Confluencia de los ríos Po y Mincio, Italia
Eran las diez de la noche siguiente cuando Sam y Remi entraron de nuevo en el campo. Esa vez habían llegado en coche. Sam lo aparcó bajo la hilera de árboles y matorrales, y lo cubrió con una lona para ocultarlo. Remi y él llevaban ropa oscura e iban cargados con palas, palancas, linternas, sogas y gafas nocturnas infrarrojas, todo ello guardado en sus mochilas.
Encontraron enseguida la varilla que habían dejado y empezaron a cavar. El trabajo resultó más sencillo de lo que habían imaginado porque habían arado la tierra hacía poco y los primeros treinta centímetros o más no era compacta. Debajo había rica tierra negra procedente de miles de años de inundaciones de ambos ríos, tierra cultivada por los etruscos y después por los romanos y los lombardos, hasta llegar a los italianos de la época actual.
Tardaron dos horas en llegar a una tosca superficie de piedra. Apartaron la tierra de encima y se movieron solo lo necesario para practicar un sendero hasta la abertura superior. Esa vez no se trataba de una placa de hierro, sino de tres grandes piedras colocadas muy juntas sobre la abertura y unidas con argamasa, formando una especie de barrera.
Remi la observó detenidamente.
—No creo que podamos mover esto sin ayuda.
—Pues no —dijo Sam—. Vuelvo enseguida.
—¿Qué vas a hacer?
—Traer el coche.
Unos minutos después, el coche que habían alquilado avanzaba traqueteando por los surcos arados del campo con las luces apagadas. Sam dio marcha atrás hacia la fosa que Remi y él habían cavado. Bajó, sujetó las sogas al gancho de remolque que había debajo del coche y las pasó alrededor de la primera losa de piedra. Luego sacó un martillo del maletero y una palanca para utilizarla como cincel con el fin de desprender casi toda la argamasa.
—Tú conduce —dijo cuando estuvo preparado—. Le echaré una mano a la piedra desde aquí.
Remi subió al asiento del conductor y bajó la ventanilla para poder oír a su esposo.
Sam se acercó a la primera losa, deslizó por debajo del borde el extremo doblado de la palanca, se alejó unos metros hasta la larga varilla de aluminio del magnetómetro que había desmontado el día anterior y volvió con ella. La deslizó sobre la parte alargada de la palanca. La varilla mediría unos dos metros de longitud, y la asió cerca del extremo.
—Vale, Remi —dijo—. Despacio.
Remi aceleró poco a poco, tirando del peso con las sogas, mientras Sam levantaba la piedra para ayudarla a liberarse de la argamasa. Se oyó un ruido seco y después un chirrido cuando el coche soltó la losa. El espacio que había quedado al descubierto mediría unos sesenta centímetros de anchura por un metro veinte de longitud.
Sam dejó a un lado la palanca y se arrodilló sobre la abertura, mientras Remi volvía y se colocaba a su lado. Sam apoyó el vientre sobre el suelo y apuntó la linterna al hueco. Se veía el intenso resplandor de una superficie bruñida a unos dos metros de profundidad, el brillo suave del oro impoluto.
—¡Eureka! Lo hemos conseguido.
Remi le dio un beso en la mejilla.
—Fargo uno, Bako cero.
Sam sacó el teléfono. Pulsó un número programado y poco después oyó un «¿Sí?» con leve acento húngaro.
—Lo hemos encontrado, Tibor. Trae el barco hasta la boca del Mincio, donde confluye con el Po. Remonta el río unos cuantos metros y después amarra en la orilla oeste. Saldremos a tu encuentro. No enciendas ninguna luz.
—Estaremos ahí dentro de cinco minutos.
—Gracias.
Sam finalizó la llamada.
—¿Y bien? —dijo Remi—. Mientras jugamos a la isla del tesoro con los chicos, ¿qué quieres que haga?
—Llama a Selma y a Albrecht e infórmalos. Di al profesor que se ponga en contacto con sus colegas italianos para que nos encuentren un lugar seguro donde esconder el tesoro.
—¿Quieres que mueva el coche?
—Todavía no. Ahora vuelvo.
Sam se acercó al río y esperó en la orilla elevada hasta que la gran silueta del barco apareció recortada a la luz de la luna en el río Po. Al cabo de un momento oyó con nitidez el sonido del motor a escasa velocidad.
—¡Amarrad y lanzadme un cabo! —gritó cuando el barco llegó al punto donde él se encontraba.
El barco hendió la arena y se detuvo. Una figura apareció en la cubierta de proa, arrojó un cabo a Sam y vio que este lo ataba a un árbol. Uno tras otro, los cuatro hombres saltaron a la arena y ascendieron por la orilla. El último fue Tibor. Dio unas palmadas a Sam en la espalda.
—Me alegro de volver a verte. ¿Esta vez va en serio?
—Te lo enseñaré.
Se internó en el campo y los demás lo siguieron.
—¿Te acuerdas de mi primo Albert y de mi primo Caspar, del barco de buceo del Tisza? —dijo Tibor.
—Por supuesto. —Sam les estrechó la mano—. Gracias por venir.
—Y este es mi primo Paul. Habla italiano.
—Encantado de conocerte. Si tuviera una familia como la tuya, podría conquistar el mundo.
—En nuestra parte del mundo ya ha habido demasiada gente que ha intentado hacerlo. Los Lazar se quedan en casa, comen, beben y hacen el amor. Por eso somos tantos.
Llegaron al lugar donde Remi esperaba, y Tibor repitió las presentaciones. Todos los hombres le hicieron una reverencia.
—Los avisé de antemano de que nos esperaba una hermosa mujer —dijo Tibor—, para que no se comportaran como ermitaños que jamás hubieran visto a una chica.
—Gracias, Tibor —dijo Remi—. A trabajar.
Sam, Tibor y Paul utilizaron las sogas para bajar a la cámara. Era más grande que la de Hungría y, cuando descendieron, Sam vio que se trataba de un tesoro todavía mayor de lo que había esperado. Casi todo lo saqueado en el norte de Italia en 452 debía de estar allí.
Había miles de monedas de oro y de plata, cadenas, brazaletes, cálices y cruces de oro…, el botín de cientos de iglesias y monasterios. Había espadas y dagas con el pomo incrustado de rubíes, anillos de zafiro, collares y torques en gran abundancia. Había armaduras y cotas de malla bellamente forjadas, camafeos trabajados con sumo detalle, ornamentos de todo tipo, lámparas de aceite y candelabros, espejos de plata pulida con remates de oro. Ya solo el número y la variedad de los objetos era intimidante. Broches de oro, brazaletes, hebillas y pendientes, y un gran número de objetos que Sam no tenía tiempo de identificar y examinar, estaban esparcidos al azar.
Utilizaron cajas de madera que Tibor llevó del barco para guardar el tesoro. Llenaron el maletero del coche, y después el asiento de atrás, el asiento del pasajero y el suelo. Luego Remi condujo el vehículo hasta el río con Caspar y Albert, y trasladaron el cargamento al barco.
Cuando Remi volvió con el automóvil a la cámara del tesoro, llevaba ocho cajas de madera con asas de cuerda. Por lo general se utilizaban para transportar el pescado hasta el puerto, de modo que olían un poco, pero gracias a ellas pudieron cargar los objetos con celeridad. Sam, Tibor y Paul llenaron el coche, y mientras Remi iba al río para dejar lo que transportaba en el barco, ellos se ocuparon de tener listas las cajas para el siguiente viaje.
Tardaron tres horas en vaciar la cámara y cargar la embarcación.
—Llévate el barco Mincio arriba —dijo Sam a Tibor, una vez trasladado por completo el tesoro—, y echa el ancla en el lago de Garda. Son cuarenta kilómetros, de modo que es probable que lleguemos a tiempo de recibirte.
—De acuerdo, pero ¿qué pasará si la policía nos detiene e inspecciona el barco?
—Di a Paul que se olvide de que habla italiano y llámame.
Cuando el botín de Atila estuvo a bordo, el peso de la embarcación había aumentado y se hundía más en el agua. Sam, Tibor y los tres primos tuvieron que empujar la proa desde la playa arenosa hasta internarlo en las aguas plácidas del Mincio.
—Espero que cada onza de oro arranque una lágrima a Arpad Bako —dijo Tibor.
—Eso me recuerda algo —dijo Sam—. ¿Quién lo vigila mientras estáis aquí?
—Mi hermano se hace cargo. Tiene vigilados a Bako y a sus cinco esbirros día y noche.
—Eso es más de lo que habría podido desear. Que tengáis un buen viaje.
El motor se puso en marcha y el barco describió un leve giro, con el fin de que Tibor pudiera subir a bordo. Enderezó el rumbo y empezó a surcar el silencioso río en dirección al lago.
Sam y Remi volvieron a la cámara desenterrada por última vez. Utilizaron la soga para descender a la oscura estancia de piedra, y entonces Sam encendió la linterna y la apuntó a cada una de las sencillas paredes de piedra. Esa vez no había ninguna placa de hierro grabada. Pero en el suelo, visible gracias a que se habían llevado el tesoro, se veía un bloque de piedra con letras talladas.
Se acercaron y Remi tomó varias fotografías con el móvil, y después las examinó para comprobar que las letras se veían con claridad. Sam se dedicó a copiarlas en una hoja de papel. Cuando vio que Remi lo miraba, se encogió de hombros.
—Si perdiéramos el teléfono, no pienso volver para leer esto. ¿Y tú?
—No estaba pensando en eso.
—¿En qué estabas pensando?
—En que esto no es como la gigantesca placa de hierro que encontramos en Hungría. Apuesto a que, si utilizamos el coche, podríamos levantarla.
Sam se arrodilló y trató de moverla, pero no pudo. Después utilizó su navaja para rascar un poco la argamasa.
—Vuelvo enseguida.
Subió con ayuda de la soga. Regresó al cabo de unos minutos con otra soga, las dos palancas y el martillo. Se pusieron a trabajar en la argamasa y al cabo de poco rato lograron soltar la piedra. La alzaron, y Sam ató la soga a su alrededor, primero por el lado corto y después por el largo. Trepó a la superficie, y Remi oyó que ponía el coche en marcha. La piedra era más delgada y algo más pequeña que las losas similares a bloques que componían el grueso de la cámara. Se levantó con facilidad, y después se detuvo. Remi subió con la soga y se reunió con Sam en la superficie, y a continuación se encaminó hacia el coche y lo utilizó para tirar de la piedra mientras Sam usaba la palanca para subirla por encima del borde y depositarla en el suelo. Los dos se valieron de ambas palancas para levantar la piedra, con el fin de depositarla al pie del asiento trasero.
—Tenías razón —dijo Sam—. Esta vez no tendremos que dejar el mensaje para que Bako lo lea.
Utilizaron el coche para arrastrar la piedra más larga y colocarla sobre la abertura con el fin de sellar la cámara. Después, cogieron las palas y la cubrieron con la tierra que habían retirado. Una vez el que suelo estuvo nivelado, la entrada de la cámara quedó a un metro veinte de profundidad.
Remi se volvió y contempló el campo arado.
—Caramba… Mira.
Estaba empezando a amanecer, de modo que pudieron ver las profundas rodadas que iban y venían desde la cámara hasta la orilla del río.
—Ojalá pudiéramos deshacernos de esas huellas.
—No es posible. Lo único que podemos hacer es aparentar que un conductor ebrio se ha paseado por aquí.
Subieron al coche, Sam cogió la botella vacía de la comida, borró las huellas dactilares y la tiró al suelo. Después recorrió el campo de un lado a otro, dio vueltas, fue marcha atrás y dibujó una serie de formas sin concentrarse en una única parte del campo. A continuación tomó la autopista que corría paralela al río.
Cuando la aurora se hallaba próxima, Remi envió las fotos a Selma y a Albrecht. Empezó a llover.
—Me alegro de que nos hayamos librado del chaparrón —dijo Remi.
La lluvia se fue transformando poco a poco en un fuerte y prolongado aguacero, y Sam pilló cada charco del camino, de modo que el coche alquilado fue cubriéndose de barro y tierra. Cuando llegaron a un punto en el que podían aparcar cerca del Mincio sin que nadie los viera, se detuvieron y arrojaron la losa grabada al río.
—Voy a tomar una foto del lugar —dijo Remi—. Cuando ya no signifique una amenaza para nuestras vidas, volveremos para recuperarla y donarla a un museo.
Después de tomar las fotos, continuaron su camino.
Llegaron a Peschiera del Garda antes de las seis de la mañana, y esperaron en el aparcamiento cercano al puerto deportivo a que el gran barco pasara bajo el último puente y entrara en el lago. Mientras aguardaban, Remi llamó a su casa de California y Selma contestó.
—Hola, Remi. Tenemos tus fotos. ¿El tesoro es tan grande como parece?
—Más aún. ¿Albrecht y tú habéis leído el mensaje?
—Albrecht lo ha traducido, pero se ha concentrado en estudiar la situación. —Selma hizo una pausa—. Será mejor que te lo diga él.
Al cabo de un momento Remi oyó la voz de Albrecht.
—Hola.
—Hola, Albrecht. ¿Has podido descifrar la piedra?
—Sí. Solo es latín. Esto es lo que dice: «Tenéis mi quinto tesoro. El cuarto es el lugar donde los amigos se convirtieron rápidamente en enemigos. Mientras yo enterraba el tesoro con vistas al futuro, el rey Turismundo enterró objetos funerarios para el rey Teodorico».
—¿Qué deduces de ello? —preguntó Sam.
—Es una referencia a la otra posibilidad que mencioné en el caso del quinto tesoro, la batalla de los Campos Cataláunicos en 451. Flavio Aecio, el general romano, y Teodorico, el rey de los visigodos, fueron amigos de Atila pero se odiaban mutuamente. Cuando el caudillo huno invadió y saqueó la mayor parte de Francia, ambos sumaron sus fuerzas en Châlons-en-Champagne y se convirtieron en enemigos de Atila.
—¿Qué es eso de los objetos funerarios?
—Teodorico murió en la batalla, pero como sucede con frecuencia en las grandes contiendas, los principales líderes perdieron el contacto entre sí, y el cadáver de Teodorico no fue encontrado hasta el día siguiente. Su hijo, Turismundo, enterró a Teodorico, presumiblemente con su armadura, sus armas y sus pertenencias personales, y heredó la corona.
—Y esa era tu segunda elección para «donde el mundo se perdió» —dijo Remi.
—Exacto. Es el punto situado más al oeste al que Atila llegó, más o menos hasta la ciudad de Troyes, en Francia. Los hombres que habían formado una alianza para detenerlo habían sido en otro tiempo sus amigos. La batalla fue descomunal y violenta, pero terminó en tablas. Cuando se hizo demasiado oscuro para combatir, Atila se retiró a su campamento. Flavio Aecio no persiguió a los hunos cuando se marcharon. Algunos historiadores opinan que tuvo miedo de destruirlos porque en tal caso habría dejado a los visigodos sin nadie a quien oponer resistencia. Yo sospecho que la verdadera razón es que los hunos todavía eran tan fuertes como siempre, y el general romano no quiso tentar a su suerte. Fue la última gran batalla que los romanos pudieron considerar ganada, y eso porque Aecio aún seguía en el campo cuando los demás ejércitos partieron. Teodorico había muerto, y su hijo Turismundo regresó a su país con presteza para asegurar su lugar como nuevo rey de los visigodos.
—Estupendo. De modo que, más o menos, sabemos adónde hemos de ir a continuación. Pero nos encontramos todavía en Italia. ¿Te has puesto en contacto con las autoridades italianas?
—Sí. Comprenden que es necesario proceder con celeridad y discreción. Dentro de unas horas os avisarán para tomar posesión de los objetos y trasladarlos a Roma.
—Bien —dijo Sam—. Me alegraré de que algún otro asuma la responsabilidad.
—Cuando hayáis terminado con las autoridades italianas —intervino Selma—, id al aeropuerto de Verona. Vuestros billetes para Francia os estarán esperando. Introducid una tarjeta de crédito en la máquina para identificaros y se imprimirán vuestras tarjetas de embarque. Durante el vuelo os prepararemos más información.
—Gracias, Selma.
Una hora después vieron que el barco pasaba bajo el último puente y entraba en el lago, frente al puerto deportivo. Llamaron a Tibor, le contaron el plan y fueron a su hotel.
Apenas se habían duchado y tomado el desayuno que el servicio de habitaciones les había llevado cuando alguien llamó a la puerta. En el pasillo vieron a cinco hombres con traje oscuro.
—Señor y señora Fargo —dijo el líder. Les mostró una placa y una tarjeta de identificación—. Soy Sergio Boiardi. Estamos asignados al Comando Carabinieri per la Tutela del Patrimonio Culturale. Tengo entendido que han solicitado nuestra ayuda.
—Entren, por favor —dijo Sam, y los dejó pasar—. Hemos llevado a cabo un descubrimiento de la mayor importancia, un tesoro del año 452.
—Nos dijeron que querían que nos hiciéramos cargo de él y lo inscribiéramos.
—Sí.
—¿Está informado del tratado bilateral entre Estados Unidos e Italia que abarca desde el siglo IX a. C. hasta el siglo IV d. C.?
—Sí. Técnicamente, no es preciso inscribir un hallazgo del siglo V, pero queremos solicitar de manera voluntaria permiso para transportar los objetos después de que hayan sido catalogados y fotografiados por las autoridades italianas. Para ser sincero con usted, hay otras personas que han tratado de impedir por todos los medios que lleváramos a cabo cualquier descubrimiento, y son violentas. En parte, nuestra intención es procurar que no intenten robarnos nuestro hallazgo.
Boiardi asintió.
—¿Dónde se encuentran los objetos en este momento?
—En un barco que alquilamos. Está anclado ante el puerto deportivo del lago. Nuestra idea era alquilar un remolque y transportar en él la embarcación hasta un lugar seguro donde pudiéramos descargar los objetos, y luego guardarlos en cajas y subirlos a su camión.
—Es un buen plan. Pediremos prestado durante unas cuantas horas un granero en la campiña en el que quepa un camión y un remolque cargado con un barco. Después nos marcharemos todos evitando llamar demasiado la atención.
—Pongamos manos a la obra —dijo Sam.
Fueron al puerto deportivo en un discreto camión blanco que habían llevado los carabinieri, y desde allí se desplazaron hasta un astillero cercano en el que alquilaron un remolque grande y un enganche. Tras introducir la parte posterior del remolque en el lago, los primos de Tibor pilotaron el barco hasta subirlo a este, y el camión lo arrastró hasta el aparcamiento.
Al cabo de pocos minutos el barco estaba amarrado y todos se hallaban a bordo del camión. Uno de los hombres de Boiardi los condujo hasta una granja situada en el lado oeste del lago de Garda, y metieron en el granero el camión y el remolque. Tras cerrar las puertas, todo el mundo se puso a trabajar.
Boiardi supervisó a sus hombres mientras trasladaban las cajas de monedas, ornamentos y piedras preciosas del barco y las metían en otras de cartón, idénticas todas ellas, que daban la impresión de haber salido de un camión de mudanzas. Cuando dispusieron en el suelo los objetos para volver a guardarlos, tanto Remi como los carabinieri tomaron fotografías. Las hileras de cajas fueron aumentando de altura en la parte posterior del camión.
—Es asombroso —dijo Boiardi—. Cada objeto es una maravilla arqueológica, una parte del botín de Atila. Pero buena parte de ellos son muchísimo más antiguos que Atila. Con frecuencia, lo que saqueaba eran obras maestras, piezas dignas de un museo, algunas de los principios de la época romana, otras griegas y también las hay de primitivas iglesias cristianas. Hemos tenido la gran suerte de que los excavadores, los ladrones de tumbas que recorren Italia en busca de antigüedades, no encontraran esto antes que ustedes.
—En ningún momento pensamos que sería tan increíble —dijo Remi—. Pero supongo que tendríamos que haberlo imaginado. Los hunos atravesaron Italia en dirección sur y se detuvieron en cada ciudad para despojarla de sus riquezas. Creemos que abandonaron tantos objetos valiosos aquí porque este tesoro iba a financiar su siguiente intento de invadir Roma.
Sam, Remi, Tibor y sus tres primos ayudaron a los carabinieri a volver a guardar y a cargar los preciosos objetos. El trabajo se realizó con eficacia.
—Devolveremos el barco al puerto deportivo —explicó Boiardi cuando terminaron— y después continuaremos nuestro camino. Iremos a Roma para poner el tesoro a buen recaudo en los Museos Capitolinos.
Todo el mundo subió al camión de nuevo, y el conductor de los carabinieri encendió el motor. Dos agentes abrieron las largas puertas corredizas del granero. En cuanto lo hicieron, se encontraron con sendas pistolas apuntando a sus cabezas.
Sam, Remi y Boiardi notaron que el camión se detenía con brusquedad. Boiardi abrió la puerta de atrás, saltaron al suelo y vieron a seis hombres que entraban corriendo en el granero. Llevaban ropa de calle corriente (chaquetas deportivas o cazadoras, tejanos o pantalones caqui), pero portaban rifles de asalto SC70/90, metralletas de cañón corto con culata plegable.
Boiardi se puso delante de Sam.
—Coja mi pistola —susurró.
Sam asió la pequeña funda sujeta a la parte posterior de su cinturón. En cuanto Boiardi notó que le habían aliviado del peso del arma, se puso a gritar en italiano. Sam no entendió todas las palabras, pero captó el significado.
—¿Qué están haciendo aquí? Somos la Policía Nacional y estamos en una misión. Depongan las armas de inmediato.
La respuesta de uno de los hombres que estaban en la puerta fue disparar una ráfaga de su arma contra el techo. Cuando los dos carabinieri que tenían las armas apuntando a su cabeza dieron un bote involuntario al oír el inesperado estruendo, los asaltantes rieron. Empujaron a los dos hombres al interior del granero y se desplegaron para que cada uno pudiera apuntar mejor tanto al grupo de carabinieri y a Remi, como a Sam, a Boiardi, a Tibor y a sus primos.
El hombre que había disparado al techo era un individuo corpulento, barrigudo y de edad madura, con una espesa barba negra. Corrió hacia la puerta del compartimiento de carga del camión, subió y abrió un par de cajas. Arrastró una hasta la parte posterior del vehículo y la inclinó para que los demás pudieran ver su contenido.
—È d’oro. È tutto oro antico! —gritó.
Sam entendió las palabras sin la menor dificultad. Los demás intercambiaron rápidas miradas, y dio la impresión de que se les contagiaba la alegría del hombre como un virus. El líder saltó del camión y se acercó a Boiardi, quien dijo algo en un tono veloz y airado.
El hombre sonrió.
—Ci avete seguito.
Se alejó hacia el lugar donde estaban los dos carabinieri y, mientras sus amigos apuntaban con las armas a ambos agentes de policía, los cacheó. Descubrió que uno de ellos llevaba una segunda pistola, la cogió y golpeó al hombre en la cara con el rifle.
—Lo siento —dijo Sam—. Puede que Remi y yo hayamos llamado demasiado la atención.
—No, soy yo quien lo siente —contestó Boiardi en un susurro—. Dice que no los seguían a ustedes sino a nosotros. Sabían que los únicos casos en que actúan nuestros agentes están relacionados con hallazgos de antigüedades, así que esperaron a que saliéramos de Nápoles y fueron tras nosotros.
Los ladrones estaban ocupados utilizando las esposas de los agentes para inmovilizarlos, y después los ataron a las vigas verticales del granero. Dos de ellos y el líder se acercaron a Boiardi.
El líder apartó la vista un momento de Sam mientras estaba cacheando a Boiardi, y Sam lo comprendió todo. Lanzó el puño izquierdo contra la cara del líder como un pistón, y con la mano derecha empuñó la pistola de Boiardi. Agarró la chaqueta del líder y lo levantó para utilizarlo como escudo, al tiempo que apoyaba la pistola contra su cabeza. Boiardi se apoderó del rifle automático SC70/90 del líder y apuntó con él a los dos hombres que lo habían acompañado.
Estos dejaron los rifles en el suelo, retrocedieron y alzaron las manos. Los dos carabinieri que aún no estaban esposados se arrodillaron para recoger sus pistolas del suelo del granero, y después hicieron lo mismo con las armas automáticas.
Uno de los ladrones armados comprendió el significado de lo que estaba sucediendo y decidió impedirlo.
—¡No! —gritó, y abrió fuego. Su rifle escupió una ráfaga, y el líder se desplomó delante de Sam.
Sacrificar a su jefe resultaba útil. Los demás ladrones, al verlo muerto, carecían de motivos para rendirse. Dieron media vuelta y trataron de ponerse a cubierto, cargados con sus armas. Los dos agentes de policía de Boiardi dispararon contra ellos y alcanzaron a uno en la pierna, que cayó al suelo. Los demás no ofrecieron resistencia.
El hombre que había matado a su líder no estaba dispuesto a capitular. Disparó una ráfaga en la dirección general de Sam y Boiardi, quienes se habían parapetado detrás del remolque del barco. Sam saltó por encima de la barandilla a la embarcación y reptó hacia la proa.
Mientras el hombre avanzaba en paralelo a la pared para llegar a un punto que le deparara ventaja, Sam pasó el brazo por encima de la borda y disparó. Su bala alcanzó en la clavícula al tipo y este se volvió para responder al fuego, pero su brazo quedó rígido y dejó caer el rifle. Dos carabinieri fueron a por él, lo esposaron y lo obligaron a sentarse a un lado del granero con su colega herido y el hombre al que había disparado. Los demás no tardaron en verse privados de sus armas y se reunieron con él.
Boiardi telefoneó a la policía local para pedir ayuda, una ambulancia y coches oficiales para transportar a los prisioneros. Mientras esperaban, los interrogó. Las respuestas fueron desafiantes y hoscas. Estaba a punto de rendirse cuando Remi dijo:
—¿Puede averiguar si los ha enviado un hombre llamado Bako?
Boiardi tradujo.
—¿Quién es Bacco? ¿Es siciliano? En los últimos tiempos, muchos sicilianos se dedican al negocio de la arqueología.
—Supongo que eso significa que no —dijo Remi—. El oro siempre causa problemas.
Al cabo de unos minutos oyeron sirenas, y varios coches de policía empezaron a alinearse en el patio de la granja. La ambulancia llegó, y el equipo de paramédicos se llevó a los dos hombres heridos, además de a un par de agentes de policía que se encargarían de custodiarlos, y se alejó. Se llevaron también a los tres ladrones ilesos en otro vehículo. Por fin una camioneta del forense llegó en busca del líder muerto.
Cuando estuvieron de vuelta en el puerto y Boiardi estaba a punto de partir hacia Roma en coche, se volvió hacia Sam y Remi.
—Este acontecimiento es muy preocupante. Los ladrones se han dado cuenta de que la forma más fácil de encontrar tesoros antiguos es seguir a los agentes de la policía nacional que deben verificar y registrar los hallazgos. Tal vez esté a punto de empezar una época en la que ningún agente nacional de antigüedades se halle a salvo. Cualquiera que no se jubile será un idiota.
—¿Piensa jubilarse? —preguntó Remi.
—¿Yo? No. En este momento no. No después de que su marido me salvara la vida. Tal vez hablemos de esto otro día, pero ahora hay mucho que hacer. Arrivederci, señores Fargo. Buen viaje.