25

Nizhny Novgorod, Rusia

Fue entrada la noche siguiente cuando Sam vio la enorme granja que una mujer le había señalado en la carretera. Había grandes campos rodeados de vallas, pero no parecía haber otra cosa que hierba. A un kilómetro de distancia de la carretera vio la gran mansión antigua y cierto número de edificios blancos, al otro lado de lo que debían de ser graneros y establos. Supuso que había un río que corría en la parte de atrás de la granja, por debajo de la carretera y en dirección al Volga. En casi todos los campos crecía vegetación herbácea que no pudo identificar de noche, pero en las orillas crecían altas cañas, y el curso fluvial estaba marcado por una larga hilera de arbustos y árboles que prosperaban debido a la abundancia de agua.

Bajó al río y lo siguió en dirección a la gran mansión. Sabía que si alguien miraba hacia allí desde la casa solo lo vería parcialmente debido a la hondonada del cauce; además, la vegetación dificultaría que alguien distinguiera su silueta. También supuso que los guardias apostados esperarían que los problemas llegaran desde la carretera, no del riachuelo.

Sam caminaba con paciencia, el oído atento y el ojo avizor. En una ocasión se quedó petrificado y notó que el corazón le martilleaba en el pecho, porque había oído un ruido delante, pero después se dio cuenta de que solo era el sonido de una rana toro saltando de una roca al agua, río arriba. Escuchó la llamada de las aves nocturnas, con la intención de detectar cualquier nota de alarma indicadora de que se estuvieran acercando hombres.

Y entonces llegó a un puente de madera arqueado de escasa altura que conducía desde el campo vallado hasta el jardín de la mansión. Subió por la orilla y se sentó al lado del puente para mantenerse oculto mientras estudiaba el edificio. Tenía cuatro plantas y una mansarda, pero no vio ni rastro de luces en la parte delantera. Buscó las entradas. Mientras tanto, un par de hombres aparecieron a su derecha, caminando en dirección a la mansión desde una zona que le pareció un jardín de diseño. Pasaron de largo de la casa, y Sam observó que ambos iban armados con metralletas colgadas al hombro. También portaban poderosas linternas LED, y uno de ellos sacó la suya y pasó el haz brillante sobre los matorrales que crecían delante del edificio mientras caminaban. Iluminó el costado de la casa hasta la segunda planta, y Sam observó que había una ventana abierta en lo que debía de ser el final de un pasillo.

Los dos hombres doblaron la esquina y continuaron patrullando. Sam esperó tan solo un par de segundos para estar seguro de que se habían ido y corrió a través del césped hacia el final de la mansión por donde aquellos acababan de pasar. Comprobó que la cañería que corría cerca de la ventana abierta podía aguantar el peso de un hombre y empezó a trepar. Llegó a la segunda planta, apoyó la mano sobre el marco de la ventana y se izó sobre el antepecho. Se agachó cerca del cristal y escuchó. No oyó sonidos de pasos.

Creyó oír algo totalmente diferente en el silencio, un tenue golpeteo de metal sobre metal. A su lado había una puerta abierta. Avanzó hacia ella y vio que era un dormitorio. Continuó hasta la puerta siguiente, que era un cuarto de baño. En ese momento oyó el golpeteo con claridad y, al cabo de un momento, comprendió lo que era.

Remi planta 4

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Remi planta 4

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Remi utilizaba el puntal metálico que había cogido del armarito para golpear la tubería por lo que creía la enésima vez. Cada noche, cuando la casa se recogía en el silencio y estaba segura de que los demás estaban dormidos, empezaba a enviar señales de nuevo. En primer lugar abría la cerradura de la puerta de la habitación, dejando el diente suelto del tenedor dentro para poder cerrarla, arrastrando las clavijas de tope sobre la gacheta de manera que ocultara el diente. Abría la puerta, escuchaba con detenimiento y recorría el pasillo hasta la ventana para asegurarse de que era de noche y todos estaban dormidos. Después volvía y empezaba a enviar las señales.

Siempre dejaba la puerta cerrada sin llave para estar preparada por si Sam aparecía. Le costaría mucho encontrarla, pero ella sabía que lo haría. Era un hombre brillante, y la quería tanto como el aire que respiraba. Nada lo detendría mientras siguiera con vida. Remi no tenía ni idea de cuándo llegaría a aquella remota mansión rusa, pero sabía que estaba de camino.

Casi todas las noches enviaba las señales mediante la tubería hasta que calculaba que eran las cinco de la mañana y estaba a punto de amanecer. Entonces examinaba el pasillo para confirmar la hora, cerraba la puerta con llave y dormía. Hacía una semana que se había convertido en un ser nocturno que dormía durante largos períodos entre comida y comida, salvo cuando hacía ejercicio, se bañaba o interrogaba a Sasha sobre el mundo exterior.

Y entonces llegó él. Remi estaba dando golpecitos sobre la tubería como de costumbre, cuando tomó conciencia de que algo había cambiado. Había estado en aquel espacio confinado durante tanto rato que la intrusión de otro ser humano lo cambió todo: el aire, los sonidos y una nueva vibración en el suelo cuando él entró.

Remi se puso en pie al instante como impulsada por un resorte, corrió hacia Sam y lo rodeó con los brazos. Lo apretó contra sí con todas sus fuerzas durante diez segundos al tiempo que las lágrimas anegaban sus ojos. Reconoció el contorno familiar de los hombros debajo de la abultada chaqueta. Después lo miró y susurró:

—¿Por qué has tardado tanto? ¿Te gustaba la soltería?

—No. Pero olvidaste avisarme de que te ibas.

—Ah. Lo siento.

—¿Preparada para marchar?

—Casi. —Se sentó en la cama y se puso los zapatos—. Hemos de seguir por ahí y bajar la escalera trasera hasta la segunda planta, y así pasaremos de largo el piso de la familia y de los guardaespaldas. Después utilizaremos la escalera principal para llegar a la primera planta, y de ese modo no pisaremos la cocina, donde los guardias descansan de noche.

—¿Cómo lo sabes?

—Hice una amiga, una chica que trabaja en la cocina. ¿Cómo has entrado en la casa?

—He visto que habían dejado abierta una ventana de la segunda planta. Resultó que daba a un pasillo. He oído tu señal, y desde allí he subido por la escalera de atrás.

—Pura chiripa. Era la única forma de entrar. —Remi se puso en pie—. Estoy preparada.

Abrió la puerta y salió, esperó a Sam y cerró con llave.

Lo guio por la escalera de caracol durante dos plantas, y después avanzó con sigilo y cautela por el pasillo. Se detuvo a escuchar los ronquidos de los dos guardias en su habitación y se dirigió a la amplia escalera. Los peldaños estaban alfombrados, y eso amortiguaba sus pasos. Descendieron a la planta baja, donde había un enorme vestíbulo con suelo de mármol y un mosaico redondo con un escudo de armas en el centro. Cuando pisaron su superficie, dio la impresión de que tres hombres se materializaban de una entrada en sombras que había al lado de la escalera.

Uno de los tipos tiró hacia atrás la corredera de su metralleta Škorpion, pero el que estaba a su espalda le aferró el hombro y dijo algo en ruso que lo impulsó a bajar el arma.

—Nos necesitan vivos —dijo Sam a Remi—, para entregarles el tesoro.

—¿Me lo prometes?

Los tres se precipitaron hacia Sam y Remi, quienes se separaron y los esquivaron. Sam hizo una finta a un lado y aprovechó el impulso del primer hombre para arrojarlo hacia la barandilla de la escalera y después propinó al segundo un puñetazo en la cabeza cuando pasó junto a él.

Remi retrocedió hacia la gran chimenea que dominaba el vestíbulo. Cuando el tercer hombre se abalanzó sobre ella, cogió el atizador. El individuo dio un paso vacilante hacia ella, pero Remi ni se inmutó.

—Me has elegido a mí porque soy la única chica.

El hombre sonrió.

—Mala elección.

Remi remedó una estocada con el atizador, que se extendía treinta centímetros más, como mínimo, de lo que el hombre había calculado, y lo golpeó con fuerza sobre el estómago. El tipo se dobló en dos y se llevó las manos al vientre, y Remi lo golpeó en la cabeza. Él se enderezó y cargó hacia ella, convencido de que en un espacio reducido podría dominarla. Pero Remi saltó a un lado y lo golpeó en la nuca con el atizador. El hombre quedó inconsciente en el suelo.

Vio que los otros dos se habían recuperado y corrían hacia Sam, de modo que arrojó el atizador hacia los tobillos del más cercano. Cuando el individuo tropezó, Remi recuperó el atizador y le dio con él en la cabeza. El tercer hombre, el que llevaba colgada la metralleta Škorpion al hombro, empezó a alzar el arma hacia ella, pero Sam le propinó una patada en la rodilla y se dispuso a arrebatarle la metralleta en cuanto el tipo cayó.

El arma se disparó y escupió todos los proyectiles contra el suelo, la pared del otro lado y la escalera. Sam le dio un puñetazo en la cara al hombre, cuya cabeza rebotó en el suelo. Cogió el arma y sacó un cargador lleno del estuche de cuero sujeto a la correa, expulsó el vacío e introdujo el nuevo.

Remi ya había recorrido la mitad del vestíbulo en dirección al comedor. Ambos oyeron el estruendo de muchos pies calzados con botas que bajaban la escalera desde la segunda y la tercera planta.

Sam alcanzó a su mujer y atravesaron juntos a toda velocidad el enorme comedor, con su mesa de nueve metros, y luego entraron en la cocina.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Sam en un susurro.

—Hemos de salir, pero no podemos hacerlo ahora porque seremos un blanco claro.

—Tendremos que armar un cirio con lo que haya aquí.

Sam atrancó con el pestillo la puerta que daba al comedor y corrió al otro lado de la cocina, donde cerró la puerta que daba a la escalera de atrás. Después echó la llave a la puerta que conducía al exterior. Oyeron pies que corrían mientras los hombres tomaban posiciones.

Sam se acercó a la gran cocina de gas similar a las de los restaurantes y encendió los fogones. Solo se oyó el chasquido repetido de las bujías de encendido cuando produjeron chispas.

—Han apagado el gas —explicó—, pero no la electricidad porque necesitan luz para cazarnos.

Sam abrió la puerta de la despensa, pulsó el interruptor para iluminarla y miró en el interior. Había un barril de un metro y medio de profundidad y noventa centímetros de diámetro.

—Harina —dijo.

Lo inclinó y lo hizo rodar hasta el centro del suelo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Remi.

—Necesito unos sesenta gramos de harina por cada metro cúbico de aire. Ayúdame.

Inclinó el barril, cogió la harina con ambas manos y la arrojó al aire. Remi lo imitó. Corrió hasta el lado opuesto de la cocina, donde había un gran ventilador sobre una base de metro y medio de altura. Después de conectarlo, lo apuntó hacia el gran montón de harina que, al cabo de unos segundos, se convirtió en una nube.

—Entra en la despensa —dijo Sam, al tiempo que cogía dos sartenes de la encimera, se arrodillaba en el suelo y, tras llenarlas de harina, iba arrojando su contenido lo más deprisa posible.

Miró a su alrededor, y tras asegurarse de que todo estaba saliendo como él quería, corrió hacia la despensa para reunirse con Remi. Cerró la puerta, se arrodilló a su lado con la luz todavía encendida, embutió unas cuantas bayetas bajo la puerta y la rodeó con el brazo.

—¿Una bomba de harina, Sam? —preguntó ella.

—Casi todo explota si lo manipulas como es debido. Una vez haya suficiente harina en el aire, las bujías de encendido de la cocina deberían inflamarla. Cierra los ojos, tápate los oídos y abre la boca. No levantes la cabeza.

Permanecieron inmóviles. Se produjo un momento terrible cuando la luz de la despensa se apagó. Ya no se oía el ruido del ventilador ni el chasquido de las bujías de encendido de la cocina.

—Bien, se acabó —dijo Sam.

—¿El qué?

—Han desconectado el conmutador principal. No hay encendedor que valga.

Con una única avalancha de sonidos, las puertas de ambos lados de la cocina empezaron a resonar, atacadas por hombres que utilizaban objetos pesados a modo de arietes. Oyeron muchos pasos fuera, hombres que corrían hacia la parte posterior de la cocina. Sam se valió de la corredera para introducir la primera bala en la recámara de la Škorpion que había requisado al guardia. Giró el pomo de la puerta de la despensa y la abrió unos centímetros. Los ventiladores se habían detenido y la blanca harina estaba suspendida en el aire perfectamente inmóvil, tan espesa que era difícil ver el otro lado de la cocina y costaba respirar. En un instante, Sam supo lo que iba a suceder. Cerró la puerta, empujó a Remi hacia el suelo y la protegió con su cuerpo.

—No te levantes.

Una ventana de la cocina cayó sobre el suelo en mil pedazos, y una metralleta empezó a escupir balas y chispas de pólvora encendida hacia el interior de la habitación (¡PUM!), y eso bastó.

La harina suspendida en el aire estalló en una enorme y feroz llamarada. Impulsó las puertas de la cocina hacia fuera, una hacia el comedor y la otra contra la escalera de atrás, arrancó la madera de sus goznes y dejó sin sentido a los seis o siete hombres que habían intentado derribar las puertas. Los que se hallaban en la parte posterior de la cocina se llevaron la peor parte, porque en el instante en que la explosión pulverizó los cristales de las ventanas casi toda la pared saltó por los aires también, envuelta en llamas. Las partes de la cocina que todavía se tenían en pie estaban asimismo ardiendo.

Sam se levantó y alzó la puerta de la despensa, que había caído sobre su espalda. Remi se sentó con un esfuerzo. Ambos estaban blancos como fantasmas, cubiertos de harina de pies a cabeza. Sam contempló el desastre.

—¿Puedes correr?

—Como un conejo asustado.

Huyeron a toda velocidad de la despensa en dirección al agujero abierto en la pared de atrás y salieron a la noche. El fuego ya estaba propagándose por la mansión, y mientras corrían oyeron que se disparaban las alarmas contra incendios que funcionaban con baterías, en un coro cada vez más ruidoso. Atravesaron el jardín en dirección a la oscuridad.

Remi agarró la mano de Sam.

—El establo está allí —dijo, al tiempo que se desviaba hacia un edificio largo y bajo. Sam aceleró.

Detrás de ellos estaban sacando a rastras del edificio invadido por el humo a los hombres heridos, muchos de los cuales tosían, y a otros que habían sido alcanzados y sufrían heridas y contusiones a causa de las puertas y las ventanas que volaban.

Remi y Sam entraron en el establo, donde vieron una fila de diez casillas con caballos dentro. El estruendo había alarmado a los animales, que agitaron la cabeza y miraron a los dos intrusos con ojos desorbitados de miedo. Al final de la fila había un caballo que pateaba la puerta de su casilla y producía un ruido semejante a disparos.

Remi recorrió las casillas y habló con los caballos.

—Hola, muchacho. Eres un chico grande y listo. Y bonito también.

Palmeó las ancas de cada caballo, mientras les murmuraba dulces palabras. Al poco, dio la impresión de que se habían calmado algo, pero fuera continuaban los inquietantes ruidos humanos, gritos, pies que corrían y alarmas contra incendios.

Sam sujetó la Škorpion en la mano y miró por la puerta entreabierta.

—No van a conectar la electricidad.

—¿Tú lo harías?

—Probablemente no. La oscuridad debería ayudarnos a salir por la parte posterior de este edificio a los campos.

—Lo mejor será que ensilles tu caballo.

—¿Caballo?

—No podemos correr más que ellos porque no tenemos coche, y es imposible que consigamos uno sin que nos peguen un tiro. Un caballo es capaz de correr a campo traviesa donde no hay carreteras. Sasha dice que las vías del ferrocarril están por ese lado y que conducen a la estación. —Remi pasó una silla inglesa sobre el caballo y sujetó la cincha—. Sé bueno, muchachote. Cálmate.

—Haré lo que pueda —dijo Sam.

—No estaba hablando contigo, pero cálmate de todos modos.

Sam caminó hasta la pared del establo donde colgaban los arreos, y eligió una silla, una manta, un bocado y una brida. Se acercó a un caballo, que se encabritó y pateó la pared.

—Ven aquí —dijo Remi—. Este me da buenas vibraciones.

Sam fue a la otra casilla.

—De acuerdo, hermoso monstruo. Tú yo vamos a ser los mejores amigos del mundo. —Ensilló el caballo y le puso la brida—. Ahora huiremos de unos mil rusos antes de que maten a tus simpáticos amigos nuevos.

Sam y Remi guiaron a sus monturas hasta el final del establo, lejos de la casa, el fuego y el estruendo. Remi salió con su caballo, lo montó y esperó. Sam, un jinete mucho menos avezado, se aupó a la silla, pero el animal giró en redondo y tuvo que sujetar las riendas con ambas manos para controlarlo, de modo que tiró el arma a un lado.

—Tranquilo, colega. Soy tu amigo, ¿recuerdas?

El caballo pareció decidir que prefería alejarse de la casa y se puso a medio galope.

Se hallaban en un amplio prado donde los caballos debían de correr libremente durante el día, de modo que en ese momento el caballo se mostraba calmado. Sam palmeó al animal y habló con él. En el siguiente paddock, Sam vio barreras para carreras de obstáculos, y presintió que las cosas no iban a mejorar en su caso. Por lo visto, eran caballos de carreras de obstáculos, y si bien Remi había sido una entusiasta amazona de niña, Sam no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

Oyó gritos, pero esa vez parecía que sonaban cerca de la zona de los caballos. Oyó varias veces el silbido de una bala que pasaba cerca y después el tableteo de metralletas. Vio que la montura de Remi aceleraba y galopaba hacia la blanca valla situada al final del campo.

Mientras su mujer la saltaba, Sam dedicó un segundo a observar que la blancura de la valla, en la que se reflejaba el resplandor del incendio, conseguía que todo cuanto se hallaba al otro lado pareciera negro. No podía distinguir muy bien ni a Remi ni a su caballo. El de Sam continuó adelante, y él deseó que el animal creyera, sin el menor motivo para ello, que su jinete tenía una gran experiencia y que estaba seguro de sí mismo. Ante su asombro, el caballo corrió hacia la valla y saltó en el aire. Mientras Sam volaba, oyó que Remi le gritaba que se inclinara hacia delante, así que obedeció, y entonces el caballo se posó en tierra, primero las patas delanteras y después las traseras, y Sam consiguió mantener el equilibrio.

Los caballos continuaron corriendo, no tan raudos como al principio, pero todavía a una velocidad que Sam podía tolerar. El campo se le antojaba un mar de negrura infinito. Los animales continuaron al galope durante unos tres kilómetros sin toparse con ningún obstáculo. A lo lejos, y hacia su derecha, Sam y Remi vieron luces en una carretera. Era difícil saber si los destellos ocasionales estaban relacionados con ellos, pero no se acercaron más a la carretera y las luces no se desviaron en ningún momento hacia ellos o se detuvieron. Los Fargo aminoraron la velocidad, y después desmontaron y caminaron un rato en la oscuridad con los caballos para que descansaran y se refrescaran. Cuando Remi notó que los animales estaban preparados, montó en el de ella y empezó a cabalgar hacia delante, acelerando poco a poco. Sam la siguió.

Sergei Poliakoff caminaba delante de la mansión incendiada, alejado unos nueve metros de las llamas que lamían sus costados y parpadeaban en lo alto del tejado. Daba la impresión de que la parte posterior de la casa había estallado hacia fuera debido a una explosión. Qué había estallado, no tenía ni idea. Desde el inicio del incendio, habían detonado un par de alijos de municiones, pero habían sido descargas veloces como ristras de petardos, no grandes explosiones. Tal vez no habían apagado el gas por completo. Probablemente nunca lo sabría.

La explosión era un ultraje, un insulto tan monumental que aún no había encontrado la forma de reaccionar a él. Su pelotón de guardaespaldas y esbirros, elegidos en persona, muy bien entrenados y muy bien pagados, había fracasado estrepitosamente contra un solo hombre que actuaba en un país extranjero y que había llegado a pie para rescatar a su esposa.

La palabra «esposa» desató toda una nueva serie de preocupaciones. Su esposa, Irena, y sus hijos estaban en Moscú, adonde habían ido para ver a los padres de ella. Eso lo tranquilizaba, pero dentro de pocos días regresarían a casa, a aquel horripilante y terriblemente estragado edificio.

Sus estúpidos hombres habían formado pelotones y empezado a combatir el incendio con mangueras. Los vio imitar a tropas bien entrenadas y se sintió ofendido por su tardía e inútil disciplina, así como por su falta de profesionalidad.

A continuación, primero muy tenues, y después cada vez más altos, oyó los aullidos de las sirenas. Sus hombres se miraron entre sí, sonrientes al darse cuenta de que llegaba ayuda y siguieron rociando las llamas con agua. Poliakoff atravesó corriendo el patio y aferró el brazo de Kotzov, el jefe de sus guardaespaldas.

—¿Has oído esas sirenas?

—Sí. En cuestión de minutos habrán apagado estos incendios.

—No, estúpido. ¿No te acuerdas de lo que hay almacenado en el sótano? Di a tus hombres que dejen de tirar agua. Ordénales que empapen de gasolina lo que queda de la planta baja. Bloquea la carretera que viene de la autopista para retrasar a los bomberos. Hemos de conceder tiempo a la casa para que arda, antes de que los bomberos y la policía lleguen y echen un vistazo a esas drogas.

Poliakoff permaneció alejado mientras sus hombres dejaban de combatir el fuego y corrían a extraer el combustible de los coches y los camiones para alimentarlo. Aquello también formaba parte del ultraje. Esos Fargo lo habían obligado a quemar su propia casa. Qué humillación. Tendría que haber matado a aquella mujer en cuanto la vio.

En la estepa, a kilómetros de distancia, Sam y Remi vieron vías de tren al otro lado de la carretera que destellaban bajo la luz de la luna.

—Sasha tenía razón —dijo Remi—. Aquí están las vías.

—Sí, pero ¿en qué dirección se encuentra la estación?

—En ambas, tonto. El tren funciona así.

—Me refiero a la estación más próxima. De todos modos, supongo que da igual. Nizhny Novgorod está por ahí, así que hemos de ir en el sentido contrario.

Mientras empezaban a cruzar la carretera con los caballos, vieron los primeros faros delanteros desde hacía horas. El coche apareció muy lejos, pero fue acercándose cada vez más. Se dieron cuenta enseguida de que jamás habían visto un automóvil semejante. Tenía tres faros delanteros, el par de costumbre y un tercero entre ambos, en el morro. Cuando el coche dobló la curva y se pegó al lado para tomarla, el faro central se movió y apuntó en la dirección que seguía.

El vehículo aminoró la velocidad y se detuvo delante de Sam y de Remi. Era de un color bronce oscuro, largo y bajo, con un chasis que se estrechaba en la parte de atrás, tan aerodinámico como una nave espacial de fantasía. Parecía nuevo, pero de alguna manera uno se daba cuenta de que era de época. Era un diseño futurista del pasado.

Al volante del coche iba un hombre de cabello canoso y barba blanca cortada con esmero. Llevaba una colorida camisa hawaiana iluminada por la luz del salpicadero en la oscura noche rusa. Bajó del coche y se acercó a Sam y a Remi. Vieron que era alto y que caminaba muy erguido.

—¿Puedo ayudarlos? —preguntó en ruso con voz queda.

—Somos estadounidenses —contestó Sam en inglés, vacilante.

—Si no le importa que se lo diga, da la impresión de que necesitan que alguien les eche una mano —contestó el conductor en inglés. Eso recordó a Sam y a Remi que tenían la cara y la ropa cubierta de harina, hollín y polvo, pegados a su piel debido al sudor.

La puerta del pasajero se abrió y bajó del vehículo una mujer alta y bella, con el cabello rubio platino tan claro como el de su acompañante.

—Qué caballos tan bonitos —dijo—. ¿Dónde los han comprado?

—Los robamos —contestó Remi—. Estamos huyendo de un gángster ruso y de sus hombres. Me secuestraron.

—Pobrecitos —dijo la mujer—. Los sacaremos de aquí, pero antes hay que hacer algo con los caballos.

—A Janet le encantan los animales —explicó el hombre—. Ese prado de ahí está vallado, y veo que hay agua porque la luna se refleja en ella. Podríamos soltarlos dentro.

El hombre los ayudó a quitar las dos estacas de arriba. Condujeron a los cansados caballos al interior y volvieron a colocar las estacas en su sitio. Sacaron las sillas y las bridas y las colgaron de la valla. Sam y Remi dieron a los animales una palmada y un abrazo, y después Remi les habló en susurros un momento.

Sam y Remi volvieron a la carretera, y el hombre les abrió la puerta para que subieran al asiento trasero. Se puso al volante y se alejaron.

—¿Qué clase de coche es este? —preguntó Remi.

—Es un Tucker —contestó el hombre, muy satisfecho.

—Le gustan los coches —explicó la mujer.

—Sí, y a los dos nos gusta viajar. Cuando me enteré de que estaba en venta, decidimos venir en persona a recogerlo. Será un valioso elemento nuevo de mi colección.

—¿Cómo llegó un Tucker de 1948 al interior de Rusia? —preguntó Sam.

—Así que conoce la marca.

—Sé que solo lo fabricaron durante un año. Nunca había visto ninguno.

—Tucker fabricó cincuenta y uno. Hasta ahora únicamente quedaban cuarenta y cuatro. Este va a ser el cuarenta y cinco. Un astuto funcionario ruso se dio cuenta en 1948 de que el Tucker era algo especial y pidió a alguien que le comprara uno en Estados Unidos. Creo que quería ocultarlo y copiarlo, pero cuando el coche llegó aquí el hombre se había metido en problemas y fue enviado a Siberia. Este Tucker ha estado guardado en un almacén todos estos años.

—¿Cómo va a llevarlo a casa?

—Por tren desde aquí hasta Vladivostok, por barco hasta Los Ángeles, y de allí lo conduciré a casa. Están invitados a acompañarnos durante todo el trayecto que quieran.

—Es un honor y un placer —dijo Remi—. Nos dirigimos hacia el extremo este de Kazajistán.

—Sé que esto les va a parecer raro —intervino Sam—, pero ¿les suenan nuestras caras? Creo que nos encontramos una vez en África.

El hombre los miró a ambos por el retrovisor.

—No que yo recuerde. A mucha gente le suena mi cara, pero me parece que se debe a mi barba. Cualquiera puede dejarse barba.

—Siéntense y disfruten del viaje —dijo la mujer—. Si les apetece un aperitivo o algo de beber, solo díganlo.

—Muchísimas gracias, pero creo que intentaré dormir un poco —dijo Remi—. Suelo acostarme al amanecer.

Mientras el sol se alzaba, el Tucker de 1948 corría hacia él suavemente, impulsado por su motor de avión transformado. Sam se sentía maravillado de haber recuperado a Remi, quien tenía apoyada la cabeza en su pecho mientras dormía. Al cabo de poco, él también se quedaría dormido, pero todavía no. Un momento como aquel era demasiado bueno para interrumpirlo.