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Szeged, Hungría

Sam y Remi pagaron la cuenta del hotel Adlon Kempinski aquella misma noche y tomaron un taxi hasta la Hauptbahnhof, donde Sam había burlado a su perseguidor aquella tarde. Subieron al Stadbahn en dirección sur, pero se quedaron en el aeropuerto de Schönefeld, donde tomaron un avión para Budapest. Tardaron una hora y media en llegar a Ferihegy. Cogieron un tren desde el aeropuerto hasta la estación de Nyugati, en Budapest, y después subieron al siguiente tren que los conduciría hasta la ciudad de Szeged, a unos ciento setenta kilómetros de distancia y cercana a la frontera sur.

Salieron de la estación por la mañana y vieron una fila de taxis que esperaban a los pasajeros. Sam dejó las maletas a Remi y recorrió la fila preguntando a cada conductor: «¿Habla inglés?». Cuando veía que el taxista negaba con la cabeza o componía una expresión perpleja, pasaba al siguiente. En el cuarto taxi había un hombre moreno y delgado, de edad madura, ojos castaños de mirada triste y un bigote parecido a un cepillo. Estaba apoyado en su vehículo, y había otros tres conductores con él, escuchando algo que estaba contando y riendo. Cuando oyó la pregunta de Sam, levantó la mano.

—¿Es solo curiosidad o habla inglés?

—Hablo inglés —respondió Sam.

—Bien. En ese caso, podrá corregirme si me equivoco.

El inglés del hombre era perfecto. Su leve acento mostraba que había aprendido el idioma con un profesor nativo.

—Hasta el momento, sería usted quien podría corregirme —dijo Sam.

—¿Adónde puedo llevarlo?

—Primero a nuestro hotel. Después nos gustaría echar un vistazo a la ciudad.

—Bien. City Hotel, pues.

—¿Cómo lo sabe?

—Es un hotel bueno y respetable, y ustedes parecen personas inteligentes. —Cogió las maletas y las colocó en el maletero del coche, y después se puso a conducir—. Se alegrarán de haber dedicado tiempo a Szeged. Es el lugar de procedencia de las mejores salchichas y la mejor páprika.

—Me gusta la arquitectura —dijo Remi—. Los edificios tienen unos colores muy interesantes, sobre todo pastel, y el estilo barroco con todos los elaborados detalles que los dotan de distinción.

—Eso es bueno, y malo también —dijo el taxista—. Lo malo sucedió primero. En marzo de 1879, el río, el Tisza, a ese lado, se desbordó y destruyó toda la ciudad. Lo bueno es que, después, la gente se puso a pensar en lo que iba a construir.

—Salió bien. Para ser una ciudad de ciento setenta y cinco mil habitantes, es preciosa.

—Ha estado leyendo guías turísticas.

Remi se encogió de hombros.

—Es una forma de matar el tiempo en el tren.

El taxista detuvo el vehículo delante del City Hotel, sacó del maletero las dos maletas de los Fargo, las dejó en la entrada, y después entregó a Sam una tarjeta.

—Tome. Me llamo Tibor Lazar. Puede preguntar por mí en recepción, y le dirán que soy honrado y de confianza. Lo sé porque ambos recepcionistas son primos míos.

—Gracias —dijo Remi—. ¿Lo llamamos cuando estemos preparados o nos esperará?

—Esperaré aquí.

Un botones ya estaba transportando sus maletas a recepción. Se registraron y subieron a su habitación.

Sam se sentó en la cama y empezó a mirar mapas de Google en su iPad.

—¿Qué estás buscando? —susurró Remi.

—El campo. Sabemos que, tarde o temprano, los secuestradores llevarán a Albrecht hasta su hallazgo para que pueda enseñarles dónde excavó.

—¿Puedes ver dónde está en el mapa?

—Lo estoy intentando. Estaba en el lado este del río Tisza y al norte del río Mures. Lo recuerdo con relación al lugar donde los dos confluyen. Utilizó ese dato para orientar su plano.

—Tengo algo que te gustará. Cuando estábamos en el laboratorio y pregunté a Albrecht si podía contarle los detalles a Selma, tomé una foto del plano con mi teléfono para que ella viera el sitio al que nos estábamos refiriendo.

Remi sacó el teléfono y enseñó la foto del plano a Sam.

Él le dio un beso en la mejilla.

—Perfecto.

Utilizó su teléfono para llamar a Selma y conectó el altavoz.

—Aquí Selma. Dispara.

—Hola, Selma. ¿Recibiste anoche el croquis de un yacimiento que te envió Remi?

—Sí. Supongo que es el yacimiento en el que está trabajando Albrecht.

—Exacto —dijo Sam—. Dio su autorización para incluirte en esto, de modo que Remi te lo envió enseguida. El problema es que el motivo de que Albrecht no viniera a cenar con nosotros anoche fue que lo secuestraron en su laboratorio de Berlín. La policía ha estado vigilando estaciones de tren y aeropuertos, pero temo que esa gente sacó a Albrecht de Alemania antes de que denunciáramos su desaparición.

—¿Eran de Consolidated Enterprises?

—No estoy seguro. No creo a esos tipos capaces de hacer algo que los metiera de por vida en una prisión extranjera. Pero la policía va a retenerlos unos días para estar seguros, lo cual ya nos conviene.

—¿Estáis en Szeged ahora?

—Sí.

—Utilicé el ordenador para comparar el trazado del plano con las formas de los ríos del mundo, con el fin de averiguar dónde había estado excavando Albrecht. Sabía que iríais a ver el hallazgo.

—Ahora sí que hemos de hacerlo —dijo Remi—. Nadie secuestraría a Albrecht para pedir rescate. No es rico, solo inteligente. Deben de pretender que los conduzca hasta su descubrimiento y se lo cuente todo.

—¿Qué puedo hacer para ayudar?

—En primer lugar —dijo Sam—, envíame por correo electrónico un mapa de carreteras convencional, con el yacimiento de Albrecht señalado.

—Lo tendré dentro de un minuto.

—Y secuestrar a profesores no es algo que haga cualquier criminal. Hemos de saber quién está interesado en la arqueología de esta zona, ya sea legal o no.

—Intentaré que Interpol nos diga quién ha estado traficando con objetos sacados de contrabando de Hungría, y del resto de Europa Central, en los últimos tiempos. También preguntaré a conservadores de museos y a anticuarios. ¿La fecha era 450?

—Exacto. Y una cosa más. —Sam sacó la tarjeta que le había dado el taxista—. Me gustaría que investigaras a un taxista de Szeged llamado Tibor Lazar. Estaba esperando clientes delante de la estación de tren cuando llegamos y habla el inglés propio del londinense medio. A ver si es lo que aparenta.

—Me ocuparé de ello. Otra pregunta para Interpol.

—Gracias —dijo Remi—. Entretanto, intentaremos llamar la atención.

—¿Es una buena idea?

—De momento, no tenemos otra mejor —dijo Remi—. Si hacemos lo que hizo Albrecht, tal vez obligaremos a reaccionar a la misma gente que se fijó en él.

—Esperemos que no sea la misma reacción —dijo Selma—. Os enviaré esta información lo antes posible. El mapa ya está en vuestro iPad con el yacimiento marcado. Adiós.

Sam apagó su iPad.

—¿Preparado para la visita turística? —preguntó Remi.

—Me muero de ganas.

Salieron y vieron a Tibor sentado en el taxi. El hombre salió de él y les abrió la puerta de atrás.

—¿Querían ver la ciudad? —preguntó, cuando todos estuvieron dentro.

—Sí —dijo Sam—. ¿Podemos empezar por el río?

—Por supuesto. Este es un buen año para el Tisza. No hay inundaciones, ni sequía, ni vertidos químicos río arriba, nada. El año pasado tuvimos un poco de todo.

Sam estaba mirando en la pantalla de su teléfono el mapa de Selma.

—Parece un río grande.

—Corre desde el norte de Hungría, en Ucrania, hasta aquí, unos mil kilómetros, y desemboca en el Danubio, en la frontera con Serbia. Ha sido importante desde la Antigüedad. Aquí, en la parte sur de la llanura, no llueve mucho, pero el agua llega desde el altiplano de Ucrania, y el río Mures lo hace desde el este, de Rumanía, y trae el deshielo y la lluvia de las montañas de Transilvania.

—Supongo que el curso del río habrá cambiado desde la Antigüedad —dijo Remi.

—Muchas veces. Era un río lento y sinuoso, con grandes meandros que atravesaban la llanura una y otra vez. Pero la gente nunca deja las cosas en paz. En 1846 el conde István Széchenyi empezó a enderezar su curso. Lo redujo a unos mil kilómetros a base de atajar a través de los meandros. Ahora hay unos seiscientos kilómetros de canales muertos. Entre 1880 y 1900 se llevaron a cabo más mejoras. Tal vez exista incluso alguna que no recuerde o de la que no haya oído hablar. Pero en 1937 se dieron cuenta de que era mejor empezar a recuperar los tramos que habían inutilizado. En la actualidad, el río es muy recto, pero todavía provoca inundaciones, tal vez peores que nunca. Los canales se llenan de limo. No obstante, seguirán interviniendo en él mientras continúen naciendo políticos.

—Ahí delante —dijo Sam—, ¿podría cruzar el puente y enseñarnos el otro lado del río?

—Por supuesto. Llamamos a ese lado Új-Szeged. Significa «Nueva Szeged». Toda la ciudad antigua se hallaba en el lado oeste.

—¿La parte este es muy nueva?

—Siempre estuvo aquí, por supuesto, pero la ciudad ha crecido sobre todo en las zonas desocupadas.

El taxista cruzó el bajo puente de hierro, recién pintado, y miraron el río.

—¿Puede seguir por este lado unos cuantos kilómetros?

—Claro. Es un bonito día soleado. Esta es la ciudad más soleada de Hungría.

Siguió conduciendo hasta que Sam vio que se encontraban cerca del enclave del que Albrecht había trazado el plano. Era un campo abierto de grandes dimensiones, cubierto de alfalfa y sin sembrar.

—¿Qué es esta tierra de la derecha? —preguntó Remi.

—¿Eso? Ah, es una vieja granja. El ganado solía pastar en ella. Durante la época comunista, cuando yo era pequeño, formaba parte de una enorme granja colectivizada. Desde entonces, el gobierno se ha implicado en un esfuerzo llevado a cabo por todos los países de la cuenca del Danubio para limpiar los ríos. No han reabierto la finca ganadera. Está demasiado sucia para encontrarse tan cerca del río.

—¿Podemos detenernos para echar un vistazo?

—Por supuesto.

Tibor paró el taxi en la cuneta. Sam y Remi caminaron solos hacia el campo.

—Bien, ya hemos llegado y no veo a nadie —dijo Remi.

—Tampoco hay señales de excavaciones recientes —añadió Sam—. Albrecht debió de volver a poner en su sitio la hierba cuando se marchó, y no la han alterado.

—¿Crees que Albrecht logró persuadir a sus secuestradores de que su hallazgo se encontraba en otra parte?

—Lo dudo. Todo cuanto Selma necesitó fue el contorno del río para localizarlo, y Albrecht sabía que alguien lo vigilaba mientras estaba aquí. Tengo la sensación de que está retenido en algún lugar cercano. Con el fin de que les sea útil, deberán traerlo aquí para decirles dónde excavar y qué buscar, o retenerlo en un sitio donde puedan llevarle las cosas que encuentren.

—Tal vez. Pero ¿cómo vamos a encontrarlo?

Sam miró a la lejanía.

—Creo que los vigilantes nos han localizado.

Remi volvió la cabeza y vio que un coche oscuro se había detenido en la carretera recta de dos carriles que corría paralela al río. Una persona de vista aguzada podría distinguir cabezas a través de las ventanillas. Sacó el teléfono y tomó unas cuantas fotos del campo, el río y la carretera, donde el vehículo se había parado.

—Albrecht habló de un gran coche negro con cuatro hombres dentro —dijo Sam—. ¿Crees que tu teléfono captará la matrícula desde esta distancia?

—Tal vez, pero tengo la sensación de que lo veremos de más cerca —contestó Remi.

Volvieron hacia el taxi.

—¿Conocen a esos hombres del coche negro? —preguntó Tibor.

—No —replicó Sam—. ¿Y usted?

—No creo. He visto un reflejo hace un minuto. He tenido la impresión de que uno de ellos nos estaba observando con prismáticos. Esa es la palabra correcta, ¿verdad?

Tibor se llevó las dos manos a los ojos con los dedos formando un círculo.

—Esa es la palabra —confirmó Remi—. Se estarán preguntando qué estamos haciendo en un prado donde antes pastaban vacas.

—Muy bien. —Puso el motor del taxi en marcha, efectuó un giro espectacular y se dirigió hacia el puente que habían cruzado, para volver a la orilla oeste del río. Seguía mirando por el retrovisor—. ¿Están seguros de que no los conocen?

—Afirmativo —dijo Remi—. Nunca habíamos estado en Hungría.

Fueron hasta la plaza de los Mártires de Arad y vieron el monumento a los hombres asesinados en la revuelta de 1848, el Reloj Musical con figuras esculpidas de una universidad medieval, la plaza Klauzál y la plaza Schéchenyi, todo ello situado en el centro de la ciudad. El barrio estaba lleno de flores y árboles, además de edificios barrocos de colores pastel que no parecían reales.

Mientras Tibor los conducía de un sitio a otro, Sam y Remi no dejaban de observar el coche negro. Cuando se detuvieron con brusquedad cerca del centro de la ciudad, el automóvil casi los alcanzó. Remi tomó otra fotografía a través de la ventanilla trasera.

Tibor reparó en ello.

—Esos hombres me recuerdan la era comunista. Había gente que parecía no tener otro trabajo que seguir a la gente para informar sobre ella.

—Me gustaría saber a quién van a informar sobre nosotros —dijo Remi.

—Me pregunto si podríamos averiguarlo —añadió Sam—. ¿La policía nos dirá quién es el propietario de un vehículo si le damos el número de su matrícula?

—Creo que es posible —respondió Tibor.

Remi aumentó la foto que había tomado del coche negro. Sacó una hoja de papel del bolso y copió el número de la matrícula, y después se lo dio a Sam.

—Le doblaré la tarifa si lo averigua —dijo Sam—. Tenga el número.

Entregó el papel a Tibor por encima del asiento.

El hombre aparcó cerca de la comisaría de policía y desapareció en el interior.

Sam marcó el número de teléfono de la residencia de los Fargo.

—Hola, Selma —dijo.

—Hola, Sam. Estaba a punto de llamarte para proporcionarte parte de la información que me pediste.

—Dejaremos para más tarde casi toda. Creo que ha llegado el momento en que hemos de saber si Tibor Lazar es de los buenos o de los malos.

—Tengo una respuesta provisional para ti. No ha hecho nada que haya dejado antecedentes delictivos ni llamado la atención de Interpol. Es propietario de una casa pequeña y de una compañía de taxis pequeña, y no hay sospechas de que sea alguna tapadera. Tiene tres taxis y debe dinero por todos ellos. Es demasiado pobre para ser otra cosa que honrado.

—Perfecto. Gracias, Selma.

Al cabo de veinte minutos, Tibor salió. Se acomodó en el asiento del conductor y puso en marcha el motor.

—Bako —dijo, mientras daba marcha atrás para luego avanzar.

—¿Bako?

—Arpad Bako.

—¿Sabe quién es? —preguntó Remi.

—Les hablaré de mi visita a la policía mientras conduzco. —Volvió hasta el río y se desvió hacia el sur. Cuando aceleró, miró por el retrovisor como si esperara que lo siguieran—. Hemos de empezar con ustedes. Ustedes son Samuel y Remi Fargo, de La Jolla, California.

—Eso ya lo sabíamos —dijo Remi.

—¿Y sabían que la policía local estaba enterada? Siguen una directiva del gobierno de la nación. Les han pedido que los mantengan bajo vigilancia relajada: cuándo salen del hotel, cuándo vuelven, etcétera. Creen que han venido en busca de tesoros antiguos. ¿Es eso cierto? ¿Son ustedes cazadores de tesoros?

—Somos unos aficionados interesados en la historia —dijo Sam—. Hemos llevado a cabo algunos hallazgos valiosos, tanto bajo el mar como en tierra. Pero algunos de los más importantes estaban hechos de madera, bronce o acero, y son tesoros porque revelan cosas sobre el pasado. Es cierto que algunos de los objetos que hemos encontrado incluían oro y joyas, pero catalogarnos como cazadores de tesoros es simplista.

—Nunca descubrimos un yacimiento y lo saqueamos —añadió Remi—, como harían los cazadores de tesoros vulgares. Damos aviso al gobierno del país donde lo hemos encontrado. Recibimos permiso de las autoridades para excavar e informar de lo que descubrimos. En casi todas partes el gobierno es propietario de lo que encontramos.

—Dicen que se han hecho muy ricos. ¿Es mentira?

Remi sonrió.

—No es mentira. Un malentendido. Sam es ingeniero. Hace algunos años inventó una máquina. Es un escáner de láser argón que se utiliza para identificar a distancia metales mezclados y aleaciones. Pedimos prestado todo el dinero que nos concedió el banco y fundamos una empresa para construir y vender los escáneres. De haber fracasado, habríamos estado endeudados para siempre. Pero la empresa dio sus frutos, y nos convertimos en la única fuente de suministro de esos escáneres. Empresas más grandes empezaron a preguntarnos si queríamos vender la nuestra. Cuando recibimos la oferta adecuada, vendimos. Todo eso sucedió antes de que empezáramos a buscar secretos antiguos.

—De modo que solo han tenido mucha suerte.

—Sí, hasta el momento —dijo Sam, y asintió—. Y me gustaría continuar así. Tal vez deberíamos hablar con la policía, si sospecha de nosotros.

—Será mejor que no lo hagan. Todavía no está interesada en ustedes, de manera que déjenlo así.

—Entonces ¿los cuatro hombres que nos seguían eran agentes de policía?

—No. Son esbirros de Arpad Bako.

—¿Quién es?

—Describirlo pone a prueba mi pobre dominio de su idioma. Puedo decir que es un hombre codicioso y malvado. Pero eso no es suficiente. Es un ladrón. ¡Es un cerdo, un perro, una rata, una serpiente, una vil cucaracha!

Tibor cambió al húngaro durante dos o tres frases más, y después se calmó.

—Eso no suena bien —dijo Remi—. Parece un zoo.

—Lo siento —se disculpó Tibor—. Lo odio. Lo odiaba ya antes de nacer, y desde entonces he aprendido a odiarlo más.

—¿Puede decirnos algo sobre él que nos aclare quién es? —preguntó Remi—. ¿Cómo se gana la vida?

—Heredó el negocio familiar. El más grande es una fábrica de medicamentos. Farmacología, ¿entienden? Hacen píldoras, vacunas y esas cosas.

—Comprendido.

—Es una empresa muy grande. Hay personas que, como yo, están convencidas de que se hizo tan grande a base de vender fármacos a gente cuya única enfermedad es su necesidad de fármacos.

—Ha dicho que lo odiaba ya antes de nacer —dijo Sam—. ¿Qué significa eso?

—Su familia y la mía estuvieron en bandos diferentes durante cientos de años. La de él se opuso a la revuelta de 1848 y consiguió que detuvieran a miembros de la mía por traición. Durante la Segunda Guerra Mundial, su familia se hizo nazi con el fin de poder confiscar tierras y negocios. Denunciaron al hermano de mi abuelo, que fue torturado y fusilado por ser el propietario de una pequeña granja que los Bako codiciaban. La siguiente generación fue comunista para conseguir privilegios, que después utilizaron para dirigir el mercado negro. Cuando el gobierno cayó, los Bako sobornaron a gente del poder para que les dejaran hacerse con el control de la fábrica de medicamentos. Cada vez que el caos se apodera del mundo, un Bako acaba arriba y pisotea a los demás. Arpad es lo peor de lo peor. Iba en su coche cuando su chófer atropelló a mi segundo hijo, a más de cien kilómetros por hora. Bako inventó la historia de que mi hijo era un carterista que había robado algo a un hombre y que cruzó la calle sin mirar. Cinco de sus esbirros lo juraron ante un tribunal.

—¿Lo odia lo suficiente para correr el riesgo de negarle algo que desea? ¿Tal vez para castigarlo? —preguntó Sam.

—¿Yo? ¿Tibor? Aprovecharía la oportunidad al vuelo.

—Un buen amigo nuestro, un arqueólogo alemán, fue secuestrado ayer en Berlín. Había hecho un descubrimiento cerca de aquí, y se marchó a estudiarlo a Berlín porque tenía miedo. Se había percatado de que cuatro hombres lo seguían en un coche negro.

—Comprendo. Bako es una de esas personas que se jactan de ser descendientes directos de Atila el Huno. Hace unos cuantos años, un puñado de ellas solicitó al gobierno que se las declarara grupo minoritario especial. Es simple codicia.

—¿Codicia? No le sigo —dijo Remi.

—Es por la tumba. Bako Quiere encontrar la tumba y afirma que es de él.

—¿La tumba de Atila? No tendrá mucha suerte. Es una de las grandes tumbas conocidas que jamás se han encontrado. ¿También afirma que es pariente de Gengis Kan?

—Todavía no.

Remi se volvió hacia Sam.

—¿Qué crees que deberíamos hacer?

—¿Qué se puede hacer? —dijo Tibor—. Bako no solo tiene dinero. Posee su propio pequeño ejército de gente de seguridad que lo protege a él, sus casas y sus fábricas. No cabe duda de que matará a cualquiera que pretenda impedirle descubrir la tumba de Atila, o lo secuestrará si cree que sabe algo que puede serle útil.

—No vamos a quedarnos sentados cruzados de brazos —dijo Remi en voz baja.

—¿Qué quieres hacer?

—Encontrar a nuestro amigo y rescatarlo.

Tibor guardó silencio un momento.

—¿En serio?

—Sí —contestó Sam—. Nos llamó porque pensaba que podía necesitar ayuda. Tenía razón.

—Sam, tal vez no deberías…

—No, me parece que Tibor es nuestro hombre, Remi. Tibor, creo que podemos hacerlo, pero necesitamos a un hombre que sea húngaro, que sea valiente y que odie a Arpad Bako. Te pagaremos bien por tus molestias y tu tiempo. Si te detienen, te conseguiremos el mejor abogado. No supondrá ningún contratiempo adicional porque tendrá que defendernos a nosotros también.

—Será mejor que os demuestre quién es ese tipo, antes de que alguien haga algo. Vamos a mi garaje para coger un coche diferente.

—Espera. Me gustaría despistar a los hombres que nos siguen. Déjame conducir a mí. Si te estropeo el taxi, te pagaré las reparaciones y el tiempo que estés sin utilizarlo.

Tibor miró a Sam con escepticismo, pero frenó y dejó que se sentara al volante mientras él ocupaba el asiento del copiloto. Sam efectuó una rápida media vuelta y después giró a la izquierda para pasar por detrás del gran coche negro. Tibor se agarró al salpicadero y pisó el freno inexistente.

—Te gustará ir de copiloto de Sam —dijo Remi—. Tiene prohibido conducir en cuatro países.

Sam aceleró. Cuando el automóvil negro los siguió y empezó a acercarse a ellos, dejó que los neumáticos abandonaran la calzada y corrieran por encima de la cuneta polvorienta, de modo que lanzaron al aire una gran nube de polvo y fragmentos de grava. El conductor del coche negro intentó sortearla sin éxito, estuvo a punto de perder el control y el automóvil dio bandazos de un lado a otro por culpa de rectificar en exceso.

—No es demasiado bueno —comentó Sam—. ¿Existe algún lugar cercano con calles muy estrechas?

—Hay un antiguo pueblo a unos tres kilómetros de distancia. Está lejos del río, así que no ha sido arrasado por las inundaciones.

Sam aceleró aún más por el tramo largo y recto que atravesaba la llanura, pero las carreteras como aquella estaban hechas para el gran coche negro. Empezó a acortar distancias sin cesar. Sam maniobró de un lado a otro de la vía, y después ocupó el centro de la misma para que no pudiera colocarse a su lado. Cuando vio el pueblo, ocupó el carril de la izquierda con brusquedad. El coche negro se desplazó al derecho. Sam pisó el freno, y el otro vehículo los sobrepasó como un relámpago.

Sam efectuó un lento y seguro giro en la calle principal del pueblo, pasó ante varios edificios de piedra, y a continuación viró a la derecha por un callejón tan estrecho que el taxi apenas cabía entre los edificios.

—Cuidado, cuidado —murmuraba Tibor.

Sam se detuvo al final de la callejuela.

Los tres miraron por la ventanilla de atrás y vieron que el coche negro pasaba a gran velocidad ante la entrada del callejón.

—Ahora vamos a ver si está lo bastante enfadado o si hemos de mosquearlo un poco más —dijo Sam.

El coche negro frenó con un rechinar de neumáticos, dio marcha atrás con rapidez hasta aparecer ante su vista, giró y se adentró en la callejuela en pos del taxi. Sam salió del callejón a una pequeña plaza cuadrada y bajó del automóvil.

—Coge el volante —dijo a Tibor.

Acto seguido regresó hasta el extremo del callejón y empujó una carretilla cargada de piedras hasta la entrada.

Antes de completar la maniobra, se oyó un estrépito, y después un ruido estridente que se convirtió en un chirrido y luego enmudeció. Sam recuperó la carretilla, corrió hacia el taxi y se sentó en el asiento trasero con Remi. Tibor dio marcha atrás para echar un vistazo al callejón. Los Fargo y él vieron que el coche negro se hallaba encajado entre el primer par de edificios. Los espejos laterales habían desaparecido, y estaba atascado contra los ladrillos de ambos lados. El motor rugía, y se oyó un penoso chirrido metálico, pero los progresos eran escasos. Tibor rodeó el extremo de la hilera de edificios hasta llegar a la calle principal, y entonces volvieron sobre sus pasos.

Llegaron a un edificio que parecía un pequeño almacén. Había cinco hombres con monos y ropa de trabajo.

—Esos dos —dijo Tibor—, los guapos, son mis hermanos. Los demás son primos.

Tibor bajó y fue a hablar con un par de ellos, que lo acompañaron hasta el coche. Un tercer hombre sacó una camioneta del garaje y la dejó en marcha. Todo el mundo sonreía, se estrechaba las manos y parecía encantado de verse. Tibor se sentó al volante de la camioneta, y Sam y Remi se acomodaron detrás. Se quedaron sorprendidos al ver que un hombre los acompañaba.

—Soy János —dijo—. Yo tomaré las fotos.

—Gracias —dijo Remi—. ¿Qué fotos? —susurró a Sam.

János le hizo una fotografía.

—De nada —dijo el hombre.

Tibor los condujo al este de la ciudad y a continuación hacia las llanuras cubiertas de hierba. Ocho kilómetros después llegaron a un gran complejo de cinco hileras de edificios blancos. La mayoría de ellos eran rectángulos largos y bajos carentes de ventanas. János apuntó la cámara y empezó a tomar fotos. Tomó más mientras continuaban en paralelo a las altas vallas de tela metálica coronadas de alambre de púa. Pasaron ante un puesto de vigilancia que parecía la entrada a una base militar, con guardias armados provistos de uniformes de combate grises.

—¿Para qué tantos guardias? —preguntó Remi.

—La razón que aducen es que fabrican y almacenan narcóticos e investigan nuevos medicamentos, de manera que la competencia podría robar sus secretos. La verdadera razón es que Bako puede hacer lo que le dé la gana sin que nadie haga preguntas.

Durante la totalidad del viaje Sam guardó silencio. Lo miraba todo con detenimiento, pero sin decir nada.

Cuando regresaron al garaje, Sam pidió una hoja de papel.

—Voy a hacer una lista de cosas que necesitaré y te daré dinero para comprarlas —dijo a Tibor—. Si no puedes conseguir algo, dímelo y pediré que me lo envíen por avión. —Se puso a escribir mientras hablaba—. Cuatro uniformes grises como los que llevan los hombres de Bako. Cuatro pistolas con dos cargadores extra cada una en fundas para cinturón de cincha negra. Las que ellos llevan me parecieron CZ-75 checas. Si hay un modelo húngaro similar, me servirá. Botas negras de media caña, cuatro pares. Las botas tendrán que estar bien abrillantadas y los uniformes planchados. Y recuerda, un conjunto es para Remi, de modo que consigue uno de talla pequeña. Además necesito una correa corta de cuero negro para perros y un collar.

—¿Algo más? ¿Algo que haga juego con el collar?

—Un perro.

—¿Un perro?

—Me gustaría un pastor alemán. En caso necesario, puede ser un rottweiler o un doberman. Ha de tener buen olfato, estar bien adiestrado y ser obediente.

—Hay un hombre en Szeged que adiestra perros.

—Y es primo tuyo, ¿verdad?

—No todo el mundo es primo mío. Ese es primo de mi mujer. Le preguntaré si tiene un buen perro en este momento.

—¿Puedes llevarte a Remi para que los vea y elija uno?

—Podría, pero se trata de perros húngaros. Remi no habla húngaro.

—Soy capaz de aprender tantas palabras como un pastor alemán —dijo Remi.

—Y todos los perros se comunican con Remi —añadió Sam. Miró a Tibor—. ¿János y tú estáis dispuestos a hacer esto? ¿Habéis tomado una decisión?

—Preferiría ir a secuestrar a Bako para cambiarlo por tu amigo. Pero sí.

—Si esto no funciona, intentaremos lo que has dicho.