19

Ribera norte del Danubio

Cuando el agente de policía ayudó a Remi a subir de la tumba abierta, ella sonrió y saludó a Sam. Cruzó corriendo el jardín lleno de hoyos y se plantó a su lado.

—Estaba grabado en la pared. Voy a enviar las fotos a Albrecht y a Selma.

—Lo malo es que los hombres de Bako lo habrán leído hace varias horas.

—Eso me temo.

—Si lo sabe —dijo Tibor—, no ha debido de causarle una gran impresión, o no lo ha entendido. Está de regreso en su despacho de la fábrica de píldoras, todo inocencia.

—Si lo detienen —repuso Sam—, no podremos demostrar nada, a menos que alguien viera a sus hombres excavando aquí. Y si termina en los tribunales, nosotros lo seguiremos. Tal vez ha enviado a sus gorilas al siguiente lugar, sea cual sea.

—Será mejor que me vaya —dijo Tibor—. Me toca a mí encargarme del equipo de vigilancia. Cuando descifréis el mensaje, informadme de qué dice.

Tibor se dirigió por el camino de grava a la autopista.

Sam y Remi regresaron a las tumbas abiertas, mientras contemplaban la devastación que habían dejado los hombres de Bako. Por lo visto, les habían ordenado buscar solo el oro, y habían arrojado todo lo demás a un lado. Había huesos humanos y telas, vasijas, herramientas y armas de hacía mil quinientos años diseminados por los jardines de la propiedad.

El teléfono de Sam zumbó.

—¿Hola?

—Hola, Sam. Soy Selma.

—¿Qué habéis averiguado?

—Te paso a Albrecht.

—Hola, queridos Fargo —dijo Albrecht—. Os leeré el mensaje de Atila: «Enterramos a nuestro padre, Mundzuk, en la orilla del río, a las afueras de Talas. Está encarado hacia el oeste, la dirección hacia la cual conducía a nuestro ejército. Su hermano Ruga gobierna ahora en su lugar».

—¿Dónde está Talas? —preguntó Sam.

—Talas era la ciudad más antigua de Kazajistán. Un huno llamado Zhizhi Chanyu la fundó, y fue el escenario de una batalla en el año 36 a. C. Era una parada importante en la Ruta de la Seda que atravesaba China, India, Persia y Bizancio. Fue destruida en 1209, pero ahora es una ciudad moderna llamada Taraz. Está situada a 42º 54’ norte y 71º 22’ este, al norte de Kirguistán y al este de Uzbekistán.

—No parece demasiado difícil de encontrar —declaró Remi—. Supongo que podremos ir en avión.

—Como puedes ver, a medida que vamos siguiendo al revés la vida de Atila con cada uno de los tesoros que enterró, también nos estamos desplazando hacia el este. Kazajistán debió de ser donde los hunos se convirtieron en el poder nómada que fueron, siempre a lomos de sus caballos. También parece ser el lugar desde donde se lanzaron a la conquista del mundo romano. El nombre Kazaj significa «Espíritu libre», en referencia a los nómadas de las llanuras. Una tercera parte del país es estepa seca, y las distancias son enormes. Kazajistán abarca más territorio que toda la Europa Occidental. Selma te informará sobre las disposiciones para el viaje.

—Hola, pareja. Os he reservado un vuelo desde el aeropuerto de Budapest hasta Moscú esta noche. Desde la capital rusa, volaréis a la capital de Kazajistán, Astaná. Recogeréis vuestros visados y cartas de presentación allí. De Astaná volaréis a Almaty, la ciudad más grande, y luego a Taraz.

—Suena a viaje largo —comentó Remi.

—Tardaréis un poco, pero, después de todos vuestros desplazamientos de un lado a otro, tal vez os proporcione una oportunidad de descansar. Al menos, ir sentados en un avión os ayudará a recuperar el sueño atrasado antes de llegar a Taraz.

A unos cuantos kilómetros de distancia, Arpad Bako estaba sentado en su despacho, rabioso. Acababa de enterarse de que la diligencia y el cuidado invertidos, y el riesgo que había afrontado al excavar las tumbas reales de los hunos habían sido en vano. Sus débiles y estúpidos hombres del equipo de seguridad habían permitido que dos personas, un matrimonio estadounidense, le robaran diez cajas de oro y piedras preciosas, en su mayor parte ornamentos, cálices y cruces finamente labrados de las guarniciones desplegadas a lo largo del Danubio. Era el botín que los hunos habían arrebatado a toda la región balcánica. Algunas piezas procedían de mucho más lejos y eran más antiguas, quizá adornos que llevaban en las muñecas, los cuellos y los dedos guerreros de Asia Central y sus esposas, enterradas con sus descendientes después de llegar a Hungría.

Habían sido necesarios años de estudio y una suerte considerable para localizar ese tesoro, pero él lo había conseguido. Y ahora se lo habían robado, tal como había sucedido en Francia. Ni siquiera podía ordenar que detuvieran a los culpables porque no tenía derecho a excavar en los terrenos del museo. Sus estúpidos secuaces habían disparado incluso contra los Fargo y el bote salvavidas robado, de modo que habían tenido que arrojar las armas al río antes de que los detuvieran.

El teléfono emitió un timbrazo abreviado al otro extremo, después unos misteriosos chasquidos y sonidos de desconexión, como puertas que se abrieran y cerraran. Por fin, una voz femenina de tono cantarín dijo en húngaro: «Las oficinas de Poliakoff Company han cerrado ya. Si desea dejar un mensaje, espere la señal». Bako sabía que el aparato estaba programado para hablar en húngaro a un número de teléfono de Hungría.

—Soy Arpad Bako —dijo—. Haga el favor de devolverme la llamada.

Dejó el móvil sobre su gran escritorio de palisandro pulido y lo miró expectante. El teléfono sonó casi de inmediato y lo descolgó.

—Hola, Sergei.

—Me ha sorprendido oír tu voz, Arpad. Solo un plutócrata obeso y perezoso como tú sería capaz de llamarme a estas horas de la noche.

—Las ideas acuden a mí como pájaros a mi ventana. Cuando veo una, me apodero de ella sin hacer caso de la hora.

—Me gustan las ideas. Cuéntame las tuyas. La línea es segura.

—De acuerdo. He encontrado un tesoro oculto por Atila.

—Un tesoro. ¿Ahora utilizamos metáforas?

—Utilizo la palabra «tesoro» como lo habría hecho Atila. Se trata de una colección de monedas y joyas, obras de arte y adornos hechos de oro y piedras preciosas. Estarán en una cámara funeraria.

—¿La de Atila?

—La del padre de Atila. Recibirás una tercera parte si me ayudas.

—¿Una tercera parte de qué?

—Una tercera parte de lo que encontremos. Estoy en condiciones de informarte de que ya hemos hallado algunos tesoros. Había uno en Italia. Había otro en Francia, con tanto oro que necesitamos un camión para transportarlo. Había uno más pequeño en un bosque de Transilvania, y uno en la orilla norte del Danubio que equivale a diez cajas de oro y piedras preciosas.

—¿Tienes todo ese oro y esas joyas? Envíame fotos de ti parado al lado, además de una pequeña muestra, con tu próximo cargamento de comprimidos. Un anillo, un collar, cualquier cosa. Espero recibirlo mañana por avión.

—Puedo enviarte una muestra. Poco más. Mientras mis recursos estaban volcados en registrar Francia, unos competidores encontraron uno de los tesoros en Italia; jamás llegué a verlo. Sólo leí acerca de él en los periódicos. Nuestro amigo Étienne le Clerc desenterró el de Francia. Tomó fotos, pero los competidores se lo robaron del almacén donde lo guardaba. Mis hombres han desenterrado hoy el del Danubio, y han tomado fotos. El tesoro se halla en este momento en manos del gobierno húngaro.

—O sea, que sabes que esos tesoros existen, pero no obran en tu poder. ¿Quiénes son esos competidores que te arrebatan los tesoros?

—Una pareja estadounidense, Samuel y Remi Fargo. Son buscadores de tesoros adinerados, y han descubierto magníficas riquezas en otras partes del mundo, pero nada parecido a esto. No pueden existir muchos tesoros semejantes. Atila asoló Asia atravesando el Ural y el Volga hasta llegar a Francia, y saqueó numerosas ciudades. Y yo he descubierto dónde ocultó casi todas esas riquezas.

—¿Tan solo dos personas, y una de ellas una mujer, te han robado a ti y a Le Clerc un tesoro valorado en millones y millones de dólares?

—Miles de millones. Pero no son solo dos personas. Cuando Fargo necesita hombres, los contrata. Si no, desaparecen como el humo. También cuenta con la ayuda de Albrecht Fischer, uno de los principales especialistas mundiales en los últimos tiempos del Imperio romano. Y cuando Fargo cree que está a punto de ser superado, llama a la policía internacional para que se haga cargo del tesoro.

—Arpad, no debes contar esta historia a nadie más. Si cualquiera de las personas con las que tratamos se enterara, pensaría que eres débil. Se revolverían contra ti como lobos y te devorarían.

—¿Te interesa mi oferta o no?

—Oh, lo haré por ti. ¿Dónde se encuentra en este momento tu maravilloso tesoro?

—Está enterrado en una cámara de la ciudad de Taraz, en Kazajistán. Te enviaré un plano.

—¿Y dónde están los Fargo? ¿Lo sabes?

—Esta tarde estaban en Szeged, pero han contado con varias horas para averiguar el siguiente emplazamiento, y estoy seguro de que irán hacia allí lo antes posible.

—Averigua cómo piensan ir a Kazajistán desde Hungría e infórmame de inmediato. ¿Tienes fotografías de ellos?

—Tengo hombres vigilando los aeropuertos y las estaciones de tren, al acecho de los Fargo. Te envío las fotos ahora mismo.

—Llámame en cuanto sepas su número de vuelo y el destino. Minutos y segundos son de vital importancia.

Poliakoff colgó.

Desde las torres de la propiedad de Sergei Poliakoff en las afueras de Nizhny Novgorod podía verse el Volga y a lo largo de sus orillas las luces de la urbe, que contaba con más de un millón de habitantes; eran como una galaxia de estrellas que se extendía durante kilómetros. La ciudad era enorme y moderna, y desde hacía mucho tiempo era un centro de investigaciones aeroespaciales, pero en la calma y el silencio de su propiedad Poliakoff podría haber pensado que vivía en la década de 1850. Cuando se sentaba en los jardines podía escuchar el viento, cuyo susurro solo interrumpían los gorjeos de los pájaros que habían ido a comer de sus groselleros.

En el exterior, un Hummer de fabricación estadounidense con puertas de paneles blindados esperaba con dos guardaespaldas de Poliakoff dentro. A continuación se hallaba el gran Mercedes negro de la familia, con ventanillas tintadas, así como un Cadillac Escalade blanco. Su esposa, Irena, y los niños pasaron de largo del Mercedes y entraron en el Escalade. Si alguno de los detractores de Poliakoff intentaba causar problemas, atacaría el Hummer blindado con sus guardias o el elegante Mercedes, que daba la impresión de ir ocupado por la familia. Los hombres que iban sentados delante del Escalade continuarían su camino.

Sergei los vio marchar, y en cuanto salieron la puerta principal se cerró con un estruendo y los cerrojos de acero quedaron encajados. Poliakoff era un buen partido para Irena. Los padres de ella habían sido intelectuales importantes durante la era comunista y, al contrario que muchos otros, nunca habían caído en desgracia.

Levantó el teléfono móvil y examinó las fotos que Bako le había enviado de brazaletes y otros chismes de oro. Después pasó revista a las fotos de los Fargo. La mujer no solo era atractiva, era una auténtica belleza, pensó. Por su experiencia con Irena, sabía que vivir con un bombón así significaba un acontecimiento maravilloso en la vida cotidiana. En una pelea, no era tan positivo. Era algo precioso para un hombre, pero también lo convertía en un ser frágil y vulnerable porque sin duda amaría mucho a su esposa y no querría arriesgarse a perderla en una pelea.

En esencia, Bako era un mercachifle: codicioso y avaricioso, pero no le gustaba luchar. Consideraba enemigos a sus competidores. Y Le Clerc, en el fondo de su alma, era igual. Como Bako, era capaz de contratar a varios hombres sin escrúpulos, pero lo único que le importaba eran los informes de sus contables. Se trataba de hombres de negocios deshonestos, no tipos duros que perseguían el éxito de verdad. Poliakoff había vivido en un mundo más duro que el de los demás. Solo él daba la impresión de ver esa situación con claridad y de un único vistazo. La mujer era el tesoro.