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Camino de Budapest, Hungría

Tibor conducía muy por encima del límite de velocidad, pero era temprano y no había muchos coches en la carretera. Albrecht iba sentado en el asiento del copiloto, y los Fargo detrás.

—Remi y yo tenemos la intención de ir en busca de los cinco tesoros. ¿Os apetece acompañarnos? —preguntó Sam.

—Esta es la obra de mi vida —dijo Albrecht—. Por supuesto.

—¿Cinco? —preguntó Tibor—. ¿Cinco tesoros? Me apunto cinco veces.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? —preguntó Albrecht.

—Lo he estado pensando —dijo Sam—. En primer lugar, hemos de descifrar el mensaje que Atila nos dejó y verificar que lo hemos comprendido bien.

—Por suerte, solo es latín. —Albrecht cogió el periódico que Tibor había dejado en el asiento, y después utilizó su pluma para escribir su traducción—. «Habéis descubierto mi secreto, pero todavía no habéis empezado a descifrarlo. Sabed que los tesoros se entierran con tristeza, nunca con alegría. No he enterrado un tesoro una vez, sino cinco veces. Para hallar el último, tendréis que llegar al primero. El quinto es el lugar donde el mundo se perdió». En este fragmento, nos dice dónde se encuentra el tesoro más reciente.

—¿Dónde puede ser eso? —preguntó Remi—. ¿Dónde se perdió el mundo?

—Hay un par de buenas ubicaciones posibles para esa descripción —dijo Albrecht—. Recordad que, para Atila, el mundo significaba la tierra situada entre los Urales y el Atlántico.

—Vamos a llamar a Selma —dijo Remi—. Tal vez entre ella, Pete y Wendy puedan ayudarnos a descifrar esto.

Pulsó una tecla del móvil. Se oyó un timbrazo y después la voz de Selma a través del altavoz.

—Hola, Remi.

—Hola, Selma. Te hemos incluido en una disquisición muy importante. ¿Recibiste la inscripción en latín que te envié?

—Sí. Es como una adivinanza, o quizá tan solo el principio de una. ¿Vais a ir a por ello?

—Sí —dijo Sam—. En primer lugar, hemos de averiguar dónde «se perdió el mundo». Albrecht acaba de decir que hay un par de ubicaciones posibles. Adelante, Albrecht.

—Bien, si Albrecht…

El profesor la interrumpió.

—Te hemos llamado porque queríamos que verificaras los hechos y, en definitiva, también queremos tu opinión. Nuestro dominio de la historia y sus principios nos concederá ventaja. Pero el señor Bako ha llevado a cabo un obsesivo estudio de la vida de Atila durante décadas, así que es probable que posea un vasto conocimiento de los detalles. Aficionados y fanáticos pueden convertirse en poderosos competidores en un concurso de conocimientos generales.

—Has dicho que pueden existir dos posibles respuestas a la incógnita de cuándo «el mundo se perdió» —dijo Remi—. ¿Cuáles son?

—Uno sería la batalla que Atila libró en Châlons-en-Champagne, en Francia, en el año 451. Los hunos habían avanzado hacia el oeste a través de Alemania y casi toda Francia, dedicándose al pillaje y la destrucción de ciudades. Los romanos, bajo el mando de Flavio Aecio, junto con un numeroso contingente de aliados, se apresuraron a cortar el paso a los hunos. Se encontraron en la llanura de Châlons. Ambos bandos perdieron muchos hombres, pero no hubo un claro ganador. Fue el punto situado más al oeste al que Atila llegó. De haber conseguido una victoria incuestionable, habría continuado adelante hasta conquistar París, y después, posiblemente, el resto de Francia. Habría gobernado casi toda la zona situada entre los Urales y el océano.

—¿Cuál es el otro emplazamiento posible? —preguntó Selma.

—La historia en este caso es un poco más complicada. Empezó un año antes, en 450. Honoria, la hermana del emperador romano Valentiniano III, estaba en el exilio y vivía en Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente, porque a la edad de dieciséis años había quedado embarazada de un criado. Estaba a punto de casarse con un senador romano que no le gustaba. Su solución fue escribir una carta a Atila, pidiéndole que la rescatara. Atila interpretó la carta como una propuesta de matrimonio. Pensó que la dote de la joven sería la mitad del Imperio romano.

—¿Eran esas las intenciones de la chica? —preguntó Remi.

—Daba igual, porque su hermano Valentiniano no iba a permitir que eso sucediera. Envió a Honoria de vuelta al Imperio romano de Occidente, a Rávena, en Italia, donde estaba su corte.

—A Atila no debió de gustarle —dijo Tibor.

—Pues no. En 452, después de la decepción de Francia, Atila y sus hombres fueron hacia el sur y el este, hasta penetrar en el norte de Italia. Conquistaron Padua, Milán y muchas otras ciudades. Atila, al frente de su enorme ejército, avanzó hacia el sur en dirección a Rávena, y obligó a Valentiniano y a su corte a huir a Roma.

—¿Y lo siguió?

—Sí. Hasta que una delegación salió a su encuentro en el lago de Garda, cerca de Mantua. La delegación incluía a nobles romanos, al frente de la cual iba el papa León I. Suplicaron clemencia, le pidieron que perdonara a Roma. La historia dice que Atila dio media vuelta y partió hacia Hungría.

—¿Eso es todo?

—Ya he dicho que esta era una explicación complicada. Atila había conquistado casi todo el norte de Italia sin encontrar resistencia. No era cristiano, y no debió de afectarle la súplica de León I. Italia estaba a sus pies, no tenía un ejército comparable al de él. Creo que fue la magnitud de sus tropas lo que impidió la conquista de Roma. Una terrible hambruna asolaba el país. También padecía una epidemia que, por las descripciones, pudo tratarse de malaria. Si Atila avanzaba hacia Roma, no tendría comida para alimentar a su enorme ejército, y muchos de sus hombres morirían a causa de aquella enfermedad. De modo que lo dejó correr, con la idea de regresar en otro momento.

—¿Crees que se refiere a eso cuando dice «donde el mundo se perdió»?

—Sí —contestó Albrecht—. Ya estaba recibiendo tributos anuales del Imperio romano de Oriente. Controlaba casi toda Europa, desde los Urales hasta el centro de Francia. Si le hubieran entregado el Imperio romano de Occidente, legitimado por la mano de la hermana del emperador, Atila habría considerado que ese era «el mundo».

—Albrecht es el experto, pero si mi opinión sirve de algo, estoy plenamente de acuerdo —dijo Selma.

—Ocurrió un año después de la batalla en Francia —dijo Sam—. Al final de su vida, no creo que dijera que la batalla era la pérdida más reciente, olvidando que había perdido Roma cuando la tenía al alcance de las manos.

—Exacto —dijo Albrecht—. No acabar la conquista de Francia debió de molestarle, pero poseer Roma suponía poseer el mundo.

—Según el mensaje, Atila enterró un tesoro. De modo que fue en Italia.

—«El lugar donde el mundo se perdió» es el lugar donde detuvo a su ejército para volver a casa —dijo Albrecht—. Lo investigaremos a fondo, pero debería estar al sur del lago de Garda, cerca de Mantua.

—De acuerdo —dijo Sam—. A partir de este momento, ha empezado la carrera. Arpad Bako excavará la cripta, con la esperanza de encontrarnos muertos. Descubrirá el mensaje, ordenará que lo traduzcan y se dirigirá a donde nosotros nos hemos dirigido.

—Si interpreta de esa forma el mensaje —dijo Remi.

—Exacto. ¿Cuál es el plan? —preguntó Tibor.

—Creo que Bako tiene más motivos que nunca para querer a Albrecht a su lado —dijo Sam—. Interpretar estos mensajes antiguos será crucial. De modo que subiremos a Albrecht al primer vuelo con destino a California para que pueda trabajar con Selma en el centro de investigaciones de nuestra casa, en La Jolla. También es sumamente importante que sepamos qué están haciendo Arpad Bako y sus hombres, y dónde están en cada momento. El único capaz de ocuparse de ello es Tibor; así pues, volverá a Szeged y reclutará a gente de su confianza para que lo ayude. Remi y yo cogeremos el siguiente vuelo desde Budapest hasta la zona situada al sur del lago de Garda e iniciaremos la investigación. ¿Alguna sugerencia?

—No —respondió el profesor Fischer—. Estoy totalmente de acuerdo.

—Será un honor trabajar contigo, Albrecht —dijo Selma—. Muy bien, todos. Vuestros billetes de avión os esperarán en el aeropuerto Ferihegy de Budapest. Excepto a ti, Tibor. Si me permites una sugerencia, toma una ruta de vuelta a casa diferente.

—Gracias, Selma. Lo haré.

—Selma…

—¿Sí, Sam?

—A ver si puedes conseguir un teléfono vía satélite encriptado para Tibor, programado con nuestros números y el tuyo.

—Ahora mismo. —Oyeron que las teclas de su ordenador sonaban a un ritmo furioso—. Mientras estoy en ello, os conseguiré unos nuevos.

—Buena idea —dijo Sam.

—Que nadie lo olvide —advirtió Remi—. Hace unas horas los hombres de Bako intentaron enterrarnos vivos. Que nadie baje la guardia ni un solo momento.