Szeged, Hungría
Sam y Remi estaban en la suite de su hotel, y Selma Wondrash aparecía en la pantalla del ordenador de Remi.
—Wendy, Pete y yo hemos efectuado las comparaciones, las mediciones de ángulos y los cálculos muchas veces, y estamos seguros de haber encontrado el lugar indicado en el chaleco. Los soldados romanos de aquella época eran capaces de caminar cuarenta kilómetros al día. Los hunos eran jinetes. Cuando les daba la gana, es probable que pudieran recorrer el doble de esa distancia. Pero esa vez tenían que transportar una carga pesada, de manera que hemos reducido el cálculo a unos cuarenta kilómetros. Eso significa que tenemos una distancia hacia el norte siguiendo el río de noventa kilómetros y una distancia hacia el oeste de treinta kilómetros. Utilizando fotografías aéreas e imágenes de satélite, hemos descubierto un canal seco con una acumulación de material de aluvión en forma de medialuna en su lado oeste, o exterior. Y el posterior acortamiento y enderezamiento del Tisza dejó el lugar no solo seco sino alejado del curso actual del río.
—Estáis utilizando el mismo razonamiento que nosotros —repuso Sam—. El cargamento debía de pesar varias toneladas, de modo que lo transportarían en una carreta enorme, probablemente tirada por una reata de bueyes. Cruzarían las llanuras situadas al este del río, donde no les era necesaria una carretera, y debieron de mantenerse alejados de la vista desde el río hasta el final. De hecho, cabe suponer que enviaron grupos de batidores en todas direcciones para asegurarse de que nadie se acercaba.
—Estoy de acuerdo —dijo Selma—. Cuando comparamos el mapa con el chaleco mediante fotografías aéreas, nos dio un lugar situado a 46º 25’ 55’’ al norte y 19º 29’ 19’’ al este. Eso está a unos doscientos kilómetros al sur de Budapest.
—¿Dónde exactamente?
—Podría ser peor. No es una catedral ni una central nuclear. Es el Instituto de Investigación Grape, en Kiskunhalas. Halas significa «pez». En la Edad Media, la ciudad estaba rodeada de lagos, presumiblemente alimentados por el río. Desaparecieron hace mucho tiempo, pero el recuerdo permanece, al igual que el suelo arenoso, que es ideal para plantar viñedos.
—¿Cómo llega allí una persona de nuestros tiempos?
—Desde Szeged, se toma la carretera 55 hasta llegar a la carretera 53, y entonces se sigue el desvío.
—Te informaremos cuando hayamos decidido cómo lo vamos a hacer. Hemos emprendido una actividad frenética en el río Tisza para hacer creer a los hombres de Bako que ya hemos encontrado la tumba bajo las aguas.
—Yo que tú continuaría así. Arpad Bako ha sido investigado por tres asesinatos, además del hijo de Tibor Lazar. Os deseo buena caza. Si se os ocurre algo que pueda hacer, llámame.
—Lo haremos.
A la mañana siguiente, Sam y Remi bajaron al río Tisza como de costumbre y dedicaron casi todo el día a bucear para mantener la farsa de que habían hecho algunos hallazgos. No fue hasta después de oscurecer que Sam, Remi y Albrecht vieron llegar a Tibor en un sedán Mercedes de ocho años.
—¿Este es tu coche? —preguntó Sam.
—¿Mi coche particular? No. Es mío, pero lo utilizamos como taxi. Tenemos cierto número de clientes habituales que no quieren un taxi con letrero indicador. Los llevamos a restaurantes y fiestas. En Hungría, la cantidad legal de alcohol que puedes beber cuando conduces es cero, de modo que necesitan chófer. Yo voy a pie. No preciso coche.
Sam cargó en el maletero el detector de metales, tres palas de mango corto y gafas de visión nocturna, y subió al sedán con los demás. Tibor los condujo hacia el norte siguiendo el río y clavando la mirada de vez en cuando en el retrovisor.
—¿Nos siguen? —preguntó Remi.
—Creo que no. No obstante, es difícil saberlo en estas carreteras rurales. Si alguien va detrás de ti cuando sales de una ciudad, te seguirá hasta la siguiente. Y está oscuro, de modo que lo único que podríamos ver son sus faros.
—Pero ¿crees que alguien nos está siguiendo?
—No. El que va detrás de nosotros todo este rato conduce como mi abuela. Solo debemos preocuparnos de alguien que se muestre audaz y temerario.
Sam y Remi se dieron cuenta de que ambos estaban mirando por la ventanilla trasera, y se pusieron a reír.
—En la siguiente ciudad demos media vuelta, a ver qué hace.
—Buena idea —dijo Tibor.
Frenó ante un restaurante de la ciudad siguiente, dio la vuelta por una calle estrecha y sinuosa por la que solo podía transitar un coche a la vez, y salió de nuevo cerca del restaurante. Después regresó a la autopista. No vieron ningún coche delante, pero tampoco vieron ninguno detrás, de modo que se sintieron más tranquilos.
Sam utilizó el GPS de su teléfono y dirigió a Tibor durante el resto del viaje. Cuando vio que se estaban acercando al límite de un enorme viñedo situado en las afueras de la ciudad de Kiskunhalas, dijo:
—Apaga los faros.
La carretera estaba a oscuras, y el coche se detuvo. A la luz de la luna era posible ver que a la izquierda había una suave pendiente similar a un anfiteatro. Había largas hileras de vides sobre viejas estacas unidas entre sí por alambre. Sam, Albrecht y Remi bajaron del coche, sacaron del maletero el detector de metales, las gafas de visión nocturna y las palas de mango corto y hoja afilada para cavar en el suelo arenoso, y lo cerraron. Sam se inclinó hacia la ventanilla de Tibor.
—Espéranos en algún lugar situado fuera de la vista y mantén el teléfono conectado. Si ves venir a alguien, o el sol está a punto de salir, llama.
—Hay un bosque un poco más adelante. Aguardaré allí.
Tibor se alejó sin prisas, giró y desapareció en la noche.
Los tres saltaron una valla baja y avanzaron lo que juzgaron la mitad del camino siguiendo el montículo en forma de medialuna. Entonces Sam conectó el detector de metales y empezó su búsqueda. Se agachó para pasar desapercibido y recorrió arriba y abajo las filas de vides; se detenía al final de cada una y avanzaba hacia la siguiente.
Albrecht y Remi se arrodillaban al final de cada hilera, y vigilaban con las gafas de visión nocturna que nadie se aproximara. De vez en cuando cambiaban a infrarrojos por si detectaban el calor de un ser humano en alguna dirección, y después volvían a la visión nocturna normal. Ninguno de los tres encendió la menor luz, y no se oía nada, salvo la constante y tenue brisa veraniega que soplaba entre las hojas de las vides, así como el crujido de los zapatos de Sam al pisar la tierra blanda de los surcos.
Sam se movía metódicamente desde el extremo superior de la medialuna en dirección a la parte llana. La medialuna enmarcaba un recodo practicado en el río, donde el canal se curvaba y el agua llegaba más despacio. El suelo aluvial se había depositado en aquel punto antes de que desviaran el río, con la mayor altitud en el punto medio de la curva y estrechándose en ambos extremos.
De repente, todas las lecturas del detector de metales cambiaron. Sam vio que la aguja se pegaba al extremo superior. Avanzó unos pasos y la aguja volvió a caer. Se acercó por el lado y obtuvo una lectura similar. Se irguió e hizo señas a los demás, y después se arrodilló. Remi y Albrecht llegaron desde sus puestos y también se arrodillaron junto a él.
—¿Es eso? —susurró Albrecht.
—Podría ser montones de cosas —dijo Sam—. Solo sé que es de metal y grande.
Remi se levantó y se alejó hasta el extremo de la hilera. Volvió con las palas y empezaron a cavar en el suelo arenoso, alejados entre sí. Trabajaron con ahínco y pronto se encontraron a un metro y medio de profundidad, de modo que lanzaban la tierra con la pala por encima del hombro. La de Sam provocó un sonido metálico. Un segundo después, la de Remi rozó una superficie lisa y dura.
Dejaron a un lado las herramientas y utilizaron las manos para apartar la tierra de una placa metálica. Era un rectángulo liso, de un metro ochenta de longitud y noventa centímetros de anchura.
—Está oxidado —susurró Albrecht—. Es hierro impuro. Podría ser la tapa del sarcófago.
—Vamos a apartar la tierra de alrededor para verlo mejor —dijo Remi.
Sam y Remi se pusieron a cavar alrededor de la parte exterior, uno por cada extremo, y Albrecht empezó por el lado alargado. Trabajaron en silencio, cada vez con mayor ahínco y rapidez, impelidos por la incertidumbre. Pero a medida que iban cavando, cada uno golpeó una segunda superficie, justo debajo de la placa de hierro, que parecía una losa de piedra.
—Vamos a ver si podemos desplazarla —dijo Sam.
Los tres se colocaron a un lado de la placa de hierro y utilizaron las palas para intentar moverla. Trataron de introducir las puntas de sus herramientas por debajo del borde para empujar hacia arriba. La placa se movió apenas unos milímetros.
—Cavemos un hueco al lado y empujemos la tapa hacia él —propuso Sam.
Agrandaron el hueco hasta que fue de un metro con el fin de crear un espacio vacío para la tapa. Empujaron de nuevo, pero no hicieron muchos progresos.
—Vamos a probar otra cosa.
Sam subió y se acercó a la hilera más próxima de vides, donde había estacas de madera con clavos de cinco centímetros de longitud parcialmente hundidos para sujetar los alambres de las vides. Tras retirar los clavos, Sam los examinó con detenimiento dándoles vueltas entre los dedos. Guardó algunos en los bolsillos y desechó otros, que volvió a introducir en los agujeros de las estacas.
—¿Cuántos quieres? —preguntó Remi.
—Treinta o cuarenta, que no estén torcidos.
Albrecht y Remi fueron recogiendo clavos.
—Ya hay suficientes para poner a prueba la teoría —dijo Sam.
Todos volvieron al agujero.
—Ahora utilizaremos las estacas para intentar levantar un extremo. Un centímetro será suficiente.
Alzaron un extremo, y Sam sujetó hacia abajo la pala con una mano y se inclinó para insertar un clavo de costado entre la placa de hierro y su base de piedra. Una vez insertado el primero, pudo introducir otros veinte sin gran esfuerzo. Repitieron el proceso en el otro extremo de la placa.
—Tu teoría es acertada. Confiemos en que tus rodillos sean lo bastante grandes.
Sam se arrodilló a un lado de la placa de hierro y la desplazó con facilidad a un lado, rodando sobre los clavos. Los tres inspeccionaron la abertura con sus gafas de visión nocturna.
—Esto no es lo que yo esperaba —dijo Albrecht—. Parece una sala de piedra.
—Confiemos en que no sea un refugio antiaéreo —dijo Remi— o una fosa séptica.
—Veo parte del suelo —dijo Sam. Se quitó el cinturón y lo pasó sobre el mango de la pala y a través de la hebilla—. Que cada uno de vosotros agarre un extremo de la pala. Yo bajaré un tramo y saltaré.
Remi apoyó una mano en su hombro.
—Sam, yo peso treinta kilos menos que tú.
Asió el extremo del cinturón y se sentó en el borde de la abertura. Tomó impulso, descendió un poco, y después extendió los brazos y colgó del cinturón. Acto seguido, se adentró en la oscuridad.
Oyeron el golpe sordo de sus pies al tocar fondo. Se hizo el silencio mientras ella se internaba en la parte de la cámara de piedra donde no podían verla.
—Habla, Remi —dijo Sam, solo para asegurarse de que no estaba llena de monóxido de carbono o de gas nervioso de cincuenta años de antigüedad.
—Está llena de… nada.
—¿Quieres decir que la han saqueado ladrones de tumbas?
—No creo. Los ladrones de tumbas no van con cuidado. Espera. Hay otra pieza grande de hierro. Está un poco deslustrada, apenas oxidada. Tiene algo grabado en ella. Parece latín.
—El Imperio romano es mi especialidad —dijo Albrecht—. He de verla.
—Aguarda… Un momento —dijo Sam—. Tal como lo ha hecho Remi.
Albrecht sujetó el cinturón y pasó sobre el borde, después descendió unos pasos y se dejó caer cuando estaba a medio metro de distancia del fondo.
Sam juntó las tres palas a modo de cucharas, las rodeó con el cinturón y abrochó este con la hebilla; luego las dejó apoyadas en una esquina de la abertura y descendió.
La cámara estaba hecha de piedra arenisca fluvial tallada toscamente en bloques rectangulares. Los habían unido con argamasa, de modo que la cámara era impermeable.
Sam encontró a Albrecht absorto, quieto al lado de Remi, contemplando con sus gafas de visión nocturna la gran pieza de hierro que había sido bruñida, con una inscripción en latín grabada en ella.
—¿Nos lo puedes traducir, Albrecht? —preguntó Sam.
—«Habéis descubierto mi secreto, pero todavía no habéis empezado a descifrarlo. Sabed que los tesoros se entierran con tristeza, nunca con alegría. No he enterrado un tesoro una vez, sino cinco veces. Para hallar el último, tendréis que llegar al primero. El quinto es el lugar donde el mundo se perdió».
—Remi, tu teléfono tiene flash —dijo Sam—. Será mejor que le hagas una foto.
—Pero alguien podría ver el destello.
—A menos que seas capaz de cargar con ese pedazo de hierro hasta Szeged, no nos queda otra alternativa.
Remi se quitó las gafas de visión nocturna, levantó el móvil y tomó la foto.
—La enviaré a Selma en cuanto subamos y tenga cobertura.
Todos oyeron un sonido de pasos que se acercaban desde arriba y se quedaron petrificados, conteniendo la respiración, así como una voz masculina que hablaba en voz baja mientras andaba. Después alguien soltó una carcajada, como una tos.
Sam saltó hacia arriba, atrapó el extremo del cinturón y tiró de él. Las palas cayeron en sus brazos. Emitieron un tenue ruido metálico, pero confió en que la gente de arriba no lo hubiera oído. Albrecht, Remi y él se acuclillaron en el extremo más alejado de la entrada de la cámara, a la espera de que los intrusos pasaran de largo del agujero que habían cavado o se acercaran a examinarlo.
Mientras los tres miraban, empujaron la placa de hierro sobre la abertura, y el estrecho rectángulo de luz de luna se fue estrechando hasta convertirse en una rendija y desaparecer.