13

Verona-Brescia, Italia

Sam y Remi volaron a Roma y desde allí a Verona. Recogieron el coche de alquiler que Selma Wondrash les había reservado y salieron de la ciudad en dirección oeste hacia la localidad turística de Peschiera del Garda, a unos treinta kilómetros, situada en la orilla sur del lago de Garda. Cuando llegaron, Remi dejó la guía que había estado leyendo.

—Aparquemos cerca del puerto deportivo y demos un paseo —dijo.

Colinas onduladas rodeaban el extremo sur del lago. El puerto deportivo era grande, con elegantes veleros que se mecían suavemente, de modo que sus mástiles se movían como metrónomos. Sam y Remi oyeron el suave sonido de las poleas y las fijaciones que golpeaban contra los mástiles de aluminio por efecto de la brisa veraniega. La atmósfera de la pequeña ciudad era marcadamente vacacional, y daba la impresión de que solo había barcos y hoteles.

—¿Qué has averiguado en la guía? —preguntó Sam a Remi.

—El lago es el más grande de Italia: cincuenta y un kilómetros de largo. El extremo superior está rodeado de montañas, pero aquí hay montones de playas. El agua entra por el norte y desemboca en el río Mincio aquí, en Peschiera del Garda, y un poco más adelante desemboca en el río Po.

—Estamos acercándonos —dijo Sam—. Según la información que Albrecht nos envió por correo electrónico, el papa León I fue con su delegación al encuentro de Atila al sur del lago de Garda, donde el río Mincio confluye con el Po.

Caminaron por la playa de guijarros y pasaron ante varios muelles y un café. Casi todos los edificios que veían eran de entre dos y cuatro plantas, y antiguos. Estaban pintados de blanco, rosa y amarillo. Había una muralla de ladrillo del siglo XVI que rodeaba los antiguos límites de la ciudad, con pasarelas peatonales arriba. Encontraron un aparcamiento fuera de la muralla, con un jardín en cuya puerta principal estaba escrito con flores el nombre de la localidad, y después un centro comercial con cafeterías y tiendas.

—¿Cómo vamos a localizar el lugar? —preguntó Remi.

—De la manera acostumbrada, supongo. Empezaremos con las cosas que ya existían en 452.

—La ciudad fue fundada en el siglo I, de modo que ya contaba trescientos años de antigüedad cuando Atila llegó.

—Era un pueblecito junto a la orilla. Sin previo aviso, Atila llega del norte, nada más y nada menos, al frente de un enorme ejército de jinetes. Había devastado casi todo el norte de Italia antes de llegar aquí.

—La gente debía de estar muy atareada huyendo para fijarse demasiado en lo que hacía. Sé que a mí me habría pasado.

—Y a mí también. Así fue fundada Venecia. La gente que huía de Atila cuando llegó del norte se refugió en las islas. Cuando se fue, ellos se quedaron.

—Vale, tío listo. Las ciudades de por aquí han cambiado, pero el lugar donde el río sale del lago ha de estar igual.

—Eso es lógico.

—De modo que Atila y unos cincuenta o cien mil guerreros con sus caballos y carromatos llegaron hasta aquí, cargados con el botín del norte de Italia. Acamparon al sur de este lugar, donde el Mincio desembocaba en el Po. Entonces, llegó la delegación romana, compuesta por el papa León, el cónsul Avieno y el prefecto Trigetius. Nunca se supo nada de lo que habían hablado ambos bandos. Todo lo que refiere la historia son solo conjeturas. Lo que sabemos es que, como Italia padecía una hambruna feroz, no había demasiada comida que los hunos pudieran robar. También había una epidemia, y muchos hunos ya habían enfermado. Marciano, el nuevo emperador del Imperio romano de Oriente, se estaba acercando al Danubio, lo cual constituía una amenaza para los baluartes hunos. Fuera por lo que fuese, Atila y sus hombres liaron los bártulos y regresaron al norte, renunciando a la oportunidad de rescatar a Honoria de su hermano y de conseguir el control del Imperio romano.

—Reflexionemos un momento. Atila vuelve a casa. Pero confía en regresar al cabo de uno o dos años para conquistar Roma. Va cargado con el botín del norte de Italia. De modo que abandona un tesoro para reaprovisionar a sus tropas en el siguiente intento. ¿Dónde lo abandonaría?

—En el lugar donde se detuvo para acampar. Es lo más al sur que llegó. Es el lugar donde podía enterrar en secreto y sin peligro lo que le diera la gana. Y si iba a utilizarlo para reaprovisionar a su ejército, el camino a Roma es el lugar ideal.

—Exacto.

—Estamos de acuerdo. ¿Es donde el Mincio confluye con el Po?

—Eso creo. El lugar donde dio media vuelta ha de ser «el lugar donde el mundo se perdió».

—Empecemos con el lado oeste del Mincio. Si desciendes hacia el lago de Garda, es la parte menos montañosa, de modo que es la ruta de viaje más sensata.

—De acuerdo. Vamos a registrarnos en el hotel. De camino, diremos a Selma que localice el equipo que necesitaremos.

Mientras volvían al coche, Remi llamó a Selma a California y puso el altavoz.

—Hola, Remi.

—Hola, Selma. Estamos en Peschiera del Garda y creemos saber dónde hay que buscar, pero necesitaremos un magnetómetro manual y un buen detector de metales.

—Os están esperando en vuestro hotel. Encargué dos de cada.

—Caramba, gracias, Selma —dijo Remi.

—En cuanto vi las fotos de las grandes placas de hierro, supe que ibais a necesitar detectores. Si os hace falta algo más, lo que sea, me llamáis.

—No lo dudes. ¿Albrecht ha llegado ya?

—Todavía no. Su avión aterrizará dentro de unas dos horas. Pete y Wendy irán a recogerlo. Tenemos su habitación preparada, y montones de espacio y equipo informático montados.

—Gracias, Selma —dijo Sam—. Empezaremos a trabajar esta tarde.

—Te llamaremos si pasa algo —añadió Remi—. ¿Bako se ha puesto ya en acción?

—De momento estáis a salvo. Tibor dice que Bako y sus hombres continúan en Szeged. Si han descifrado el mensaje, no tendrán prisa por ir a Italia.

—Esa es la mejor noticia del día.

—Me alegra saberlo. Me pondré en contacto con vosotros si se producen cambios.

Selma colgó.

Remi guardó el teléfono y fueron en coche al hotel, un edificio blanco erigido en la playa con una hilera de parasoles de color rojo vivo que le daban el aspecto de estar situado unos kilómetros más al este, en el Adriático. Después de registrarse en el hotel y de examinar su equipo, Remi y Sam fueron a ver a la conserje, una mujer de unos cincuenta años vestida con un traje gris a medida que llevaba el logo del hotel en la solapa izquierda.

—¿Puedo ayudarlos? —preguntó, y sus gafas ligeramente tintadas destellaron.

—Tengo entendido que esta zona está llena de senderos para bicicletas —dijo Sam—. ¿Hay alguno que siga el curso del río Mincio?

—Oh, sí. Empieza donde el río sale del puerto, atraviesa Mantua y continúa. Yo lo he recorrido muchas veces. Tiene unos cuarenta kilómetros.

—Cuando dice «continúa», ¿qué quiere decir? ¿Hasta dónde llega?

—Hay un punto de parada natural en Mantua, donde el río se transforma en tres lagos. Pero usted podría continuar doce kilómetros hasta el punto donde el Mincio sigue hasta el Po. —Abrió un cajón del escritorio y entregó un plano a Sam—. El sendero de bici está marcado y le muestra adónde ir.

—Gracias. —Sam hizo una leve inclinación—. Grazie mille.

La conserje sonrió.

—Habla bien el italiano. En cuanto llegue a conocer este lugar, no querrá volver a casa.

—Procuraré ser un buen huésped. Vamos a por unas bicicletas —dijo Sam a Remi.

Siguieron un canal antiguo, guiándose por el plano, hasta una tienda de bicicletas. Al principio todas les parecieron del tipo utilizado por corredores profesionales, pero cuando el propietario vio que Remi pasaba de largo de una bicicleta de tres mil euros y pedía algo más cómodo para ir de excursión, les enseñó unas bicicletas de montaña robustas y prácticas provistas de cubiertas gruesas y con los tacos muy marcados, además de asientos con bastante relleno. Eligieron un par, siguiendo sus consejos, y compraron mochilas y unas viseras para proteger los ojos del sol. Sam también adquirió diversos accesorios: luces, reflectores y demás artículos para acoplar a bicicletas, y un estuche portátil de herramientas.

Volvieron en sus nuevas bicicletas al hotel, las introdujeron en el ascensor y subieron a su planta. Cuando tuvieron las bicis en la habitación, Sam acopló en ellas los magnetómetros de tal forma que nadie que las mirara se diera cuenta de que tenían algo raro. Las antenas telescópicas del magnetómetro parecían barras de bicicleta reforzadas y los sensores solo se extendían unos centímetros por delante de los manillares.

Sacó los dos detectores de metales de sus cajas, pero los guardó sin ensamblar en las mochilas.

Mientras estaban preparando las cosas, el móvil de Sam zumbó. Conectó el altavoz.

—¿Sí?

—¿Sam? Soy yo, Albrecht.

—¿Ya has llegado a California?

—Sí. Estoy en tu casa, con Selma. Desde que nos separamos, he dedicado cierto tiempo a mirar detenidamente las fotografías por satélite disponibles y la cartografía aérea del lugar donde estáis buscando, y he releído algunas fuentes escritas.

—¿Qué puedes decirnos?

—Existen diversas versiones de la historia, pero algunas cosas las sabemos con certeza. Una es que Atila dejó un rastro de destrucción en la parte norte de Italia y que bajó por el lado oeste. No hubo carreteras en el lado este hasta la década de 1930, lo cual nos indica cómo era el paisaje.

—Remi ya lo había deducido. Y como los hunos no dejaron crónicas escritas, suponemos que las mejores fuentes son las personas que documentaron las peripecias del papa León I. Confeccionaron una lista de las ciudades saqueadas y destruidas por Atila. Mantua fue la última.

—León I se reunió con él en el punto donde el Mincio desemboca en el Po. El papa había llegado del sudeste, y como él era quien había solicitado la reunión, acudió al campamento de Atila.

—¿Cómo sabremos dónde estaba el campamento?

—Vuestras coordenadas son 45º 4’ 17,91” norte, 10º 58’ 01” este. Lo cual significa, como mínimo, cien mil caballos e innumerables vacas, ovejas y cabras. Estarían alineados a lo largo del río, donde beberían y pastarían. Debieron de instalar el campamento en una extensión de tierra llana, pero elevada para librarse de las inundaciones.

—Calculamos que las tiendas del campamento se encontraban a unos doscientos metros de la confluencia —dijo Selma—, y que se extendían en dirección oeste a lo largo del lado norte del Po.

—¿Por qué el lado norte? —preguntó Remi.

—Atila acababa de llegar del norte y sabía que no quedaba ninguna fuerza enemiga a sus espaldas. La única amenaza posible habría sido un ejército romano apostado hacia el sur, de manera que decidieron mantener el río al sur de su posición a modo de barrera.

—Vale —dijo Remi—. Lado norte del Po, lado oeste del Mincio. Terreno llano, buscar el punto más elevado.

—Exacto —confirmó Albrecht—. Aún estamos intentando dilucidar cómo pudieron los hombres de Atila enterrar en secreto el tesoro.

—Tenemos un par de ideas —dijo Sam—. Os informaremos si estamos en lo cierto. ¿Cuáles son las últimas noticias sobre Arpad Bako?

—Aún no ha reaccionado. Tibor lo vio entrar en su despacho esta mañana, como de costumbre, y volvió de comer por la tarde. Lo acompañaban cuatro escoltas.

—Estupendo. Informadnos si se produce algún cambio, por favor. A estas alturas, Bako ya tendría que haber leído la inscripción de la tumba falsa y haber entrado en acción.

—Tal vez no sea tan bueno como nosotros —dijo Selma.

—Solo espero que no sea mejor.

—Deberíamos irnos —dijo Remi.

—Oído cocina —dijo Selma—. Esperaremos vuestras noticias.

A la mañana siguiente, temprano, Sam y Remi se vistieron de turista: pantalones cortos, camisetas y zapatillas de deporte, con sus viseras y gafas de sol. Al cabo de cinco minutos se encontraban en la carretera, en dirección al río Mincio.

Un antiguo camino de sirga bordeaba el río y lo convertía en un paseo frecuentado por los ciclistas. Sam y Remi pedaleaban junto a docenas de ellos a lo largo del sendero pavimentado al tiempo que admiraban la belleza de la ciudad y el hermoso paisaje de la Lombardía, los campos llanos cercanos y las colinas onduladas de escasa altitud a media distancia, con filas de árboles que crecían a lo largo de cada orilla del río. Había casas que debían de datar de la Edad Media y viejos viñedos con las vides emparradas. Se detuvieron en un agradable lugar bajo los árboles, a la orilla del río, y comieron.

Llegaron al lago Superiore, el primero de los lagos, a la una y media y recorrieron su orilla sur hasta el centro de Mantua. Encontraron una cafetería donde pudieron descansar y tomar un expreso y pasteles a la vista del segundo lago, el di Mezzo, y después se dirigieron por el puente de la via Lagnasco hacia la SS 482, la via Ostiglia.

—Doce kilómetros más —dijo Remi—. Esto es espléndido. No me siento nada cansada.

—Se me acaba de ocurrir que estamos siguiendo el río corriente abajo —dijo Sam—. ¿Te sugiere algo eso?

—Sí. Que pedalearemos cuesta arriba todo el camino de regreso a Peschiera del Garda. O tendremos que encontrar otra ruta.

Al cabo de una hora de pedalear sin problemas, divisaron su destino. El Po corría de oeste a este y era más ancho que el Mincio. A ambos lados del Mincio había cultivos de hortalizas y cereales que se extendían hasta perderse de vista, excepto el campo que se hallaba en su confluencia, que había sido arado pero no plantado todavía. Los árboles flanqueaban el lecho de los ríos.

Sam y Remi bajaron de sus bicicletas y observaron el paisaje.

—Este es un buen lugar para pasar desapercibidos —afirmó Remi—. No veo ni un solo edificio a este lado. Albrecht dijo que nos ciñéramos al lado oeste del Mincio, al norte del Po. Lo único que hemos de encontrar ahora es un campamento de mil quinientos años de antigüedad.

—Concédeme un momento para mirar el GPS —pidió Sam—. Estamos encima —añadió al cabo de un minuto—. Sus monturas habrían abrevado en la orilla del río. Y si yo fuera un jinete nómada, cuidaría muy bien de mis caballos. —Se volvió hacia el campo—. Entre cincuenta y cien mil guerreros hunos significa algo así como doscientos mil caballos. Es difícil imaginar el aspecto de esa escena. La hilera de animales se habrá extendido a lo largo del río unos tres kilómetros.

Remi empujó la bicicleta hasta un árbol cercano, la apoyó en el tronco, se subió a la barra inferior de la misma, después al asiento, y desde él, se izó hasta la primera rama grande del árbol. Asió la segunda rama para sujetarse y se irguió.

—¿Qué ves? —preguntó Sam.

—Desde aquí arriba, da la impresión de que la parte más elevada del campo está allí.

Señaló una zona algo elevada, a unos cien metros tierra adentro.

Sam se acercó y la ayudó a bajar. Después extendió las varillas del magnetómetro hasta que los sensores se prolongaron un metro por delante de los manillares de las bicicletas. Las cajas que albergaban los indicadores quedaron entre los manillares y su lectura resultó fácil. Entraron con las bicicletas en el campo, codo con codo, y subieron la suave cuesta.

Estaba atardeciendo, y los rayos del sol incidían en un ángulo bajo sobre el campo. Mientras caminaban miraban los magnetómetros, al acecho de cualquier perturbación del campo magnético. Hubo pocas fluctuaciones en las lecturas hasta que cruzaron el punto más elevado del campo, que era casi una cúpula. Entonces las agujas se dispararon.

—¿Has visto eso? —preguntó Remi.

—Lo he visto —contestó Sam.

Ambos se detuvieron.

—Vamos a medirlo —dijo Sam.

Remi dejó la bicicleta en el suelo para señalar el lugar donde empezaban las perturbaciones, y caminó con su marido mientras este avanzaba con su bicicleta unos metros.

—Allí. —Sam dejó la bicicleta en el suelo.

Recorrieron la distancia juntos, y después volvieron a montar sus vehículos con las viseras caladas. Siguieron un sendero perpendicular.

—Son diez por quince pasos —dijo Remi.

—Eso he obtenido yo —contestó Sam—. Unos seis por nueve metros. Probemos un detector de metales.

Sam ensambló el de la mochila de Remi y empezó a pasarlo de un lado a otro sobre la zona que habían delimitado. El aparato emitió un tono electrónico, y después un chirrido, alto y persistente, mientras Sam recorría el lugar de un lado a otro.

—Es enorme —dijo Remi—. Mucho más grande que la primera cámara. ¿Plan A o Plan B?

—Tendremos que señalarlo para poder localizarlo de nuevo sin perder el tiempo, volver a Peschiera del Garda y hacer los preparativos para excavar mañana por la noche, después de que oscurezca.

—¿Dónde podremos guardar un cargamento de oro de veinte por treinta pasos?

—Tenemos un río navegable allí.

—Ajá, el Plan A. Un barco grande.

Sam marcó el lugar quitando el sensor de su magnetómetro y dejando la larga varilla de aluminio sobre el suelo. Después volvieron en bicicleta por el camino de sirga hasta Peschiera del Garda, al principio con los últimos rayos del sol y más tarde en la oscuridad.

En cuanto llegaron a la habitación de su hotel y se bañaron, llamaron al móvil protegido de Tibor.

—¿Tibor?

—Sí, Sam.

—Necesitamos a los tres hombres que utilizamos de tripulantes en el barco del Tisza. Tienen que estar en nuestro hotel de Mantua mañana por la noche, al caer el sol.

—¿Tenéis un barco? —preguntó Tibor.

—No, pero mañana por la noche lo tendremos.

—Allí estarán.

—Gracias, Tibor.

—He de colgar para ir a hablar con ellos. Adiós, Sam.

Los Fargo llamaron de nuevo a la conserje, y mientras les hacía una reserva en un buen restaurante de Mantua, recorrieron en coche los cuarenta kilómetros que los separaban de la ciudad para ir a comprar a las mejores tiendas ropa adecuada para la velada. Empezaron con un traje gris de Armani para Sam, y Remi adquirió en el Folli Follie un sencillo pero impresionante vestido sin mangas Jacquard de Fendi, con un detalle dorado en el cinturón. Se pusieron la ropa que acababan de comprar, dejaron la otra en el maletero del coche que habían aparcado ante la muralla de la ciudad y se dieron un paseo a pie de diez minutos hasta Ochina Bianca, un restaurante situado al norte del centro de la ciudad.

Pidieron risotto alla milanese, con su aroma embriagador a azafrán, como primero, osobuco de segundo, y el vino elegido fue un Felsina Fontalloro de 2004 de la Toscana.

—Esto es maravilloso —dijo Remi—. Lancemos una moneda al aire para ver cuál de los dos va a clases de cocina y aprende a preparar cosas como estas en casa.

—Cocinar no es mi especialidad —dijo Sam—. Considérame tu dietista y entrenador. Solo estoy ayudándote a acumular energías para mañana, cuando el trabajo vuelva a empezar. De hecho, ya estoy pensando que necesitas algún postre. Hay una exquisitez local llamada sabbiosa, que es un bizcocho con uvas pasas empapado en cerveza Guinness. ¿Cómo puede sentar mal eso?

—No tengo ni idea. Tal vez siente bien y todo.

—De hecho, tomaré un poco contigo para asegurarme de que está a la altura de tus gustos.

—Estoy segura de que lo vas a hacer.

Después de cenar en Mantua, pasearon hasta las murallas de la ciudad, subieron al coche y tomaron la carretera rural que conducía al lago de Garda.

—Me alegro de haberlo hecho —dijo Remi.

—¿En serio?

—Sí. Mañana por la noche, a esta hora, si estamos cavando una fosa profunda con palas, podré recordarme que, si bien a veces el mundo te depara tierra y trabajo duro, también obsequia con un risotto perfecto.

—Y una pareja perfecta para compartirlo.

—Cada vez eres más bueno en eso. Tendré que vigilarte de cerca para asegurarme de que no vas repartiendo cumplidos a otras mujeres.

—Como quieras. Me encanta que la gente esté pendiente de mí.

—Ya lo sé —dijo Remi, y se acercó a Sam para darle un beso en la mejilla mientras circulaban bajo la noche estrellada hasta su hotel en Peschiera del Garda.