17

Aeropuerto Charles de Gaulle, París

—«El tesoro más triste es el tercero. Yace en la tumba de mi hermano Bleda, quien fue elegido para morir en el río Mures, en Apulum».

—No tengo ni idea de dónde está eso —dijo Remi a Albrecht y a Selma.

—No, pero no me cabe la menor duda de que Bako lo sabrá en cuanto lea el escudo —dijo Albrecht—. Apulum es el nombre de la ciudad que los romanos convirtieron en capital de Dacia, una provincia del imperio desde los tiempos de Adriano hasta 271 d. C., la primera en ser abandonada al iniciarse la decadencia del imperio. Debió de ser un lugar conocido por los pueblos del centro de Europa durante la época de Atila, de modo que cualquiera obsesionado con el caudillo huno ha de estar enterado de su existencia. Y, por supuesto, el río Mures es el mismo que desemboca en el río Tisza en Szeged, la ciudad natal de Bako. Apulum se llama ahora Alba Iulia, y está en Transilvania, una región de Rumanía.

—De todos modos, intentaremos adelantarnos a él —dijo Sam—. Aún nos quedan unos minutos antes de subir al avión que nos lleve a Bucarest. Cuéntanos algo sobre la tumba de Bleda.

—Atila tilda de triste la historia, y lo es. En 434, Atila y su hermano mayor, Bleda, se convirtieron en reyes de los hunos cuando el último soberano, su tío Ruga, murió. Las monarquías compartidas no abundan en la historia, y esta es probable que refleje el hecho de que el hermano pequeño, Atila, era también un fenómeno extraño en cualquier pueblo: un gran guerrero, un gran líder, una personalidad carismática. Los dos hermanos gobernaron durante casi una década con inmenso éxito. Actuaban de común acuerdo, como si fueran una sola mente con dos pares de ojos y la capacidad de estar en dos lugares al mismo tiempo. Bajo su mando, los hunos se hicieron más fuertes y más numerosos mediante las conquistas, más ricos y más temidos por sus enemigos. Entonces, durante los años 444 y 445, sobrevino un período de paz. Atila y Bleda, como otros reyes entre guerra y guerra, se dedicaron a la caza. En 445, se dirigieron hacia el este, a los bosques de Transilvania, en apariencia para cazar osos y ciervos. Lo que ocurrió en el bosque es todavía motivo de especulaciones. Algunos dicen que Atila aprovechó la oportunidad para tramar un accidente de caza que acabó con la vida de su hermano mayor, con el fin de convertirse en único rey. Yo siempre he preferido la otra versión, y la inscripción grabada en el escudo parece indicar que estoy en lo cierto.

—¿Cuál es la otra versión?

—Que la excursión de caza fue un intento de Bleda de atraer a Atila a una zona selvática, acompañados tan solo por sus esbirros más leales, y matarlo. El intento fracasó, Atila se revolvió y mató a Bleda.

—¿Por qué esa versión?

—Algo acerca de psicología de los hermanos. El hermano mayor, sobre todo un heredero varón, es un pequeño rey desde su nacimiento, adorado por todos en su mundo. Cuando aparece un hermano menor, el primogénito pierde el pecho de la madre y se siente amenazado en todos los sentidos. Es el hermano mayor quien carga con los resentimientos, el que se siente usurpado y robado por su propio hermano, por la familia y la sociedad. Con lo cual tiene muchas más probabilidades de ser el agresor. El hermano menor suele ser quien ofende sin saberlo y a quien es fácil coger por sorpresa. En este caso la diferencia reside en que Atila no estaba desprevenido ni era fácil de derrotar. No encaja con lo que sabemos de él. Era un luchador nato. Había vivido en la corte del emperador en Roma como rehén cuando era adolescente, de manera que era capaz de oler una conspiración a cien kilómetros de distancia.

—¿Qué pruebas aporta la inscripción? —preguntó Remi.

—Dijo que Bleda «fue elegido» para morir, no solo que murió. El destino o el Creador eligieron a un hermano antes que al otro. Eso implica que ambos corrían peligro, como en una batalla. También es la muerte más triste de la vida de Atila hasta ese momento. Ya ha perdido a su madre, a su padre, a su tío y a dos esposas, que nosotros sepamos. Si Atila se vio obligado a matar a Bleda, dicha muerte le resultó mucho más triste.

—Es horrible —dijo Remi—, pero cuanto más pienso en ello, más probable me parece.

Llamaron a embarcar a los pasajeros del vuelo a Bucarest.

—Gracias, Albrecht. Nos pondremos en contacto contigo de nuevo en cuanto aterricemos.

Remi marcó a toda prisa el número de Tibor.

—¿Sí?

—Somos Remi y Sam —dijo—. La dirección de Francia que nos facilitaste era correcta. Todo salió bien. Hemos entregado el tesoro a las autoridades francesas para que lo custodien. El siguiente lugar es Transilvania, junto al río Mures, cerca de Alba Iulia, y estamos de camino. Pero Bako también se hizo con la inscripción. ¿Podrías…?

—Los vigilamos cada minuto. Sabemos exactamente adónde van.

—Gracias, Tibor. Hemos de embarcar ya. Te llamaremos desde Bucarest.

Remi desconectó el teléfono, y subieron a sumarse a la cola de gente que accedía a la pasarela de embarque.

El avión aceleró por la pista de despegue y se elevó en el aire. Cuando se estabilizó, Remi levantó el apoyabrazos que la separaba de Sam y, con la cabeza sobre su hombro, se quedó dormida al instante. La carrera ininterrumpida de un país a otro, el extenuante esfuerzo físico nocturno y las investigaciones diurnas la habían agotado por fin. Al cabo de un breve rato Sam también se durmió. Despertaron cuando el piloto anunció que estaban acercándose al aeropuerto de Bucarest. Después de pasar la aduana rumana, recogieron su coche de alquiler. Mientras iban en dirección a Alba Iulia, Remi leyó una historia sobre Atila y su hermano Bleda que había descargado en su teléfono en el aeropuerto de París.

—Dice aquí que Bleda tenía en su séquito un famoso enano moro llamado Zerco. Bleda le profesaba tanto afecto que ordenó fabricarle una armadura en miniatura especial, con el fin de que pudiera acompañarlo en sus campañas.

—Yo, de haber sido Zerco, habría declinado tal honor —dijo Sam—. Debía de ser como ir a una batalla en que todos los combatientes medían cinco metros de altura y pesaban cuatrocientos kilos.

—Supongo que gozar del favor y la protección del rey compensaba correr ese riesgo.

Sam guardó silencio un momento.

—¿Hay alguna mención acerca de lo que hizo Zerco cuando mataron a Bleda?

—No, pero eso no significa nada. Esto es una guía de viajes, no un libro de historia serio.

Fueron directamente a Alba Iulia sin detenerse hasta llegar a su hotel. Después de registrarse, Sam llamó a Tibor al móvil.

—¿Sí?

—Estamos en Alba Iulia. ¿Alguna noticia?

—Sí, pero todas malas. Bako no se ha movido de su casa. Está trabajando en su despacho de la fábrica en este preciso momento. No obstante, sus cinco gorilas favoritos han hecho las maletas y se han ido a Rumanía. Mi hermano y dos primos los están siguiendo, y de momento se encaminan hacia donde estáis vosotros.

—Gracias por la información.

—Viajan en dos vehículos, dos todoterrenos de fabricación estadounidense, ambos nuevos, negros y con ventanillas tintadas. Han salido esta mañana temprano, así que es probable que hayan llegado ya. Si los veis, haceos invisibles.

—Gracias, Tibor. Iremos con cuidado antes de proceder.

—Buena suerte.

Tibor cortó la comunicación.

—Podríamos instalar un cuartel general en la ciudad y esperar a que lleguen —dijo Remi.

—Esta vez no. Saben que vimos la inscripción del escudo antes que ellos, por eso vienen con tantas prisas. Debió de llamarlos la gente de la Compagnie Le Clerc, y a buen seguro salieron al cabo de una hora o así. Si Bako no los acompaña, no irán al centro de la ciudad en busca de buenos hoteles y restaurantes. Creo que se dedicarán a buscar la tumba hasta que la encuentren, aunque eso signifique dormir en el bosque.

Volvieron a su coche, fueron hasta el río Mures y siguieron la carretera que corría paralela a él en busca de cualquier señal que pudiera indicar una obra de mampostería antigua incólume. Recorrieron la zona durante un par de horas, y después dieron media vuelta y empezaron a buscar en el otro sentido. En un momento dado, sonó el móvil de Sam.

—¿Hola?

—Sam, vuelvo a ser Tibor. Bako acaba de llegar a su casa y ha salido con dos de sus hombres. Iban vestidos como si fueran de safari. Un tercer hombre llegó en un camión. Creo que eso significa que Bako recibió una llamada que le informaba de que sus gorilas habían descubierto la cámara funeraria. Estoy siguiéndolo en un coche a cierta distancia, pero voy a cambiarme a otro para impedir que se fijen en mí.

—Esta es la segunda cámara a la que llegan antes que nosotros —se lamentó Sam.

—Hasta el momento os habéis apoderado de dos tesoros, y puede que también nos quedemos con este. Todavía es posible que vaya a parar a un museo y no acabe transformado en lingotes de oro en el banco de Bako.

—Lo intentaremos, al menos.

—Llamaré a mi hermano para averiguar qué han encontrado los hombres de Bako.

—Esperaremos tu llamada. —Sam cortó la comunicación—. Será mejor que comamos algo mientras aguardamos —dijo a Remi.

Entró en Alba Iulia y se detuvo ante una cafetería desde donde podían ver la catedral del siglo XII y dos de las siete puertas de las murallas de la ciudad. Los restos arquitectónicos más antiguos de esta denotaban cierta influencia romana, con arcos de medio punto y torres cuadradas de varios pisos. Sam dejó el móvil sobre la mesa.

Tomaron rosól, una sopa de pato con verduras, y vino tinto Băbeasă Neagră, y acababan de atacar el baklava de postre cuando sonó el teléfono de Sam. Remi y él intercambiaron una mirada, y después fijaron la vista en el teléfono. Sam lo levantó.

—Hola, Tibor.

—Se encuentran en el bosque que se halla al este de la ciudad, y da la impresión de que están cavando una fosa. Por lo visto, esperan a que Bako llegue para entrar en la cámara. Supongo que quiere ser el primero.

—¿Dónde está él ahora?

—A unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia, y nosotros seguimos la carretera paralela al Mures. Mi hermano y los primos están vigilando al grupo de la cámara, pero no pueden hacer gran cosa. Es demasiado tarde para impedir que Bako llegue antes que vosotros.

Sam reflexionó un momento.

—De acuerdo. Vamos a alejar nuestras fuerzas del tesoro.

—¿Alejarlas?

—Sí. Explícame dónde está y di a todos que vuelvan a Hungría. Remi y yo pensaremos qué podemos hacer por nuestra cuenta.

—¿Qué os proponéis?

—Si es demasiado tarde para impedir que Bako encuentre el tesoro, intentaremos impedir que se lo lleve a casa.

—¿Cómo?

—Me lo pensaré de camino.

—Confío en vosotros. Tengo muchos amigos, pero ninguno posee una mente como tú, una máquina de producir ideas demenciales.

—Te ha calado —dijo Remi.

—Gracias, Tibor. Di a tu hermano y a los primos que regresen a Szeged. Que cada uno tome una ruta de vuelta diferente, y que no sea directa.

—Te llamaré para indicarte el emplazamiento exacto.

—Gracias.

Sam miró a Remi.

—Los dos estamos locos.

Ella le estampó un beso en la mejilla.

El teléfono volvió a sonar, tan pronto que los sorprendió a ambos. Sam descolgó y oyó la voz de Tibor.

—Estoy cerca y veo dónde ha aparcado Bako. Se encuentra a cinco kilómetros al este de las murallas de Alba Iulia. Es una zona muy boscosa que hay justo después del comienzo de una ruta de senderismo. Hay un aparcamiento y una zona de picnic. Los dos todoterrenos negros y el camión han aparcado allí.

—Bien —dijo Sam—. Vamos hacia ahí.

—¿Estás seguro de que no quieres que me quede?

—Por completo. ¿Has enviado de vuelta a tu hermano y a los primos?

—Sí.

—Excelente. Ahora dirígete a la frontera por una ruta diferente.

—Me marcho ahora mismo.

—Buena suerte.

—Lo mismo digo. La vais a necesitar.

Sam y Remi pasaron de largo del lugar que Tibor les había descrito. Encontraron un segundo aparcamiento y una pista señalizada que tal vez era el final de la primera. Dieron media vuelta y volvieron a pasar delante de los vehículos aparcados, en dirección a la frontera húngara.

Dejaron atrás Alba Iulia y, al cabo de unos kilómetros, llegaron a una zona más montañosa. Mientras conducían, la autopista se transformó en una carretera estrecha, de calzada sinuosa y paredes de cañón casi verticales, una maraña de rocas, árboles, arbustos y enredaderas. Sam continuó conduciendo mientras buscaba el lugar perfecto.

Por fin, se sintió seguro de haberlo encontrado. Había un tramo de curvas de unos cuatrocientos metros de longitud que ascendía hasta desaparecer tras una elevación. Las montañas de Transilvania conservaban la zona más grande del bosque virgen que en otro tiempo había cubierto casi toda Europa, de modo que la vegetación era espesa y salvaje. Sam detuvo el coche, y después dio marcha atrás a toda velocidad hasta llegar a un apartadero que permitía el paso a los coches. Tras apearse, abrió el maletero. Remi bajó también y recogió dos palas, soga y una palanca.

—Podemos dejar las gafas de visión nocturna —dijo Sam cuando ella fue a guardarlas.

—De acuerdo. Eso significa que habremos terminado al oscurecer.

—Pensándolo bien, será mejor que nos las llevemos.

Cogió una pala, la palanca y la soga, y empezó a ascender por la pared del lado de la carretera hacia la pendiente rocosa de arriba. Remi cogió la segunda pala y subió a su lado.

—Mientras escalamos —dijo—, ayúdame a encontrar un título para mis memorias. ¿Te gusta Remi: Una mujer estadounidense en una prisión de Transilvania? ¿O es demasiado revelador? Tal vez solo Remi: una chica entre rejas.

—¿Qué te parece Una chica con suerte: mi vida con Sam Fargo?

Ella rio, y después lo adelantó. A medida que iban subiendo, Remi cayó en la cuenta de que las protuberancias de la pared rocosa y la curva de la carretera les impedían ver su coche. Tras reflexionar, llegó a la conclusión de que eso también significaba que, allí arriba, no podrían verlos desde la carretera. Cualquiera que alzara la mirada solo vería rocas.

Después de ascender un poco más, Sam recorrió unos treinta metros cerca de la cima. Acto seguido cogió su pala y empezó a cavar.

—Espero que lo que estoy haciendo sea socavar esta roca. Si rueda colina abajo, como suelen hacer las cosas redondas, obtendremos un corrimiento de tierras considerable, que bloqueará la ruta de Bako hacia Hungría y nos permitirá hacer nuestra santa voluntad.

—¿Santa? ¿Estás seguro?

—Si funciona, sin duda. Solo hará falta una enorme cantidad de trabajo hecho a toda prisa y una suerte inmensa.

Volvió a concentrarse en apartar con la pala la tierra y las piedras pequeñas que daban la impresión de sujetar la roca de un metro veinte a una altura de cuarenta y cinco metros sobre la carretera. Remi se situó al otro lado del pedrusco y se puso a trabajar con la pala.

En un momento dado, dio la impresión de que la enorme piedra había emergido de la tierra de la ladera. Habían liberado más de la mitad de su mole y la parte inferior se veía socavada. Sam caminó unos metros hasta un arbolillo, y eligió una rama muerta de unos tres metros de largo y unos ocho centímetros de grosor. A continuación hizo rodar una roca cercana hasta dejarla delante del pedrusco a fin de utilizarla como punto de apoyo.

—Muy bien, Remi. Sigue la cumbre hasta que puedas ver cualquier cosa que se acerque desde lejos. Cuando creas que podemos dejar caer la piedra y la tierra sobre la carretera sin herir a nadie, hazme una seña.

—Me voy.

Trotó sobre la cresta, deteniéndose solo para saltar un hueco entre las rocas o esquivar obstáculos. Por fin se paró sobre la carretera a cierta distancia de Sam, levantó el brazo e hizo una seña.

Sam apoyó su palanca en horizontal contra el punto de apoyo y empujó. Se hallaba a tres metros de la roca, de modo que pudo utilizar toda la palanca. Volvió a empujar, y algo detrás de la enorme piedra empezó a crujir cuando se movió.

El primer intento no logró hacer caer el pedrusco, de modo que Sam apoyó de nuevo la rama contra la roca. Alzó la vista y vio que Remi estaba agitando frenéticamente los brazos. Esperó.

Vio que un autobús avanzaba por la carretera, y el conductor redujo la marcha ruidosamente mientras ascendía a duras penas la cuesta. Al cabo de un minuto, Remi agitó el brazo de nuevo. Sam acercó más el punto de apoyo al pedrusco, colocó el hombro contra la palanca y empujó con las dos piernas. La gran piedra rodó hacia delante, se meció hacia atrás y al momento se desprendió del hueco donde había estado alojada. Al principio rodó muy despacio, dio una vuelta y luego se deslizó, pues la capa superficial del suelo estaba demasiado suelta para permitir que girara. El pedrusco arrasó la tierra y la vegetación. Llegó a una caída vertical de unos dos metros. Cuando se estrelló contra el siguiente grupo de rocas, dio la impresión de que partía el saliente donde se encontraban, al tiempo que las impulsaba hacia delante y hacia abajo. La roca dejó atrás los detritos, pero se había llevado por delante gran parte de la ladera, de modo que al principio se produjo un corrimiento de piedras y gravilla, y a continuación una capa de suelo con árboles maduros que crecían en él empezó a caer colina abajo. Los árboles permanecieron erguidos hasta que las rocas y el suelo los atraparon por las raíces y se precipitaron hacia la carretera. El corrimiento fue muy ruidoso, toneladas de roca, tierra y madera astillada en movimiento, y después se hizo un silencio casi absoluto.

Sam miró hacia abajo. El corrimiento había cubierto la carretera de una pared rocosa a la otra. Durante unos diez segundos más, pequeñas piedras redondas desprendidas continuaron cayendo sobre el montículo, y entonces el silencio fue total.

Sam cogió la pala, la soga y la palanca, y corrió por la cresta hasta llegar al lado de Remi. Sin decir ni una palabra, utilizaron las palas para evitar caer y provocar un segundo corrimiento de tierras. Cuando bajaron, se dirigieron en paralelo a toda prisa a la carretera, hacia su coche, tiraron las herramientas en el maletero, dieron media vuelta y condujeron hacia Alba Iulia. Remi tuvo la impresión de que en ese momento veía muchos más coches y camiones que antes. Todo el tráfico se dirigía hacia ellos. Al cabo de quince minutos vieron más vehículos que iban en su misma dirección.

—Espero que todos los primos lograran escapar antes de que cortáramos la carretera —dijo Remi.

—Estoy seguro de que sí. Concedimos mucho tiempo a Tibor. Lo que necesitamos ahora es un nombre y un número de teléfono del grupo que controla en Rumanía el contrabando de antigüedades.

—Llamaré a Selma.

—Hola, Remi —saludó Selma—. Tibor me ha dicho que habéis decidido actuar solos de nuevo.

—El otro grupo llegó antes que nosotros al lugar donde está enterrado Bleda. Sam me subrayó, tal vez debido a nuestra experiencia en Francia, que encontrar el tesoro y llevarlo a casa son dos cosas muy diferentes. Hemos decidido convertirnos en chivatos. ¿A quién podemos llamar en Rumanía para denunciar que Bako piensa pasar antigüedades de contrabando a Hungría?

—Será mejor que Albrecht se encargue de ello a través de un intermediario. La Policía Federal de Rumanía depende de una unidad llamada General Inspectorate, en Bucarest. Llamaremos y diremos que tenemos un caso para la Interpol, y ellos enviarán a la Policía de Fronteras. Utilizaré un ordenador para hacer la llamada y enviar la señal a través de un par de servicios de correspondencia, a fin de mantenernos al margen.

—Gracias, Selma.

—De nada. Bako se meterá en un buen lío si lo pillan. Según la Ley 182 de 2000 de Rumanía, todo hallazgo ha de ser registrado y debe recibir un certificado de clasificación del gobierno. Consideran cualquier antigüedad parte del «patrimonio cultural mobiliario».

—Llamaremos en cuanto atemos algunos cabos sueltos.

—¿No habéis terminado?

—Me temo que no. Aún hemos de ver la cámara.

—Cuidaos.

Volvieron a cruzar Alba Iulia y pasaron delante de la zona boscosa donde habían descubierto los vehículos de Bako. Dejaron el coche en el siguiente aparcamiento y regresaron a pie a través del bosque. Cuando se acercaron, oyeron una voz que gritaba en húngaro lo que parecían instrucciones. Se aproximaron un poco más, agachados detrás de los arbustos, hasta que vieron a Bako sentado en el borde de la cámara con los pies colgando en el oscuro vacío. Cuatro hombres sujetaban una cuerda atada a su alrededor por debajo de las axilas. Un cuarto individuo subió corriendo y le entregó una linterna.

Bako descendió a la cámara. Sam y Remi dedujeron, por los movimientos de la cuerda, que estaba girando, intentando iluminar la cámara con la linterna en todas las direcciones a la vez. En un par de ocasiones sus hombres, cansados de cavar y de mover piedras, parecieron a punto de soltar su presa y dejarlo caer.

Por fin llegó a la cámara. Los tipos se relajaron y se masajearon los muslos doloridos, mientras la cuerda se aflojaba. Se oyó un grito desde la cámara. Los hombres subieron el arnés vacío, y uno de los gorilas de Bako se lo puso y lo bajaron. La cuerda se aflojó de nuevo, y los hombres se arrodillaron junto a la entrada para escuchar la conversación de sus superiores. Se miraron consternados.

—Algo va mal —susurró Remi.

Se oyó otro grito procedente de abajo, y los tipos se apresuraron a subir a su colega. Habló con los demás, y después bajaron una cámara. En diversas ocasiones destellaron luces en la entrada a oscuras, que iluminaron los árboles circundantes. Cuando subieron a Bako, este dio media vuelta con expresión airada mientras mascullaba por lo bajo. De pronto gritó órdenes a sus hombres.

Los gorilas de Bako se pusieron a cargar su equipo en el camión, pero no dio la impresión de que sacaran muchos objetos de la cámara. Había algunas armas, tejidos y loza. Siguió una larga conversación en húngaro, y Bako, su jefe de seguridad y dos más subieron a un todoterreno.

—No han guardado ningún objeto en el coche de Bako —susurró Remi.

Entonces uno de los tipos del equipo de seguridad abrió la puerta posterior del todoterreno, levantó la alfombra y un panel, y dejó al descubierto la rueda de recambio y el gato. Metió en el hueco una espada con su vaina, un cinto con una daga y un casco de acero en forma de bala. Cerró la puerta.

—Gracias a Dios —susurró Remi—. Al menos, ahora es culpable de algo.

El todoterreno dio marcha atrás, giró y se alejó en paralelo al río Mures en dirección a la carretera bloqueada.

Habían dejado a dos hombres para que adecentaran el lugar, y después condujeran el otro todoterreno y el camión hasta Hungría. Remi y Sam retrocedieron a gatas a través de los arbustos y recorrieron a pie el resto del camino hasta su coche. Volvieron hacia el primer aparcamiento, con la radio del automóvil muy alta para que los hombres la oyeran. Cerraron con estrépito las puertas y empezaron a caminar por el sendero, haciendo todo el ruido posible.

Cuando llegaron a la cámara, los dos hombres se habían ido tras apresurarse a cubrir la entrada con arbustos. Sam y Remi oyeron alejarse los dos vehículos. Sam cogió la soga que había llevado y bajó a Remi enseguida a la cámara.

—Ya veo lo que ha pasado —dijo Remi en cuanto sus pies tocaron el suelo—. Date prisa en bajar.

Sam se reunió con ella y exploraron el espacio juntos. El esqueleto de Bleda yacía sobre unas andas algo elevadas, como una cama baja. En un rincón estaba el esqueleto de Zerco, el enano, que no llegaba a medir un metro. Ambos yacían en la postura de los enterrados y tenían el cráneo roto. Era evidente que los habían golpeado con un arma pesada. Los únicos tesoros de la tumba eran la ropa podrida, los arneses de cuero de los caballos y las sillas de montar.

—Albrecht tenía razón —dijo Remi—. Bleda intentó deshacerse de Atila y perdió.

—Eso parece. No hay tesoro. Son las cosas de Bleda y las de su amigo Zerco. Si Bleda hubiera muerto en un accidente, Atila no habría ejecutado a Zerco.

—Será mejor que busquemos la inscripción.

Remi examinó cada una de las paredes, y Sam removió con los pies la tierra que lo rodeaba por si descubría algo en el suelo. No vio nada.

De vez en cuando, Sam se detenía por si oía ruidos fuera. En uno de esos momentos, alzó la vista guiado por un instinto y vio la inscripción. Las palabras estaban grabadas en el techo de piedra, encima de sus cabezas. Tocó a Remi en el brazo y señaló hacia arriba.

—Es como si quisiera que Bleda lo viera.

Remi tomó tres fotografías con el teléfono móvil, y Sam comprendió por qué habían visto los destellos cuando Bako hizo a su vez fotografías. Había apuntado hacia arriba.

Subieron con la soga y volvieron a toda prisa al coche de alquiler. Mientras conducían, se cruzaron con el todoterreno y el camión que regresaban hacia la cámara, todavía abierta. Iban a ver si podían terminar su trabajo sin que nadie los molestara.

Mientras Sam iba conduciendo, Remi envió sus fotografías a Albrecht y a Selma, a La Jolla. Continuaron hacia Bucarest durante media hora, y entonces sonó el teléfono de Remi.

—¿Hola?

—Soy Albrecht, Remi.

—¿Habéis recibido nuestras fotos?

—Sí.

—¿Has visto cómo enterraron a Bleda?

—Sí.

—Yo diría que tu teoría se ha visto confirmada. No fue un accidente. No existían motivos para matar a Zerco si Bleda murió de manera fortuita.

—Cierto. Pero eso no demuestra que el hermano fuera el agresor.

—¿Alguna noticia de Bako? —preguntó Sam.

—Algunas señales esperanzadoras. Tibor acaba de llamar para decir que los dos abogados de Bako han subido a un avión en dirección a Bucarest. Podría significar que lo han detenido. Pero no lo retendrán mucho tiempo por la acusación de robar objetos.

—¿Y la inscripción que enviamos?

—Por eso he llamado, en realidad. Dice: «La muerte de mi querido hermano fue el día más triste de mi vida. Antes de este, el peor fue cuando recogimos juntos los huesos de nuestros antepasados».

—Hemos de volver a Hungría, y deprisa —dijo Remi—. Bako vio la inscripción y trató de ir hacia allí. Creo que deberíamos hacer lo mismo. De lo contrario, Bako podría llegar antes que nosotros de nuevo.