cautela que antes. Fueron juntos al mostrador, donde vieron los nombres de los destinos impresos tanto en alfabeto cirílico como en latino, compraron juntos los billetes y después se encaminaron a las puertas de salida. Si uno de ellos tenía que ir al lavabo, el otro esperaría delante de la puerta, observaría a cada persona que entrara y estaría atento a cualquier señal de refriega.
Su avión a Astaná, la capital de Kazajistán, despegó al cabo de cinco horas. Ambos se sintieron aliviados de volar hacia aquel país. Experimentaban la sensación de ir un paso por delante de la conspiración de los criminales que se habían empeñado en ponerles trabas desde que habían llegado a Berlín semanas antes.
La ciudad de Astaná era tan nueva como bulliciosa. El aeropuerto tenía dos terminales, una internacional y otra local, de modo que atravesaron la aduana, recogieron su invitación escrita a entrar en el país y sus visados, y después reservaron plazas en Air Astaná para Almaty, la antigua capital, situada al sudeste del enorme país.
Cuando dijeron al representante de la aerolínea, el cual hablaba inglés, cuál era su destino final, descubrieron que llegar a Almaty era sencillo, pero solo había un vuelo a la semana desde allí hasta Taraz. El vuelo de Scat Air desde Almaty hasta el aeropuerto de Zhambyl, en Taraz, duraba únicamente un par de horas, de las 17.50 a las 19.50 horas pero tan solo los jueves. Subieron a su primer vuelo, que debía recorrer los novecientos kilómetros que los separaban de Almaty, y más tarde se registraron en el hotel para esperar a que llegara el jueves.
Llamaron a Selma desde su habitación para informarle de que se hospedaban en el Worldhotel Saltanat Almaty.
—Lamento el retraso —dijo la mujer—. Pero hasta el momento esto es lo que hay. Estoy trabajando con un servicio de aviones chárter para intentar conseguiros un vuelo antes, pero me preocupa atraer demasiado la atención cuando lleguéis a Taraz. Tal vez os encontremos un vuelo nocturno.
—Acabamos de decidir que alquilaremos un coche para ir allí —dijo Sam—. Son solo novecientos kilómetros más. Dos días.
—A ver qué podéis encontrar. Pero no contratéis a alguien que os lleve al desierto y os rebane el pescuezo.
—Procuraremos que no sea así —dijo Remi—. Miraremos si hay manchas en su cuchillo.
—Veremos qué podrá hacer por nosotros el conserje del hotel —dijo Sam—. Si eso no sale bien, habrá que esperar al jueves.
—Muy estoico —repuso Selma—. Buena suerte. Yo me pondré a trabajar en la búsqueda del avión. Y compraré móviles nuevos para que os los entreguen en el hotel cuanto antes.
Remi y Sam tardaron una hora en conseguir que el conserje del Worldhotel Saltanat Almaty les buscara un chófer. Se llamaba Nurin Temirzhan, y el conserje dijo que tenía veintitrés años y estaba ansioso por llevarlos a Taraz. Pero como la mayoría de kazakos, no hablaba inglés.
—¿Está seguro de que entenderá lo que queremos que haga? —preguntó Sam al conserje.
—Sí, señor. Es posible que mi inglés no sea perfecto, pero mi kazako es impecable. Los llevará a Taraz y esperará a que vuelvan durante una semana. Si ha de aguardar más, les aplicará un incremento diario en la factura de una séptima parte del total.
—¿Y estamos de acuerdo en el pago?
—Sí, señor. Setecientos dólares estadounidenses por toda la semana.
El conserje parecía un poco inquieto.
Sam le dirigió una sonrisa tranquilizadora y se inclinó hacia él.
—¿Está preocupado por algo? —Hizo una pausa—. Si me lo cuenta, no le echaré la culpa por ello.
—Bien, sí, señor. Se han producido varios incidentes en Taraz. Los fundamentalistas islámicos han disparado contra personas, y uno de ellos se autoinmoló. El Cuerpo de Paz de Estados Unidos ha abandonado la zona por motivos de seguridad.
—Gracias por su sinceridad y su ayuda.
Sam le dio una propina de doscientos dólares y le dejó su nuevo número de móvil y el de Remi, por si alguien no podía ponerse en contacto directo con ellos por algún motivo.
Los Fargo cambiaron dólares por tenges kazakos en un banco y fueron de compras por Almaty. Un dólar estadounidense equivalía a ciento cuarenta y siete tenges. Se orientaron hasta la calle Arbat, donde el Centralniy Universalniy Magasin vendía una amplia gama de productos. Compraron ropa que los kazakos no considerarían extranjera o demasiado cara. Pusieron especial cuidado en que las prendas de Remi no se ciñeran a su silueta ni fueran de manga corta; además, compraron pañuelos para que se cubriera la cabeza, tanto para evitar ofender a los musulmanes como para que pasara inadvertida si los agentes de Poliakoff habían llegado hasta allí en su busca.
Compraron comida en un moderno supermercado de Almaty, sobre todo alimentos que su conductor, Nurin, también pudiera tomar (fruta, nueces, pan, queso curado, agua embotellada y té) y que no fuera preciso guardar en una nevera durante el viaje de dos días.
A la mañana siguiente, Nurin llegó a su hotel en coche con una sonrisa en la cara y, mediante gestos y un constante monólogo en kazako, los invitó a subir con las mochilas y la comida al vehículo, un sedán Toyota de un extraño color dorado, que tendría unos diez años. Sam escuchó el motor durante unos diez segundos, y después dijo a Remi que se hallaba en buen estado y que aguantaría como mínimo un par de días. Mientras Nurin guardaba el equipaje en el maletero, Sam abrió el capó por si acaso, echó un vistazo y comprobó que las correas y los manguitos estaban en su sitio.
Nurin salió de la abarrotada ciudad y se dirigió hacia el oeste. Para alivio de Sam y de Remi, mantuvo el coche a una velocidad sensata pero eficaz, sin levantar las ruedas de la calzada ni abandonar su carril. Prestaba atención al tráfico que entraba en el sentido contrario en Almaty, que aún era la ciudad más grande y bulliciosa del país, pese al hecho de que ya no era la capital.
Nurin paraba cada tres horas en ciudades pequeñas, ponía gasolina cuando podía y daba un paseo alrededor del mercado central durante unos minutos. Le gustaba conservar lleno el depósito, conceder a sus pasajeros la oportunidad de utilizar los lavabos públicos y comprar pequeños platos de comida. Era moreno y apuesto, con el cuerpo delgado y fuerte de un hombre acostumbrado al trabajo físico, pero su expresión y sus maneras eran prematuramente serias, como las de un hombre que le doblara en edad.
Cuando la gente veía a Sam y a Remi con Nurin les hablaban en ruso, pero era inútil. Durante los dos días siguientes, Sam y Remi fueron los personajes en que Nurin los convertía en el idioma kazako.
En una parada, Sam enseñó a Nurin su permiso internacional de conducir y su permiso de California. Nurin los miró con curiosidad; sin embargo, insistió en continuar conduciendo él.
La primera noche después de abandonar Almaty, Nurin paró en un pequeño hostal de estilo occidental, pero se negó a entrar con Sam y Remi. Durmió en el coche.
—¿Por qué crees que lo hace? —preguntó Remi.
—Me parece que tiene miedo de que alguien le robe los neumáticos o algo así —contestó Sam.
Durmieron bien en su habitación de arriba, y Nurin apareció descansado y preparado cuando despertaron a la mañana siguiente y salieron a su encuentro. Durante el segundo día, Nurin aprovechó que la campiña era llana para aumentar la velocidad. Condujo sin descanso hasta el atardecer, cuando el sol estaba bajo hacia el oeste y dificultaba la visibilidad. Y después pasaron ante hileras de casas más alargadas que las que habían visto antes, y pronto aparecieron calles con bordillos y aceras. Por fin, vieron una señal que decía «Tapa3» y supieron que habían llegado a la ciudad.
Nurin los condujo hasta el hotel Zhambyl en la calle Tole Bi. Era un edificio de cuatro plantas con el aspecto de un instituto estadounidense, pero cuando entraron descubrieron que era muy bonito y estaba bien decorado, con suelos de mármol con dibujos y alfombras kazakas azules y doradas. Había un empleado en recepción que hablaba francés, y les dijo que contaba con piscina, restaurante, bar, salón de belleza y lavandería.
Sam alquiló una habitación para Nurin, además de la suya. Pidió al empleado que explicara al chófer en kazako que gozaba de permiso para cargar sus comidas y cualquier servicio que necesitara a la cuenta de los Fargo, mientras estos ultimaban sus asuntos. También preguntó si había una plaza de aparcamiento segura para el coche.
La transacción satisfizo a Nurin. Abrazó a Sam y dedicó una profunda reverencia a Remi, y después salió para dejar el vehículo en el aparcamiento cerrado situado en la parte posterior del edificio. El recepcionista anunció que el equipaje de los señores Fargo había llegado y que lo estaban subiendo a la habitación.
Eran las cinco, lo bastante pronto para que todavía quedaran tres horas de luz, de modo que Sam y Remi preguntaron al empleado si podía decirles cómo llegar al mercado, o kolkhoz. El hombre lo señaló en el plano, y los Fargo le dieron las gracias y se fueron a pie para poder echar un vistazo a la ciudad antes de que oscureciera. Sam se puso un sombrero y gafas de sol, y Remi añadió a las gafas de sol un pañuelo sobre la cabeza. Cuando llegaron al mercado, pasearon entre las mesas y los cajones con hortalizas y frutas, platos preparados y vinos, fingiendo mirar las mercancías mientras todo el rato se dedicaban a observar a la gente y a fijarse en la distribución del lugar.
—Sam, ¿crees que el antiguo fuerte estaba situado aquí? —preguntó Remi.
—Lo dudo. El terreno es demasiado bajo. Si construyes un fuerte, te interesa utilizar todo cuanto te conceda ventaja: altitud, pendientes pronunciadas, agua… Creo que los arqueólogos de la década de 1930 descubrieron algo aquí, pero no un fuerte.
—Eso pensaba. Será mejor que llamemos a Albrecht y a Selma.
Continuaron caminando al mismo paso, rodeando el mercado de regreso al punto por donde habían empezado el recorrido. Seguían vigilando protegidos por las gafas de sol.
—Malas noticias a las dos —dijo Remi de repente.
Sam miró en esa dirección y vio a cuatro hombres, vestidos con pantalones de color caqui, camisas de trabajo, botas y gorras de béisbol, sentados en una terraza y bebiendo en vasos altos. Parecían trabajadores de plataformas petrolíferas u operadores de equipos pesados.
—¿Quiénes son?
—Hombres de seguridad de Poliakoff. El rubio bajito es una de las cuatro personas que me llevaron a Nizhny dentro de un barril. Tanto él como otro tipo ayudaron a las dos mujeres. El más alto es el que vi la noche que escapamos de la mansión.
—Supongo que era inevitable que llegaran aquí primero. ¿Nos han descubierto?
—Lo dudo. No lo han demostrado, y no creo que sean de los que disimularían. De habernos reconocido, se habrían lanzado sobre nosotros sin más preámbulos.
Dieron un rodeo para llegar a su hotel, deteniéndose de vez en cuando para ver si los seguían. Cuando llegaron a su habitación, abrieron el paquete que contenía el teléfono móvil nuevo de Remi. Tras aguardar a que se cargara, llamaron a La Jolla.
—¿Hola? —dijo una voz inesperada.
—Hola, Albrecht. Somos nosotros.
—¿Estáis en el hotel de Taraz?
—Sí. Hemos contratado a un conductor que nos ha traído aquí, pero no habla inglés.
—¿Qué habla?
—Kazako y un poco de ruso.
—Parece apropiado. Cuéntame qué ha sucedido.
—Acabamos de llegar del mercado que los historiadores consideran el lugar donde se hallaba la antigua Taraz. Hemos visto a cuatro matones de Poliakoff en un café. Creemos que no nos han descubierto. También creemos que el mercado no parece el sitio correcto. Es demasiado bajo para ser un fuerte. Tampoco está junto al río. Tal vez haya riachuelos o pozos en la ciudad, pero no los hemos visto.
Oyeron que Albrecht tecleaba en el ordenador.
—Concededme un momento para lograr una perspectiva mejor en este plano informático. Ya está. No, creo que tienes razón. Las antiguas fuentes chinas dicen que quinientos hombres trabajaron durante dos años para construir el fuerte. Estaban en plena guerra sino-xiongnu. Xiongnu era el nombre chino de los hunos. Zhizhi, líder de los hunos, estaba esperando que un ejército han compuesto por trescientos mil hombres llegara de un momento a otro, de modo que el fuerte tendría que ser resistente. Fue construido sobre un promontorio, y debía contar con suministro de agua. Sabemos que las murallas eran altas porque, cuando los chinos llegaron, la única forma de tomarlo por asalto fue apilar tierra al lado hasta lo alto de las murallas. El combate fue encarnizado, e incluso las esposas de Zhizhi dispararon flechas desde las almenas. Los chinos los aplastaron y los vencieron. No creo que el fuerte estuviera en el mercado moderno. Las ruinas que hay debajo de él deben de pertenecer a viviendas o a un cementerio.
—¿En qué consistirá la tumba de Mundzuk? —preguntó Remi—. ¿Qué hemos de buscar?
—Os envío fotos de los cementerios conocidos de los primitivos hunos en Mongolia. Estaban enterrados bajo túmulos. Hay una cámara funeraria hecha de piedra, y encima capas de piedra, tierra y troncos de alerce siberiano.
—Eso recuerda a la que encontramos en Francia. Estaba hecha de troncos cubiertos con argamasa.
—Buscad cualquier característica natural que hubiera podido ser un túmulo. Lo más probable es que fuera allanada aposta, o por el tiempo, el viento y el río. Pero Mundzuk no estuvo nunca en ese fuerte, que fue destruido trescientos años antes con la derrota de Zhizhi. Estaba en ruinas con anterioridad a la época de Mundzuk. Recuerda que estamos buscando a un rey que murió durante la emigración a Europa. Si el mercado está encima de un complejo funerario, la tumba de Mundzuk sería una de las últimas.
—¿Existe alguna forma de saber cómo afectó a Atila la muerte de su padre?
—Conocemos algunos hechos. Mundzuk fue enterrado en 418. Atila nació en 406, de modo que tenía doce años cuando su padre murió y su tío Ruga se convirtió en rey. He pensado a veces que incluso en esa generación pudo haber reyes que compartieran el trono, que Mundzuk y Ruga tal vez gobernaron a la vez como Bleda y Atila hicieron después. En la época de la muerte de Mundzuk, los hunos estaban dando un notable salto histórico. La gran emigración, la conquista de buena parte de Asia y Europa, ya se estaba gestando. Sabemos que entraron en contacto con los romanos cerca del Danubio alrededor del año 370, de modo que es casi seguro que el cuerpo de Mundzuk fue devuelto a las tierras orientales únicamente para enterrarlo. Atila asistió al entierro y después regresó a Occidente. En aquellos días, jóvenes príncipes de todo el Imperio romano y de otras tierras eran retenidos en Roma durante años seguidos para animar a sus familias a cumplir sus tratados, y los romanos eran enviados como rehenes a los reinos cercanos. Una vez muerto el padre de Atila, este se convirtió en un rehén muy conveniente. Lo enviaron a Roma.
—Debió de ser una experiencia única para un niño de doce años —dijo Remi.
—Sí, estoy seguro de que lo fue. Antes del viaje, o durante la travesía, aprendió latín, que los hunos y otros grupos consideraban un idioma de soldados, algo que sin duda era útil para los miembros de una familia gobernante. Más adelante, el latín lo ayudaría a comunicarse con los aliados y los súbditos de cientos de tribus y con emisarios del Imperio. Atila conocía a muchos aristócratas de Roma, sabía cómo se gobernaba allí y obtuvo gran cantidad de información sobre sus ejércitos. —Albrecht hizo una pausa—. Pero me estoy poniendo pesado, ¿verdad? Lo que hemos de encontrar es la tumba de Mundzuk. ¿Tenéis alguna idea de cómo vais a proceder?
—Con precaución —contestó Sam—. Estamos en una ciudad cuyo idioma no hablamos, y muy poca gente habla el nuestro. Sabemos que aquí hay operativos grupos antiestadounidenses. Acabamos de ir al sitio teórico, que es el mercado central de una gran ciudad, de modo que hay poco espacio para remolonear, y mucho menos para ponernos a excavar. El problema reside en que cuando hayamos terminado el tesoro habrá desaparecido, Poliakoff y sus amigos se lo habrán repartido, y el oro se habrá fundido y convertido en dinero contante y sonante. Esto es como arqueología de salvamento. O lo hacemos ahora o no volveremos a disponer de otra oportunidad. Y este es el último tesoro, el que según el mensaje de Atila debíamos encontrar para llegar a su tumba.
—Lo sé, pero ningún tesoro vale una vida.
—Estoy de acuerdo —dijo Sam—. Ya hemos forzado nuestra suerte hasta el límite. Aun así, es posible que exista una forma de rebasarlo.