Transilvania
—Si llegamos a tiempo, tal vez podamos pasarle la mano por la cara —dijo Sam—. Bako debería estar todavía en Rumanía, acusado de robar objetos históricos.
—Pero ha visto la inscripción, así que podría llamar a su gente de seguridad para que empiecen a excavar —contestó Remi.
—Intenta localizar a Tibor y pídele que preste atención a cualquier actividad inusual de los hombres de Bako —indicó Sam. Y añadió—: Y solicítele que nos consiga un helicóptero.
—Le encantará —dijo Remi, mientras marcaba el número—. Hola, Tibor.
—Hola, Remi. ¿Voy a lamentar haber contestado a esta llamada?
—Es probable, pero solo por poco tiempo. Lo único que necesitamos de momento es que mantengáis vigilados a los hombres de Bako, a todos, no únicamente a los cinco peores. Y necesitamos un helicóptero.
—¿Un helicóptero?
—Sí. Dime que tienes un primo, por favor.
—Tengo un amigo. ¿Dónde queréis que os recoja?
—¿Puede volar a Rumanía?
—Sí.
—Pues que nos recoja en el aeropuerto de Timisoara; es el más cercano. Y pídele que lleve consigo un par de prismáticos.
—Me pondré en contacto con él ahora mismo.
—Gracias, Tibor. —Remi finalizó la llamada, y entonces vio algo en su teléfono—. Selma nos ha enviado un correo electrónico.
—Léemelo mientras conduzco.
—Vale. Dice así: «El siguiente tesoro fue enterrado en 441 en la orilla norte del río Danubio. Era la frontera entre las tierras controladas por el Imperio romano de Oriente y las de los hunos. Estos últimos estuvieron ausentes de la zona durante dos años, desde 438 hasta 440, y los romanos, o mejor dicho, los romanos optimistas, pensaron que se habían ido para siempre».
—Una de las peores suposiciones jamás asumidas.
—La peor que podían hacer. —Remi continuó—. «Los hunos habían ido a Oriente para unirse a los armenios en su guerra contra los persas sasánidas. Cuando volvieron a sus enclaves situados al norte del Danubio en 440, descubrieron que durante su ausencia el obispo de Marga había cruzado el Danubio para saquear algunas tumbas reales de los hunos».
—¿Un obispo hizo eso?
—La Iglesia debía de tener problemas personales. Sea como sea, sigo leyendo: «Los hunos volvieron y no se sintieron contentos. Atila y Bleda exigieron que el emperador romano de Oriente les entregara al obispo. Este era un personaje muy escurridizo. Se dio cuenta de inmediato de que el emperador ordenaría entregarlo a los hunos. De modo que, en secreto, acudió a ellos, traicionando a la ciudad, y los hunos la destruyeron. Después conquistaron todas las ciudades ilirianas de la orilla del Danubio, además de Belgrado y Sofía».
—No puedo culparlos por enfadarse, pero ¿qué fue del obispo?
—No tengo ni idea. Es posible que accedieran a perdonarle la vida, o quizá lo mataron… o ambas cosas. Volvieron a enterrar los restos de su gente. Se supone que como artículos funerarios utilizaron los objetos robados por el obispo, así como algunas de las riquezas saqueadas en las demás ciudades.
—No dice quién descansaba en las tumbas reales —explicó Remi—, pero en el mensaje de la tumba, Atila los llamaba «antepasados».
—¿Qué pasó después de volver a enterrar a los muertos?
—Por lo visto, los hunos no estaban de mejor humor. En 443 saquearon Plovdiv y Sofía otra vez, y continuaron adelante. Llegaron hasta Constantinopla, donde el emperador Teodosio tuvo que entregarles mil novecientos sesenta y tres kilos de oro para que se marcharan, y se vio obligado a elevar el tributo anual que pagaba a dos mil cien libras de oro.
—Espero que Bako esté esperando a salir de la cárcel y no pueda hacer nada.
Sam y Remi llegaron a Timisoara y descubrieron que era bella. La arquitectura de la era de los Habsburgo les recordó Viena. Los letreros del aeropuerto los guiaron hacia el Internacional de Traian Vuia, donde pudieron devolver su coche de alquiler a la agencia de Bucarest. Se dirigieron hacia el helipuerto.
El aparato ya estaba preparado en la pista, y un individuo de edad madura, con el bigote de color arena y una chaqueta de cuero a juego con él, los recibió en la puerta.
—¿Los señores Fargo?
—Sí —contestó Sam.
Pese a la sonrisa del hombre, Sam no descartaba la posibilidad de que lo hubiera enviado Arpad Bako. Este ya habría mandado hombres en todas direcciones para buscarlos. Pero no podía saber que querían alquilar un helicóptero. Esperó a que aquel tipo dijera algo convincente.
—Tibor dijo que tenían prisa, de modo que he venido enseguida. Soy Emil.
—Habla un inglés perfecto —observó Remi.
—El inglés es el idioma universal de los pilotos de aviación —contestó Emil—. Aunque un piloto sea sueco y el controlador aéreo de Bután también lo sea, hablan en inglés por radio. Tibor y yo estudiamos inglés para presentarnos a pilotos.
—¿Tibor es piloto? —preguntó Remi.
—Mucho mejor que yo. Era piloto de aerolíneas. Se jubiló hace solo un par de años y fundó su empresa de taxis.
—Me pregunto por qué no nos lo ha contado nunca.
Emil soltó una risita.
—Tibor es una de esas personas a las que le gusta saber cosas de los demás, pero considera que es una pérdida de tiempo hablar de sí mismo. —Abrió la puerta del costado del helicóptero—. Ocupen esos dos asientos. —Señaló dos pares de micrófonos—. Pueden escuchar, pero no hablen hasta que yo se lo diga, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contestó Sam.
Remi y él subieron a sus asientos, se abrocharon el cinturón de seguridad y se pusieron los auriculares.
Emil contactó por radio con la torre de control y facilitó su ruta, y los motores empezaron a moverse de inmediato. Cuando los rotores giraron a más velocidad, el ruido aumentó, y entonces se elevaron en el aire, ladeados y un tanto inclinados hacia delante, y se alejaron del aeropuerto y de su red de pistas. Emil se dirigió hacia el sudoeste, al tiempo que iba ascendiendo poco a poco. Al cabo de un rato alcanzó la cota máxima, voló bajo y con velocidad constante, pero cuando se encontraba a unos tres kilómetros del aeropuerto volvió a ascender.
—Ahora nos hemos alejado de las trayectorias de vuelo. Ya pueden hablar.
—¿Puede dirigirse hacia el lado norte del río, siguiendo la orilla? —preguntó Remi.
—Estamos buscando un lugar donde alguien esté excavando.
—¿Excavando?
—Sí —dijo Sam—. Será probablemente un grupo de cinco o seis hombres, cavando agujeros con palas. Si llegamos con suficiente antelación, es posible que los descubramos explorando todavía el suelo con equipo electrónico. Nos gustaría echarles un buen vistazo, pero sin dar la impresión de que estamos interesados en ellos.
—Ah, eso me recuerda algo. Tibor dijo que querían prismáticos.
Abrió un compartimiento, levantó las correas de ambos pares y se los dio.
—Gracias, Emil —dijo Remi—. Nos alegramos mucho de que estuviera disponible.
—Y yo también. Nunca suelo hacer cosas tan interesantes. Casi siempre llevo a turistas a ver los mismos monumentos que vieron desde el suelo el día anterior. De vez en cuando aparece algún hombre de negocios que necesita ir con rapidez a Budapest o a donde sea.
—Confiamos en que esto no se vuelva demasiado interesante.
—Estamos a punto de llegar a la frontera húngara —dijo Emil al cabo de un rato, al tiempo que señalaba el río—. Ahora seguiremos el curso del Danubio.
El Danubio era ancho y curvo, y discurría con regularidad alrededor de zonas elevadas de tierra. Había mucho tráfico fluvial, y el río atravesaba zonas muy pobladas, con altos edificios que llegaban casi al borde del agua.
—El Danubio es una frontera internacional, pero en el lado norte sobrevolaremos Hungría.
—Manténgase sobre tierra, si es posible —indicó Sam—. Estamos buscando unas tumbas antiguas. Creemos que se hallarán sobre suelo un poco más elevado y algo apartadas del río para no quedar inundadas.
—Entendido.
Siguieron el Danubio de este a oeste. Donde veían una zona que daba la impresión de haber sido excavada, o había una serie de camiones y equipo, Sam y Remi pedían a Emil que la sobrevolara para observarla mejor.
Pasaron cerca de una zona de aspecto peculiar y volaron sobre ella unos minutos. A unos cien metros al norte del río había un edificio anticuado, pintado de un amarillo mantequilla, con tejados altos y una extensa red de senderos que atravesaban jardines de diseño. Había al menos una docena de hombres cavando agujeros en el césped con palas, en mitad de los macizos de flores y en los senderos. Había otra docena más de hombres recorriendo el lugar con detectores de metales, y un par de tipos empujaban magnetómetros montados sobre ruedas, como si fueran cortadoras de césped.
Emil hizo una segunda pasada sobre la propiedad, y lo que Sam y Remi vieron era impresionante. Los hombres de Bako ya habían descubierto y abierto varias tumbas. Había grandes piedras al lado de las fosas abiertas, y junto a ellas esqueletos arrojados a un lado y pilas de metal que estaban cargando en cajas. Sam sacó el teléfono.
—¿Hola?
—Albrecht, tenemos malas noticias. No sé cómo lo ha conseguido Bako esta vez, pero mis tácticas disuasorias no han servido de nada. Tiene a veinte o treinta hombres en una propiedad que hay en la orilla norte del Danubio. Están abriendo tumbas y saqueándolas. Hasta el momento han descubierto cuatro o cinco.
—Hemos de proceder con celeridad. Llamaré a nuestros amigos de la Universidad de Szeged para que avisen a las autoridades y pongan fin a eso. ¿Puedes facilitarme el emplazamiento exacto?
—Es probable que nuestro amigo Emil pueda hacerlo.
—Dígale que es la propiedad del conde Vrathy, en el extremo sur de Szeged. Ahora es un museo. Debe de estar cerrado a esta hora del día, y habrán reducido al vigilante.
—Ya lo tengo —dijo Albrecht—. Gracias.
Colgó.
Sam volvió a hablar por teléfono.
—Tibor, vamos con Emil en el helicóptero.
—Tendría que estar sordo para no oír los rotores.
—Los hombres de Bako han descubierto las tumbas reales de los hunos en la orilla norte del Danubio, en la propiedad Vrathy. ¿Qué puedes decirme sobre Bako y el grupo que se llevó a Rumanía?
—Aún no han vuelto a Transilvania.
—Por lo visto, está sustituyendo calidad por cantidad, y utiliza a veinte o treinta hombres de su empresa para encargarse de cavar. Hemos de impedir que escondan el tesoro.
—¡Sam! —dijo Remi.
—Espera, Tibor. —Se volvió hacia Remi—. ¿Qué pasa?
—Han acercado a la orilla un barco grande.
—¿Tibor? Van a cargar el tesoro en una embarcación. Desde aquí arriba, parece un yate de quince metros de eslora. Aún siguen cavando, de modo que tardarán un rato, pero hemos de averiguar ya de dónde es ese barco.
—Enviaré unos cuantos hombres al río, a ambos lados de la propiedad Vrathy, para que vigilen adónde va.
—Bien. Gracias. A Remi y a mí nos haría falta el equipo que dejamos en el barco anclado en el Tisza. Necesitaremos nuestros equipos de buceo, el estuche de las herramientas y un camión cubierto.
—Llamaré a mi primo.
—Dile que se asegure de que las botellas de aire comprimido estén llenas.
—Os informaré en cuanto estemos preparados.
Sam, Remi y Emil volvieron una y otra vez al espacio aéreo de la propiedad, para luego alejarse como si estuvieran transportando algo por una ruta que sobrevolaba la propiedad. Al cabo de una hora y media, el barco estaba cargado y los hombres provistos de palas y demás equipo habían empezado a subir a camiones para marcharse.
Sam se inclinó hacia delante para hablar con el piloto.
—Emil, ha hecho un trabajo excelente. Es posible que lo necesitemos otra vez. ¿Puede dejarnos en algún lugar alejado unos tres kilómetros de aquí sin que nos vean?
—Sí. Hay un espacio para aterrizar cerca de la universidad. Los dejaré allí.
Los condujo a cierta distancia de la ciudad y posó el helicóptero sobre una X grande situada al final del aparcamiento.
—Ya está —dijo.
—¿Qué le debemos? —preguntó Sam.
—Nada. Tibor ya me ha pagado todo el día.
Sam le entregó quinientos dólares.
—En ese caso, haga el favor de aceptar un pequeño obsequio con nuestro agradecimiento.
Emil entregó a Sam su tarjeta.
—Ya sé que no entienden el húngaro, pero sí el número del teléfono. Llamen en cualquier momento del día o de la noche. Si no puedo ayudarlos, encontraré a alguien que pueda.
Se estrecharon la mano, Sam y Remi bajaron, y el helicóptero se elevó y desapareció en la distancia.
—¿Sabes? No puedo dejar de preguntarme qué fue del obispo que violó esas tumbas por primera vez —dijo Remi.
—Creo que su reputación de astuto tal vez sea exagerada.
—¿Crees que Atila y Bleda lo mataron?
—Para su pueblo era un traidor; para los hunos, un ladrón desalmado. Me sorprendería que muriera en la cama.
—Vamos a ver si repetir la jugada le trae mala suerte a Bako.
El teléfono de Sam zumbó.
—¿Hola?
—Soy yo, Tibor. ¿Dónde estáis?
—En el helipuerto de la Universidad de Szeged.
—Quedaos ahí.
Cinco minutos después, un camión de color blanco con un compartimiento de carga cubierto apareció en la entrada más alejada del aparcamiento y atravesó todos los carriles en su dirección. Cuando frenó, Sam y Remi subieron a la cabina con Tibor.
—Mis primos me han dicho que el yate está anclado cerca de la orilla. Los hombres de Bako cargaron quince cajas de madera en el bote salvavidas, y después las condujeron al yate y las descargaron en la cubierta. Así pues, creemos que se están preparando para llevar los objetos a algún sitio por el río. El Danubio atraviesa Alemania, Austria, Hungría y Rumanía, hasta llegar al mar Negro. Muchos ríos lo alimentan. Podrían ir a cualquier sitio sin pisar tierra.
—¿Ha llegado la policía?
—Nadie los ha visto todavía.
—De acuerdo. Intentemos dar un disgusto a Bako.
Tibor aferró el hombro de Sam.
—Me alegro de haber vivido para conoceros. Nadie me ha hecho reír tanto desde que era niño.
Sam se masajeó el hombro.
—En marcha. Vamos a algún lugar desde el que podamos ver el yate.
Tibor los condujo hasta la carretera que bordeaba el Danubio y giró al este. Al cabo de unos minutos observaron que la carretera se internaba tierra adentro un poco para evitar una hilera de propiedades antiguas situadas en la orilla del río. Cuando regresaron hacia el río, Tibor señaló:
—Allí. ¿Lo veis?
—¿El del puente alto?
—Ese.
El yate mediría unos diecinueve metros de eslora, con un bote salvavidas de aluminio que colgaba de pescantes sujetos a la popa.
—De acuerdo —dijo Sam—. Remi y yo hemos de ponernos el equipo de buceo.
—Llevo unos sobrinos en la parte posterior del camión. Les diré que bajen para que os podáis cambiar.
Detuvo el camión en la cuneta y abrió la parte trasera. Ordenó a los dos jóvenes que bajaran, y dejó que Sam y Remi se pusieran sus trajes de neopreno y organizaran su equipo.
Sam probó el foco submarino y examinó las herramientas que había solicitado. Las puso en una bolsa de malla que sujetó a su cinturón.
—Derivaremos con la corriente del río. Cuando lleguemos, tendrás que sujetar el foco para que pueda ver en qué estoy trabajando. Intentaré darme prisa.
Remi lo miró con aire suspicaz.
—¿No me dices en qué vas a trabajar?
—Sé lo mucho que te gustan las sorpresas, pero no emerjas pase lo que pase. Quédate a la mayor profundidad posible.
Los sobrinos de Tibor ayudaron a Sam y a Remi a bajar por un sendero hasta el agua, al otro lado del camión, donde no era fácil que los vieran desde el yate. Se pusieron las aletas y entraron en las aguas negras del Danubio. En cuanto hubo agua suficiente para cubrirlos, se sumergieron.
El gran yate blanco se hallaba a cien metros de la orilla, como mínimo, anclado en el borde del canal por el que circulaban embarcaciones mucho más grandes y pequeños cargueros. Sam y Remi se dirigieron hacia el barco, sumergidos en las profundidades de las aguas turbias, al tiempo que iban examinando el lecho del río con la luz de la linterna.
Por fin, el foco de Remi descubrió la cadena del ancla más o menos donde habían esperado, una línea recta que ascendía en diagonal hasta la forma oscura que se destacaba en la superficie plateada del río.
Sam hizo un gesto a Remi y ascendió poco a poco, hasta situarse bajo el casco pero sin tocarlo. Nadó alrededor de la quilla hasta la popa y contempló la hélice que se proyectaba alrededor de su eje desde la parte más baja de la popa.
Remi aferró el brazo de Sam, y a la luz del foco que sostenía él vio que negaba con la cabeza. Percibió la angustia que delataban sus ojos a través de la máscara. Apoyó una mano sobre su hombro, le dio unas palmaditas, cogió su mano y apuntó la luz a la hélice. Ambos sabían que, si los hombres del barco ponían en marcha el motor, él quedaría despedazado en cuestión de segundos.
Sam procedió de manera metódica. En primer lugar, localizó la clavija y la extrajo de su tuerca con un par de tenazas. Asimismo las utilizó para levantar las anillas que sujetaban la abrazadera y luego las devolvió a la bolsa de malla. Encajó una llave inglesa entre una pala de la hélice y la popa con el fin de impedir que la hélice girara mientras él se valía de una llave inglesa regulable para extraer la tuerca. Apoyó los pies en la popa y extrajo la hélice de bronce de su eje, para después internarse en lo más profundo del canal y tirarla.
Regresó a la popa del yate y emergió con cautela. Se quitó las aletas, las botellas y la máscara, y lo colgó todo del eje desnudo. Después subió a bordo por la escalerilla de popa.
Justo cuando llegó a la cubierta trasera, observó un repentino movimiento a su izquierda. Al volverse vio a un individuo junto a su hombro izquierdo que iba a golpearlo con algo similar a un tubo. Se agachó para que el tubo no lo alcanzara, propinó un veloz golpe de jiujitsu al hombre en la mandíbula y lo sostuvo hasta que perdió la conciencia. Descubrió un rollo de cuerda sobre una cornamusa, que utilizó para atarlo, y rasgó la camisa del individuo para improvisar una mordaza.
Sam vio las cajas de madera en la cubierta posterior, cubiertas con una lona. Tiró de ella y fue depositando con sigilo diez cajas en el bote salvavidas de popa. Eran pesadas, y le llevó una hora de trabajo fatigoso. A continuación lanzó al agua el cabo de proa y soltó dos pernos de los pescantes para bajar la barca al río. El bote salvavidas emitió un inesperado estruendo cuando tocó el agua. Sam oyó a su espalda unos pasos a la carrera.
—¿Stashu? —gritó alguien.
Sam saltó desde la popa, descolgó las botellas, la máscara y las aletas del eje de la hélice, se las puso y se ajustó las gafas cuando se sumergió a mayor profundidad.
Remi, que había visto el cabo de proa, lo extendió, y ambos lo aferraron y tiraron de él. Nadaron, a mayor profundidad todavía, y remolcaron el barco. Sam no dejaba de mirar hacia atrás para comprobar que ningún miembro de la tripulación se había tirado al agua para perseguirlos.
Primero se oyó el sonido ahogado de disparos desde el yate, pero con cada impacto oyeron el ruido de las balas al hundirse, que dejaban un rastro de agua agitada y burbujas detrás de ellas. Cada una hendía el agua hasta que agotaban su impulso más o menos a un metro veinte de profundidad, para después perderse en el agua oscura bajo ellos.
A continuación Sam y Remi oyeron el ruido del motor al ponerse en marcha, conscientes de que el eje estaba girando libremente. Sin la hélice, el motor solo producía ruido. Al principio dio la impresión de que el timonel no entendía nada, porque se limitó a acelerar el motor mientras la tripulación de proa utilizaba un cabrestante eléctrico para levar el ancla.
En cuanto esta se desprendió del fondo, el yate empezó a derivar corriente abajo, impotente para hacer frente a la corriente o navegar. No obstante, el ancla continuaba subiendo, y el barco derivaba cada vez más lejos de Sam, de Remi y del bote salvavidas. En un momento dado el motor se detuvo, pero para entonces el ruido se oía tan lejos que los Fargo ya no lo diferenciaban de los numerosos motores que pasaban por encima de ellos en el Danubio. Sam supuso que volverían a echar el ancla, pero el yate se hallaba demasiado lejos para distinguirlo en las aguas turbias.
Sam y Remi llegaron a la orilla y depositaron el bote salvavidas sobre el barro. Casi al instante, los dos fornidos primos se materializaron a su lado y, con la ayuda de Sam y de Tibor, cogieron las pesadas cajas y las pusieron en la parte posterior del camión. Las cajas estaban llenas de metales preciosos, pero no tardaron más de unos minutos en cargar las diez cajas. Sam y Remi subieron al compartimiento trasero y los chicos a la cabina con Tibor, y el camión se encaminó traqueteante hasta la enorme y bulliciosa ciudad.
Cuando Remi se quitó el traje de neopreno y dejó su equipo a un lado para ponerse ropa de calle, dijo:
—Todavía no hemos terminado, ¿sabes? Aún hemos de encontrar el mensaje de Atila. Estará en alguna de las tumbas.
—Confiemos en que quienes nos esperan allí sean los amigos del profesor Fischer y no los de Arpad Bako.