8

Szeged, Hungría

—Hemos terminado —anunció Albrecht—. Hemos excavado toda la cuadrícula. Los objetos y los restos han sido sacados del yacimiento, y la mayoría de ellos están empaquetados y catalogados. Dentro de unos días los trasladaremos a una instalación temporal en Budapest para que estén a buen recaudo, mientras el museo les acondiciona un espacio.

—Es un gran logro, en tan pocas semanas —comentó Remi.

—Sabíamos que no disponíamos de años para hacerlo, y gracias a mis colegas húngaros y a sus alumnos fuimos capaces de contar cada día con cincuenta ayudantes experimentados, y algunos días hasta con cien.

—Eso fue lo que garantizó vuestra seguridad —dijo Sam—. Es difícil cometer un crimen delante de tanta gente.

—¿Cuántos guerreros encontrasteis? —preguntó Remi.

—Un millar.

Albrecht dio media vuelta y avanzó uno o dos pasos, interesado de repente en estudiar con detenimiento el esqueleto colocado sobre la mesa que tenían al lado.

—¿Quieres decir que solo contáis con un resultado aproximado? —preguntó Remi—. ¿No habéis llevado a cabo un recuento definitivo?

—Son mil exactamente.

Sam y Remi intercambiaron una mirada.

—Eso no puede ser casual —dijo Sam.

—No —dijo Albrecht casi en un susurro, sin dejar de mirar el esqueleto. Alzó la vista a regañadientes—. De hecho, antes de resignarnos a aceptar ese número, Imre, Enikö y yo juntos volvimos a contarlos. Nuestra teoría actual es que esos hombres formaban una especie de unidad. Los hunos no se dividían en unidades de cien o mil hombres, como hacían los romanos. Pero no existen motivos para descartar que formaran unidades temporales para tareas concretas. Tal vez un comandante dijo: «Necesito mil hombres para esta partida de exploración y otros mil para llevar a cabo un ataque».

—Espero no parecer presuntuosa —dijo Remi—, pero Sam y yo hemos leído mucho acerca de los hunos desde que nos llamaste. No puedo evitar preguntarme si tú y los demás no estáis pasando por alto una posible explicación, solo porque es demasiado buena para esperar que sea cierta.

Albrecht suspiró.

—No queremos aferrarnos a la idea a la que estás aludiendo debido a sus implicaciones. No solo daría alas a Arpad Bako, sino que podría desencadenar una especie de fiebre del oro entre el populacho. Piensa en las repercusiones.

—Piensa en las pruebas —replicó ella—. Aquí hay mil hombres exactamente, todos ellos hunos que, al parecer, murieron el mismo día, alrededor del año 450, pero no en combate. Se hallan en el centro del poder huno, donde había cientos de miles de aliados, pero no enemigos. Murieron sin luchar.

—Y fueron enterrados con sus pertenencias —añadió Sam—. Incluidas sus armas. No fueron deshonrados o mutilados después de la muerte. Creo que Remi está en lo cierto. Eran guardaespaldas personales de Atila. Fueron enviados a enterrarlo con sus tesoros en un lugar secreto, y después desviaron el río sobre la tumba para que no fuera encontrada. Cuando regresaron, los mataron para impedir que revelaran el emplazamiento de la sepultura.

—Debieron de necesitar al menos mil hombres para desviar el río —dijo Remi—. Tuvieron que excavar en uno de los meandros para abrir un canal.

—Todos iban armados hasta los dientes —añadió Sam—, todos eran guerreros veteranos cubiertos de heridas cicatrizadas. ¿Por qué se dejaron matar sin desenvainar la espada, a menos que…?

—A menos que fueran leales a Atila de una manera fanática, como guardaespaldas personales —dijo Remi—. Sin duda estaban convencidos de que morían con su líder, como siempre habían esperado hacer.

—Sí, tiene lógica. Sí, encaja —dijo Albrecht—. Pero aceptar esta historia sería una terrible equivocación. La tumba de Atila debe de poseer un valor de miles de millones. Los hunos eran como una escoba gigantesca que barrió Asia y Europa, desde más allá del Volga hasta el Sena, y se apoderaban de todo cuanto era valioso. Si anunciamos que hemos encontrado a los hombres que dieron sepultura a Atila, toda esta región estará excavada antes de un año. Otros objetos de valor incalculable serán destruidos, y nadie se hallará más cerca de encontrar la tumba ahora que antes. Si aceptáis las antiguas crónicas, la misión de los guardias fue trasladar el cuerpo y el tesoro lejos de aquí.

—Sois eruditos —dijo Sam—. Sé que no podéis falsificar vuestra descripción del campo cuando lo publiquéis. Y en cuanto salga a la luz, otros verán de inmediato lo que Remi y yo vemos.

Albrecht clavó los ojos en el suelo y negó con la cabeza.

—Arpad Bako pensaba que yo estaba a punto de confirmar el mito del tesoro de Atila. ¿Debería convertirlo en un genio?

—Pero tú nunca has buscado el tesoro —dijo Remi—. Tú quieres desvelar el pasado. Como ya has dicho, esto no hace que nadie se encuentre más cerca del tesoro. Solo confirma una parte de la historia: que los guardias fueron asesinados.

—Lo sé. Es que no quiero ayudar al criminal que me secuestró a apoderarse de uno de los mayores tesoros de la Antigüedad.

—De acuerdo —dijo Sam—. Ahora que tu hallazgo está a salvo, Remi y yo empezaremos a hacer las maletas para volver a casa. Tú y los demás podéis hacer pública la información que queráis, cuando os parezca adecuado. Pero creo que debería recordarte que los grandes secretos tienen la costumbre de encontrar alguna forma de filtrarse al exterior. Tú y los demás arqueólogos no fuisteis los únicos en ver eso. Os acompañaban cientos de estudiantes. La mayoría de ellos están lo bastante avanzados en sus estudios para interpretar lo que vieron. Pero dentro de un par de años, a muchos les picará la curiosidad y empezarán a investigar.

Albrecht alzó las manos al aire, desesperado.

—¿Qué quieres que haga?

—Lo que científicos y eruditos siempre terminan haciendo —dijo Remi—. Seguir investigando y pensando, con mentalidad abierta, y aportar la mejor interpretación posible del resultado de tus investigaciones.

—Tienes razón —dijo Albrecht—. Lo sé, y me siento avergonzado de mis vacilaciones. No nos abandonéis todavía, por favor. Si consiguierais mantener ocupados a Bako y a sus hombres unos días más, podríamos llevar los hallazgos a los Archivos Nacionales.

A la mañana siguiente, continuaron los trabajos en el río. Sam y Remi se zambulleron en las aguas turbias, mientras los amigos y parientes de Tibor seguían nivelando y allanando una calzada recta desde la carretera hasta el Tisza. Durante todo el día, los Fargo peinaron el lecho del río en busca de objetos oxidados de diversos tamaños y formas, que luego izaron al barco. Al finalizar la jornada, como de costumbre, descargaron la embarcación y trasladaron los hallazgos a un almacén de la Universidad de Szeged, siempre cubiertos con lonas para que los vigías de Arpad Bako sintieran curiosidad pero no pudieran satisfacerla.

Por la noche, Sam y Remi se reunieron con Albrecht y sus colegas para estudiar los objetos encontrados en la excavación del campo. Los restos de los guerreros que ya habían sido sometidos a exámenes preliminares, fotografiados con sus posesiones y catalogados, fueron colocados en cajas de madera, para ser archivados en el museo Aquineum, parte del Museo de Historia de Budapest, ubicado en el enorme palacio Károlyi.

Los Fargo pasearon entre los esqueletos dispuestos sobre mesas y lonas para ser estudiados y fotografiados, pero que ningún profesional había examinado desde que los exhumaran. En un momento dado, Sam se detuvo, se arrodilló al lado de un esqueleto y torció el cuello para mirarle el cráneo desde otro ángulo.

—¿Qué pasa? —preguntó Remi.

—¿Alguna vez has intentado obligar a alguien a guardar un secreto?

—Claro. Eso es lo que hacen las chicas durante casi todo sexto.

—¿Lo lograste?

—No. Cuando le dices a alguien que le vas a contar un secreto, eso lo convierte en un bien valioso, con el que se puede comerciar. Cuando alguien dice que sabe un secreto, significa que quiere revelarlo. Es una invitación a que les des la matraca hasta que se vaya de la lengua.

—Aquí hay mil personas que guardaban un secreto. ¿Ninguna habló?

—Hay que reconocer el mérito a los hunos. Sabían que es difícil hablar cuando te falta la cabeza. No abrigábamos esa opinión en sexto.

—Por supuesto. Pero aunque todos estos hombres supieran que estaban condenados a morir, tendrían parientes a los que querrían ayudar. Puedo creer que todos eran fanáticamente leales a Atila, pero para entonces él ya había muerto. Sin Atila, los hunos eran una federación rota. ¿Ninguno de estos tipos se cubrió las espaldas?

—Por lo visto no, de lo contrario tendríamos un curso de historia sobre otro tipo que apareció en escena con un barco cargado de tesoros.

—Supongo que tienes razón.

Siguieron paseando entre las filas de esqueletos, de los que había docenas y docenas, un centenar.

—Espera —dijo Remi—. Echa un vistazo a este.

Sam se reunió con ella al lado del esqueleto. Tenía una anilla de oro alrededor del cuello, como un collar celta. A su lado había una espada con una vaina provista de engarces de plata. Llevaba un chaleco de piel de oveja. Quedaban algunas fibras de la peluda lana en la parte exterior, y toda la superficie de cuero del interior era ya de un marrón intenso.

A través de la caja torácica, detrás de la columna vertebral, vieron algo similar a hileras de dibujos, y debajo, una forma grande y trabajada.

—¿No parece eso un grabado? Sin duda es la imagen de algo —dijo Remi.

—Es curioso. Con el chaleco puesto, no se verían los dibujos.

—Prisco escribió que llevaban la ropa de cuero hasta que se les caía a pedazos. Solo has podido ver esto después de que este individuo se transformara en esqueleto.

Sam levantó la mano en el aire.

—¡Albrecht! —llamó—. ¿Tienes un minuto?

El profesor Fischer se acercó desde el otro extremo de la sala y se reunió con ellos. Bajó la vista. Después se arrodilló al lado del esqueleto y movió la cabeza para poder ver el chaleco a través de las costillas.

—Oh, no —susurró.

—¿No parece escritura? —preguntó Remi.

—Es escritura —contestó Albrecht—. Hemos de quitarle el chaleco para verlo todo.

Levantaron con cuidado la parte superior del esqueleto y dejaron la cabeza cercenada sobre la lona. Mientras Sam sujetaba el torso, Remi y Albrecht le bajaron el chaleco sobre los hombros y los brazos. Lo extendieron encima de la lona. Albrecht examinó con detenimiento las formas.

—Es gótico. Es un primitivo idioma germano del este. Es probable que lo hablara la mitad de la soldadesca de Atila.

—¿Puedes descifrarlo?

—Bastante, en realidad. Había un noble llamado Ulfilas que encargó la traducción de la Biblia más o menos cuando Atila murió, de modo que conocemos gran parte del vocabulario y la estructura. Y presenta muchas similitudes con otras lenguas germánicas. En inglés se dice have. En germano es haben. En gótico es haban. Por lo general, el gótico conserva una «z» que el germano perdió. Cosas por el estilo.

Leyó.

—«Dos días y medio al norte, medio día al oeste. Está donde la luna de cuarta noche es más ancha». La luna de cuarta noche. No tengo ni idea de qué significa.

—Yo sí —dijo Sam—. La luna tiene un ciclo de veintiocho días. Si empiezas un ciclo en luna nueva o luna llena, la cuarta noche siempre es medialuna.

—Mira la imagen —dijo Albrecht.

—Es el cuarto creciente. El borde izquierdo está iluminado.

—¿Crees que es un calendario?

—No —intervino Remi—. Este tipo fue el delator. No habló, pero dibujó un mapa. La medialuna es la forma del meandro del río que bloquearon cuando lo desviaron. Nos está diciendo dónde está enterrado Atila.