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Nizhny Novgorod, Rusia

Remi Fargo no estaba despierta del todo, sino pugnando por recobrar la conciencia, del mismo modo que un practicante del buceo libre pugna por ascender hacia la superficie, ávido por aspirar la primera bocanada de aire.

Se hallaba en un lugar oscuro. A su alrededor todo era tan blando que no notaba sus músculos apretados contra nada sólido, y tenía la impresión de haberse hundido en el material. Después de un enorme esfuerzo mental, comprendió que se encontraba dentro de un gran barril de cartón, encima de un montón de trapos o trozos de telas, y de que habían tirado más encima de ella y cerrado el barril. Se dijo que sin duda habría agujeros para respirar, pero no veía ninguno, y esos escasos minutos de esfuerzo hicieron que volviera a perder la conciencia.

Transcurrió un número indeterminado de horas antes de que Remi abriera otra vez los ojos. En esa ocasión supo que estaba dentro del gran barril de toallas de mano que aquella mujer había manipulado en el lavabo del aeropuerto. Se enderezó con cautela hasta quedar arrodillada sobre una capa de toallas, empujó hacia arriba con las manos y notó que la tapa del barril cedía un poco aunque sin moverse del borde. Lo recorrió con las manos y empujó, pero la tapa estaba firmemente asegurada.

—¿Hola? —gritó.

No hubo respuesta.

—¿Hola? Abran, los de fuera.

Pensó en lo que le había sucedido. La habían secuestrado en un lavabo de señoras del aeropuerto de Moscú. La audacia de la jugada era impresionante, pero su mente no estaba interesada en los detalles. Las dos mujeres corpulentas la habían arrastrado y metido en un barril que habían sacado del aeropuerto para, finalmente, cargarlo en algún camión de aprovisionamiento de ropa blanca.

Debía de estar en la carretera incluso antes de que Sam hubiera empezado a preocuparse por ella. Pobre Sam, estaría loco de preocupación en esos momentos. Se lo imaginaba paseando en aquella zona de espera, viendo a la gente que subía al avión de Kazajistán mientras se preguntaba qué habría sido de ella. Ya estaría volviendo locas a las autoridades. Eso era bueno. No permitiría que se olvidaran de ella, una mujer extranjera cualquiera que se había metido en líos y carecía de contactos poderosos que les hicieran la vida incómoda.

Remi pensó en gritar de nuevo, pero decidió esperar. La hora de gritar llegaría cuando oyera voces o notara que movían el barril. Existiría alguna forma de lograr que alguien la oyera, si se encontraban en alguna especie de almacén. Una hora después el camión salió de la superficie lisa por la que circulaba y traqueteó un poco cuando se desvió por otra superficie, que Remi notó algo más rugosa, tal vez de grava o tierra.

Sentada en la oscuridad, empezó a barajar posibilidades. Lo más probable era que alguien los hubiera visto a Sam y a ella enseñando sus pasaportes de Estados Unidos, y habría decidido que tener un rehén norteamericano sería estupendo.

El camión se detuvo. Oyó que unas puertas dobles se abrían con un chirrido. Su mente invirtió un segundo en barajar varias posibilidades, hasta que finalmente decidió que quizá podría saltar del vehículo, ya que era mucho más atlética de lo que ellos sospechaban, además de una esgrimista y tiradora de primera. Pero luego ¿qué? Conseguiría que le dispararan. Podía fingir que seguía inconsciente y escuchar lo que decían en un idioma que no entendería. Optó por ser racional y abierta, y por tratar de aparentar que no tenía miedo. Puede que esto último no le resultase fácil, pero era una actriz consumada.

Oyó que abrían un cierre, soltaban un aro de aluminio y levantaban la tapa del barril. Unas manos la retiraron y después sacaron las toallas que le habían tirado encima. Remi se levantó.

Reconoció a las dos mujeres corpulentas del aeropuerto. Ambas vestían monos en ese momento, en lugar de los uniformes de trabajo holgados, y llevaban el pelo retirado de la frente y recogido. Detrás de ellas había dos hombres. Quizá eran quienes conducían el camión, y tal vez los que habían ayudado a subir y bajar el barril. Pero uno de ellos esgrimía una metralleta corta Stechkin APS de aspecto amenazador, como las utilizadas por las unidades Spetsnaz del antiguo ejército soviético. Sabía que la policía todavía las usaba porque disparaban municiones baratas y fáciles de conseguir, y porque además tenían poco retroceso. Vio que el arma iba provista de silenciador. No habían sido fabricadas con precisión de competición, pero con seiscientos disparos por minuto sin duda acertarían a una chica en un barril de cartón.

Había otros dos hombres con tejanos y cazadoras. Ambos portaban metralletas Škorpion checas. Alejado unos pasos de esos individuos había otro sujeto con un traje gris hecho a medida que le sentaba de maravilla. No cabía duda de que era el hombre al que había que prestar atención. Asintió y sonrió a las cuatro personas vestidas con mono, y después dijo algo en ruso a todo el grupo. Procedieron con celeridad; primero ayudaron a Remi a salir del barril y a bajar del camión, y acto seguido rodearon sus muñecas con unas abrazaderas de plástico para inmovilizarle las manos a la espalda.

El hombre del traje conservó una sonrisa risueña durante todos aquellos procedimientos, además de un porte desenvuelto que desmentía la obediencia y la disciplina militares de sus secuaces. Miraba a Remi como un aristócrata prerrevolucionario que pasara el verano en su mansión del campo. Llevaba una impecable camisa blanca y una corbata de seda azul, y mientras la miraba encendió un cigarrillo y centró en ella la atención.

—Parece usted salida de El nacimiento de Venus de Botticelli, emergiendo de las aguas en la concha, señora Fargo.

Esperó un momento.

—¿No piensa dirigirme la palabra? —preguntó después.

—No quiero animarlo a decir algo que lo lleve a pensar que ha de matarme.

El hombre asintió.

—Muy inteligente, en general. Pero el secuestro en Rusia es como en Estados Unidos: si me cogen, soy hombre muerto. Le diré lo que debe saber. Será tratada bien y con respeto, pero estará encerrada en su habitación. Cada día irá alguien, le pedirá que sujete el periódico del día y le hará una foto. Nos pondremos en contacto con su marido. Cuando él cumpla mis peticiones, será puesta en libertad.

—¿Cuáles son sus peticiones?

—Ah… De modo que está interesada.

—Por supuesto.

—Sé lo de la búsqueda de los cinco tesoros de Atila. Usted y su marido descubrieron el cercano a Mantua, en Italia. Robaron el de Châlons-en-Champagne, en Francia. Lograron que detuvieran a Arpad Bako por encontrar los objetos de la tumba de Bleda. Sustrajeron el tesoro enterrado a la orilla del Danubio. Estaban a punto de encontrar el último tesoro cuando se lo impedí. —La miró—. ¿Va a negar todo esto?

—¿Me creería?

—De modo que ahora usted y su marido poseen el control de, como mínimo, tres tesoros muy grandes consistentes en piezas antiguas, los de Italia, Francia y Hungría. Todo ello amasado tras prolongadas campañas de conquistas y saqueos por parte de los hunos. Me han dicho que ustedes tuvieron que utilizar camiones para transportarlos. —Estaba estudiando las reacciones de Remi detenidamente—. Creo que su esposo intercambiará esos tres tesoros por usted. Se trata de un simple trueque.

—No nos encontramos en posesión de esos tesoros ya. Hemos llevado a cabo otros hallazgos. Puede investigarlo. Siempre nos atenemos a los tratados internacionales y a las leyes nacionales de los países donde encontramos piezas de valor. Por lo general, la legislación prohíbe sacar tesoros arqueológicos de los mismos. En los casos en que los gobiernos aprueban la venta de objetos, donamos los porcentajes que nos corresponden a nuestras fundaciones. No nos quedamos nada. Los tres hallazgos de los que ha hablado se hallan bajo la tutela de los gobiernos de Italia, Francia y Hungría, respectivamente. Podrían pasar años antes de saber qué harán con los objetos.

—En ese caso, su esposo tendrá que recabar la ayuda de las autoridades de esos gobiernos, supongo. —Sonrió—. Ambos gozarán de la interesante oportunidad de comprobar cuánta gratitud les ha granjeado su generosidad con esos gobernantes a lo largo de los años.

—¿Qué pasará si mi marido no puede entregarle todos esos objetos que forman parte de la historia de los citados países? ¿Me matará usted?

—¿Yo? Por supuesto que no. Tengo gente que se ocupa de esa clase de trabajos en mi lugar. Y le aseguro que no soy un lunático ni un estúpido. Si su esposo entrega determinada parte de esos tesoros a fin de demostrarme que ha hecho todo cuanto ha podido, la dejaré en libertad.

—No me parece un hombre a quien le interesen demasiado los museos. ¿Por qué no pide a mi marido un simple rescate? Estoy segura de que le pagaría un millón de dólares por mí. —Captó su mirada burlona—. Bien, pues que sean cinco. Le supondría muchos menos problemas y riesgos. Podría transferir electrónicamente el dinero a su cuenta, que usted transferiría al instante a otra de un país que no permitiría seguirle el rastro. Ni camiones, ni registros en las fronteras, ningún peligro, nada de vender antigüedades robadas por una centésima parte de su valor.

—Gracias, pero ya he oído bastante. Mis amigos la acompañarán a sus aposentos. Pase lo que pase, no creo que volvamos a vernos. Pero espero, por su bien, que su marido ceda.

El hombre del traje dio media vuelta y se alejó. Remi vio que se encaminaba hacia un vasto jardín que se hallaba a unas decenas de metros de una gran mansión.

Uno de los tipos armados con metralletas Škorpion abrió la marcha. Las dos mujeres asieron a Remi de los brazos, y los demás hombres los siguieron a unos pasos de distancia, con las pistolas Stechkin preparadas. La condujeron a través de la opulenta casa, que daba la impresión de haber sido construida entre 1850 y 1870. Había pinturas antiguas y oscuras en las paredes, dramáticos paisajes marinos en plena tormenta, algunas batallas, retratos de hombres barbudos y mujeres enjoyadas.

Los muebles eran elegantes, casi con toda seguridad franceses, con tapizado de seda y madera muy pulida. Entraron en una amplia cocina y dejaron atrás la despensa. Remi supuso que la estaban conduciendo a una especie de mazmorra en el sótano, pero en cambio subieron en fila india por una estrecha escalera posterior hasta una cuarta planta, la última. Era una ruta diseñada y construida para la servidumbre, y conducía a un pasillo de diminutas habitaciones que probablemente habría alojado a doncellas y a pinches de cocina.

Llegaron a una estancia carente de ventanas que se hallaba en mitad del pasillo, en el lado derecho. Solo contaba con una enorme y recia puerta de madera. Tenía una cama individual, una mesa con una silla y un pequeño tocador. Había una segunda puerta que daba acceso a un cuarto de baño. Por su experiencia con casas antiguas, Remi sospechaba que el dormitorio sin ventanas habría pertenecido a un criado de más categoría y que el cuarto de baño habría sido el dormitorio de otro criado. El remodelamiento había dado lugar a una celda relativamente cómoda, sin posibilidad de entrar ni salir, y sin forma de saber si era de día o de noche.

Las dos mujeres apoyaron a Remi en una pared desnuda, levantaron un periódico con caracteres cirílicos y se lo pusieron en las manos, y después uno de los hombres le tomó una foto. Tras comprobar que la fotografía había salido clara, se fueron.

Remi oyó que la puerta se cerraba. Era maciza, no hueca. Oyó que la llave giraba en la cerradura, pero no el chasquido del cerrojo. Buena noticia.

Remi se sentó en la cama. Sabía que tenía derecho a llorar, pero se negó. Lo que sí debía hacer era registrar la habitación en busca de aparatos de vigilancia: cámaras estenopeicas, mirillas, cualquier lugar que pudiera ocultar una cámara. No había ninguna. A continuación, empezó a examinar los muebles, en especial la cama y las tuberías, por ver si hallaba piezas metálicas que pudiera utilizar como herramientas.

Esa gente no tenía ni idea, pensó. Aquel hombre, ese personaje salido de la era de los Romanov, consideraba a Sam y a ella víctimas, personas a las que podía robar, retener como rehenes o matar a su capricho. Pero como el negocio de los Fargo se había visto coronado con el éxito hacía más de diez años, se habían convertido en objetivos potenciales de un secuestro. Eran conscientes de que, en algún momento dado, cualquiera de los dos podía ser secuestrado, y habían planeado la estrategia con todo cuidado, acordando lo que cada uno haría en cuanto estuvieran separados. El prisionero nunca dejaría de averiguar cosas sobre el lugar y los captores, siempre preparado para señalar su emplazamiento cuando llegara el momento y facilitar el rescate. Y el otro, Sam en ese caso, nunca dejaría de buscar. Aunque la oportunidad tardara en presentarse, continuaría buscando, ya fuera un año o veinte.

Sam nunca tiraría la toalla, jamás dejaría sin investigar una pista ni dejaría pasar un día sin hacer progresos. Pensó en su marido y las lágrimas se agolparon en sus ojos. En ese momento permitiría en apariencia que las autoridades moscovitas se encargaran del problema, pero en realidad estaría presionando, con discreción pero de manera firme, a las autoridades estadounidenses para que lo ayudaran.