24

Moscú

Sam cruzaba Moscú a pie solo a las ocho de la noche. Era inidentificable, una sombra, indistinguible de los cientos de miles de rusos que finalizaban su jornada laboral y volvían a casa. A algunos se los veía felices, hablaban entre sí y reían a carcajadas. Tal vez algunos habían estado bebiendo juntos un rato. Otros eran como Sam: hombres solitarios y cansados que guardaban cola para subir al autobús a fin de dirigirse a los lejanos suburbios donde vivía la gente corriente. Sam aguardó hasta ser el último, y cuando estuvo en el autobús, observó cuánto pagaban los demás y entregó el mismo importe.

Había dejado los dos teléfonos en su hotel para la CIA, con la esperanza de que sus secuestradores siguieran el desplazamiento de su móvil por toda Europa. Fue en dirección este hasta el final de trayecto del autobús y después siguió a unos cuantos pasajeros a cierta distancia. Entraron en altos edificios de apartamentos amontonados, como en los barrios de viviendas protegidas de las grandes ciudades estadounidenses.

La noche de verano era calurosa, y Sam consiguió encontrar un lugar donde dormir al raso, en una obra. Habían excavado los cimientos, y había un alto montón de tierra tapado con una lona, con varias cuerdas sujetas a argollas metálicas. Sam supuso que era para impedir que se acumulara el polvo o que la lluvia convirtiera la capa superficial en una pirámide de barro. Trepó hasta la mitad de la lona, para que no lo vieran desde la calle, y se tumbó. Hacía dos días que no conciliaba el sueño y se durmió de inmediato, y solo despertó cuando el sol estuvo lo bastante alto para darle en la cara.

Sam bajó y se encaminó hacia el este, siguiendo calles que parecían comerciales. Mientras andaba, apareció un ejército de hombres corrientes que iban al trabajo, y procuró mezclarse con ellos. Más adelantada la mañana encontró un mercado callejero que abarcaba toda una manzana. Había numerosas tiendas pequeñas con mesas delante que ocupaban la acera. Compró una gorra de tweed chata de ala corta, como las que llevaban los obreros estadounidenses durante la Depresión. Había visto algunas en las calles de Moscú, sobre todo utilizadas por ancianos; él la necesitaba para impedir que sus perseguidores le vieran la cara. Compró una chaqueta deportiva de poliéster y lana que imitaba el tweed, porque había visto que era de uso común. Le iba demasiado corta y holgada, de modo que parecía tener la espalda más ancha y ser más musculoso. Compró un par de pantalones a juego con la chaqueta, también amplios, así como una camisa azul claro igual que las que había visto en el autobús. Sus últimas adquisiciones fueron un par de zapatos de puntera ancha, muy cómodos para caminar, y una bolsa de bandolera como las utilizadas por los estudiantes europeos para cargar con sus libros. Se cambió en un puesto protegido por cortinas. Y poco después, al pasar por delante de otra tienda, vio un montón de libros de segunda mano en un cajón.

Sam examinó las pilas de libros, fingiendo que los estudiaba, pero en realidad buscaba con desesperación un volumen escrito en algún idioma que no fuera el ruso. Cogió e incluso fingió hojear varios escritos en cirílico, hasta que al final vio algo diferente, una guía turística en francés. Se apoderó de ella de inmediato y se acercó al cajero.

Al cabo de pocos minutos de hojear su libro en francés, descubrió un plano que daba la impresión de plasmar la zona en la que se encontraba. Se alejó del mercado y continuó andando, hasta que encontró un pequeño parque público donde pudo sentarse en un banco y examinar los planos de la zona de Moscú. Después de estudiarlos un poco, descubrió que de las diversas estaciones de la ciudad salían trenes que solo iban a destinos concretos. El de Nizhny Novgorod salía de la estación Kursky, que se encontraba en el lado este.

Dobló la esquina de la página de la guía para poder localizar con facilidad el plano, guardó el libro en la bolsa junto con la ropa extra y empezó a andar en dirección a la estación. Caminó con paso seguro, y se detuvo a comer y beber en el tipo de establecimiento donde uno podía indicar por señas lo que quería, para a continuación entregar un billete a alguien con la razonable esperanza de recibir el cambio correcto.

Tardó todo el día en llegar al barrio que deseaba, y después tuvo que abordar a una familia en la calle, enseñarle el plano en francés y decir: «Où est la gare Kursky?». Eligió a una familia porque le parecía más seguro que abordar a una mujer, a la que quizá intimidara, o a un hombre, que podría ser un policía. Le señalaron la dirección correcta, con muchas palabras cordiales en ruso que no entendió.

Sam llegó a la estación Kursky por la noche, pero aún seguía atestada de gente y bulliciosa. Partían trenes a intervalos regulares en dirección a ciudades lejanas. Localizó un tablón de horarios y lo examinó durante largo tiempo. Aliviado, vio que las palabras estaban escritas en alfabeto latino, además del cirílico. Reconoció casi todos los nombres (San Petersburgo, Odessa, Vladivostok), pero no distinguió en ningún momento Nizhny Novgorod. Al principio, supuso que el agotamiento y la ansiedad se habían combinado para que no distinguiera el nombre. Miró una y otra vez, pero no lo vio. Siguió la hilera de mostradores y taquillas donde los empleados de la estación atendían a los clientes, y estudió sus rostros. ¿Debería probar con una mujer dado que las mujeres eran de natural compasivo?, se preguntó. ¿O quizá le molestaría que la abordara? Las más atractivas lo interpretarían como un intento de seducción, y quién sabía lo que opinarían las demás.

Entonces oyó que alguien hablaba en inglés. Había un hombre detrás de un mostrador, con un uniforme que recordaba al de un revisor de tren. Estaba diciendo a una pareja de aspecto norteamericano que el importe era de novecientos rublos. Sam miró hacia atrás para comprobar que no se estaba colando delante de nadie y se plantó ante el hombre.

El individuo lo miró, a la espera de que hablara.

—Señor, soy incapaz de localizar Nizhny Novgorod en el tablón de horarios —dijo Sam.

—Gorky —replicó el hombre—. La ciudad se llamaba Gorky, y la línea férrea no cambió el nombre. Todos los rusos lo sabemos, así que no nosotros no tenemos problemas. Solo los extranjeros.

—Oh, muchísimas gracias.

Se sentía muy aliviado. Había imaginado un día más de trasladarse de estación a estación, todas muy alejadas entre sí.

—Yo lo ayudaré. ¿Cuándo quiere partir?

—Lo antes posible.

—Muy bien. Sale un tren a las 22.04. ¿Desea un billete?

—Sí, por favor.

—Serán novecientos rublos. Ciento once dólares y cincuenta centavos estadounidenses por un billete de ida de segunda clase, o cincuenta y cinco dólares por un billete de tercera.

—¿Y primera clase?

—Lo lamento, pero esos asientos ya están todos reservados. Son setecientos cincuenta kilómetros y el viaje dura ocho horas y diez minutos, de modo que la gente reserva asientos con mucha anticipación.

—Segunda clase, pues. Dos billetes —añadió, pensando que no debía desperdiciar la oportunidad de despistar. Las parejas eran menos sospechosas que los hombres que viajaban solos.

—Muy bien, señor.

Sam contó doscientos cuarenta dólares.

—Muchísimas gracias.

El hombre le devolvió el cambio en rublos.

—¿Puedo ver sus pasaportes?

Sam llevaba el pasaporte en la chaqueta, pero pensó que no debía dejar constancia de su nombre, porque la policía rusa se aprestaría a detenerlo, y los hombres de Poliakoff lo matarían. Se palpó los bolsillos y compuso una expresión aterrorizada.

—Oh, no. Mi esposa lleva nuestros pasaportes.

Se volvió y torció el cuello, en busca de la imaginaria esposa. También había comprobado que la cola había aumentado a quince personas, muchas de las cuales parecían impacientes.

—Da igual —dijo el hombre—. Tome. —Le entregó los dos billetes—. Si alguien les pregunta en el tren, enséñele los pasaportes.

—Gracias otra vez.

Sam se fue corriendo.

Solo quedaban veinte minutos para que el tren partiera, de modo que Sam fue al andén y vio el nombre de Gorky en un letrero en cirílico. Ardía en deseos de subir al tren. Vio parejas de policías que caminaban arriba y abajo del andén, se detenían de vez en cuando para hablar con algún pasajero y en ocasiones pedían ver el billete. Se recordó que se trataba de un comportamiento perfectamente normal. Cuando había viajado en el metro de Los Ángeles, era habitual que parejas de ayudantes del sheriff, vestidos con sus pantalones y camisetas de color caqui, detuvieran a gente con el mismo porte autoritario semicordial: «No habrá olvidado comprar el billete, ¿verdad?». Lo principal era no levantar sospechas ni aparentar temor.

Cuando las puertas del tren se abrieron, sujetó el billete en la mano y subió. Pasó de vagón en vagón hasta encontrar uno con la inscripción «2me», con la esperanza de que significara segunda clase. Encontró un asiento libre junto a una ventanilla, casi al final del vagón. Se sentó a su lado un hombre de su misma edad, tan corpulento que invadía el asiento contiguo; su aliento delataba cierta ingesta alcohólica. Sam pensó en cambiar de sitio, pero no quería llamar la atención, y los asientos fueron llenándose uno a uno. Esperó unos minutos a que las puertas del tren se cerraran y la gente que lo rodeaba se acomodara. Apoyó la cabeza contra la ventanilla un rato, mirando el paisaje mientras el tren salía poco a poco de la estación, dejaba atrás los andenes, y después la estación de clasificación al aire libre, con sus docenas de vías paralelas, bajo el sol del anochecer. Hubo un momento de desorientación cuando un tren entró traqueteando en la estación por la vía de su izquierda, lo cual le produjo la inquietante sensación de que iba lanzado a gran velocidad.

Su tren aceleró a partir de aquel momento en dirección a la zona este de la ciudad. Confió en que al hombre sentado a su lado no le diera por charlar para matar el tiempo. En ese caso, Sam decidió que sonreiría como un estúpido, sacaría su pasaporte estadounidense y diría que solo hablaba inglés. Pero no hubo charla. El hombre cruzó los brazos, se reclinó en el asiento y cayó dormido. Al cabo de unos minutos, su respiración profunda se convirtió en un ronquido cuando inspiraba y en un silbido cuando espiraba. Sam estuvo mirando por la ventanilla una hora, hasta que los edificios grises que pasaban flotando fueron haciéndose cada vez más oscuros, más distanciados entre sí, y luego desaparecieron en la noche.

Había caminado durante casi todo el día, padecido muchos momentos de tensión que debió superar, y había acabado por fin en un lugar cómodo y seguro, un tren que lo estaba llevando hacia Remi. El sonido repetitivo de las ruedas sobre las vías, la suave oscilación del vagón, hasta el leve sonido de dos mujeres que hablaban en voz baja resultaba tranquilizador. Al cabo de un rato, sucumbió al sueño.

Durmió durante siete horas y despertó en un vagón todavía a oscuras, lleno de gente dormida. Recordó haber visto en los horarios que el tren llegaría a Gorky a las cinco y cuarenta y cinco minutos. Consultó su reloj y vio que eran las cinco. Hacia el horizonte, el cielo se había oscurecido más que la noche, en preparación para la primera luz del amanecer. Aún no podía ver el sol, solo presentir su energía. Tenía tiempo para pensar en su siguiente maniobra. Comprendió que había sido un acto desesperado y estúpido subir a un tren que lo conduciría sin remedio a la estación de la ciudad natal de su enemigo. ¿Cómo era posible que Poliakoff no tuviera fotografías de él para distribuirlas entre las figuras escurridizas a las que contrataría para vigilarlo y avisarlo cuando bajara del convoy?

Sam se había abandonado a una postura pasiva y dejaba que el tren lo condujera hasta un lugar donde sus enemigos lo estarían esperando. Desde el momento en que había comprado el billete, había sido como una res camino del matadero. Cada giro que daba cerraba otra ruta alternativa y lo acercaba más al final. Veía desfilar los campos inmensos y los postes del teléfono. El aspecto de los campos de alfalfa lo tentaba a saltar en marcha, pero sabía que el tren iba demasiado deprisa. Tal vez si apareciera una curva, o una colina, el convoy aminoraría la velocidad, pero aquella zona era tan plana como las llanuras estadounidenses. No existían motivos para que el tren hiciera otra cosa que ir como una bala hacia la brillante mañana. Y entonces notó que moderaba la marcha.

Se palpó el bolsillo interior en el que llevaba el billete y se sentó en el borde del asiento para ver lo que pasaba. Todos iban despertando a su alrededor, se sacudían mutuamente, susurraban. Entonces la velocidad disminuyó de forma más manifiesta, y una voz grabada anunció una parada. Unos la interpretaron como la señal para levantarse y recoger sus pertenencias del portaequipajes, y otros para ponerse la chaqueta a fin de protegerse del frío matutino.

El tren entró en una estación que consistía solamente en un par de andenes exteriores, uno a cada lado de las vías, y un modesto edificio de ladrillo. No tenía ni idea de lo que ponía en el letrero. El convoy se detuvo, las puertas se abrieron, y los pasajeros tuvieron que bregar con sus pesados equipajes, sus hijos y el entumecimiento de llevar ocho horas sentados. Bajaron al andén y echaron a andar.

En un primer momento Sam tenía la intención de pegarse a la multitud, pero no había tal multitud. Una hilera de personas de aspecto muy diferente al suyo cruzaron el andén en dirección a una carretera rural que parecía desierta. Había llegado el momento, se dijo. Tenía que ser entonces. Se puso de pie, cruzó la puerta con su bolsa y su gorra de estudiante y echó a andar. Oyó que las puertas se cerraban a su espalda, después un anuncio amortiguado en ruso a bordo del tren, y el gran motor diesel se puso en movimiento. Prosiguió su camino. Tras consultar su reloj, vio que eran las cinco y ocho minutos. Si el tren era puntual, faltaban treinta y siete minutos para Nizhny Novgorod.

Sabía que lo esperaba una larga caminata, pero también que quizá había salvado la vida. Pensó en la ruta que se disponía a tomar. El tren había corrido hacia el este durante horas, y no existían motivos para suponer que no fuera a seguir en esa dirección durante el resto del trayecto. Vio que el sol se alzaba en el extremo oriental de la carretera, de modo que se dirigió hacia allí. Se bajó la visera de la gorra para protegerse los ojos y clavó la vista en el suelo, abarcando unos tres metros por delante de él. Iba a liberar a Remi.

Sabía que tardaría en llegar, pero decidió que era mejor así. No quería atraer la atención, destacar entre la masa. Una vez llegado a su destino, quería ser como una gota de agua en una tormenta. Otro obrero ruso más que luchaba por ganarse el sustento.