6

Szeged, Hungría

Remi Fargo se hallaba ante la puerta de la valla que rodeaba el patio de ejercicios, donde había varios pastores alemanes.

—¿Cómo se llama ese? —preguntó al primo de la mujer de Tibor.

—Gyilkas. Significa «Asesino».

—¿Y este?

—Hasfel. Es el diminutivo de hasfelmetszo. Significa «Destripador».

Remi sacó la correa, dispuesta a entrar.

—Señorita, no creo que deba entrar ahí.

—Pues claro que sí. ¿Cómo van a confiar en mí si yo no confío en ellos?

Entró y cerró la puerta. Caminó con aire seguro hasta cada perro y dejó que olfatearan su mano, les palmeó el espeso pelaje del cuello y continuó adelante. Vio al perro más grande del recinto, un macho marrón claro con la cabeza y la cola negras. Había estado sentado a cierta distancia, observando. Se acercó a Remi y, en cuanto lo hizo, todos los demás parecieron esfumarse.

—¿Y quién eres tú? —preguntó Remi al perro.

El animal la miró a los ojos, se sentó delante de ella, y lamió la mano que le ofrecía. Remi se arrodilló y le dio palmaditas, y el perro se tumbó para que pudiera acariciarle el vientre.

—Se llama Zoltán —dijo el primo—. Significa «Sultán».

—Es el mandamás, ¿verdad? El jefe.

—Sí, señorita. No suele hacer eso con los desconocidos. —Se corrigió—. Con nadie.

—Me entiende. Sabe que me gustan los de su raza. —Se inclinó hacia delante y habló al perro en voz baja—. ¿Qué opina usted, señor Zoltán? ¿Quiere trabajar conmigo esta noche?

Por lo visto, Remi obtuvo la respuesta que deseaba. Se puso en pie y el perro la imitó, caminó a su lado hasta la puerta. Remi lo sacó del recinto.

—Es este —dijo al primo de la mujer de Tibor—. ¿Querría hacer el favor de enseñarme algunas órdenes apropiadas en húngaro, para no confundir a Zoltán?

El Bako Gyogyszereszeti Tersazag había terminado su turno diurno horas antes de que llegara la nueva furgoneta de seguridad a la puerta principal del complejo. Estaba oscuro, y las luces situadas sobre el punto de control eran lo más brillante que se veía. Dos guardias armados se acercaron a la furgoneta parada ante la alta valla. El más joven de ellos se detuvo al lado de János, el conductor, y echó un vistazo al interior del vehículo, y el otro se quedó al lado del pasajero, donde iba sentado Tibor. Sam había decidido adjudicarle el mayor rango a este, para que fuera el portavoz. Tibor llevaba galones dorados en la manga derecha y una estrella de oro en la gorra de béisbol, mientras los demás no exhibían ninguna insignia de rango.

El guardia hizo una pregunta, y Tibor al parecer dijo lo que habían acordado con anterioridad: habían llevado a un perro de búsqueda y rescate porque uno de los laboratorios había denunciado la presencia de un intruso. Cuando el hombre le formuló una segunda pregunta, dio la impresión de que Tibor hacía hablar al oficial de alto rango que había en él. Dedicó una mirada desdeñosa al guardia y contestó en tono fatigado. El hombre empezó a decir otra cosa, pero Tibor lo interrumpió con gélida furia. Señaló la puerta y gritó algo en húngaro que solo podía ser: «¡Abra de una vez! ¡Me está haciendo perder el tiempo!».

El guardia que se encontraba al lado de János estaba mirando la parte posterior de la furgoneta, y sonreía a Remi. El grito de Tibor lo sobresaltó, después oyó un gruñido sordo y vio que el gran pastor alemán empezaba a enseñarle los dientes, inclinado hacia la ventanilla bajada. El hombre retrocedió de un salto, volvió a su puesto y activó un circuito que abrió la puerta hacia dentro.

János atravesó el acceso y continuó por la carretera de asfalto, y a continuación efectuó un giro al otro lado de la primera hilera de edificios, de modo que los dos guardias ya no pudieron ver la furgoneta. Paró y todo el mundo bajó de ella. Remi y el perro fueron los primeros, János y Sam los siguieron, mientras Tibor se mantenía un poco alejado, como un sargento de instrucción al lado de su pelotón. Como grupo, tenían un aspecto formidable y muy profesional. La insistencia de Sam en que todos llevaran uniformes planchados, armas, botas, cinturones multiusos y gorras idénticas estaba dando sus frutos. Remi también llevaba una bolsa negra a juego. Dio una galleta a Zoltán, le propinó una enérgica palmada, le murmuró unas palabras en húngaro y después introdujo la mano en la bolsa de cuero. Sacó el pañuelo que Albrecht había perdido en su laboratorio y dejo que el perro lo olfateara. Después dijo: «Vadászat!». (¡Busca!).

Zoltán empezó a olfatear, moviéndose de un lado a otro de la zona pavimentada que separaba las hileras de edificios. Al principio dio la impresión de que estaba desorientado, pero después avanzó y tiró de Remi. Ella le habló en inglés mientras caminaban su voz era apenas un susurro.

—Vamos, muchachote. Vas a utilizar esa hermosa narizota para encontrar a Albrecht.

El resto del grupo los seguía a una distancia de un par de metros, lo cual concedía a Remi y al perro espacio para moverse o volver sobre sus pasos, pero Zoltán iba despacio y cómodo, con la cabeza alta mientras se volvía a uno y otro lado, no más interesado en uno que en otro.

—¿Lo ha perdido? —preguntó Sam.

—Se ha grabado el olor en la memoria y ahora está buscando. Hemos de dejar que busque hasta que perciba de nuevo el olor.

—Miren allí —dijo János.

Había un edificio bajo rectangular en el borde del recinto más alejado de la carretera. Lo rodeaba su propia alambrada de tela metálica coronada de alambre de púa. Dentro de esta había otra que tenía cuatro filamentos de alambre más fino tensados al máximo.

—Es una verja electrificada —dijo Sam. Indicó un letrero en húngaro—. ¿Qué pone?

—«Peligro. Laboratorio de Investigación de Enfermedades Infecciosas. Solo personal autorizado. Trajes protectores exigidos en todo momento. Puerta dispara alarma».

—¿Crees que es cierto? —preguntó János—. Si yo secuestrara a alguien, lo metería en un sitio así.

—Trae a Zoltán —dijo Sam, y Remi acercó el perro a la puerta, el cual la olisqueó y continuó adelante.

Doblaron una esquina y se toparon cara a cara con un par de guardias de seguridad vestidos exactamente como ellos. Los dos hombres portaban rifles de asalto AK-47 colgados al hombro. El más cercano a Sam levantó una linterna para iluminar sus rostros.

El entrenamiento de judo de Sam lo impulsó a reaccionar con celeridad. Su brazo salió disparado como una serpiente para arrebatar la linterna de la mano del hombre, al tiempo que cargaba contra su cuerpo y lo derribaba. Dirigió la luz al rostro del guardia.

Tibor estaba tan sorprendido como los dos guardias, pero se recuperó con más rapidez. Habló en voz alta y áspera en húngaro, y lo que dijo no era un cumplido. Sam y Remi dedujeron que se refería a la indumentaria y la conducta de los guardias. Tibor cogió la linterna y los iluminó, mientras criticaba su afeitado, y después dio unos golpecitos en la camisa de un hombre porque los botones no estaban alineados con su cinturón. Tampoco le gustó el lustre del calzado. Por fin, les indicó con un ademán que continuaran, a lo que añadió un gruñido final amenazador.

—Muy bien hecho —dijo Sam.

—Gracias, pero ¿te has dado cuenta de que llevamos solo diez minutos aquí y ya nos han parado dos veces hombres con armas automáticas?

—Es una señal alentadora. El lugar está demasiado bien custodiado para ser una empresa farmacéutica honrada. Esperemos que una de las cosas que ocultan sea Albrecht Fischer.

De repente, el gran perro saltó hacia delante. La correa se tensó y tiró con insistencia del brazo de Remi.

—Hemos captado un olor —dijo ella.

Zoltán tiró de Remi por la calzada que corría entre los edificios sin ventanas, y los demás los siguieron de cerca. Sam y János se desplegaron a ambos lados de ella, en previsión de cualquier obstáculo que pudiera surgir delante o detrás, con las manos apoyadas sobre las pistolas.

Llegaron a un edificio cercano a la esquina más alejada del complejo, una especie de almacén o taller de herramientas. Había una puerta hecha de acero, y a su alrededor un armazón también de acero con su propia puerta y un lector de tarjetas electrónicas en el cerrojo. Zoltán se acercó al armazón y olfateó a su alrededor, mientras buscaba una forma de entrar, cada vez más nervioso. Olió debajo del enrejado, y después dio un salto y apoyó las patas delanteras sobre él.

Ül, Zoltán —dijo Remi—. Jo fiu. —Palmeó al perro cuando se sentó—. Es aquí —explicó a los demás.

—Podemos llamar, o esperar a alguien provisto de llave electrónica —dijo Sam.

—Llamaré —dijo Remi—. Llévate a Zoltán contigo para que no lo vean.

Los tres hombres y el perro se ocultaron a ambos lados al amparo de las sombras, mientras Remi se acercaba al armazón y apretaba un botón contiguo al lector de tarjetas. Se oyó un fuerte zumbido en el interior.

Se abrió una ventanilla en la puerta de acero a la altura de los ojos, y después se cerró. La puerta se abrió. Un hombre con el acostumbrado uniforme gris apareció e hizo una pregunta en húngaro a Remi. Ella rio como si hubiera dicho algo agradable. El hombre estaba claramente intrigado por la repentina aparición de una mujer tan atractiva. Remi le sonrió, y él apretó un botón de la pared interior del edificio y abrió la puerta del armazón con un zumbido.

Cuando Remi entró, el hombre vio materializarse a Zoltán de la oscuridad al lado de ella. Empezó a cerrar la puerta de acero, pero Zoltán fue mucho más rápido y se puso delante de Remi de un brinco.

Se oyó un gruñido grave cuando las mandíbulas del perro hicieron presa en el antebrazo del hombre, quien lanzó un chillido involuntario. Cuando la puerta se estaba cerrando, Sam la golpeó con el hombro, y Tibor, János y él entraron con las pistolas desenfundadas. János cerró la puerta.

—¡Ül! —gritó Remi al perro—. ¡Siéntate!

El hombre apresado por Zoltán se sentó. Cuando lo hizo, Zoltán lo soltó y también se sentó.

Jo fiu —dijo Remi—. Buen chico.

El hombre continuó sentado en el suelo de hormigón, mientras János le quitaba el arma y la apuntaba en su dirección.

—¡Sam!

Todos se volvieron y vieron, al otro lado del suelo vacío del edificio, un recinto que parecía un armario para herramientas, con un enrejado de acero que iba desde el suelo hasta el techo y una puerta cerrada con candado. Detrás se hallaba Albrecht Fischer.

—¡Albrecht! —llamó Sam—. ¿Es el único guardia?

—Hay otros dos de servicio ahora. Ambos llevan rifles. Han salido hace unos minutos para ir a buscar café.

—Deben de ser tus amigos de la linterna y los zapatos mal lustrados —dijo Sam a Tibor, mientras corrían hacia la jaula.

En el recinto donde se hallaba Albrecht había una cama con bastidor de acero y un delgado colchón sobre malla metálica como en un catre militar, y un retrete portátil. Llevaba la misma ropa con la que iba vestido en Berlín; estaba deslucida debido al uso, y vieron manchas de sangre seca en la pechera de la camisa.

—Trae al guardia —ordenó Sam.

János habló al hombre y caminó hacia la jaula. Zoltán le pisaba los talones y, de vez en cuando, emitía un gruñido grave.

—Saca la llave —dijo Sam.

Tibor dio la orden en húngaro al guardia, pero este se encogió de hombros y contestó algo. János le dio una palmadita.

—No la tiene.

Corrió hacia el escritorio que había cerca de la puerta y registró los cajones. Encontró un segundo candado con una llave introducida, volvió a toda prisa con ella y Sam la probó en el primer candado. No encajaba.

—Dile que se quite el uniforme y las botas —ordenó Sam—. Tú desnúdate también, Albrecht.

Los dos hombres obedecieron.

—Albrecht —continuó Sam—, retrocede y ponte detrás de algo sólido. Los demás, haced lo mismo. Cuando dispare contra el candado, el reloj empieza a funcionar. Hemos de proceder con rapidez. Vestiremos a Albrecht como nosotros y encerraremos a este tipo en su lugar. Después correremos a la furgoneta y nos largaremos de aquí. Si nos cruzamos con alguien que nos apunte con un arma, disparad primero.

Los demás se protegieron detrás de unas cajas de madera. Remi se llevó al perro y le cubrió las orejas con las manos.

Se oyó un fuerte estrépito cuando Sam disparó contra el candado de la celda. Todo el mundo se movió con celeridad. János empujó al guardia al interior de la celda y lo sentó en la cama. Albrecht salió y se puso el uniforme. Mientras se ataba los zapatos, Tibor se colocó el cinturón del guardia y se ciñó la hebilla. Sam utilizó el segundo candado para cerrar la jaula.

Todo el mundo corrió hacia la puerta. Remi estaba a punto de abrirla, y dio un brinco cuando el intercomunicador sonó ruidosamente. Zoltán empezó a gruñir, pero Remi le susurró algo y el animal enmudeció.

—Nuestros dos amigos habrán vuelto —dijo Sam—. Hemos de dejarlos entrar.

Tibor se acercó al lado de la puerta donde el guardia había apretado el botón que abría el armazón. Leyó la etiqueta y asintió. Los demás se apartaron a los lados, con la espalda pegada a la pared y las pistolas desenfundadas. Tibor pulsó el botón mientras Remi abría la puerta.

Los dos hombres entraron, cada uno cargado con dos vasos de papel con café y los rifles colgados a la espalda. En cuanto estuvieron dentro, Sam y János se colocaron detrás de ellos y apuntaron las armas a su cabeza.

Tibor dio algunas órdenes, y los hombres bajaron los vasos de café, dejaron los rifles en el suelo, se alejaron y se tendieron boca abajo. János sacó las esposas de los estuches de piel de sus cinturones y los esposó a las dos vigas de acero que sustentaban el techo.

Remi y el perro salieron, con Sam detrás. Albrecht los siguió, y después Tibor y János, cargados con los dos AK-47. Cuando Sam lo miró con expresión interrogante, Tibor susurró:

—¿Prefieres que los tengamos nosotros o ellos?

Procedieron con rapidez, más o menos en formación, por el sendero que corría entre las hileras de edificios hacia el lugar donde habían dejado su furgoneta.

Se oyó el sonido de un camión que avanzaba por el camino al otro lado de los edificios, a su izquierda, y después el de un segundo camión que llegaba por la superficie pavimentada de delante de la alambrada. Se detuvieron un momento frente al edificio, y aprovecharon su envergadura para ocultarse del camión que se desplazaba a lo largo de la alambrada. Sam y Remi avanzaron hasta la esquina del edificio para ver qué pasaba. El vehículo era un camión de carga con unos quince hombres en el interior, sentados en dos bancos a cada lado, todos con los uniformes grises y provistos de rifles AK-47 con el cañón apuntando hacia arriba entre sus piernas.

Cuando el camión se hubo alejado por el perímetro exterior, Sam se acercó a los demás.

—No podremos saltar la valla.

De repente se oyó el sonido de pies que corrían a su izquierda, al otro lado de la siguiente hilera de edificios. Sam, Remi y Zoltán se dirigieron a toda prisa hacia la puerta, y los demás los imitaron.

—Hemos de impedir que nos acorralen —dijo Sam—. Adelantémonos a ellos.

El grupo aceleró aún más los pasos hasta llegar al edificio protegido por una doble valla con un cartel que advertía: INVESTIGACIÓN DE ENFERMEDADES INFECCIOSAS.

—Ve al final de una fila y procura impedir que esos tipos nos flanqueen —dijo Sam a Tibor—. Les daré algo en que pensar.

Esperó a que los demás rodearan la siguiente hilera de edificios y se perdieran de vista. Después corrió hasta el edificio de enfermedades infecciosas y se pegó a la puerta de la valla. Se oyó un timbre de alarma y a continuación una sirena electrónica más ruidosa aún. Las luces rojas que había sobre la puerta destellaron, y un grupo de focos se encendieron, iluminando el exterior del edificio. Sam corrió por el camino que habían tomado al entrar.

Delante de él, un grupo de seis hombres de seguridad del edificio contiguo salieron corriendo al sendero largo. Uno de ellos levantó el rifle a la altura del hombro, y Sam se refugió detrás de la esquina del edificio más cercano, para luego desenfundar su pistola. Asomó tan solo el brazo del arma y un ojo, disparó cinco veces contra el grupo, y vio que caían dos hombres y que los otros tres empezaban a arrastrarlos hasta un lugar a cubierto. El último guardia se tiró al suelo y comenzó a disparar ráfagas con el AK-47 hacia la zona donde había estado Sam, pero él ya corría alrededor del edificio en dirección al siguiente sendero pavimentado.

Escuadrones de hombres avanzaban en paralelo a las construcciones para llegar al edificio de enfermedades infecciosas. El camión que había llevado a los guardias esperaba a cincuenta metros delante de Sam. Este corrió detrás del vehículo, se situó en el lado izquierdo y abrió la puerta, apuntando con la pistola a la cara del conductor. Tiró del hombre al tiempo que le arrebataba el arma de la funda. Lo arrojó al suelo, utilizó las esposas de su cinturón para inmovilizarlo, y acto seguido ocupó su lugar al volante.

Sam puso la primera, giró a la izquierda y después a la derecha, y vio que Zoltán, Remi, János, Tibor y Albrecht corrían por la calzada. Pasó a segunda y aceleró un poco. Observó que Tibor se había fijado en él. Tibor se volvió hacia el camión y empezó a mover su rifle en círculos. Sam encendió y apagó los faros, y agitó el brazo izquierdo a través de la ventanilla abierta.

—¡Soy yo! —gritó—. ¡Subid!

Remi se puso en un segundo al lado de Tibor y este bajó el rifle. Los cuatro corrieron al límite de sus posibilidades para alcanzar el camión, mientras Sam lo acercaba a ellos. Frenó para que los fugitivos subieran a la plataforma y aceleró en seguida.

Zoltán corría de un lado a otro detrás del vehículo, y gemía para llamar la atención de Remi. El camión era demasiado alto para que subiera de un salto. Remi golpeó el techo del camión.

—¡Para, Sam!

Sam obedeció. Remi se apeó del vehículo de un salto, lo rodeó a toda prisa, abrió la puerta del pasajero y se subió al peldaño.

—¡Arriba, Zoltán! —gritó. El gran perro corrió y saltó sobre el asiento. Remi se volvió en redondo y se sentó, y después cerró la puerta de golpe—. ¡Pisa a fondo! —gritó. Sacó la pistola y bajó la ventanilla, mientras el camión aceleraba.

Sam siguió la pista pavimentada entre los edificios. Estaban avanzando hacia el centro del complejo, con hileras de ellos a cada lado. Un pelotón de hombres entró corriendo en la carretera delante del camión, se arrodilló y se preparó para disparar, pero Sam encendió los faros, y Tibor y János, de pie en la plataforma detrás de la cabina, abrieron fuego. Alcanzaron a uno de los hombres, y los demás corrieron a protegerse.

—Hemos de echar abajo la puerta —dijo Sam—. Diles que estén preparados.

Remi se alzó en el asiento, sacó el torso por la ventana y gritó:

—¡Hemos de derribar la puerta!

Tibor y János se pusieron en pie, apoyados sobre la cabina, sustituyeron los cargadores de sus rifles y clavaron la vista en el frente. Remi sujetó la pistola con ambas manos y también miró hacia delante.

Sam sacó la pistola del cinturón con la mano izquierda.

—Voy a atravesarla a la mayor velocidad posible. Lo mejor sería que los guardias mantuvieran la cabeza gacha hasta que nos hayamos alejado de su alcance efectivo.

—Buen plan… en comparación con otros planes —dijo Remi.

—Sé que eres el único campeón de tiro con pistola que tenemos, pero prefiero que no te vean lo bastante para alcanzarte. Eres la única esposa que tengo…

—Eres adorable.

—… de momento.

Zoltán los miraba sin saber qué pensar.

Sam llegó al último recodo, disminuyó la velocidad para efectuar el giro y dejó atrás la furgoneta en la que habían llegado. Cuando la rebasaron, dos hombres escondidos en la parte posterior de la furgoneta abrieron la puerta trasera. Sam, Remi y los demás ya estaban demasiado lejos para ser alcanzados cuando los hombres saltaron al suelo, desenfundaron sus pistolas y abrieron fuego en su dirección.

—Si alguno de nosotros hubiera abierto esa puerta, estaría muerto —dijo Remi.

Sam pasó de tercera a cuarta mientras corría hacia la puerta. Los dos hombres de guardia habían cerrado la barrera de tela metálica, y en ese momento había cinco o seis más plantados frente a ella para custodiar la salida. Sam pensó que parecían confiados en exceso, convencidos de que nadie intentaría echar abajo la puerta, de modo que, en realidad, no estaban preparados. Llevaban el rifle colgado a la espalda, y no habían hecho nada para reforzar la barrera, aunque tenían otro camión aparcado junto a la puerta.

—Pequeño cambio de plan —dijo Sam. Encendió las largas—. Di a los chicos que se tiren al suelo.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó Remi.

Los tres hombres se tumbaron en el suelo del camión, los hermanos de cara a los lados con los rifles dispuestos; Albrecht, en medio, mirando hacia atrás.

Sam continuó acelerando a medida que se acercaba. Cuando Remi y él se hallaron a veinticinco metros de distancia, Remi se sujetó el codo derecho con la mano izquierda y disparó, abatiendo al hombre del puesto de guardia, y después apretó el gatillo varias veces contra los hombres de los rifles, que se estaban descolgando las armas. Sam disparó ocho balas en su dirección, pero no era tan diestro con la pistola como Remi, y de lo único que estaba seguro era que había animado a los hombres a ponerse a cubierto.

Sam corrigió el rumbo levemente, mantuvo sujeto el volante y pasó a solo un metro a la derecha del camión aparcado, erró la puerta y embistió la valla de tela metálica. Esta era tan alta que, cuando la cabina impactó en la malla, pasó por debajo del travesaño donde estaba enrollado el alambre de púa. El camión se llevó por delante una sección de doce metros de malla metálica, hasta que los últimos tramos se enredaron en el suelo, la malla quedó tirada y el camión pasó sobre ella.

Los guardias vaciaron sus cargadores, pero solo impactaron en el puesto de guardia, en el camión aparcado cuando Sam pasó por detrás y en casi todos los edificios cercanos. Cuando Sam vio que estaban al otro lado de la valla y bastante lejos, se desvió por el terreno sembrado de baches para llegar a la carretera de nuevo. Albrecht y los hermanos Lazar abrieron fuego contra los guardias de la puerta, y lanzaron tal andanada de balas en su dirección que ninguno de ellos osó levantar la cabeza de su escondite.

Sam salió del sendero. Disminuyó la velocidad solo para girar hacia la carretera y después aceleró de nuevo. Al cabo de unos minutos, Tibor golpeó con los nudillos el techo de la cabina y se acercó para gritar a Sam.

—¡Déjame conducir a mí! No podemos entrar con este camión en la ciudad. Yo sé adónde hemos de ir.

Sam paró el camión, subió a la plataforma y dejó que Tibor lo sustituyera. No condujo más despacio que Sam, pero antes de llegar a las afueras de Szeged tomó una carretera secundaria estrecha, dio varios giros que Sam ni siquiera pudo ver, y llegó al enorme garaje adonde los había conducido con anterioridad.

En cuanto entró, los demás bajaron. Zoltán saltó de la cabina al suelo y se sentó con calma.

—Os doy las gracias de todo corazón —dijo Albrecht—. De no haber arriesgado vuestras vidas, yo habría perdido la mía. Os debo la vida.

—Será mejor que hagamos lo necesario para que no nos capturen —dijo Remi—. He visto caer a cinco hombres esta noche. Alguno podría estar muerto.

—¿Y la furgoneta? —preguntó Sam—. ¿Podrán seguir el rastro?

—Nos la prestaron.

—¿Quién?

—Un aparcamiento —dijo Tibor.

—Que todo el mundo se ponga ropa de calle en el taller —ordenó Sam.

Se turnaron para eliminar de la cara, las manos y los brazos residuos de pólvora y polvo, y después salieron a la calle vestidos como personas corrientes. Albrecht llevaba la ropa que Tibor le había dejado.

—¿Podemos lanzar el camión al río? —preguntó Sam—. Sé que es malo para los peces, pero borrará todas las huellas.

—János lo llevará —dijo Tibor—. Lo recogeremos y os acompañaremos al hotel.

Remi, Sam y Albrecht se sentaron en el asiento trasero del taxi de Tibor, y Zoltán se tumbó sobre sus regazos. Siguieron al camión robado hasta que János se desvió por la carretera que subía a una colina boscosa alzada sobre el río. Puso el camión en marcha, soltó el embrague y saltó al suelo. Vio que la velocidad impulsaba el vehículo un par de metros, y que, tras coronar el pico de la colina, se precipitaba hasta el río, donde volcó de costado. El agua penetró por las ventanillas de la cabina y el camión desapareció.

János corrió hacia el taxi, abrió la puerta del pasajero y se sentó al lado de su hermano. El coche se puso en marcha. La siguiente parada fue la casa del primo que adiestraba perros. Remi bajó con Zoltán y abrió la puerta para entrar en el recinto. Se oyeron algunos ladridos vacilantes cuando los animales despertaron al captar la visión y el olor desconocidos de gente nueva, pero después reconocieron a Zoltán y se tranquilizaron. Remi se arrodilló, alzó la cara del gran perro hacia ella y le susurró algo.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Sam cuando ella volvió al coche.

—Que es probable que nunca volvamos a vernos, pero que siempre lo recordaría por su valentía, y que lo quiero.

—¿Qué ha dicho él?

—«¿Quieres que muerda a ese hombre tan tonto antes de que te vayas?». Él también me quiere.

—Sospecho que tanto él como yo estamos celosos.

El taxi se alejó, y Tibor los condujo al hotel City Center.

—Toma, Tibor —dijo Sam cuando bajaron—. Cumplimenté esto antes de irnos. —Le tendió un cheque—. Llévalo al Crédit Suisse dentro de uno o dos días. Llamarán a nuestro banquero de Estados Unidos para verificarlo, pero lo ingresarán en tu cuenta ipso facto.

—¿Os vais de Hungría?

—Todavía no, pero he pensado que, en el caso de que nos sucediera algo, será mejor que lo tengas ya en tu poder.

Tibor se encogió de hombros.

—Gracias. —Lo guardó en la chaqueta sin mirarlo—. Una cosa más. Quéjate de la habitación del hotel. Trasladaos a una diferente.

—Estaba a punto de hacerlo. Te llamaré dentro de uno o dos días.

Vio alejarse el taxi.

Mientras conducía, Tibor sacó el cheque de Sam y lo entregó a János.

—No puedo mirarlo y conducir al mismo tiempo. ¿Qué pone?

—Pagar la cantidad de cien mil dólares a Tibor Lazar. Creo que eso equivale a un montón de forintos.

—Pues sí —dijo Tibor, con los ojos desorbitados.

Sam, Remi y Albrecht Fischer llegaron a la puerta principal del hotel, pero Albrecht impidió a Sam que la abriera, con el fin de que no les oyeran.

—El hombre que me secuestró, ese chiflado de Arpad Bako, cree que estamos buscando la tumba de Atila.

—Ya me lo imaginaba. Es uno de los grandes tesoros que jamás han aparecido —dijo Remi.

—Y probablemente nunca lo hará —concluyó Albrecht.

Sam se encogió de hombros.

—Al menos, no nos secuestrarán y matarán por calderilla.

Abrió la puerta y dejó entrar a los demás. Pero se volvió para lanzar un último vistazo a la calle, poniendo especial atención en los lugares oscuros y recónditos donde un hombre podía ocultarse.