Szeged, Hungría
Sam, Remi y Albrecht estaban sentados en la sala de estar de su nueva suite en la última planta del hotel, todos duchados, vestidos con ropa limpia y terminando la cena que les había subido el servicio de habitaciones, consistente en pan recién horneado, queso körözött y salchichas kolbász. Compartían una botella de merlot húngaro Balaton Barrique de 1991.
—Mentí, por supuesto —dijo Albrecht—. No pensaba hablar a un gánster pretencioso sobre uno de los descubrimientos más importantes en décadas. —Negó con la cabeza—. Para ser sincero, ni siquiera sé todavía lo que he encontrado. No tuve tiempo de efectuar muchos análisis o consultar con mis colegas antes de que los matones de Bako me secuestraran.
—¿Qué le dijiste?
—Que estaba buscando rastros de la ocupación romana en esta zona. Lo dije con convicción, porque siempre que vengo a Europa estoy atento a cualquier vestigio de guarniciones romanas. Dondequiera que acamparan, siempre excavaban, y la estructura del lugar es virtualmente la misma desde Inglaterra hasta Siria. Esto era Panonia, una posición romana hasta que llegaron los hunos.
—¿Y Bako se quedó satisfecho? —preguntó Remi.
—Es un loco, y nada satisface a la locura. Quiere los objetos con los que Atila fue enterrado. Ese tipo cree que es descendiente suyo. Si no lo es de una forma literal, sí de forma espiritual, y está buscando algo muy grande. En Hungría, la gente todavía pone a sus hijos el nombre del caudillo huno. Y estamos en la llanura del sur, donde Atila se hizo fuerte.
—Tal vez no lo recuerde bien, pero ¿no se supone que el tesoro son los ataúdes en sí?
—Sí, en parte —dijo Albrecht—. En teoría, existe un ataúd de hierro que contiene otro de plata, en el que hay otro de oro macizo. Pero se suponía que depositaron en ellos las coronas, las armas y los ornamentos con incrustaciones de joyas que habían pertenecido a todos los reyes, nobles y obispos que Atila derrotó. Eso significaría una fortuna.
—La historia así lo sugiere —dijo Sam—. Un montón de…
—¡Sam! —exclamó Remi.
—Es probable que Sam esté en lo cierto —dijo Albrecht—. La única descripción contemporánea que tenemos de la muerte de Atila es de Prisco, el embajador ante los hunos del Imperio romano de Oriente. Describe el luto y el funeral del Gran Rey huno, pero no habla de ningún tesoro. Quien lo refiere por primera vez es Jordanes, ochenta años después. Era de algún grupo bárbaro, posiblemente los ostrogodos. Hace mil quinientos años que la gente busca ese tesoro, sin encontrar nada.
Albrecht guardó silencio un momento.
—Pero ni las probabilidades ni la razón lograrán disuadir o desalentar a Arpad Bako. Está convencido de que su destino es encontrar la tumba de Atila. Y está obsesionado con impedir que alguien más la localice.
—Retrocedamos y estudiemos el asunto desde su perspectiva —dijo Remi—. ¿Existe alguna probabilidad de que lo que has hallado esté relacionado de alguna manera con la tumba?
—Acabo de empezar, pero lo dudo. Es cierto que la prueba del carbono 14 data los restos alrededor de 450, y que Atila falleció en 453. Y es posible que una batalla librada aquí, en el corazón del territorio huno, esté relacionada con su muerte. Lo que sucedió tras su desaparición fue el caos. Sus tres hijos tenían sus propias facciones, y los generales de Atila contaban con sus propios reinos y ejércitos. Puede que libraran batallas entre sí que no fueran documentadas. —Albrecht se encogió de hombros—. Lo único que puedo decir con certeza es que estas bajas no fueron romanas. Carecían de la soberbia armadura de los romanos, y no portaban el gladius, la espada corta de hoja ancha, ni el scutum, el gran escudo que los soldados romanos juntaban para formar una muralla cuando cargaba el enemigo.
—De manera que los cadáveres del yacimiento podrían ser de hunos, y la batalla podría estar relacionada con la tumba.
—Es demasiado pronto para descartar algo, incluso eso. Y si alguien encuentra la tumba alguna vez, es probable que suceda así, que alguien en busca de una cosa muy distinta tope con ella.
—Nos ocuparemos del descubrimiento que ya has hecho —dijo Sam—. Hemos de concederte la oportunidad de completar tu excavación sin que nadie te moleste.
—No sé cómo vamos a hacerlo. Algunos hombres de Bako resultaron abatidos.
Sam sonrió.
—¿Habría preocupado eso a Atila?
—Es probable que no.
—Pues tampoco preocupará a Bako. Hasta es posible que intente silenciar el incidente. No puede contar a la policía que alguien le robó al hombre que había secuestrado. Y de momento, tu excavación es la mejor oportunidad de averiguar algo nuevo. Querrá que reanudes tu trabajo.
—Es demasiado peligroso. No podemos empezar a excavar mientras Bako continúe aquí.
—Tal vez sí. ¿Conoces a arqueólogos húngaros importantes?
—Algunos. La doctora Enikö Harsányi da clases aquí, en la Universidad de Szeged. Y también el doctor Imre Polgár. Había pensado en consultarles antes del secuestro. Conocen la historia de esta zona mejor que yo.
—Llámalos ya. No debemos ocultar la excavación. Hemos de darle tanta propaganda como sea posible. Tenemos que implicar a muchas personas para que vayan al yacimiento y colaboren en el proyecto. Tres extranjeros excavando en una zona alejada corren peligro. Cincuenta o cien eruditos locales excavando forman una expedición.
—Alumnos y estudiantes de graduado —dijo Albrecht—. Por supuesto. —Miró el teléfono—. Los llamaré ahora… Lo había olvidado. No tengo mi agenda con sus números. También podrían colaborar en la vigilancia del yacimiento.
—Llama a Selma y enumérale lo que necesitas —dijo Remi. Bostezó y consultó su reloj—. En California todavía es de día, así que estará levantada. Voy a ocupar ese dormitorio de allí para Sam y para mí. Tú puedes quedarte el otro, Albrecht. Buena suerte con las llamadas.
A la tarde siguiente, Albrecht, Remi, Sam, la profesora Enikö Harsányi y el profesor Imre Polgár esperaban al lado de un autobús turístico, junto con Tibor Lazar. Estaban contemplando a un grupo de seis graduados, cada uno de los cuales supervisaba a diez estudiantes voluntarios, que estaban trazando una cuadrícula sobre el campo con estacas unidas mediante bramante. Un poco más lejos, tres profesores más del Instituto de Arqueología de la Academia de Ciencias de Hungría examinaban muestras de tierra.
—En el podzol europeo, el promedio de aumento del terreno es de dos centímetros y medio cada cincuenta y tres años —decía uno de ellos—. En el caso que nos ocupa cabría esperar unos setenta y cinco centímetros de suelo añadido. Pero la tierra es llana, y hay un río cerca que suele desbordarse.
—Lo cual añadiría sedimentaciones aluviales a los setenta y cinco centímetros —dijo otro.
—¿Cuántas veces se ha desbordado el Tisza a esta altura desde 450?
—Yo diría que una cada cien o ciento cincuenta años. Digamos diez veces. Y parece que las últimas inundaciones han sido peores que las primeras. La que destruyó la ciudad de Szeged en 1879 fue sin duda la peor. Para asegurarnos, hemos de esperar que aparezcan restos a una profundidad máxima de dos metros y una mínima de setenta y cinco centímetros.
Sam vio que Tibor subía al autobús, así que dejó a los demás y lo siguió. Tibor se sentó en uno de los asientos delanteros y levantó un periódico.
—Buenos días, Tibor —dijo Sam—. ¿Cómo va?
—Hay dos primos míos en la carretera, en ese extremo, y dos más abajo en el otro extremo. Todos van armados hasta los dientes y tienen teléfonos para advertirnos. Tengo una furgoneta con seis hombres a un kilómetro y medio de distancia, capaz de respaldar a uno u otro grupo; son los hermanos de mi mujer.
—Fantástico. Hemos de velar por la seguridad de los que excaven. Gracias.
—Gracias a ti.
—¿Por qué?
—Por dejarme colaborar en arrebatarle algo a Bako, por una vez. Y porque tu cheque no era falso.
—Vuestra ayuda no fue falsa. Salvasteis la vida de Albrecht.
—Tú salvaste a Albrecht. Yo me limité a decir: «Haz lo que digo o este chiflado te matará».
—Puede que hubieras tenido razón.
Tibor lo miró fijamente.
—Estás planeando algo más. ¿Qué es?
Sam sonrió.
—No me necesitan para excavar en ese campo. Pero creo que puedo hacer algo que engañe a Bako y mantenga ocupados a sus hombres para que esa gente pueda ocuparse de su trabajo.
—Arpad Bako es un hombre muy importante. Has visto solo uno de sus negocios. Tiene dinero y poder, también amigos ricos e influyentes, aquí y en otras partes. Debes ir con cuidado.
—Va tras la tumba de Atila, tal como tú pensabas.
Tibor rio.
—¿No era la fuente de la eterna juventud? ¿Ni la escalera que sube al cielo?
—Estoy seguro de que conoces las historias. Se supone que enterraron en secreto a Atila con su tesoro y que después desviaron el río Tisza para que cubriera la tumba.
—Ah, por supuesto. Nos lo contaban cuando éramos niños. Arpad Bako debió de ser el único niño que se lo creyó. Además, el Tisza tiene mil kilómetros de longitud, y antes era mucho más largo. Se ha desviado una gran parte de su curso, y otras zonas se aislaron y secaron. Todas las partes pantanosas se drenaron.
—Esa es la belleza de la cuestión, Tibor. Remi y yo no vamos a buscar la tumba. Solo haremos que Bako nos vigile mientras la buscamos, en teoría.
—Quiero unirme a vosotros.
—Bienvenido a bordo. Hablando de barcos, ¿algún pariente tuyo tiene uno?
—Un pariente no, pero sí un amigo. Lo alquilaría por, digamos…, nada.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Bien, tú arriesgaste la vida por rescatar a un amigo de un recinto lleno de hombres armados, y me pagaste una fortuna por dedicar un día y una noche a ayudarte. Ser amigo tuyo es un buen negocio.
A la mañana siguiente, un barco pesquero de nueve metros de eslora, el Margit, navegaba aguas arriba por el río Tisza a una velocidad de entre cinco y nueve nudos. A veces se paraba, casi incapaz de cortar la perezosa corriente del río, y después empezaba a efectuar recorridos en diagonal. El Margit arrastraba algo, pero era imposible distinguirlo desde la orilla porque nunca se elevaba por encima de la superficie.
Un observador con buena vista tal vez habría distinguido que iban cinco personas a bordo: un timonel, dos tipos que vigilaban, un hombre que se ocupaba de lo que arrastraban y una esbelta mujer de cabello castaño rojizo atenta a la pantalla del ordenador portátil que había sobre una estantería montada dentro de la cabina.
Al cabo de menos de una hora, un camión con un espacio de carga cerrado avanzaba con parsimonia por la carretera elevada sobre el río.
En el compartimiento de carga iban cuatro hombres, sentados en un banco lateral. Utilizaban una cámara con teleobjetivo, dos miras telescópicas de francotirador y una cámara de vídeo con un zoom potente, todo montado a través de agujeros practicados en el costado del camión. El líder del grupo era un hombre llamado Gábor Székely. Estaba situado detrás del conductor para poder dar instrucciones a los demás.
Su móvil zumbó, lo levantó y habló en húngaro.
—¿Sí? —Escuchó un momento—. Gracias. —Guardó el teléfono y anunció a los demás—: El hombre de la popa que sujeta un cable es Samuel Fargo. Le han enviado aparatos por avión: un detector de metales, varios pares de gafas de visión nocturna y un magnetómetro marino Geometrics G-882, que detecta pequeñas desviaciones en el campo magnético de la tierra, en especial las causadas por piezas de hierro.
—El ataúd de hierro —dijo el hombre que tenía detrás.
Gábor no vio motivos para confirmarlo.
—La mujer ha de ser su esposa, Remi Fargo. Se han alojado en el hotel City Center.
—Tenemos rifles con teleobjetivo —dijo el tercer hombre—. Podríamos matar con facilidad a cualquiera que haya en cubierta desde este camión.
—No vamos a hacerlo todavía —advirtió Gábor Székely—. Los Fargo son cazadores de tesoros avezados. Han descubierto importantes tesoros en Asia, los Alpes suizos y otros lugares. Cuentan con el barco y con equipo para la búsqueda.
—¿Vamos a esperar a que lo encuentren?
—Sí, eso haremos. Cuando hallen el ataúd exterior de hierro, actuaremos antes de que puedan sacarlo a la superficie. Sufrirán un terrible accidente y nosotros descubriremos la tumba. El señor Bako se convertirá en un héroe por encontrar un tesoro nacional.
En el barco del río, Remi Fargo observaba la imagen del magnetómetro en la pantalla de su ordenador portátil.
—Esto es de locos.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam—. ¿No captas nada?
—Todo lo contrario. Capto de todo. El lecho del río está lleno de metal. Tengo imágenes de lo que parecen barcos hundidos, cadenas de anclas, cañones, lastre, chatarra, montones de acero corrugado recubierto de cemento… Creo que, durante los últimos cinco minutos, he captado un par de bicicletas, un ancla y lo que parece una cocina vieja.
Sam se echó a reír.
—Supongo que hay lo bastante para mantener vivo el interés. Si captas algo que esté enterrado a tres metros de profundidad y parezca un ataúd de hierro, habrá que echarle un vistazo de cerca.
—Imagino que vamos a bucear en el río, veamos lo que veamos.
—Cuantas más cosas hagamos que puedan hacer pensar a Bako y a su gente que nos estamos acercando a la tumba sumergida, menos atención prestarán a Albrecht y a los demás.
—Es posible que Bako se sienta confuso y frustrado de momento —dijo Tibor—, pero no te confíes demasiado. Tiene hombres suficientes para cometer muchas fechorías a la vez.
Pasaron varios días explorando el río con el magnetómetro. Cada noche iban a ver a Albrecht y a su equipo en el edificio del centro de la ciudad que habían alquilado para instalar el laboratorio.
—Ya no cabe la menor duda: es un campo de batalla —dijo Albrecht.
—¿Cómo podía ser otra cosa? —preguntó Enikö Harsányi—. Hasta el momento, hemos descubierto seiscientos cincuenta y seis cuerpos de varones adultos, todos armados, y al parecer todos murieron juntos y fueron enterrados donde cayeron.
—Muchos de ellos —dijo Imre Polgár—, quizá la mayoría, muestran señales de haber recibido heridas graves que cicatrizaron. Encontramos fracturas con impacto, así como heridas profundas que alcanzaron el hueso causadas por espadas o cuchillos. Eran soldados profesionales; mejor dicho, «guerreros».
—¿Y quiénes son? —preguntó Remi.
—Son hunos —dijo Albrecht.
—Sin la menor duda —corroboró Enikö Harsányi—. Hasta el momento, todos.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Sam—. ¿Por el ADN?
Albrecht los condujo hasta una larga hilera de mesas metálicas, donde habían esqueletos dispuestos en doble fila.
—No hay un perfil de ADN de los hunos. El núcleo central en los siglos primero y segundo procedía de Asia Central. Cuando se trasladaron al oeste, forjaron alianzas, lucharon, derrotaron y asimilaron a cada tribu o reino que encontraban a su paso. De modo que cuando llegaron a las llanuras de Hungría, aún había muchos individuos que compartían genes con los mongoles, pero otros parecían escitas, tracios o germánicos. Lo que compartían no era una etnia común, sino un propósito común. Es como pedir el perfil de ADN de un pirata del siglo diecisiete.
—¿Cómo han logrado identificarlos?
—Eran jinetes. Viajaban, luchaban, comían y, a veces, dormían a caballo. Podemos afirmar, gracias a ciertas alteraciones en el esqueleto, que todos estos hombres pasaron su vida a lomos de un caballo. Pero existen muchas más pruebas concluyentes.
—¿Por ejemplo? —preguntó Sam.
—Los hunos no formaban una caballería regular, eran arqueros montados. Desarrollaron esta táctica en Asia con la ayuda de ciertos avances en la fabricación de arcos y flechas.
La profesora Harsányi levantó con cuidado un pedazo de madera ennegrecida de curvas irregulares.
—Aquí está. Es un arco compuesto, y el estilo es muy característico. ¿Veis los extremos donde se tensa la cuerda? Los llamaban siyahs. Son rígidos, no flexibles. La madera no es un simple pedazo sino que está compuesta por láminas de diferentes materiales encoladas entre sí. Siempre hay siete siyahs, hechos de asta, y el alma es de hueso. Eran arcos muy cortos que los hunos podían utilizar a caballo y que dotaban de mucha más velocidad a la flecha. Debe de tratarse del mejor ejemplo existente de arco huno en la actualidad. Hasta el momento, hemos encontrado más de cuatrocientos.
—¿Hunos contra quiénes? —preguntó Sam.
—Me temo que eso es una pregunta más difícil de responder. Las víctimas estaban esparcidas por todo el campo, sin ninguna separación que pudiera indicar a qué bando pertenecían, y las cubrieron con tierra allí donde cayeron. Todas llevaban el tipo de armamento que utilizaría un huno, sobre todo el arco compuesto. También portaban una espada larga y recta de doble filo en una vaina que colgaba del cinto y, encajada horizontalmente en él, una espada corta o daga. Llevaban pantalones de piel de cabra y una túnica de tela o de piel. Algunos utilizaban chalecos de cuero.
—Todavía quedan enigmas y misterios —dijo el doctor Polgár.
—Yo veo uno aquí mismo —dijo Remi—. Nadie saqueó el campo de batalla.
—Eso para empezar —dijo la doctora Harsányi—. Una espada bien hecha era una posesión preciada. Un arco compuesto de madera, hueso y asta exigía a un artesano experto mucha preparación, una semana de trabajo y meses de secado y curado. No es el tipo de objeto que abandonas en el campo.
Remi señaló el esqueleto más cercano.
—Y las heridas son peculiares, ¿verdad? No son aleatorias, como suele suceder en un combate a espada.
—No —dijo Albrecht—. Los hunos eran arqueros, y sin embargo no hemos encontrado heridas de flecha, ni ninguna punta alojada en un hueso o que atravesara un cráneo. Y no hemos visto el tipo de heridas habituales en las batallas de ese período. No hay brazos cercenados, ni cortes en las piernas que hayan sangrado. Cada herida en sí es un traumatismo fatal. Hay casi cuatrocientas decapitaciones y un número muy elevado de lo que considero gargantas con un corte tan profundo que la hoja alcanzó el lado anterior de las vértebras.
—A mí me parece una ejecución en masa —dijo Sam—. No aparece un segundo bando porque los asesinos enterraron a sus víctimas y se fueron.
—Tiene toda la pinta —corroboró Remi—. Pero si esos hombres murieron armados hasta los dientes, ¿por qué se dejaron matar?
—No lo sabemos —dijo Albrecht—. Acabamos de empezar nuestro trabajo, pero nos formularemos estas preguntas cuando recuperemos los demás restos.
Al día siguiente, Sam y Remi llegaron por la mañana al muelle donde el Margit estaba esperando para remolcar el magnetómetro. Tibor estaba sentado y leía con expresión seria un periódico.
—Sam, Remi —dijo cuando los vio—, tenéis que leer este artículo.
—¿Qué pasa? —preguntó Remi.
Tibor desplegó el periódico sobre el muelle para que todos pudieran mirarlo a la vez. En primera plana había fotos de seis personas. Las fotografías parecían de archivo policial, con los sujetos mirando a la cámara. Remi se arrodilló en el muelle.
—¡Sam! Son ellos, los tíos de Consolidated Enterprises. —Se volvió hacia Tibor—. ¿Qué pone?
—Seis personas, todas con pasaporte estadounidense, han sido detenidas por la policía de Szeged bajo sospecha de haber cometido un ataque armado contra la fábrica farmacéutica Bako hace una semana. En el ataque, ocho miembros del personal de seguridad de la empresa Bako resultaron muertos.
—¿Ocho? —dijo János—. Deben de ser los cinco que abatimos más los tres que dejamos atados en el edificio. Por lo visto Bako ordenó que los mataran a todos.
—Eso parece —dijo Sam—. Estaba convencido de que esos cinco sólo estaban heridos, y no hicimos el menor daño a los otros tres.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Remi—. No podemos permitir que carguen la culpa a esos idiotas.
Sam sacó el teléfono y marcó el número de su casa de La Jolla.
—Hola, Sam. ¿Qué pasa?
—Hola, Selma. Parece que enviaron a las seis personas de Consolidated Enterprises a Szeged para espiarnos. Las han detenido por el ataque a la fábrica de Bako. Pero creo que, en el momento en que eso sucedió, estaban todavía retenidas por el capitán Klein en Berlín.
—¿Quieres que los saque del apuro?
—Vamos a decirlo así: si los retuvieran en la cárcel unos, pongamos, treinta días, no me sentiría desdichado. Si los condenaran por ocho asesinatos, me sentiría fatal, y Remi se encargaría de que me sintiera todavía peor.
—No te quepa la menor duda —dijo ella.
—¿Has oído eso? —preguntó Sam.
—Sí —contestó Selma—. Por lo que he averiguado sobre Consolidated Enterprises, aunque son mala gente, todavía no merecen la pena capital. Llamaré a Berlín al capitán Klein y haré lo posible para que los suelten, pero no lo comunicaré a la sede en Nueva York de Consolidated a menos que las cosas se pongan muy feas. ¿Qué te parece?
—Estupendo. Gracias, Selma. —Colgó y miró a Remi—. Espero no habernos convertido en los únicos sospechosos.
—¿Nosotros? Creo que no tenemos de qué preocuparnos. ¿Ya no te acuerdas? La policía local recibió orden de mantenernos bajo vigilancia. Si nos detuvieran, tendrían que dar muchas explicaciones.
—Tiene razón —dijo Tibor.
—Estoy acostumbrado —repuso Sam.
La excavación del campo se amplió en gran medida gracias al trabajo de los estudiantes y los profesores. A la semana siguiente llegaron los abogados. Los vigías de Tibor fueron los primeros en verlos, y lo llamaron al barco.
Iban media docena en dos grandes coches negros. Aparcaron en la cuneta al lado de la excavación y bajaron. Todos vestían inmaculadas camisas blancas, trajes oscuros y corbatas a rayas. Tuvieron la precaución de pisar el pavimento mientras caminaban hacia ellos para que el polvo no arruinara el lustre de sus zapatos italianos.
Uno de ellos, el hombre de mayor edad, más bajo y grueso que los demás, se adelantó. Se acercó a una estudiante rubia que utilizaba un cedazo con marco de madera para hacer pasar tierra por él y recuperar objetos pequeños.
—Ve a buscar a tus jefes.
—¿Los profesores?
—¿Son profesores? Pues diles que ha empezado la clase y que no se retrasen.
La estudiante corrió por uno de los estrechos senderos que habían practicado entre las cuadrículas y se detuvo en el lugar donde Albrecht Fischer, Enikö Harsányi e Imre Polgár estaban intercambiando opiniones con otros colegas vestidos de caqui. La chica comunicó el mensaje, y todos volvieron por el sendero.
Enikö Harsányi fue la primera en llegar.
—Hola —dijo—. Soy la doctora Harsányi. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Me llamo Donat Toth —dijo el hombre mayor—, y soy abogado. Traigo una orden que les prohíbe excavar en esta zona.
Extendió el documento.
Una segunda mujer se separó del grupo, cogió el papel y le echó un vistazo.
—Soy la doctora Monika Voss. Soy la directora regional de la Oficina Nacional del Patrimonio Cultural. Mi oficina ha concedido permiso a este grupo para llevar a cabo la excavación.
Albrecht Fischer mostró otro documento de aspecto oficial. Donat Toth lo cogió, le echó un vistazo y lo pasó a otro de los hombres trajeados, quien lo examinó y lo pasó a su vez.
—Está caducado —dijo el abogado de mayor edad cuando regresó a sus manos—. Mi cliente es el actual propietario de la tierra, y tomará posesión hoy.
—Esta tierra es propiedad de la ciudad de Szeged —replicó la doctora Voss.
—Mi cliente, el señor Arpad Bako, ha presentado una oferta generosa a la ciudad de Szeged, la cual ha sido aceptada.
Les mostró más documentos.
La doctora Voss miró los papeles, y después sacó un bolígrafo y escribió algo en uno de ellos.
—La Oficina Nacional del Patrimonio Cultural veta esta venta —dijo.
—No puede hacer eso.
—Acabo de hacerlo.
—¡No, no puede! ¡Hemos invertido dinero en esto!
—Recupérelo. Cualquier tierra que albergue tesoros culturales se halla bajo el control de la Oficina del Patrimonio Cultural. Así lo decreta la ley número sesenta y cuatro sobre protección del patrimonio cultural.
—¿Quién dice que en esta tierra hay tesoros culturales?
—La definición de tesoro cultural también consta en esa ley: todos los objetos con más de cincuenta años de antigüedad, incluidos hallazgos arqueológicos de excavaciones. Aquí he identificado unos cuantos, y ningún funcionario del gobierno local puede desautorizar mi decisión.
—Acudiré a los tribunales.
—Otros lo han hecho. Perdieron, y usted correrá la misma suerte.
Dos de los abogados más jóvenes se acercaron a Donat Toth y le susurraron algo con aire de extrema preocupación. Él los rechazó con un ademán.
—¿Qué me impide hacer trizas esta autorización?
—Tres años de prisión, señor —dijo uno de los asesores legales como disculpándose.
Toth arrojó la autorización en dirección a los profesores, pero cayó flotando al suelo. Uno de los estudiantes la recogió, sopló para limpiarla de polvo y la entregó a Albrecht Fischer. Los hombres de los trajes oscuros volvieron a sus coches, dieron media vuelta en ellos y se alejaron. En ese preciso momento, Sam, Remi, János y Tibor llegaron en el taxi de este último.
Cuando la tripulación del barco oyó el relato de lo sucedido, Tibor dijo a Sam y a Remi:
—Derrotar a los abogados de Arpad Bako no es lo mismo que derrotarlo a él.
—Hemos de conceder más tiempo a los arqueólogos —dijo Sam.
—¿Cuánto?
—Albrecht cree que podrían terminar dentro de otra semana —dijo Remi—. Han trazado el plano del lugar donde yacen los cuerpos, y fotografiado y trasladado casi todos. Dentro de una semana, cree que lo habrán trasladado todo.
Sam contempló el yacimiento un momento.
—Vamos a hacer lo siguiente —explicó—. Mañana elegiremos un lugar. Dejaremos de recorrer el río de un lado a otro, anclaremos y empezaremos a bucear. Al día siguiente iremos al mismo sitio. Dejaremos que nos vean sumergirnos con boyas.
—Y después ¿qué? —preguntó Remi.
—Después redoblaremos nuestros esfuerzos. Haremos todo lo que haríamos si fuéramos a subir algo grande y valioso. Alquilaremos una draga montada en una barcaza. Traeremos excavadoras y autovolquetes para construir nuestra propia carretera hasta la orilla del río, justo donde estamos buceando.
—¿Estás seguro de querer que Bako crea que has encontrado el tesoro? —preguntó Tibor.
—Quiero que crea que sabemos dónde está, pero que nos va a costar mucho trabajo recuperarlo.
—De acuerdo —dijo Tibor—. Empezaré con mi tío Géza. Es el propietario de una empresa de construcción, y siempre hay operarios que necesitan trabajo.
Al día siguiente, Sam y Remi se encontraban en la cubierta del Margit con sus trajes de neopreno, las botellas de aire comprimido y el resto de material de buceo que descansaba sobre un estante cercano a la popa. Dispusieron boyas e izaron una bandera roja con una franja blanca para informar a los demás barcos de que había buceadores en el agua, y después de equiparse por completo se sumergieron.
Exploraron juntos el fondo del río y descubrieron una serie de objetos metálicos. Había tuberías rotas, cadenas de ancla y algunos bidones de cuatrocientos litros de algún líquido que se había derramado hacía mucho tiempo a través de agujeros oxidados. Entremezclado con lo conocido había lo inidentificable: objetos de hierro muy oxidados que solo podían describirse como redondos o largos y delgados o huecos. Tanto su nombre como su utilidad se habían perdido mucho tiempo atrás, pero esos objetos resultaron del mayor interés para Sam y Remi. Cualquier cosa de aspecto muy antiguo y misterioso constituía un hallazgo. Reunieron un montón de dichos objetos bajo el barco de Tibor, y acto seguido emergieron a la superficie.
Al otro lado del río, dentro del compartimiento de carga del camión aparcado que era su sombra cada día, Arpad Bako se había sumado a los cinco hombres. Todos ellos tenían la espalda muy recta y guardaban silencio mientras Bako observaba por un telescopio a los buceadores. Bako era un hombre alto y musculoso con el cabello largo y rizado, de modo que caía sobre su frente y colgaba sobre el cuello de su camisa blanca. Su traje era una excelente creación de un sastre personal procedente de Italia. Sus ojos oscuros eran acerados y vivaces.
—¿Lo ve, señor Bako? —dijo Gábor Székely, el líder del grupo—. Ahora toda la operación ha cambiado. Nos estábamos preguntando si tanto excavar río arriba no sería una maniobra de distracción de la verdadera operación, que está teniendo lugar aquí.
—Descubrieron que la tumba estaba cerca, creo —dijo Bako—. Atila fue enterrado en las proximidades del Tisza, y después el río fue desviado hasta cubrir la tumba. Usted ya lo sabe.
—Cuando usted nos dé la orden, podemos acabar con ellos. Con cuatro rifles, los abatiríamos a todos en un par de segundos y nos largaríamos.
—No sea estúpido. El ataúd podría hallarse bajo seis metros de sedimentos en la actualidad. El exterior es de hierro, y los dos interiores de metales más pesados. Por eso están llevando a cabo esos preparativos tan complicados: excavar, sujetar cables y cadenas, y subirlo a la barcaza. Después lo trasladarán desde la embarcación hasta un camión de plataforma que esperará en aquella carretera. Ese momento dista varias semanas, y les costará millones de dólares. Dejémoslos trabajar.
Mientras Bako y Székely miraban, la gente del barco extendió el brazo de un cabrestante eléctrico por encima del agua y bajó el cable. Este sufrió una serie de bruscos tirones, y a continuación el cabrestante empezó a izar algo del fondo. Al cabo de poco, emergió una gran red de nailon de la que chorreaba agua y en la que había una serie de objetos oxidados, todos ellos inidentificables.
Arpad Bako trasladaba su peso de un pie al otro sin cesar, muy agitado.
—¡Mirad! —gritó—. ¡Mirad! ¡Están subiendo algo!
—Parece un montón de chatarra oxidada.
—¡Lleva mil quinientos años bajo el agua! —chilló, y propinó un puñetazo a Székely en el brazo—. Cualquier cosa perteneciente a los hunos era lo que estábamos esperando. Esos idiotas nos están haciendo el trabajo. —Sus manos se convirtieron en puños—. ¡Vigiladlos! Fijaos en todo. —Se volvió hacia el hombre de la cámara—. Toma fotos nítidas de cuanto suban. Mientras la barcaza con el cabrestante flote sobre la tumba, estarán trabajando para nosotros. Cuando terminen, podréis poner fin a sus esfuerzos.