22

Moscú

Sam estaba sentado pacientemente en la antesala del consulado, sin pasear de un lado a otro, tamborilear con los dedos o demostrar irritación. A la deslumbrante luz del anochecer, la habitación parecía la sala de espera de un médico del Medio Oeste, con butacas de cuero, un sofá y montones de revistas sobre una mesa, aunque el consulado situado en Bolshoy Deviatinsky Pereulok era un bloque de ocho plantas, agresivamente moderno y de aspecto eficiente.

Sabía que lo estaban observando, llevando a cabo una chapucera investigación de sus antecedentes para averiguar quién era en realidad, y necesitaban tiempo. Justo cuando estaba empezando a preguntarse si el resultado habría sido negativo, la puerta que tenía frente a él se abrió. Entró un hombre con traje oscuro y una expresión ambigua en el rostro que, si bien no iba acompañada de una sonrisa, no dejaba de ser cordial.

—Hola, señor Fargo. Soy Carl Hagar, Seguridad Diplomática. Lamento haberlo hecho esperar.

—Gracias por recibirme —contestó Sam.

—Me han informado de lo sucedido. Lo lamento mucho, y me siento muy preocupado. No habíamos vivido un incidente como este en Moscú desde los tiempos de la Guerra Fría. La sola idea de que un ciudadano estadounidense pudiera ser secuestrado en el aeropuerto de Sheremetyevo era inconcebible. Se han producido ataques terroristas en él, y en ocasiones han detenido en la aduana a gente que acababa de llegar, pero nunca se habían producido secuestros.

—No creo que haya sido el gobierno ruso. Lo más probable es que se trate de algún grupo clandestino enterado de nuestros intentos de encontrar una serie de tesoros del siglo V.

—Eso es lo que nosotros creemos también.

—¿Están investigando ya la desaparición de mi esposa?

—En cuanto nos enteramos. Siempre investigamos la desaparición de cualquier ciudadano estadounidense en Moscú. Pero cuando empezamos a hacer preguntas sobre quiénes eran ustedes, nos topamos con sus años en la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa. Consiguen que su historia sea más creíble y lo convierte en una herramienta militar en potencia. Rube Hayward ha hecho hincapié en su historial, y ha pedido que lo avisáramos si se metía en líos. Estoy seguro de que ya imagina lo que eso significa para nosotros.

—Estoy seguro de que no. Hace veinte años que conozco a Rube, pero, haga lo que haga, no habla de ello con civiles.

—Digamos que tienen ustedes amigos en las altas esferas. Nos hemos puesto en comunicación con nuestros contactos de las fuerzas de la ley rusas, y les hemos informado de que estamos extremadamente interesados y no cejaremos en nuestro empeño si no nos hacen caso. Estoy convencido de que nos han informado de lo que saben hasta el momento.

Carl Hagar dejó una carpeta sobre la mesa, la abrió y empujó cinco fotografías hacia Sam.

Sam vio que eran cinco tomas borrosas en blanco y negro de las cámaras de vigilancia instaladas en el aeropuerto.

Hagar señaló la primera.

—Aquí está la señora Fargo entrando en el lavabo de señoras del aeropuerto. A continuación, se ve que las dos mujeres de la limpieza dejan entrar a otras dos después de ella y luego ponen un letrero que dice «Cerrado por limpieza».

La fotografía plasmaba a las trabajadoras empujando un carrito de plataforma provisto de ruedas, con dos grandes barriles de cartón encima.

—Vi a esas mujeres —dijo Sam.

—¿Qué vio?

—Salieron, empujaron el carro hasta doblar la primera esquina y atravesaron una entrada sin letreros.

—La policía rusa no sabe quiénes son esas dos mujeres. Han ampliado sus fotografías y no coinciden con las fotos de identificación de nadie que trabaje en el aeropuerto. Han pasado ocho horas de cinta en avance rápido, y la señora Fargo no sale en ningún momento por esa puerta. Creemos que su esposa iba en uno de esos barriles.

—Esto es espantoso. Aún no estaba preocupado de verdad cuando las vi. No me pareció advertir nada raro en ellas, porque no sabía lo que era raro o no.

—Por supuesto.

El hombre sacó otra fotografía. Mostraba a las mujeres delante del edificio de la terminal, haciendo rodar los barriles hasta un elevador hidráulico situado en la parte posterior de un camión manipulado por un hombre vestido con un mono. Había una inscripción en cirílico en el lado.

—¿Qué pone?

Len Sluzhby. Servicios de Lavandería. Subieron al camión, dejaron el otro barril y el carrito, y se fueron. Existe una empresa real con camiones como ese que se encarga de lavar la ropa blanca del aeropuerto. La policía dice que ese camión no es de ellos.

—Voy a hacerle una sugerencia. Creo que la gente responsable del secuestro estará conectada con un hombre llamado Arpad Bako, propietario de una empresa farmacéutica de Szeged, en Hungría. Ha tratado de encontrar los tesoros antes que nosotros, y ha demostrado ser capaz de cualquier cosa con tal de vencer. La gente que se encargó de la búsqueda y nos disparó en Francia trabajaba para un hombre llamado Le Clerc, quien, de manera ilegal, ha estado comprando a Bako fármacos que solo se venden con receta. Alguien de aquí estará importando a Rusia medicamentos de Bako o le suministrará materias primas.

—Lo averiguaré y le informaré de los resultados.

—Gracias.

—Una cosa más…

—El rescate.

—Exacto. Si raptaron a la señora Fargo para intercambiarla por los objetos que ustedes encontraron en esos tesoros y tumbas repartidos por toda Europa, se pondrán en contacto con usted. Es posible que ya lo estén vigilando, de modo que sabrán que acudió a la policía del aeropuerto y probablemente que ha estado aquí también. Amenazarán con matarla si vuelve a tratar con nosotros. Deberá aparentar que cede a sus exigencias.

—Ya lo he pensado.

Hagar introdujo la mano en el bolsillo y entregó a Sam un teléfono móvil.

—Le vamos a dar un teléfono nuevo. En algún momento querrán que se desprenda de su móvil, de modo que cuando lo hagan deles el antiguo. Utilizaremos el GPS de este para seguirle el rastro. También procuraremos vigilarlo de otras formas, para que si se queda sin teléfono no lo perdamos.

—De acuerdo. —Sam se guardó el teléfono nuevo en el bolsillo—. Debería encontrar un hotel y esperar a que me llamen. No habíamos previsto hacer escala en Rusia, salvo para cambiar de aviones.

—Lo alojaremos en el hotel Hilton Moscú Leningradskaya. Es un edificio que Stalin erigió cerca del Kremlin en 1954, y es grande, con mucho espacio despejado a su alrededor. Cuando vaya a registrarse, veremos quién lo sigue. Es probable que eso no sirva de nada, pero cualquier cosa puede sernos útil.

—Estoy seguro. —Sam se levantó y estrechó la mano de Hagar—. Gracias.

—Habrá taxis fuera. Coja el primero que pare. Ojalá nos hubiéramos conocido en circunstancias más felices. Él dijo que no perdía usted la cabeza y que no tenía miedo a nada.

—Agradezco el cumplido de Rube, pero se equivoca. Esa gente ha descubierto mi punto débil a las primeras de cambio.

Sam salió por la puerta principal del consulado y vio una hilera de taxis. Caminó hasta el bordillo y el primero se acercó.

—¿Hotel Hilton Leningradskaya?

Da, da —dijo el conductor, e indicó a Sam con un gesto que subiera. Aquel tipo parecía un poco impaciente, como si tuviera otros compromisos.

Sam subió y el hombre se internó en el tráfico. Sam tuvo que reprimir el instinto de mirar por la ventanilla trasera para intentar localizar a sus perseguidores. Había estado despierto toda la noche y todo el día. El agotamiento estaba empezando a entumecer su cerebro, y le costaba concentrarse en los retos que se avecinaban.

Mientras recorrían las calles de la ciudad, el sol del anochecer lo molestaba y le recordaba que Moscú estaba mucho más al norte que las principales ciudades de Estados Unidos. Aún tardaría en oscurecer. Tal vez podría aprovechar ese tiempo.

El taxista paró delante del altísimo hotel.

—Seiscientos rublos.

Sam sabía que equivalían a unos veinte dólares. Contó los rublos que había cambiado en el aeropuerto y le entregó setecientos, mientras cogía su equipaje de mano y el de Remi y bajaba. El taxista aceptó el dinero y le dio un pequeño envoltorio.

—¿Qué es esto?

—Cójalo —dijo el taxista.

Sam lo aceptó, y después se volvió para mirar hacia atrás. Si algún coche los estaba siguiendo, no pudo localizarlo, pero sabía que descubrirlo tampoco serviría de nada. Oyó que el taxista pisaba el acelerador y se volvió de nuevo para mirar la matrícula. Estaba cubierta de tierra. Al cabo de un segundo cayó en la cuenta de que debía de ser pintura en spray o una mezcla de cemento de caucho y polvo aplicada una hora antes.

Se registró en el hotel, subió a su habitación y se sentó en la cama. Dejó el paquete sobre la mesa a su lado y lo miró. Marcó el número de su casa en La Jolla.

—Hola, Sam —dijo Selma—. ¿Te han llamado ya?

—Creo que están a punto. Voy a dejar conectado este móvil mientras abro el paquete que me acaban de dar. Te agradecería que escucharas lo que suceda, pero no hables hasta que yo te lo diga.

—De acuerdo.

Sam retiró el papel que cubría la caja, mientras examinaba con mucha atención los lados por si había algún cable conectado con un detonador. Cuando levantó la tapa, la estudió de costado, pero no vio nada extraño.

—Es una caja de cartón, sencilla, como de caramelos. No hay cables detonadores ni explosivos. Me la ha dado el taxista hace unos minutos. Hay un móvil. También una foto de Remi sosteniendo un periódico ruso. Los números de la fecha indican que es de hoy. Lleva la misma ropa que anoche, y no parece que le hayan hecho daño. No hay nada más.

El teléfono móvil de la caja sonó. Sam lo descolgó.

—Hola.

—Hola, señor Fargo. Dado que está en posesión de este teléfono, también habrá visto la foto y sabrá que tenemos a su mujer. Es muy guapa, y he de decir que parece muy inteligente. Debe de echarla muchísimo de menos.

—¿Qué es lo que desea tan terriblemente?

—Al grano. De acuerdo. Usted ha recuperado tres partes del botín que Atila robó a ciudades europeas cuando las conquistó en el siglo V. Tiene una encontrada en Italia, cerca de Mantua; una hallada en Francia, en Châlons-en-Champagne; y una localizada en Hungría, a orillas del Danubio.

—Yo no…

—No me interrumpa y no discuta. Sé que ustedes han cogido esos tesoros, y ahora me los dará a mí. Quiero esos hallazgos.

—Los tres han sido devueltos a los archivos nacionales de sus respectivos países. Existen tratados y leyes que impiden a la gente…

—Le he dicho que no discutiera conmigo. ¿Acaso le parezco preocupado por los tratados entre políticos extranjeros? Conseguir el rescate es su problema. En cuanto los tres tesoros se hallen en su posesión, llámeme pulsando el número programado en su teléfono nuevo que tiene el nombre de Remi.

—¿Qué pasará si no puedo conseguir esos tesoros?

—¿Por qué sufrir y pasar miedo? No necesito pensar en cosas terribles que hacer. No quiero prometerle una última y horripilante cinta de vídeo de su esposa si fracasa. Haga lo que le pido. Lo prefiero enérgico y confiado, centrado tan solo en recoger mi oro y entregármelo.

—Aunque pueda hacerlo, tardaré cierto tiempo.

—El tiempo no me preocupa. Si quiere tardar una semana en recuperarla, tarde una semana. ¿Un mes? Tómese un mes. Tómese seis meses.

—¿Dónde puedo…?

Sam comprendió que había prolongado la conversación el máximo tiempo posible. El secuestrador había colgado. Desconectó el móvil nuevo, se lo llevó al cuarto de baño y lo envolvió en una toalla, cerró la puerta y recuperó su teléfono.

—¿Selma?

—Estoy aquí. Lo he grabado. Pero no he averiguado nada, salvo que es ruso, habla bien inglés y no está asustado.

—Y ustedes, los del consulado, ¿han averiguado algo? —preguntó Sam.

La voz que le respondió era serena, queda y con acento estadounidense. No era Hagar, sino alguien que se le parecía mucho.

—Hemos determinado que un socio comercial ruso de Arpad Bako es un hombre llamado Sergei Poliakoff. La policía rusa nos está preparando un informe sobre él.

—¿Dónde vive?

—En Nizhny Novgorod. Tiene una empresa de importación-exportación y una propiedad al oeste de la ciudad. Los rusos no nos han adelantado lo que saben, pero el agente que me pasó la información insinuó que es un personaje muy desagradable. Cuenta con gente en montones de lugares, puede que hasta en Estados Unidos.

—Gracias. Tendré que ponerme en acción ahora mismo. Voy a dejar los dos teléfonos móviles en mi habitación. Si pueden, encarguen a alguien que se mueva en coche con el teléfono de contacto con el secuestrador, y que lo envíen a amigos de Italia o Francia. Poliakoff seguirá el GPS para saber dónde estoy.

—Pero ¿dónde estará usted? No puede ir solo por este país. Ni siquiera habla el idioma. No puede colaborar con la policía rusa, lo cual quiere decir que ha de tratar con ella a través de nosotros. Quiero que me prometa que no hará nada por el estilo.

El hombre, llamado Owens, dejó de hablar y escuchó. No había nadie en la línea.

Cambió a una línea interna.

—Estamos a punto de perder el rastro de Sam Fargo. Se ha ido del hotel. Es probable que aparezca en las cercanías de Nizhny Novgorod dentro de una o dos semanas. Ha dejado nuestro móvil y el del secuestrador en su habitación. Manden a alguien a recogerlos. Después, envíen el teléfono del secuestrador de vacaciones a Roma, a París y a Budapest. Mantendrá con vida al pobre tipo durante un tiempo.