Aeropuerto de Ferihegy, Budapest
Sam y Remi estaban en el aeropuerto de Budapest, caminando en dirección a la pasarela de acceso a su vuelo a Moscú.
—Se supone que Astaná es toda nueva y reluciente —dijo Remi—. Eso debería ser interesante. La ciudad ha sido reconstruida por completo durante estos últimos quince años.
—Es probable que pasemos unos días en Astaná, entrevistándonos con la gente responsable de las antigüedades. Esta vez me gustaría informarles de todo antes de empezar a excavar.
—¿Crees que Bako volverá a ganarnos la mano?
—No puedo predecirlo. En algunos momentos da la impresión de que empieza antes que nosotros. Ya está pensando en todos los sitios donde estuvo Atila, y elige el que considera adecuado. En otros, parece que confía la situación a gente que no sabe lo que hace.
—Estamos retrocediendo en el tiempo hacia la juventud de Atila y hacia la parte de Asia de la que procedían los hunos.
—Ya veremos.
El vuelo de Ferihegy al aeropuerto de Sheremetyevo duró tan solo una hora y cuarenta y cinco minutos. Desde allí, el vuelo más rápido de Moscú a Astaná, la capital de Kazajistán, les llevaría ocho horas y cinco minutos. Mientras el avión aceleraba hacia el final de la pista, Remi apoyó la mano sobre la de Sam, como hacía siempre hasta que el avión despegaba. Cuando el aparato se estabilizó, retiró la mano y empezó a leer un libro sobre Kazajistán que había comprado.
Estuvieron sentados juntos en un silencio casi absoluto durante el resto del breve viaje. Como no podían saber si gente de Bako infiltrada en el avión los vigilaba, se comunicaban sobre todo mediante roces y susurros. Cuando desembarcaron, miraron los tablones electrónicos para localizar su vuelo a Astaná.
Vieron que su avión debía despegar al cabo de tres horas. Fueron a sentarse en la zona de espera, no lejos de su puerta, y Sam sacó el teléfono para echar un vistazo al plano de su ruta.
—Pareces un poco nervioso —dijo Remi tras observar a Sam durante unos minutos—. ¿Qué pasa?
—Oh, no lo sé. —Contempló a un pequeño grupo de hombres al otro lado de la cavernosa sala que hablaban en voz baja entre sí—. A lo largo de los años he observado que cuando uno se siente inquieto es que tiene buenos motivos para ello.
—Eso suena demasiado a percepción extrasensorial.
—No creo en cosas carentes de causas. Solo pienso que no paramos de recoger diminutas pistas a montones y, de vez en cuando, se convierten en problemas que aún no hemos acabado de comprender.
—Tienes razón. Pero nos encontramos en un aeropuerto diseñado y construido por… digamos un gobierno muy controlador en plena Guerra Fría. Es prácticamente una máquina de espiar a la gente. Estarás percibiendo características de dicho diseño.
—Es posible, pero hazme un favor y ponte un poco paranoica.
—Si te sirve de algo, he estado observando. Y no he visto a ningún hombre de aspecto sospechoso. Voy al lavabo.
Remi atravesó el vestíbulo en dirección al letrero con el símbolo universal del baño de señoras. Mientras andaba, oyó el repiqueteo de tacones altos sobre el duro suelo y reparó en dos mujeres que también se dirigían al aseo detrás de ella. Miró con disimulo a cada lado mientras caminaba y se quedó tranquila, pues solo eran un par de chicas con bolsas de mano. Empujó la puerta para entrar y vio a dos mujeres gruesas de edad madura con uniformes y delantales frente a ella. Una se encontraba ante una hilera de lavabos y distribuía toallas. La otra, con un mocho embutido en un cubo sobre ruedas, se estaba acercando a la puerta. En cuanto Remi entró, la mujer del mocho dejó entrar a las dos chicas, depositó un letrero colocado sobre un cono de plástico delante de la puerta, giró el pomo para cerrarla y volvió a sus quehaceres.
Remi entró en un cubículo vacío. Cuando salió, todo pareció suceder al mismo tiempo. Al abrir la puerta, las dos mujeres uniformadas se le acercaron, una por cada lado. La del mocho la rodeó con los brazos y la inmovilizó, mientras la otra introducía la mano entre dos de sus toallas, sacaba una aguja hipodérmica y aplicaba una inyección a Remi en el brazo.
Remi cogió aire, dispuesta a gritar, pero la mujer apretó la toalla contra su cara. El sonido empezó como un chillido ahogado, pero no tardó en apagarse por falta de aire. Para entonces Remi ya había empezado a sentirse débil e impotente debido a la droga, y al cabo de un momento perdió la conciencia.
Sam continuaba sentado en la zona de espera. Tras observar un rato a la gente que pasaba, cogió el libro que Remi había estado leyendo sobre Kazajistán y leyó unas cuantas páginas, pero como no podía concentrarse volvió a mirar a los transeúntes. El aeropuerto de Moscú era un lugar despejado, donde siempre había numerosos viajeros de todos los continentes. Volvió a coger el libro, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que, más que leer el libro, había adoptado una postura de lector. El libro no era más que una muda explicación de cómo estaba matando el tiempo y de que era inofensivo. ¿Dónde estaba Remi? Había transcurrido demasiado rato. Sacó el móvil y la llamó, pero su teléfono estaba apagado, tal vez desde que habían subido al avión en Budapest.
Sam sabía que los lavabos de señoras de lugares públicos exigían con frecuencia cierta espera, pero tanta no le parecía normal. Se levantó, se colgó al hombro la bolsa de Remi junto con la suya y caminó en la dirección que la había visto tomar. Al fondo del vestíbulo divisó los aseos y se encaminó hacia allí, sin dejar de observar las tiendas y los grupos de personas cercanos en busca de Remi.
Vio a una mujer corpulenta con uniforme de señora de la limpieza que salía del lavabo, empujando un carrito provisto de ruedas con un par de barriles grandes encima. Levantó el letrero del cono que bloqueaba la puerta. Otra mujer con uniforme de conserje salió y la ayudó a empujar el carro. Se alejaron y desaparecieron por un hueco que, supuso Sam, conducía a alguna de las innumerables puertas cuyo acceso estaba prohibido a los pasajeros.
El hecho de que aquellas mujeres hubieran cerrado el lavabo durante unos minutos tranquilizó a Sam, pero no del todo. Se detuvo ante una puerta y esperó, pero siguió mirando a uno y otro lado por si Remi había elegido otros aseos y regresaba.
Recordó unos aseos del aeropuerto O’Hare de Chicago que tenían dos puertas, una que se abría al vestíbulo, por donde había entrado él, y la otra, en la pared opuesta, que daba a un vestíbulo diferente. ¿Era posible que ese lavabo de señoras tuviera dos puertas? Vio que salía una mujer, mientras hablaba por el móvil.
—Perdón —dijo Sam.
La mujer se detuvo, con el teléfono pegado a la oreja.
—¿El lavabo tiene dos salidas?
La mujer miró hacia atrás y luego a él, como si se preguntara a qué se refería.
—Supongo que no —contestó Sam por ella.
Continuó andando a toda prisa. Había perdido demasiado tiempo. Llamó de nuevo al móvil de Remi, pero seguía desconectado. Escuchó parte del mensaje del buzón de voz y colgó. Llegó a una puerta en la que había dos mujeres con uniformes de línea aérea, hablando en ruso frente a un mostrador.
—Hola —dijo—. ¿Hablan inglés?
—Sí, señor —dijo una—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Mi esposa ha ido al lavabo, pero no ha vuelto. Eso no es propio de ella. Me habría llamado al móvil si hubiera ido a otro sitio. He intentado hablar con ella, pero su teléfono está apagado. Estoy muy preocupado porque mi mujer nunca haría algo así.
—¿Está… enferma?
—No lo estaba hace un rato, cuando llegamos de Budapest. ¿Puede ponerse en contacto con la policía del aeropuerto?
Las dos mujeres se miraron, incómodas.
—Sí —contestó una—. ¿Cuánto hace que se ha ido?
Sam consultó su reloj.
—Una media hora. Sé que no parece mucho, pero les juro que nunca haría algo semejante sin avisarme.
—El aeropuerto es muy grande. ¿Podría haberse extraviado?
—Cualquiera podría extraviarse. Pero en ese caso, me habría telefoneado con más motivo todavía.
—Deje que la llame por megafonía.
—Claro, pero haga el favor de avisar también a la policía.
La mujer descolgó un teléfono, apretó un botón y sujetó el receptor contra el brazo.
—¿Cuál es el nombre de su mujer?
—Remi Fargo.
—Señora Remi Fargo, haga el favor de descolgar un teléfono blanco de cortesía o ir al mostrador de Aeroflot. Señora Remi Fargo haga el favor de descolgar un teléfono blanco de cortesía. —La mujer colgó el teléfono y le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. Debería llamarnos de un momento a otro.
—Avise a la policía, por favor.
—Es mejor esperar unos minutos para darle tiempo de llamar.
—Ha tenido mucho tiempo para utilizar el móvil y llamar —dijo Sam, cada vez más nervioso—. Informe a la policía, se lo ruego. —Divisó a dos agentes uniformados que paseaban por el vestíbulo—. Perdón.
Se volvió y corrió hacia ellos.
Cuando se acercaba a los dos policías, vio que volvían la cabeza para mirarlo con el cuerpo en tensión para repeler cualquier ataque. Sonrió lo mejor que pudo.
—¿Hablan inglés?
Parecían confusos, de modo que se encaminó de nuevo hacia el mostrador de la aerolínea y les hizo gestos de que lo siguieran.
—Cuéntele mi problema, por favor —dijo a la mujer cuando llegaron.
Ella les habló en un ruso muy veloz, un rápido intercambio durante el cual señaló a Sam, el teléfono y el vestíbulo, y que incluyó encogimientos de hombros, meneos de cabeza y disculpas. Ambos policías hablaban con la monótona formalidad de los policías de todo el mundo.
—¿Tiene una foto de la señora Fargo? —preguntó la mujer a Sam.
Él sacó su móvil y lo alzó para que todos vieran una fotografía de Remi. El policía que hablaba más utilizó la radio de su cinturón y después la devolvió a su sitio.
—Nos gustaría que nos acompañara. Intentaremos ayudarlo.
Sam dio las gracias a la mujer y se alejó a toda prisa con los agentes de policía. Entraron por otras puertas sin marcas características que daban al vestíbulo. Los agentes condujeron a Sam a un despacho con varios policías sentados a mesas y otros que contemplaban monitores de televisión. Uno de ellos, un joven rubio con pinta de intelectual, le habló.
—¿Señor? Haga el favor de sentarse, y le tomaré declaración.
Sam se sintió aliviado a ver que un agente de policía hablaba inglés.
—No pienso presentar una reclamación al seguro ni nada por el estilo. Mi mujer ha desaparecido, y eso significa que algo le ha sucedido.
—Hemos de empezar con el informe, y después la ayuda.
Sam dedicó los siguientes dos minutos a referir lo sucedido, describió a Remi, y luego enseñó al policía y a sus compañeros la foto del teléfono.
—Tomé esta fotografía hace muy pocas horas, antes de subir al avión en Budapest.
El joven pidió a Sam que le enviara la foto por correo electrónico y enseguida la descargó. Explicó lo que estaba haciendo mientras la enviaba a diversas subcomisarías de policía del aeropuerto, y a continuación a los móviles de los agentes que patrullaban las instalaciones y a los policías de paisano.
Sam sintió renacer sus esperanzas. Sabían lo que hacían. Sabían cómo encontrar a alguien. Existían muchas probabilidades de que la localizaran. Se sintió un poco estúpido por haber sido tan pesimista con respecto a ellos al principio.
El policía le formuló más preguntas, sobre su vuelo a Moscú, qué puerta habían utilizado Remi y él para desembarcar y cuándo había ido ella al lavabo exactamente. Estaba transmitiendo información a alguien. Daba la impresión de leer la mente de Sam.
—Hay investigadores examinando las cintas de vigilancia de esas zonas para localizar a su esposa y ver adónde ha ido.
Sam estuvo sentado media hora en el despacho, esperando. Los policías entraban y salían, contestaban llamadas telefónicas y cambiaban impresiones entre sí. Nadie le dirigía la palabra, pero de vez en cuando se daba cuenta de que alguno lo miraba con disimulo. Era terrible y dolorosamente consciente de que, en aquel tipo de emergencias, los segundos contaban. No quería conversar, quería que encontraran a Remi, de modo que guardó silencio y observó. Después la media hora se convirtió en una, y luego en dos. Llamó a su casa de La Jolla y dejó un mensaje en el que explicaba lo que estaba sucediendo.
Cuando hubieron transcurrido dos horas y media, entraron varios policías con uniformes diferentes, de maniobras y campaña. La tela, las botas, los cinturones y las gorras eran negros. Esos hombres portaban más armas que la policía del aeropuerto.
Cuando Sam había entrado la primera vez, los agentes le habían sonreído.
—No se preocupe. Este es el aeropuerto más importante de Rusia. Es como una cámara acorazada. Nadie puede secuestrar a una mujer y sacarla de aquí.
Más tarde, otro agente había dicho:
—Este aeropuerto está más vigilado que cualquiera de su país. Aunque una mujer fuera secuestrada, jamás podrían sacarla del edificio.
Más tarde, eso se convirtió en:
—Jamás podrían atravesar las puertas del aeropuerto.
Cuando llegó la hora de subir al avión rumbo a Kazajistán, Sam y los dos agentes de policía recién llegados fueron a la puerta y examinaron la zona de espera. Mostraron fotos de Remi al personal de la aerolínea, pero la respuesta consistió en negativas con la cabeza y fruncimientos de labios. Se quedaron hasta que cerraron la puerta de la pasarela de acceso, retiraron esta última y el aparato ocupó la pista.
Sam miró en todas direcciones, con la esperanza de ver la silueta esbelta y elegante de una mujer en la lejanía, corriendo para alcanzar el avión. Solo vio miles de ocupados y preocupados pasajeros, que intentaban no perder de vista sus pertenencias y a sus hijos, mientras se encaminaban hacia otras puertas de embarque.