Aeropuerto de Verona, Italia
La voz de Selma Wondrash se oyó por el altavoz del teléfono de Remi.
—El pueblo de Châlons-en-Champagne tiene doscientos veintisiete habitantes, y el lugar donde Albrecht y yo creemos que estuvo el campo de batalla se encuentra a unos ocho kilómetros al norte, cerca de la aldea de Cuperly, en la D994, la route de Reims.
—¿Qué hemos de buscar?
Albrecht se puso al teléfono.
—Cerca del centro del campo de batalla había una plataforma rocosa, un afloramiento elevado, que se alzaba del suelo en ángulo. El ejército romano, que también incluía a visigodos, a alanos y a celtas, se dirigió hacia allí a marchas forzadas para controlar el terreno elevado antes de que llegaran los hunos. Cuando estos irrumpieron a caballo desde el este, fueron recibidos con una lluvia de flechas desde las rocas. Los hunos llevaron a cabo un intento de desalojar a los defensores, pero después retrocedieron hacia el este por un terreno más bajo y llano. Se hicieron fuertes formando un círculo con sus carromatos alrededor del campamento.
—¿A qué distancia al este de la plataforma? —preguntó Remi.
—Retrocederían hasta quedar fuera del alcance de las flechas —contestó Albrecht.
—¿A qué distancia?
—Bien, supongo que podríais lanzar una flecha desde lo alto del afloramiento, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y calcular.
—Sería viable.
—¿Y si hacéis el cálculo? Yo diría que unos doscientos cincuenta metros.
—Aceptaremos tu cálculo —dijo Sam—. Selma, ¿podrías enviarnos otro magnetómetro y un detector de metales al hotel de Francia?
—Hecho. Deberían llegar esta noche. Os hospedáis en L’Assiette Champenoise, una antigua propiedad de una hectárea y media de terrenos e instalaciones modernas en el centro de la ciudad.
—Gracias, Selma —dijo Remi—. Me contentaré con que tenga una bonita bañera. Y creo que dormir nos sentaría bien. Trabajamos mucho de noche.
—De nada. Recogeréis vuestro coche en la terminal 1 del Charles de Gaulle. Saldréis de París hacia el este por la N44 en dirección a Reims, unos ciento noventa kilómetros. Después tomaréis la D994, la route de Reims, hasta Cuperly.
—Entendido —dijo Sam.
—Albrecht, ¿qué más puedes contarnos sobre la batalla? —preguntó Remi.
—Bien, después de las escaramuzas iniciales, Atila comprendió que no iban a conquistar el afloramiento rocoso. Se dispuso a esperar novedades. En aquellos días eso significaba vigilar los movimientos de las tropas enemigas y destripar algunos pájaros para mirarles las entrañas. Atila dejó que sus enemigos se cocieran en su propia salsa durante casi todo el día. Cuando la tarde estaba a punto de dar paso a la noche, atacó. La batalla duró hasta el anochecer y dejó miles de muertos en el campo, en un número similar por ambos bandos. Los jinetes de Atila no pudieron superar la ventaja del otro bando, que estaba apostado en terreno elevado. Se retiró a su campamento fortificado. El comandante romano Aecio se extravió en la oscuridad, separado de los suyos, y encontró refugio con algunos visigodos, que no sabían dónde se hallaba su líder, Teodorico. Su hijo Turismundo encontró su cadáver al día siguiente. Atila, que por lo visto ignoraba el lamentable estado de sus enemigos, se dispuso a defender sus posiciones. Reunió una enorme pila de armazones de madera de las sillas de montar de sus hombres; si había de morir, quería que arrojaran su cuerpo sobre ella y lo quemaran. Pero entonces sus hombres repararon en que los visigodos abandonaban el campo y que volvían a casa para que Turismundo reclamara el trono de su padre. De modo que Atila se fue, y atravesó el Rin en dirección al este.
—Perfecto —dijo Remi.
—¿Perfecto? —preguntó Albrecht.
—Ahí estará el tesoro.
—¿Por qué lo dices?
—Sam y yo hemos estado pensando en esto desde que empezamos. Los tesoros siempre se entierran en un momento malo: una derrota, la muerte de alguien… ¿Cómo lo lograron? Si nos fijamos en los relatos de la muerte de Atila, erigieron una tienda enorme para él y su séquito, tan grande que podían entrar a caballo en ella.
—No sé adónde quieres ir a parar —dijo Selma.
—Las sillas de montar nunca llegaron a quemarse. Eran una distracción, una cortina de humo. Dentro de la enorme tienda de Atila, donde nadie podía verlos, había hombres cavando otra cripta, una cámara del tesoro como las dos que ya hemos encontrado. En cuanto se cavó la cámara, los trabajadores desaparecieron en el interior de la tienda para colocar las piedras. Los guardias de palacio de Atila, gente digna de toda confianza, entraron el tesoro en la cámara sin abandonar la tienda. Sellaron la cámara, la cubrieron y después desmontaron la tienda. Nadie había visto ni el agujero ni la excavación. Cuando se marcharon, probablemente recorrieron el campo con sus caballos. Nadie, salvo algunos hombres de confianza, sabía dónde estaba el tesoro, ni siquiera que existía.
—Creo que has llegado a una sabia conclusión —dijo Albrecht—. Desde Châlons fue hasta el norte de Italia, y encontró nuevos botines en su camino hacia Roma. Ya debía de estar a punto de desviarse hacia el sur de Italia el día de la batalla. Roma era el mayor trofeo y, probablemente, siempre fue su objetivo. Todo el mundo sabe que los enemigos de Atila lo detuvieron en Châlons. Lo que olvidan es que él también los detuvo.
—Según las fuentes documentales Atila retrasó el ataque hasta que se hizo casi de noche —dijo Sam—. Tal vez lo retrasó hasta que la cámara estuvo excavada y llevaron las piedras de otra parte, seguramente desde el río Marne, que estaba muy cerca del campo de batalla.
—Creo que tienes razón —dijo Albrecht—. Si averiguas dónde se erigió la tienda de Atila, encontrarás la cámara del tesoro debajo.
Su vuelo desde Verona llegó a París al cabo de dos horas, recogieron el coche de alquiler y salieron de la congestionada ciudad. Incluso a la velocidad excesiva de Sam, tardaron tres horas en recorrer los ciento noventa kilómetros por la N44.
Sam y Remi llegaron a Châlons-en-Champagne, localizaron la carretera a Cuperly y recorrieron los ocho kilómetros que los separaban de la diminuta aldea. Al atardecer se encontraban entre campos de labranza, un mosaico de formas trapezoidales tan entrelazadas que la tierra tenía aspecto de que cada centímetro perteneciera a alguien y se hallara en pleno cultivo.
—Empezaremos a buscar desde la carretera hasta encontrar el afloramiento rocoso, o nos quedaremos sin luz diurna.
—Todo depende de encontrar ese afloramiento —dijo Remi—. No hay otra característica geográfica mencionada en el viejo relato que nos sirva de orientación.
Recorrieron durante kilómetros la D994, la route de Reims, después se desviaron al norte por la D977, y otra vez al norte por la D931, la denominada voie de la Liberté. Se encontraban al nordeste del Marne cuando divisaron el afloramiento. Se alzaba bruscamente de un campo llano, inclinado, cada vez más alto a medida que la mirada se desplazaba de oeste a este. Sam aparcó en la cuneta, Remi tomó fotos con el móvil y las envió a Selma.
—Allí —dijo—. Si no es eso, tal vez Selma, Pete y Wendy serán capaces de comparar los contornos con alguna fuente geográfica, fotos por satélite o algo por el estilo, y podrán asesorarnos.
—Estoy convencido de que lo es —dijo Sam—. De haberlo podido hacer, ya lo habrían hecho. Y no hemos visto muchos candidatos adecuados para el lugar correcto hasta ahora.
Remi se puso en pie sobre el asiento del descapotable y apoyó un pie en lo alto de la puerta para izarse más.
—Ajá —dijo.
—¿Qué pasa?
—Ojalá nos hubiéramos traído prismáticos. Creo que alguien ha estado cavando en la parte llana del campo.
—¿Al este del afloramiento?
—Sí, y me parece la distancia correcta. —Remi señaló el lugar—. ¿Crees que está más allá del alcance de las flechas disparadas desde las rocas?
—Eso diría yo. Si me estuvieran apuntando, pecaría de prudente.
Se alzó en el asiento a su lado.
—¿Lo ves? Allí y allí. Y allí.
Había montículos de tierra recién removida alrededor de agujeros practicados en el campo verde.
—Es el aspecto que presentaría si Bako hubiera llegado antes. Los agujeros pequeños serían los de prueba y el grande de allí donde suponían que estaba la cámara.
Remi pulsó un número programado en su móvil y conectó el altavoz.
—¿Tibor? Soy Remi. Sé que has llegado a casa hace tan solo unas horas. ¿Algún cambio en la vigilancia de Arpad Bako?
—No —contestó Tibor—. Él y los hombres de su equipo de seguridad siguen allí. Fue lo primero que comprobé en cuanto llegué. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
—Estamos en Francia, en el yacimiento siguiente, y da la impresión de que alguien ha estado cavando.
—Eso no me gusta, pero tendríamos que haber pensado en otra posibilidad.
—¿Cuál?
—A pesar de que Bako no se ha movido de Hungría, tiene amigos y conocidos de negocios en otros lugares, clientes y proveedores, tanto legales como ilegales. Tal vez llamó a alguien de Francia. Yo de vosotros me andaría con cuidado.
—Lo haremos —dijo Remi—. Infórmanos si se producen cambios. —Se volvió hacia Sam—. Bien, ya lo has oído.
—Tibor tenía razón. Tendríamos que haberlo previsto. Si Bako cuenta con amigos en toda Europa, tenemos un problema. Mientras nosotros corremos hacia el siguiente escondite, sus amigos ya podrían estar cavando en él.
—¿Qué hacemos ahora?
—Comportarnos como si todavía pudiéramos ganar hasta que alguien demuestre lo contrario. Llegar a Reims, instalarnos en nuestro hotel y pasar el resto de la tarde preparándonos para volver aquí cuando anochezca.
En su despacho de Szeged, Arpad Bako estaba sentado a la cabecera de una larga mesa de conferencias de palisandro, mientras escrutaba a los ejecutivos acomodados a su alrededor, que estaban escuchando un informe del director de ventas en el extranjero. Aprovechaba dichas ocasiones, cuando todos estaban prestando atención a otra cosa, para observarlos. Eran hombres inteligentes, todos ellos. Algunos eran científicos (biólogos, farmacéuticos, químicos) que trabajaban para mejorar diversos medicamentos que la empresa vendía y para descubrir productos nuevos. Otros eran doctores en medicina, llevaban a cabo los ensayos de los fármacos, y se encargaban de las relaciones con los hospitales y las universidades. También había abogados. Bako había ido a la universidad, pero no podía compararse con ellos en cultura o intelecto.
Sin embargo, era un hombre astuto. Debía de resultar evidente para aquellos hombres que el informe que estaban escuchando era imposible, una obra de ficción. Las ventas de analgésicos y tranquilizantes que poseían valor en la economía sumergida de Europa eran exageradas. Las cifras de la junta directiva demostraban que los adquirían entidades legales extranjeras en cantidades que superaban a las de cualquier mercado. Hasta en países que contaban con compañías farmacéuticas centenarias como Suiza y Alemania, todos los médicos debían de prescribir productos de Bako. Era absurdo. En un par de ejemplos, el jefe de ventas informó de operaciones mercantiles de productos Bako que debían de ser superiores al número de prescripciones recetadas para otros propósitos durante un año. No obstante, los ejecutivos de Bako lo escuchaban sin pestañear. Tenían acceso a todas las cifras. Todos los presentes en la sala se habían enriquecido gracias a ventas fantasma y se veían obligados a escuchar aquellos balances. Si, movidos por la prudencia, preferían no comparar aquellos datos comerciales con lo que sabían de la realidad ni expresar dudas era porque la situación los beneficiaba tal como estaba.
El móvil de Bako zumbó. Un par de hombres se sobresaltaron y se volvieron para mirar a los demás con expresión irónica, con la esperanza de que algún rival hubiera sido sorprendido comportándose de forma grosera y estúpida en la reunión, pero cuando vieron que Bako sacaba el teléfono del bolsillo desviaron la vista. Miró los números de la pantalla.
—Les ruego que me perdonen, caballeros —dijo—. He de atender a esta llamada.
Los doce ejecutivos se levantaron al instante, recogieron objetos como ordenadores portátiles y tabletas, bolígrafos y vasos de papel, y salieron de la sala. El último hombre fue el jefe de ventas, con cara de alivio. Cuando la puerta insonorizada se cerró, Bako pasó el pulgar para recibir la llamada.
—Hola, Étienne —dijo—. Me estaba preguntando cuándo llamarías. ¿Buenas noticias?
Étienne le Clerc soltó una risita.
—Es una noticia tan buena que casi pensarás que es mala. Encontramos la cámara del tesoro justo donde esperábamos, en mitad del antiguo campo de batalla. Es grande. Atila debió de abandonar Alemania y Francia sin una moneda en el bolsillo. Podrías haberme dejado al margen de esto y hacerlo tú solito, y te habrías ganado cien millones de euros más.
—Tanto, ¿eh? Y tú podrías llamarme y decirme que no existe tal tesoro, que alguien se nos adelantó.
Le Clerc rio.
—Supongo que eso significa que ambos somos casi honrados.
—Casi. O quizá elegimos a nuestras víctimas con sabiduría. El tesoro es una noticia maravillosa. ¿Puedes enviarme una foto de la inscripción?
—¿La inscripción?
—El mensaje en latín. En cada cámara del tesoro hay un mensaje de Atila. ¿No lo habéis encontrado?
—Supongo que nos lo habremos llevado. Yo no lo he visto todavía.
—Es difícil pasarlo por alto.
En la voz de Le Clerc se intuía una leve advertencia; tan solo una pequeña nube estaba formándose en el horizonte.
—No has visto el contenido de la cámara —dijo, con voz lenta y clara—. Contiene literalmente toneladas de oro y plata, en su mayor parte objetos antiguos, incluso prerromanos. Si quieres inscripciones en latín, hay a montones. Libros enteros, con encuadernación de oro incrustada de gemas.
—Lo siento, amigo mío. En esta ocasión tiene que ser diferente. La primera vez estaba grabado en una losa de hierro del tamaño de una puerta.
—No hemos encontrado nada por el estilo. Lo investigaré. Ah, eso me recuerda algo. Dijiste que deberíamos estar atentos a la aparición del hombre y de la mujer que intentarían llegar primero. De hecho, fueron ellos los que me impulsaron a llamar. Están aquí. Mis hombres los vieron dirigirse en coche hacia el campo de batalla en un descapotable e inspeccionar el campo.
—Entonces todo va mejor de lo que pensaba. Si podéis matarlos, dispondremos de todo el tiempo del mundo para encontrar esa inscripción.
—No te preocupes. Esta noche habrá hombres en el yacimiento, recogiendo los últimos restos antes de volver a cubrirlo todo. Encontraremos la inscripción. Y, entretanto, haremos desaparecer a esa gente.
En cuanto llegaron a la ciudad, Sam preguntó dónde podía alquilar un camión. Localizó una agencia y alquiló uno que tenía una plataforma de dos metros y medio de anchura por casi seis de longitud, con un compartimiento de carga cerrado. Remi tomó una fotografía del letrero de un colmado y fue a un impresor para que la ampliara y reprodujera como letreros magnéticos, y después los pegó a los costados del camión.
Sam y Remi fueron a su hotel, que era una especie de château, y durmieron unas horas. Poco después iniciaron los preparativos. Sam montó un detector de metales y un magnetómetro. Guardaron en una bolsa las palas y las palancas, las gafas de visión nocturna y las mochilas, y cenaron en el hotel pato a la naranja con Rosé des Riceys, un vino local con fama de ser uno de los favoritos de Luis XIV. El postre consistió en crêpes suzette.
A medianoche subieron a su camión alquilado. Sam condujo y Remi le hizo de copiloto. Siguieron la carretera rural hasta la aldea de Cuperly y después se desviaron hacia el norte. Al poco rato llegaron al campo que habían descubierto al atardecer. Sam aparcó en la cuneta.
—Bien, vamos a ver qué estaban excavando ahí —dijo Remi mientras se colgaba la mochila.
—Esperemos que haya ardillas grandes en Francia —contestó Sam.
Se subieron a una valla de piedra y entraron en el campo. Remi consultó las fotos que había tomado aquella tarde para guiarlos hasta el primer hoyo que habían visto desde la carretera. Cuando se acercaron al agujero, se pusieron las gafas de visión nocturna y se arrodillaron al lado. No se veía con nitidez, de modo que utilizaron las palas para apartar algo de tierra.
—¿Qué es eso? —preguntó Remi. Se agachó y lo tocó—. Acero. Parece un cañón.
—Tienes razón. —Sam removió la tierra alrededor del objeto con la mano, y después se detuvo en el cañón—. Creo que es un French 75.
—Eso es un combinado. Ginebra, champán, zumo de limón y azúcar, me parece.
—Bien, pues este es el cañón que le dio nombre. Algo relacionado con la resaca, supongo. Por eso también hay que ir con cuidado cuando cavas en Francia. El Marne está justo al sur y al este al otro lado de este campo. En el verano de 1918, el general Ludendorff planeó una gran ofensiva para tomar la región de la Champagne. Los aliados consiguieron una copia del plan, desplazaron un montón de artillería y, una hora antes del ataque alemán, abrieron fuego con más de tres mil cañones. A juzgar por la posición y el estado de este, debió de resultar dañado cuando devolvieron el fuego, o bien se calentó demasiado.
—Quien llegó aquí antes que nosotros sin duda obtuvo una lectura muy potente en el magnetómetro, excavó y lo encontró.
—Vamos a echar un vistazo al próximo agujero.
Se desplazaron hasta el siguiente hoyo abierto en el campo y miraron en él. Distinguieron en el fondo lo que parecían los restos de un par de cajas de madera, ambas podridas y oscurecidas por el paso del tiempo. También vieron el perfil metálico y el cubo de una rueda de carromato. Sam pinchó con cautela las cajas, blandas como cartón mojado. Vio la hilera de cinco proyectiles de cañón, en forma de balas gigantes, los revestimientos metálicos verdes de moho a causa de haber estar enterrados durante tanto tiempo y los proyectiles de un gris uniforme.
—Aquí tenemos un hallazgo —dijo—. Artillería sin estallar. Parece un cofre de municiones enterrado. Vamos a moverlo.
—Deberíamos llamar a alguien —opinó Remi.
—Ya lo haremos. Hay tantos proyectiles, bombas y minas de artillería de ambas guerras en Francia que aún tienen equipos en nómina para desarmarlos cuando aparecen.
—Debió de suponer una gran sorpresa para los amigos franceses de Bako cuando cavaron los agujeros de prueba.
—Bien, solo hay un hoyo más en el campo, y parece más grande que los otros dos. Lo que encontraron debe de ser algo que no explota.
Caminaron hacia el tercer agujero.
Se acercaron al montículo de tierra que habían amontonado al excavar.
—Fíjate en la entrada —dijo Remi—. Es como el otro: hecho de piedras unidas con argamasa.
—Vamos a ver qué queda.
Sam sacó una soga de nailon de su mochila, hizo un lazo, lo pasó alrededor del mango de su pala y después clavó esta en la esquina de la entrada del agujero para sujetarla. Ajustaron sus gafas de visión nocturna, y bajó a Remi a la cámara. Al cabo de unos segundos la soga se aflojó. Siguieron unos instantes de silencio.
—¿Qué ves?
—No está vacía, pero creo que la han saqueado. No hay montones de oro. Ven a echar un vistazo.
Sam bajó en rapel por la pared interior de la cámara. Sus pies tocaron el suelo y se arrodilló.
—Es cemento —dijo.
—Los romanos conocían el cemento. ¿Por qué no Atila?
—Lo sé. Si quería un albañil, estoy seguro de que podía capturar a miles de ellos. Da la impresión de que hicieron la cámara de madera, y después revocaron todo con cemento, probablemente en ambos lados.
—Mira.
Remi se encontraba a unos cuatro metros de distancia, junto a una pila de metal que aún proyectaba un brillo mortecino a la luz verde amplificada de sus gafas de visión nocturna.
Sam se reunió con ella.
—No veo oro, pero esto es sorprendente: escudos, cascos y petos romanos, espadas, jabalinas… Debía de formar parte del botín de la campaña.
—Poseen valor histórico —dijo Remi—, pero aun así, no me hace feliz saber que los amigos franceses de Bako se nos han adelantado.
—Vamos a buscar la inscripción, a menos que se la llevaran también.
Registraron las paredes intentando encontrar los más ínfimos arañazos. Después, en la base de la pila de elementos romanos, descubrieron un escudo que no era como el scutum romano rectangular de un metro veinte de alto curvado hacia atrás en los lados. El que hallaron era redondo, con un tachón en el centro que se proyectaba como un aguijón. En el lado interior, grabada alrededor del borde, había una inscripción en latín.
Remi tomó una foto con la cámara del móvil, y después dijo a Sam que sujetara el escudo y tomó varias fotos más desde ángulo diferentes, para que se destacaran las letras talladas.
—Ya está —dijo—. Esto debería bastar. Espera un momento. No tendría que estar aquí. Los amigos de Bako sin duda sabían que este escudo era importante, tal vez lo más importante de la cámara. ¿Por qué lo abandonarían?
Sam se encogió de hombros.
—Debieron de entrar, ver montones de oro, plata y piedras preciosas, cogerlos y marcharse. Hemos tenido una suerte increíble.
—Pongámonos en acción —dijo Remi—. Tú sube y saca estas cosas con la soga, y yo ataré la siguiente carga.
Sam pasó la soga por las correas de mano del primer scutum, y después hizo un atado de jabalinas y otro de gladius, la típica espada corta romana. Subió a la superficie, dispuso los objetos en pilas y lanzó la soga a Remi.
—¡Álzame! —gritó ella al cabo de un par de minutos.
Esa vez, cuando tiró de la soga, había cinco cascos sin adornos pertenecientes a soldados rasos, dos scuta y cuatro petos. Se inclinó sobre la entrada, tocado con un casco, y asomó la cabeza.
—¿Está todo?
—Los hombres con uniforme me aceleran el corazón —dijo Remi—. ¿Qué ha sido eso?
—¿Qué?
—He visto una luz, como un haz, que surcaba el aire detrás de ti.
Sam retrocedió y examinó el campo en todas direcciones.
—No veo nada. Es probable que fueran las luces de aterrizaje de un avión en dirección a Reims. Ya no estamos en el año 451.
—En tal caso deberías actualizar tu vestuario.
—Agarra la soga y te subiré.